CLARISA
En la zona de la Baja Silesia, a pocos kilómetros de la antiquísima ciudad de Wroclaw y aunque la ocupación alemana se había producido ya hacía varios meses, el convento de Santa Catalina, cerca del río Odra, había sido sometido tan sólo a un respetuoso relevamiento para saber cuantas monjas y novicias lo ocupaban.
Desde las ventanas del viejo edificio era posible ver los camiones y carros de combate que se desplazaban por los caminos de las cercanías y, de vez en cuando, como los truenos lejanos de una tormenta, se podía escuchar el sordo retumbar de los cañones.
Fuera de eso, las hermanas continuaban con su vida recoleta y sólo la escasez de algunos productos se hacía sentir como una molestia. Precisamente, la falta de harina obligó a la Superiora a comisionar a la hermana Clarisa para que, saliendo de las tierras del convento, se dirigiera a un viejo molino y como sabía que la esposa del molinero hacía unos quesos de excelente calidad, le pidió que comprara los que aquella quisiera venderle.
Unciendo el único caballo que poseían al desvencijado carromato y en compañía de Theresa, una joven novicia recién ingresada a la Orden, emprendió el viaje de pocos kilómetros. Las dos mujeres observaban con aprensión el desplazamiento de las tropas a lo lejos pero el carricoche no fue interceptado por ninguna patrulla y cerca del mediodía veían recortarse la silueta del molino.
Atravesando un monte de árboles frutales cubiertos por flores blancas y rosadas, se acercaron al edificio que parecía estar desierto. No era la primera vez que Clarisa visitaba al molinero y en algunas ocasiones aquel había no estaba pero quien la recibiera había sido Sofía, su mujer, por eso estaba extrañada que nadie hubiera salido al escucharlas llegar,
De pronto y como un presentimiento siniestro, el silencio del lugar se le hizo ominoso, pero para no alarmar innecesariamente a la chiquilina de quince años que la acompañaba, bajó del carruaje con toda la tranquilidad que pudo aparentar y tras atar al caballo a un poste, se dirigió hacia el edificio.
Efectivamente, la puerta estaba cerrada y entonces Clarisa condujo a la muchacha para que, rodeando la casa, probaran si era posible entrar por atrás.
El viaje no había sido largo pero sí extremadamente riesgoso por las tropas alemanas que parecían estar en todas partes y, como no estaba decidida a irse con las manos vacías, la monja pretendía que, aunque los dueños estuvieran ausentes, pudiera cargar por lo menos un par de bolsas. Esas impulsivas tomas de decisiones ya le habían provocado más de un dolor de cabeza en los dos monasterios en que viviera, pero es que Clarisa no podía con su genio y aunque a la edad de treinta y un años ya llevaba diez en la Orden, olvidaba por momentos guardar la compostura necesaria.
Llevando a la chiquilina de la mano, se adentró en un terreno de pasto inculto y poco después doblaban la esquina de la parte trasera de la casa; el envión que llevaban casi las hace tropezar con el cuerpo de un hombre tendido sobre la tierra apisonada del patio trasero. Clarisa reconoció de inmediato a Nicolás y también tuvo la certeza de que estaba muerto por la sangre que cubría sus espaldas. Tomando por los hombros a la pobre chica que temblaba ante semejante espectáculo, trató de emprender el camino de regreso pero al darse vuelta, se encontraron con la amenazadora presencia de tres soldados alemanes enfundados en sus uniformes grises.
Casi todos los polacos de esa zona fronteriza hablaban, mal que bien, el alemán, así como muchos soldados lo hacían en polaco pero los modales de los soldados excusaron cualquier dialogo. Tomándolas de los brazos, las condujeron hacía la parte delantera en que sí, ahora la puerta estaba abierta.
Todavía espantadas por la visión del cuerpo ensangrentado, las religiosas no podían hacer otra cosa que obedecer las órdenes de que no se resistieran y así fueron introducidas a la casa, donde había otros dos hombres junto a Sofía que estaba atada en una silla.
La mujer sollozaba quedamente y cuando las vio a ellas prorrumpió en el llanto más desesperado. El que parecía ser el líder del grupo y al tiempo que le ordenaba que se callara, la abofeteó duramente para después dirigirse donde estaban las monjas. La pobre Theresa se acurrucaba contra Clarisa y el hombre, sonriendo burlonamente, les dijo que eran bienvenidas porque la mujer del molinero seguramente no podría dar abasto con los cinco, tras lo cual las hizo sentarse en dos rústicas sillas de paja y, pidiéndoles que se fijaran atentamente en qué les esperaba, se acercó nuevamente a la mujer.
La jovencita parecía no haber comprendido la intención del recibimiento pero Clarisa sabía que su destino como vírgenes esposas de Cristo había llegado a su fin. Diciéndole a Theresa en voz baja que no mirara, bajó la cabeza y apretó los párpados, pero dos de los hombres que se habían ubicado detrás de cada silla no sólo las despojaron bruscamente de las cofias, sino que las aferraron de los cortos cabellos para hacerles alzar las cabezas y tironeándoles de ellos, las sacudían para que abrieran los ojos.
Clarisa era virgen nominalmente, ya que si bien su cuerpo no había sido penetrado sexualmente, en su alocada juventud se había concedido ciertas libertades y accedido a que los muchachos saciaran su sed en los senos en agraz y a recompensarlos con el goloso saciarse en sus espermas fruto de sus habilidades masturbatorias, a tal punto de desenfreno que a causa de que su madre la sorprendiera haciéndolo a los diecinueve años, fuera obligada a internarse en un convento y luego sí, la vida monacal la había ganado. Conocía largamente todos los excesos que puede cometer una mujer en besos, caricias y el placer final del sexo oral, pero nunca, jamás, un miembro masculino había ni siquiera rozado su sexo y mucho menos penetrado.
Los años de encierro y una férrea disciplina auto impuesta, habían convertido a su sexo en un órgano útil sólo para orinar y para recibir la inmundicia que cada mes despedía el cuerpo. Sin embargo y obligada dolorosamente a mirar, lo que el hombre hacía con Sofía despertaba los ecos dormidos de sus entrañas en inquietantes cosquilleos vaginales con reminiscencias casi palpables.
Haciéndola sostener desde atrás por uno de los soldados, el hombre hizo levantar a Sofía para luego ir despojándola de la ropa con bruscos tirones de sus manos. Tampoco era mucho lo que la mujer vestía y de esa forma, la escotada blusa campesina fue rasgada en dos para dejar expuesto el pecho que, cubierto con un burdo corpiño, ocultaba dificultosamente los opulentos senos. De un zarpazo quitó la prenda y las dos blancas mamas colgaron exuberantes y temblorosas con gelatinosos bamboleos que alucinaron al hombre.
Sofía no era la típica campesina polaca, rubia, gorda y de generosas carnes casi obesa, pero sus pechos tenían ese volumen que sólo da la maceración cotidiana del matrimonio. Estrechándola por la cintura, el hombre trató de besarla violentamente en la boca pero como ella sacudiera iracunda la cabeza, él descendió a lo largo del cuello y, en tanto una de sus manos sobaba y estrujaba un seno, la boca recorrió golosa la otra gran teta.
Verdaderamente los senos de Sofía eran imponentes; blancos y lechosos, su mórbida textura los hacía sacudirse gelatinosos ante el menor movimiento y en sus vértices se destacaban las oscuras aureolas que, pobladas de pequeños gránulos, exhibían dos gruesos pezones. Obsesionado por tanta perfección, el hombre hacía que la lengua se deslizara tremolante sobre la piel y, al tiempo que sorbía con los labios el rastro húmedo de su saliva, les imprimía un suave succionar que fue incrementándose en la medida que crecía su entusiasmo.
Sin dejar de llorar, en una jerigonza mezcla de polaco y alemán, la mujer le suplicaba que tuviera piedad y que no abusara de ella porque recién acababa de confirmar un preciado embarazo del que su marido aun no tenía noticia. Evidentemente ella ignoraba la suerte corrida por su esposo y un malicioso demonio iluminó la cara del hombre al decirle cuanto lo alegraba saber que violaría la primera mujer embarazada de su vida y en cuanto a su marido, seguramente desde el lugar donde estaba no se opondría a ese festejo, tras lo cual arrancó de su cintura la amplia falda para dejar al descubierta su entrepierna cubierta con un ordinario calzón.
Aunque la mujer promediaría la treintena, la chatura del abdomen ponía en evidencia la comba perfecta del bajo vientre que luego se hundía en una meseta cuyo vértice era cubierto por una fina alfombra de oscuro vello púbico, destacando la fortaleza de los poderosos muslos y la alzada prominencia de las nalgas.
Tomándola por el largo cabello y con la colaboración de un compañero, la arrastró hasta la sólida mesa y acostándola sobre ella en el ángulo del tablero, le alzó las piernas que la mujer sacudía en un vano intento de evitar lo inevitable y haciéndoselas sostener encogidas contra su pecho por el otro soldado, extrajo de su bragueta una verga ya endurecida para, tras restregar con ella el sexo de la mujer hasta conseguir dilatar la raja de la vulva, la embocó en la vagina y con un violento embate, la penetró hasta sentirla golpeando el fondo de las entrañas.
El grito espantoso de Sofía sobrecogió a Clarisa, que sentía como mujer cada paso de aquel atropello y observó que la criatura que aun era Theresa, horrorizada por aquello que debería resultarle terriblemente chocante y hasta incomprensible, no podía apartar los ojos de esa ignominia como si ejerciera sobre ella una influencia hipnótica. Sus ojos inmensamente abiertos, junto con el aleteo de las narinas y la boca entreabierta que dejaba escapar un corto y anhelante jadeo, dejaron adivinar a la religiosa que la novicia no era inmune a la excitación.
Entretanto, el alemán había encontrado una cadencia a la cópula e inclinándose entre las piernas abiertas de la mujer, sobaba y mordisqueaba los senos que zangoloteaban alocadamente al ritmo de la penetraciones. Paulatinamente, la mujer amenguaba el nivel de su llanto y ahora era un hondo hipar el que sacudía su pecho entre los ayes que, modificando el tono, Clarisa no dejó de percibir un cierto grado de satisfacción.
Al ver como decrecía la resistencia, el hombre salió de ella y obligándola a pararse de espaldas a él con el torso apoyado sobre la mesa, le abrió impiadosamente las piernas en un ángulo terrible que dejó totalmente expuestos su sexo y ano. Clarisa no había visto más que fugazmente el trasero de otras mujeres, pero la dimensión de las ancas de la molinera era realmente admirable y las redondas nalgas se proyectaban con una contundencia poderosa que hacía más notable la hendidura entre ellas.
Extasiado por tanta belleza, el soldado posó sobre ellas el rústico vigor de sus manos para abrirlas hasta poder observar el oscuro haz de apretados esfínteres anales y la ahora dilatada boca de la vagina, de la cual rezumaban los fluidos que la verga había arrastrado hacia afuera. El otro soldado colaboraba manteniendo la cabeza de la mujer contra el tablero con lo cual la grupa se mantenía erguida y el primero no dudó en tomar entre sus dedos el falo para volver a penetrarla, pero ahora con tanta violencia que Sofía no pudo reprimir un grito dolorido que el hombre se encargó de sofocar con el ritmo copulatorio que hacía chasquear sonoramente el entrechocarse de las pieles mojadas.
Instintiva o previsoramente, la mujer había llevado sus dos manos a las nalgas para separarlas y aliviar así el sufrimiento, pero el alemán pareció tomar aquello como una concesión y tras de dar cuatro o cinco remezones a su pelvis, extrajo el falo chorreante de mucosas para asentarlo sobre el negro ano y presionar.
El otro soldado tuvo que esforzarse para sostener a la mujer apretada contra la mesa pero no pudo evitar los gritos mezclados con maldiciones con que Sofía expresaba su vehemente negativa a ser sodomizada. En su sencillez, ella ignoraba que las oposiciones de las mujeres, cuanto más tenaces, mas exacerban a los hombres, incentivando la perversión de sus más bajos instintos.
De cualquier manera y por lo apretado de los esfínteres, resultaba evidente que la mujer no utilizaba esa región como campo para el placer o ni siquiera había sido nunca penetrada de esa forma. La exasperación del hombre por la resistencia de los músculos anulares se hizo evidente cuando este aferró entre sus dedos la barra de carne que ya era el falo para reforzar su dureza y empujándolo lenta pero irremisiblemente, vio como aquel distendía y se introducía en la tripa en medio de los estridentes gritos de la mujer.
La acción de las dos hombres impedía todo movimiento a Sofía y, como rindiéndose a lo inevitable, cesó en la intransigencia al coito esperando la pronta saciedad del soldado, dejándolo hacer aunque sin poder reprimir los gemidos de dolor que la penetración le provocaba. Flexionando las piernas para darse aun mayor impulso, el hombre la aferró reciamente por las caderas para penetrarla sin misericordia alguna durante varios minutos hasta que ya en el paroxismo del deseo y próximo a la eyaculación, la hizo arrodillarse a su frente para masturbarse con violencia y descargar en el rostro y pechos de polaca la melosa lechosidad del esperma.
Tanto Clarisa como Theresa y por distintas razones, habían asistido a la violación con atónita atención, la una porque como mujer adulta conocía de lo que eran capaces los hombres cuando estaban desmadrados y sufría por lo que la pobre mujer experimentaría después de tan brutal agresión, preguntándose si ahora no sería el turno de ellas, mientras que la muchacha asistía horrorizada pero a la vez con curiosidad a eso que ella había siempre presumido que existiría entre hombres y mujeres pero no imaginaba que su revelación viniera del sufrimiento de la molinera y mucho menos que fuera tan bestialmente animal y doloroso a juzgar por el llanto que arrancara en una mujer tan mayor y evidentemente ducha en esas cosas del sexo.
Con miedo y aprensión la una y con intrigada expectación la otra, observaron como los hombres se sentaban a la mesa para escanciar dos botellas de vino que habían encontrado en un armario, en tanto comentaban jocosamente las bondades físicas de la mujer que permanecía acurrucada en un rincón.
Decir que aquello era una casa demostraba casi un exceso de optimismo, ya que ese cuarto levantado a un costado del molino propiamente dicho, era una gran habitación que cumplía las funciones de cocina, comedor y, debajo de la única ventana, una rústica cama lo convertía, además, en dormitorio.
Mientras los soldados alborotaban a pasos de ellas, Clarisa le suplicó a la chiquilina que fuera lo que pasara, tratara de no disgustar a los alemanes de cuyas atrocidades como invasores tenía sobradas referencias y siempre era mejor conservar la vida a pesar de tener que padecer cosas tan horribles como la molinera.
La conversación en voz baja parecía haber llamado la atención de los hombres que las observaban con curiosidad mientras lo hacían y terminado el contenido de las botellas, con cachazuda lentitud se acercaron a las religiosas para pararse frente a ellas y contemplarlas con fijeza. La impertinencia de sus miradas era tan provocativamente lujuriosa que Clarisa no aguantó y bajó la vista, tan sexualmente turbada como hacía años no lo estuviera.
Aquello despertó una reacción inmediata en uno de los soldados quien, acercándose a ella y sin mediar palabra, la hizo levantarse de un fuerte tirón y cuando lo enfrentó con su natural rebeldía, el hombre le tomó la cara apretándole rudamente las mandíbulas y acercando su cara, posó los recios labios sobre los suyos en un intenso beso que no pudo evitar y de esa manera sintió como, mientras los labios succionaban las suyos, la fortaleza de una gruesa lengua se introducía en la boca.
A pesar de no hacerlo desde hacía años, el beso elemental había sido la primera cosa a que había accedido sexualmente y, verdaderamente, había puesto todo su empeño en hacerse hábil cultora de aquello hasta transformarlo en un vicio. Involuntariamente, su cuerpo respondió por instinto y no supo cómo, pero su boca se plegó al movimiento para responder al beso con toda su sapiencia.
Era como si toda la incontinencia contenida en ese tiempo cediera gozosa al beso y cuando la revolución esperada e inesperada a la vez explotó en sus entrañas, dejó que su lengua saliera al encuentro de la invasora para agredirla con la misma violencia que aquella.
Gratamente sorprendido por la respuesta de la religiosa y sin dejar de besarla, el hombre hizo que sus manos se posaran premiosas contra las nalgas por sobre la tela del hábito para atraerla contra sí y hacerle sentir su vigorosa carnadura, aun dentro del pantalón.
Resollando fuertemente por su vehemencia, el soldado la separó de sí y en tanto ella trataba de recuperar el aliento junto con su perdida compostura, él dirigió sus manos a la larga botonadura trasera de la prenda y de un solo golpe destrozó los botones para arrancarle el hábito que quedó a sus pies como la corola de una negra flor y dejar al descubierto el cuerpo de Clarisa. El rústico corpiño dejaba ver la sólida contundencia de los pechos que parecían querer desbordarlo y el rudimentario calzón sólo parecía realzar la prominencia de los glúteos y la fina curva de los muslos, pero eso pareció provocar otros deseos en el hombre quien, obligándola a arrodillarse sobre la arrugada prenda, sacó de la bragueta un miembro que ya estaba medianamente rígido y tomándolo entre sus dedos, le ordenó a la monja que se lo chupara.
La similitud de la escena con la que hiciera posible que su madre la descubriera la shockeó y estaba a punto de sublevarse insolente al mandato, cuando tomó conciencia de que su futuro y el de la chiquilina dependería tal vez de eso. Por otra parte, en su cuerpo se agitaban las ansias por volver a degustar aquello que la hiciera convertirse en una diletante del sexo oral y, asiendo delicadamente entre los dedos la verga que aun así resultaba imponente, abrió la boca para dar salida a la lengua que, vibrante, comenzó a recorrer la húmeda carnosidad.
El alemán ni siquiera imaginaba las virtuosas habilidades bucales de la religiosa y cuando esta deslizó el órgano tremolante hacia abajo a la búsqueda del arrugado escroto para lamerlo con urgente gula y luego hacer que los labios enjugaran la saliva en exquisitos chupones mientras la mano recorría el tronco en una incipiente masturbación, creyó enloquecer y acariciando los cortos mechones de su cabeza, la alentó para que continuara de esa forma.
Ya no era el temor a las represalias lo que la motivaba, sino el renacimiento de los atávicos mandatos de su vientre y, complaciéndolo, trepó a lo largo de la verga que ya era un verdadero falo en una caprichosa alternancia de lengua y labios hasta llegar a la zona donde se arremangaba el frágil prepucio y allí, ensañarse en escarbar el interior del profundo surco que antecedía al glande.
Tanta como el placer que proclamaba el hombre, era la gula que la empujaba a hacer de esa felación una reivindicación por el tiempo perdido y, abriendo la boca, alojo en ella la tersa cabeza ovalada que rezumaba los humores masculinos y ese sabor terminó de alienarla; envolviéndola entre los labios, la ciño prietamente e inició un corto movimiento basculante de la cabeza en tanto que sus manos se dedicaban, la una a acompañar el vaivén con un apretado masturbar en tanto que la otra se prodigaba en manosear los testículos con movimientos que llevaban a sus dedos hasta las proximidades del ano.
El hombre le reclamaba que lo hiciera acabar pero la obnubilación de Clarisa la hacía ser cruel y, aun prodigándose con sus caricias y chupones, demoraba el momento en que ella también estuviera a punto de concretar su largamente anhelada eyaculación. Abriendo la boca hasta que sus mandíbulas parecieron descoyuntarse, llevó la verga hasta el fondo y, reprimiendo a duras penas la náusea, comprimió contra la carne sus labios y los dientes rastrillaron la piel en aquel movimiento de extracción.
Aquella succión extraordinaria la fatigaba y entonces volvía al corto vaivén sobre el glande y al vigoroso masturbar de los dedos para, luego de unos momentos, repetir esa experiencia que agigantaba los desgarros que sentía en sus entrañas. Bramando como una fiera en celo, el hombre anunciaba la inminencia de su eyaculación y deseando ella misma la imperiosa necesidad de sentir nuevamente en su boca la melosa crema del semen, aceleró el movimiento de la cabeza mientras que uno de los dedos de su mano derecha buscaba a tientas entre las nalgas del hombre y mientras succionaba con fiereza, lo introdujo en el ano.
El afán ahora era suyo y en tanto chupaba la verga y sodomizaba al soldado, sintió que su vientre descargaba no ya la simple eyaculación líquida de la satisfacción, sino uno de aquellos maravillosos e infrecuentes orgasmos de su juventud mientras sentía su boca inundada por impetuosos chorros de esperma, cálidos y olorosos a almendras dulces. En su mente todo se había vuelto de un intenso color morado en el cual parecían estallar relampagueantes luces de colores y, comprendiendo por qué los franceses lo llaman “la pequeña muerte”, se hundió en la dulce nube del orgasmo.
Escuchando confusamente las risotadas de los soldados, salió del momentáneo desvanecimiento con un maremagnum de sensaciones encontradas en su mente, debatiéndose para discernir entre el inmenso placer que había encontrado en esa recuperación de lo que había sido su fijación obsesiva hasta poco más de diez años atrás y lo pecaminoso que el sólo pensarlo significaba para esa nueva vida dedicada a Dios.
Todavía aturdida por la grandiosidad del goce y en tanto trataba de incorporarse, no tuvo tiempo para continuar con esas elubrucaciones porque fue asida de un brazo por aquel soldado que la obligara a observar la violación de Sofía y levantándola como a una muñeca de trapo, la arrastró a los trompicones hasta la cama cercana.
Dejándola caer al borde del lecho y mientras aun bizqueaba para fijar la vista en su agresor, él la despojó rudamente del calzón y por primera vez en su vida se encontró totalmente desnuda ante un hombre. Manteniéndole las piernas alzadas, el alemán las separó y encogió para luego descender y arrodillándose frente a la entrepierna, llevar su boca a tomar contacto con el sexo.
El sólo imaginar lo que el sexo oral le proporcionaría, elevó una burbujeante aleada de deliciosos cosquilleos allá, en el fondo de su vagina y su mente se trasladó a la única ocasión en que un hombre le proporcionara tanto placer, haciendo que al primer contacto de la lengua tremolante sobre los labios todavía humedecidos por sus jugos uterinos, escapara de su pecho una mezcla de hondo suspiro y ronco bramido, al tiempo que mecánicamente sus manos sostenían levantadas las piernas en oferente entrega.
Tras el primer lengüetazo a esa hinchada vulva, el soldado separó con dos dedos la intrincada e inculta mata de oscuro vello púbico y oliendo el fuerte aroma a mujer encelada que producían los restos del orgasmo y el sudor, fijó su vista en esos carnosos labios que apenas se separaban para dejar entrever los rosados pliegues del interior. Aunque hacía diecisiete años que dedos y boca habían estimulado esos tejidos hasta hacerlos dilatar ennegrecidos, la severa continencia que observaba la religiosa los había reducido a una apretada rendija propia de una quinceañera y, goloso por saber a qué sabía una monja, el alemán empaló la lengua para deslizarla a lo largo de todo el sexo.
De pronto el tiempo pareció desaparecer y Clarisa se sintió tan incrédula por el placer que esa caricia le provocaba como cuando a sus quince años cediera a las exigencias del mejor amigo de su hermano. Gozosamente estremecida por el goce, dejó escapar un irreprimible asentimiento e instintivamente, su cuerpo onduló para proyectar la pelvis al encuentro de la boca.
Contento por la complacida respuesta de la mujer y sorprendido porque a pesar de su aspecto desaliñado el sexo no carecía de higiene y sólo exhalaba los aromas propios de la excitación femenina, separó los labios mayores para encontrarse con la vista admirable de un perlado óvalo al que rodeaban los grandes frunces rosados de los labios menores y en su vértice, se erguía el arrugado tubito del clítoris. Seducido por ese aspecto entre infantil y profano, aplicó la lengua a recorrer esas anfractuosidades con morosos lengüeteos que, en la medida que la mujer intensificaba sus ayes satisfechos y el meneo de sus caderas, se concentraron en fustigar los pliegues que cedían a sus embates con elasticidad para después subir hasta el arrugado capuchón del suave prepucio y, mientras la punta escarbaba sobre la blanquecina cabecita del órgano, escurriéndose entre el caldo de su saliva y los jugos que expulsaba la religiosa, dos dedos fueron introduciéndose lentamente entre las apretadas carnes de la vagina.
Sólo en aquella ocasión única, el muchachón había intentado, y logrado, introducir con éxito un dedo a la vagina y aunque se lo negara, lo había disfrutado tan intensamente que tuvo miedo perder el control de sí misma si accedía al sexo total. Ahora, los músculos dormidos recuperaban la perdida sensibilidad y se cerraban alrededor de los dedos que le parecían enormes pero que, al doblarlos el hombre en un delicioso rascado por sobre las mucosas, le proporcionaban un goce jamás experimentado.
Lengua, labios y dientes maceraban al clítoris que había adquirido un volumen considerable y que inflamado, se erguía complacido por ese tratamiento en tanto ella sentía lo maravilloso que era el vaivén con que el alemán penetraba su sexo, hasta que, en medio de sus ayes, gemidos y suspiros de satisfacción, el hombre los retiró del interior e introdujo el pulgar en la vagina y el índice, lubricado por sus jugos y la saliva que chorreara hasta allí, presionó contra el apretado haz de los esfínteres anales.
La sorpresa y la aprensión la hicieron contraerlos reciamente para evitar la introducción pero, dolorosamente, comprobó que eso no era suficiente para detener la penetración. El grueso dedo traspasó el zarcillo muscular y, a pesar de las terribles ganas de defecar que se agregaban al dolor por la distensión, un goce nuevo y distinto, tanto o más placentero que el que obtenía en la vagina, la hizo contener el grito para pedirle al soldado que no le hiciera daño.
Su pecho bombeaba trabajosamente el aire que las convulsiones del vientre convertían en desesperados jadeos y en su mente se agitaban tan furtivas con escandalosas imágenes de bestiales acoples sexuales a los que nunca había accedido ni siquiera con el pensamiento. Influenciada seguramente por ellos, hincaba las manos en los muslos para acercarlos más contra su pecho y la pelvis se agitaba en recios remezones contra la boca y los dedos que la elevaban a esa dimensión del placer.
Considerando que la religiosaza estaba a punto, el hombre acopló la punta de su verga sobre la mojada entrada a la vagina y, lentamente, muy lentamente, dejó que el peso de su corpachón la empujara. Aunque suponía que en un momento dado aquello debería suceder, no había imaginado que aquel suave glande que contuviera en su boca iba a resultar tan desmesuradamente grande para su sexo, ayuno de miembro alguno.
La distensión de los dedos que a ella le parecía desmesurada, resultaba escasa para el tamaño de esa barra de carne que iba rompiéndolo todo a su paso y, sintiendo como sus delicados tejidos vaginales eran lacerados y rasgados por el roce, comenzó a disfrutar de aquello que semejaba ocupar todo su vientre. Cuando la punta, tras chocar con el fondo de sus entrañas hasta sentirla en el estómago, inició el retroceso, experimentó una sensación de inefable bienestar y aferrándose a los musculosos antebrazos que el hombre apoyaba a cada lado suyo, se dio envión para consumar la segunda penetración.
Ya no le importaba quién era, en dónde estaba y con quién estaba haciéndolo; súbitamente, había comprendido que era imposible ignorar la condición de hembra animal que subyace en cada mujer y que es imposible disfrazar bajo engañosos condicionamientos sociales. Por primera vez en la vida se sentía liberada y, extrañamente mujer, dispuesta a asumir su papel a pesar de lo que pudiera acontecer después.
Alentando al alemán para que pusiera aun más vigor, instintivamente envolvió sus piernas alrededor de las caderas para presionar sus nalgas con los talones. Contento por ver en la monja la mujer que él esperaba, el hombre no sólo intensificó el ritmo de la cópula sino que fue haciéndola poner de costado. Con el torso apoyado en un brazo, Clarisa vio como él le levantaba una pierna para apoyarla contra su hombro y abrazado al muslo, se daba empuje para penetrar hasta el fondo de ese sexo tan ampliamente dilatado.
Lo que comenzara siéndole tan doloroso, había devenido en una sucesión de placeres inimaginables y una ansiedad que acongojaba su pecho cada vez más. Obedeciendo las escuetas indicaciones del soldado, quedó finalmente arrodillada. Con la cara aplastada contra la revuelta cama y la consiguiente elevación de su grupa, encontró que esa posición le era muchísimo más placentera y en tanto el hombre la asía por las caderas, ella imprimió a su cuerpo un tan lento como instintivo hamacar que le hacía sentir la plenitud del poderoso falo.
Así, se debatieron por largos minutos en los que la mujer encontraba cada vez más gozoso el coito y lo expresaba en sonoros ayes de placer a los que mezclaba con encendidos agradecimientos a quien la estaba haciendo disfrutar de esa forma. En uno de esos maravillosos remezones en los que el alemán sacaba por entero el falo del sexo para luego volver a introducirlo con entusiasta vehemencia, el hombre lo apoyó contra los esfínteres anales y, sin consideración alguna, empujó con todas sus fuerzas.
Clarisa había creído que la penetración al sexo había sido lo más doloroso que experimentara en su vida, pero el sufrimiento inmenso de la verga introduciéndose al ano superaba todo lo conocido. Era como si una daga de fuego se clavara en su columna vertebral para luego ascender hasta la nuca y desde allí expandir el dolor a todo su cuerpo. El grito espantoso surgió estridente desde su garganta para luego ser reemplazado por los bramidos de un llanto incontenible pero, como en la anterior sodomización del dedo, el dolor hizo de embajador para el más espléndido deleite.
Una alegría inconmensurable, una euforia burbujeante inundaba su ser y el movimiento de la verga deslizándose por la tripa la sumergió en un mar de deliciosas sensaciones a las cuales se agregaron los tironeos que miles de colmillos hacían a sus carnes como si pretendieran separarlas de los huesos para arrastrarlas al fogón ardiente de su sexo y cuando ya le parecía imposible aguantar tan magnífico goce, el hombre volcó en el recto la carga de su esperma para que, como en una reacción condicionada, los diques de su vientre se rompieran en la riada de su líquida satisfacción.
Boqueando sin aliento y con el cuerpo derrengado, se desplomó en el lecho mientras su vientre se sacudía en las espasmódicas contracciones del vientre que aun expulsaba sus jugos por el sexo, cuando el hombre que había sometido a Sofía y aparentemente comandaba al grupo, tomó por los cabellos a la todavía sorprendida Theresa por la respuesta animal de su mentora, para empujarla sobre la cama y en tanto les decía que quería comprobar cuanto de cierto había en aquello de que las monjas no necesitaban de hombres porque se satisfacían entre ellas, le ordenó a la religiosa que sometiera a la novicia.
Clarisa era consciente de que su comportamiento no había contribuido a valorizar su castidad y mucho menos su virginidad, pero estaba decidida a que la inevitable posesión de los hombres no resultara traumática para esa criatura que, sí, era verdaderamente virgen.
Aparentado obedecer al oficial, se apresuró a estrechar entre sus brazos a la aturullada chiquilina y mientras simulaba hundir su boca en el cuello de Theresa, le susurró que ni se atreviera a desobedecer a los hombres y que ella sería la encargada de hacerle perder su virginidad con el mayor cuidado y delicadeza posibles.
La monja tenía la certeza de que el hombre no estaba descaminado en sus ideas, porque ella no había sido testigo pero sí conocía que la mayoría de las hermanas, en mayor o menor medida, morigeraban sus histéricas necesidades de esa manera. La muchacha aun farfullaba una instintiva protesta que la presencia desnuda de Clarisa sobre ella no contribuía a refrenar, pero cuando aquella posó sus labios sobre los suyos acallando sus reclamos, sin responder a su demanda, se quedó quieta para dejarla hacer. Dándose cuenta que Theresa había comprendido su intención, la religiosa le alzó la falda del hábito para luego sentarse acaballada a las piernas de la chica e inclinándose sobre ella, le desprendió la parte superior de la vestidura, confirmando su presunción de que esta aun no usaba corpiño a pesar de la mórbida robustez de sus senos.
A ella, aquel tipo de sexo le era tanto o más extraño y desconocido que a la chiquilina, pero tenía la ventaja de haber conocido el sexo heterosexual y como conocía qué cosas complacían a una mujer, por lo menos tenía la ventaja de eso y saber cómo hacerlo. Por otra parte, el calor del cuerpo juvenil y la vista de esos pechos que se estremecían gelatinosamente, había colocado en su mente y cuerpo la oscura necesidad de satisfacer el mandato del hombre, pero ya no por obedecerle sino para dar expansión a un deseo que, debía admitirlo, desde hacía años merodeaba perversamente sus pensamientos.
Extendiendo el cabello recogido de Theresa como una corona sobre la cama, tomó su rostro entre las manos y delicadamente, con infinita ternura, fue depositando menudos besos húmedos por toda la carita. Desde la frente humedecida por una fina capa de sudor, descendió a los ojos, a las mejillas, merodeó por el tembloroso mentón y recién cuando la muchacha expresó su nerviosa excitación por el vaho cálido de su aliento escapando entre los labios entreabiertos, posó tiernamente, apenas rozándolos, sus labios en ellos.
Esta vez, los labios gordezuelos, tal vez naturalmente, cedieron a la presión para dejar que las bocas cruzadas se confundieran en un ensamble perfecto que la religiosa concretó con una suave succión a la que la jovencita respondió de inmediato. Acariciándole la cabeza y el cuello, Clarisa profundizó la potencia de las succiones mientras su lengua se aventuraba dentro de la boca, provocando que la esquiva actitud de la otra se convirtiera en casi iracunda defensa.
Lenta, morosamente, ambas se abandonaron a esa hipnótica tarea de besar y ser besada, hasta que el propio afán puso en sus bocas palabras de amorosa entrega y en las narinas el hondo resollar de su agitado aliento. Clarisa ya estaba profundamente excitada y sentía que el estregar de sus senos contra los de la jovencita colocaba un calor harto conocido en su entrepierna .Abandonando la boca, los labios recorrieron el cuello de Theresa para arribar al pecho que mostraba el rosáceo rubor de un menudo salpullido y, separándose un poco, admiró la consistencia de los senos; redondos, perfectos en su delicada proporción, se elevaban sobre el pecho para dejar ver la rosada superficie de las aureolas que no excedían el tamaño de una moneda grande y en su vértice sobresalían las tersas puntas de los pezones.
Casi reverencialmente, la monja extendió los dedos de la mano para rozar con las yemas la piel y a su contacto, ambas se estremecieron como si una corriente eléctrica las hubiera galvanizado. Aquello también pareció extender un velo de rojiza lujuria en los ojos de Clarisa y fueron sus dos manos las que se cerraron sobre las redondeces para sobarlas tiernamente. Al acomodar su cuerpo para acceder mejor a los senos, un muslo descubierto de la chiquilla quedó entre sus piernas y al inclinarse para llevar los labios al pecho de la muchacha, descubrió que ese movimiento provocaba un delicioso roce de su sexo contra la pierna; llevando sus dedos hasta el sexo, separó con ellos los labios mayores y los frunces humedecidos se aplastaron contra la redondez e inconscientemente, el cuerpo se meció adelante y atrás.
El delicado sobamiento a los senos fue incrementándose hasta convertirse en un fervoroso estrujamiento y la memoria física de la religiosa, seguramente recordando el momento único en que fuera poseída, llevó su lengua tremolante a agitarse sobre la superficie de la aureola para, tras unos momentos en los que la rodeó vibrante, abatirse sobre el pequeño pezón que, aun así, demostraba poseer una dúctil maleabilidad.
El cúmulo de acontecimientos había impactado la mente virginalmente fértil de Theresa, pero la curiosidad propia de su edad y el hecho de que la religiosa tratara de prepararla para la inminente violación de los hombres, la hacían aceptar no resignadamente sino francamente complacida las delicadas caricias de Clarisa. A juzgar por sus mimosos quejidos, la monja coligió que la chica estaba gozosa por ese trato y, en tanto la boca sometía a uno de los senos a sus chupeteos y los dedos se cebaban pellizcando levemente al pezón del otro, la otra mano descendió hasta la cintura para empujar hacia abajo la arrugada túnica hasta que esta se deslizó hasta los tobillos.
Con el suave meneo de la pelvis hacía que su sexo humedecido se estregara deslizante sobre la piel del muslo e, incrementando el chupeteo hasta convertirlo en apasionadas succiones, hizo que la mano que bajara el hábito subiera por el muslo para buscar a tientas en la entrepierna de la muchacha. Una manifestación de la satisfacción de esta fueron las caricias a los cortos mechones de su cabeza y en recompensa, los dedos apartaron la tela del calzón para tomar contacto con la mojada alfombrita que cubría al sexo.
Las exclamaciones de Theresa terminaron por llevar a la mente de la monja una oscura perversión y entonces, descendiendo a lo largo del estremecido abdomen, deslizó el cuerpo entre las piernas encogidas y por primera vez, un sexo femenino le ofreció la maravilla de su espectáculo; contrariamente a lo esperado, la precoz fina capa de vello que lo cubría, se contradecía con la magnífica adultez de la vulva.
Alucinada, la religiosa deslizaba por todo ese continente la caricia de sus dedos como reconociendo el terreno que iban a hollar y con contenida lujuria, separaron al oscurecido borde externo para encontrarse con lo que no imaginaba en una jovencita de su edad; grande y perlado en su seno, él óvalo albergaba a un dilatado agujero de la uretra casi justo en su centro y rodeándolo, los maravillosos pliegues arrepollados de los labios menores que, hacia abajo formaban una especie de corona carnosa a la pequeña caverna de la vagina y en su parte superior formaban un arrugado tubo del que sobresalía apenas la cabeza del clítoris, cegada por una membrana elástica.
Los soberbios colgajos que se abrían como las alas de una carnosa mariposa ejercieron un irresistible atractivo para Clarisa y extendiendo la lengua, la empaló para deslizarla de arriba abajo por todo el sexo, desde la caperuza del clítoris hasta el apretado haz de los esfínteres anales. Ella esperaba encontrar unos aromas y sabores tan acres como los que estaba acostumbrada a oler de su propio sexo, pero no; tal vez a causa de su juventud o porque aun fuera virgen, el sudor sí tenía su habitual gusto salobre, pero los jugos que emanando del interior humedecían la piel, tenían un dulzor que superaba fácilmente cualquiera otra acritud y hasta un dejo de esas fragancias propias de los bebés.
Sus narinas se dilataron ansiosamente y entones fue la boca toda la que se apoderó sucesivamente de los colgajos para chuparlos con violenta gula y luego de unos momentos se asentó sobre el capuchón del clítoris para encerrarlo entre los labios y succionarlo tan apretadamente que provocaba lastimeros gemidos en la muchacha. Los demonios de la concupiscencia se habían despertado en ella y rascando delicadamente con dos dedos contra los ya inflamados pliegues, terminó por alojar uno en la entrada a la vagina para que, muy, pero muy lentamente, se fuera introduciendo en ella.
Realmente no sabía que esperar y con infinito cuidado lo fue haciendo penetrar hasta que algo casi imperceptible le opuso resistencia e imaginando que debía de tratarse del himen, dejo de hartarse en el clítoris con la boca para levantar la cabeza y contemplar las reacciones de Theresa. La novicia había alzado su torso apoyada en los codos y con la boca y los ojos inmensamente abiertos, observaba con verdadera congoja como ella la sometía. La notoria lubricidad que mostraba su rostro juvenil transmitió a la mujer todas las ansias de la muchacha y, sintiendo como los músculos vaginales se apretaban contra el dedo en seria oposición, casi con crueldad, esbozando una sonrisa para dar ánimo a la chica, hundió el dedo sin hesitar.
Este se vio atrapado por la rigidez de las carnes que, en instintiva contracción y junto con un gemido dolorido, evidenciaron su excitación por el intenso calor que irradiaban. Girando la muñeca despaciosamente, hizo que la yema y la uña escarbaran sin lastimar esa tierna superficie cubierta de mucosas y, ante el susurrado asentimiento casi sollozante de la novicia, acompañó al índice con el mayor para que así unidos, iniciaran una contracción y estiramiento con lo que rascaba toda la vagina y, al tiempo que le imprimía un movimiento de vaivén en simulada cópula, su boca se empeñó aun más en succionar y mordisquear al clítoris.
Paulatinamente y en forma involuntaria, había ido desplazando su cuerpo hacia una posición más atrevida hasta que su cuerpo quedara invertido en relación al de la muchacha y, pasando una pierna por sobre ella, hizo que su sexo quedara sobre la cara de esta.
Theresa quedó pasmada por aquello y la vista de esa vulva ennegrecida y dilatada que dejaba entrever los frunces del interior, la hizo tomar real conciencia de a que nivel de degradación habían llegado pero también era la primera vez que se sentía plenamente mujer y el goce que le estaba proporcionando la religiosa no se comparaba con ninguna otra sensación que hubiera experimentado. Con todo, el barniz que cubría los pliegues le repugnaba un poco pero fue justamente su fragancia la que obró como un disparador en sus sentidos.
Como si ese olor colmara su pituitaria para hacer que esta, en una acción refleja pusiera en alerta todo el sistema glandular, aspiró hondamente ese aroma y su boca se vio inundada por una cantidad impresionante de saliva mientras sentía el reclamo animal del deseo clavándose en su columna vertebral. Clarisa percibía la reluctancia de la jovencita y mientras le suplicaba cariñosamente que la chupara, abrió sus piernas para bajar más la pelvis hasta que el sexo rozara los labios de Theresa.
Ese sabor desconocido disipó cualquier duda que esta tuviera y aferrándose locamente a las nalgas de la mujer, alojó la boca bisoña sobre la vulva que ya estaba hinchada por la sangre que la excitación había concentrado. Era evidente que la chiquilina carecía absolutamente de experiencia pero, como todos los seres humanos, sabía por instinto lo que hacer.
Parecía haber absorbido todo cuanto la monja hiciera en ella y en ese afán, esta sintió como la lengua tremolaba vibrante para recorrer el sexo así expuesto y, con los dedos separando las carnes, se abocaba a estimular raudamente el fondo del óvalo. El saber que esa muchacha, epítome de pureza y castidad estaba poseyéndola, la excitó tanto como cuando ella se cobrara su virginidad e instándola a que no se detuviera para hacerle alcanzar su satisfacción, puso todo su empeño en satisfacerla.
Theresa no podía dejar de sorprenderse por el placer que sentía al lamer y chupetear esas carnes ardientes y gimiendo como un cachorrito hambriento, clavó sus dedos a las sólidas nalgas para hundir la boca en ese sexo que la enajenaba Un algo primitivo le decía qué hacer y así, mientras su lengua maceraba las carnes, lo labios se conjuraban para succionarlas tan apretadamente que provocaban sonoros chasquidos por esa mescolanza de su saliva con los jugos naturales de la mujer.
Esta sabía lo que sentía para responder de esa manera al ser estimulada como ella estaba haciéndolo y estaba dispuesta a llevarla a obtener su primera eyaculación. Rodando sobre el lecho para quedar debajo, juzgó que por los empellones de la pelvis y los ayes satisfechos, la chiquilina debía de estar disfrutándolo como ella y ciega por la obsesión, ahusó tres dedos en forma de cuña para penetrarla con ellos en vehemente vaivén hasta que Theresa, con un bramido satisfecho, se envaró mientras expulsaba entre los dedos los fragantes jugos del alivio.
Clarisa no podía dar crédito a la asimilación de la chica y alentándola para que no cejara en satisfacerla a ella, dio a su pelvis un movimiento que la hacía sentir como la boca y los dedos iban conduciéndola al clímax, cuando alcanzó a ver como el oficial se acuclillaba detrás de su pupila y, aferrándola por las caderas, la penetraba sin conmiseración alguna.
El grito espantoso la conmovió y en tanto el hombre se saciaba en aquella vagina casi virgen, ella se escurrió hasta la cabecera de la cama y desde allí, aun conmovida por lo intenso de su primera relación lésbica, vio como la jovencita, con el rostro cubierto por las lágrimas y la baba brotando de la boca abierta para caer desde el mentón en gruesos goterones, iba aquietando sus sollozos pero aun se aferraba a la sábanas como si quisiera rasgarlas con sus dedos mientras se estremecía con cada remezón.
Apelotonada sobre las almohadas, la monja miraba alucinada el espectáculo espeluznante de aquella figulina de porcelana acoplándose con el poderoso alemán que parecía un satánico fauno asido a sus caderas. Progresivamente, la posesión parecía ir modificando la actitud de la muchacha y ya sus sollozos amenguaban en intensidad para luego convertirse en ocasional hipar que, mezclado con los ayes que ahora eran apagados gemidos, dar cuenta de que el sufrimiento inicial se había transformado en un indudable placer.
Ya las manos no se cerraban como garras a la tela y sí, en cambio, servían para sostener erguido el torso de Theresa e impulsar al cuerpo en un lerdo hamacar instintivo que se adaptaba a los embates del hombre. Aun con los ojos cerrados, el rostro angelical había adquirido una súbita madurez y sus expresiones eran las de una mujer disfrutando de la cópula.
A pesar de su reciedumbre, el oficial parecía no querer dañar a la novicia y acoplándose ajustadamente a ella, aferró los tiernos pechos entre sus manos para, luego de sobarlos concienzudamente con los vigorosos dedos, ir enderezando el torso estrechamente abrazados y, arrodillados los dos, reiniciar el coito en tanto sus manos recorrían voraces el cuerpo de la niña, tanto estrujando los pechos como descendiendo por el vientre a estimular al clítoris.
Theresa ya no disimulaba el goce y mientras con sus manos buscaba acariciar el cuello del hombre, echaba la cabeza hacía atrás a la búsqueda de su boca y sus piernas flexionadas acompañaban el ritmo conque era penetrada desde abajo. Satisfecho por haberla llevado a ese estado de excitación y mientras entre besos a su boca y cuello el hombre le susurraba cosas al oído, uno de los soldados se subió a la cama y acuclillado frente a la cabeza de Theresa, llevó a su boca la punta de un falo ya erguido.
Esta mantenía la boca entreabierta para dejar escapar sus hondos suspiros de complacencia pero, al sentir sobre ella la ovalada cabeza de la verga, abrió los ojos para apartar la cabeza con verdadero asco al tiempo que sus manos acudían a completar el rechazo. Toda la gentileza de quien la penetraba tocó a su fin y asiéndola rudamente por los cabellos, tiró de su cabeza hacía atrás en forma despiadada mientras le aseguraba que si no complacía a su subordinado, iba a pagarlo con su vida.
Aunque recluidas en el convento, las religiosas no desconocían las atrocidades que cometían los nazis contra los oprimidos polacos y el deseo de no convertirse en otra más de sus víctimas fatales, influyó en la fantasiosa mente juvenil para que modificara impulsivamente su conducta. La azorada Clarisa vio como la recién devenida en mujer daba lugar a la hembra primigenia y llevando su mano a tomar entre los dedos el falo, acercaba los labios a la testa rojiza para chupetearla con delicada prudencia.
Posiblemente la expansión del placer por el coito o porque en definitiva era lo que ella sentía, vio como la chiquilina parecía liberarse de algo interno que la refrenaba y mientras meneaba las caderas como para hacer propicia la introducción del falo, se entregó por entero y con denodado fervor a lamer y succionar la otra verga. Contento por su entrega total y tras varios embates en que su pelvis se estrellaba contra las mórbidas nalgas con chasqueantes sonoridades, convocó a su subalterno a reemplazarlo en tanto él ocupaba su lugar.
El sabor de sus propios jugos había terminado por enajenar totalmente a la muchacha y ya su boca no se limitaba a los primeros centímetros del falo, sino que su mano lo estrechaba en una instintiva masturbación y, progresivamente, sus mandíbulas fueron dilatándose hasta lograr que todo el miembro cupiera en ella. Con más energía que su jefe, el soldado se había acuclillado detrás de ella y separándola un poco, le había impreso un ritmo más intenso a la penetración y en tanto Theresa proclamaba abiertamente su satisfacción por semejante cópula, el oficial descargó en su boca los espasmódicos chorros del semen.
Todavía sorprendida por esa intempestiva eyaculación y mientras la blancuzca melosidad se esparcía por su cara y goteaba desde el mentón a los pechos, sólo atinó a tragar lo que penetrara en la boca y, aparentemente contenta por el resultado de su degustación, siguió succionando al falo hasta que ya no surgió más esperma.
Al ver que su jefe ya hacía acabado, el soldado volvió a estrecharla contra sí y, despaciosamente, fue estirando las piernas para dejarse caer hacia atrás hasta quedar acostado boca arriba. La desprevenida Theresa, fue ayudada por el oficial quien, haciéndole encoger las piernas para quedar acuclillada pero con el torso erguido, la instó a flexionarlas.
Ese movimiento combinado con el del hombre pujando desde abajo, hizo que la verga la penetrara en toda su extensión y, guiada por el otro alemán, emprendió una cabalgata que la satisfizo de tal manera que, a no mucho, galopaba alocadamente al tiempo que manifestaba su júbilo a voz en cuello.
El oficial contribuía a excitarla más con la manipulación de los pechos que zangoloteaban al compás de sus saltos y, casi sin que ella tuviera conciencia, fue haciéndola girar para que finalmente quedara de frente a quien tenía debajo. Modificando la posición de sus piernas para que pasara de acuclillada a arrodillada, manejó su cuerpo en un movimiento combinado hacia arriba y abajo, atrás y adelante en tanto que, inclinando el torso, sus pechos eran sobados y chupeteados por el soldado.
Esa cadencia parecía gustarle tanto o más que las anteriores penetraciones y ella misma se apoyaba con las manos en el pecho del soldado tomando a envión para que el falo se introdujera tan profundamente como era posible en su vagina, especialmente cuando otro de los soldados se acuclilló detrás suyo para recorrer con su lengua el abismo entre las nalgas.
Esa caricia nueva la enardeció y arqueando la cintura hacia abajo, hizo que su grupa se alzara aun más, ocasión que aprovechó el hombre para separarle las nalgas y su lengua fue decididamente a la búsqueda del fruncido ano. El tremolar de lengua insufló nuevas fuerzas a la chiquilina y en tanto se trenzaba en una fogosa batalla de lenguas con el que la sometía por el sexo, comprobó que el estímulo hacía latir a los esfínteres. Cuando quien le daba tan exquisito placer acompañó a la lengua con el roce de la yema de un dedo, se envaró por reflejo, pero el resbalar de la yema sobre los musculitos contribuyó a su distensión y, cuando el dedo presionó para introducirse, la dilatación se hizo total. Theresa nunca había imaginado que esa zona que cumplía con funciones tan alejadas del placer pudiera ser capaz de proporcionarle un goce tan nuevo como maravilloso.
El que la penetraba por la vagina había disminuido la vehemencia del coito y eso la hizo poner su atención en el disfrute que el otro le estaba dando; la lengua no había dejado de deslizarse vibrante en los alrededores del dedo y aquel, un verdadero pene en miniatura, entraba al recto hasta que los nudillos le impedían ir más allá y entonces, encorvándose ligeramente, iniciaba la retirada rastrillando reciamente la tripa.
Ciertamente, aquello ponía en la muchacha unas imperiosas ganas de evacuar pero era la contracción natural de los esfínteres la que le proporcionaba ese placer tan inmenso y cuando el dedo primero fue acompañado por el mayor, la atacó una euforia tan efervescente que no pudo reprimir el ondular de su cuerpo para que la grupa se meneara vehemente.
El que estaba por debajo y mientras la besaba furiosamente, se encargó de estrecharla apretadamente contra su pecho y en ese momento fue como si una espada candente la atravesara de lado a lado. El tamaño de la verga cuadruplicaba el de los dos dedos juntos y ese rígido émbolo se deslizó por el recto hasta que los testículos colgantes chocaron contra el perineo.
El sufrimiento era tanto o más atroz que cuando fuera violada por el sexo y debatiéndose en los brazos del primero, apenas podía farfullar sus histéricos bramidos de dolor por la boca que se lo impedía. Clarisa miraba espeluznada como el pequeño cuerpo de la chica era masacrado entre los dos gigantes pero también se desconcertó cuando la muchacha, en una mezcla de alemán y polaco, les expresaba su conformidad por la doble penetración a la vez que los estimulaba a profundizarla.
Fuera a causa de su pedidos o porque en definitiva ese era su propósito, los hombres se acomodaron mejor y en tanto el primero volvía a la maceración de los senos que oscilaban colgantes por el vaivén de la cópula sodomita, el segundo se aferró a las caderas para darse aun mayor empuje.
Theresa experimentaba una mezcla intermitente de dolor y goce, ya que el roce de las dos vergas en su interior era tremendo con apenas esa débil membrana que las separaba y el roce le resultaba, alternativamente, delicioso y espantoso. Sin embargo, ella tomó conciencia de que ese tipo de sexo no era común y que, si sobrevivía a él, sería una oportunidad única en su vida de saber que se sentía al ser penetrada por dos hombres a la vez.
Apoyándose firmemente con las manos sobre la cama, y al tiempo que proclamaba broncamente la necesidad de acabar, inició un frenético vaivén que junto a los embates de los dos hombres la llevó a experimentar aquella sensación que poco antes sintiera con Clarisa y, sintiendo como se sumía en un hondo agujero con rojizos refulgores, la invadió una profunda sensación de vacío al tiempo que descargaba su líquido alivio simultáneamente con la eyaculación de los hombres en su interior.
Dejando sobre el lecho la piltrafa temblorosa que era Theresa, los hombres se alejaron y cuando Clarisa suponía que ya estaba, otros dos se aproximaron a ella y ante su instintivo gesto de temor pegándose al rústico respaldo, la tomaron de las muñecas para arrastrarla hasta el borde de la cama. Haciéndola arrodillar, se colocaron frente a ella e inequívocamente tomaron entre sus dedos las todavía tumefactas vergas. La religiosa tenía sobrada experiencia en esos menesteres pero nunca lo había hecho con dos hombres y pensando en la reciente exhibición de Theresa, se dijo que aunque no lo supiera nadie más que ella y la muchacha, ya sus votos estaban definitivamente rotos.
Extendiendo las manos, se apoderó de esas gruesas morcillas que colgaban flojamente y a su contacto, un algo ancestral se despertó en ella. Seguramente fogoneado por la vista anterior, un oscuro deseo primigenio pareció burbujear en su vientre e iniciando un manoseo acariciante a las carnes, fue apretando y soltándolas al tiempo que deslizaba los dedos en un suave movimiento masturbatorio. Con todo, los miembros no terminaban de adquirir rigidez y como lo hiciera en el pasado, acercó la boca a una de ellos para deslizar por el tronco el áspid serpenteante de la lengua.
Ella se daba cuenta de que había retrocedido más de quince años y que aquello que mantuviera reprimido por ese tiempo, no podía ser olvidado. Con la misma enjundia de los dieciséis, se encontró lambeteando, besando y chupando esos penes extraños que, sin embargo, la llenaban de un voraz apetito sexual. Sintiendo que las tersas superficies de los glandes eran un desafío a su gula sexual, tras azotarlos alternativamente con la lengua al tiempo que segregaba abundante saliva sobre ellos, fue succionando las ovales cabezas, introduciéndolas cada vez un poco más hasta que los labios ciñeron el surco del prepucio.
Los miembros ya eran verdaderos falos y los dedos se hincaban en la carne para un lerdo vaivén masturbatorio que su saliva hacía más placentero y dando a la cabeza un movimiento ascendente y descendente, incrementó el vigor de las mamadas hasta que, fuera de sí misma por el deseo, fue haciéndolos penetrar hasta que sus cabezas rozaban la garganta y tras vencer las primeras arcadas, retirarlas lentamente chupando fuertemente mientras sus dientes rastrillaban incruentamente la piel.
Los hombres no proyectaban acabar tan prontamente y en tanto uno se quedaba en esa posición para que ella se saciara succionándole el príapo, el otro había ido hasta el rincón donde yacía acurrucada Sofía para arrastrarla hasta la cama. Las habilidades que ella desplegara con Theresa parecían haberlos impresionado y recostando a la molinera sobre los almohadones del respaldo, condujeron a la monja para que se metiera entre sus piernas.
Clarisa había accedido a tener sexo con su pupila para que el trato con los hombres la encontrara preparada y dispuesta sexualmente, pero ella no deseaba convertirse en asidua practicante del lesbianismo. Cuando el que la sostenía la arrastró por los cabellos para empujarla entre las piernas de la mujer que el otro ya había abierto, hizo un natural gesto de rebeldía pero con esos hombres no se jugaba y amenazándola fieramente con un cuchillo, el primero la hostigó hasta que ella estuvo sobre el cuerpo de la mujer.
No podía negar cuanto la había excitado el sexo oral que les practicara a los hombres pero precisamente su desarrollo incompleto la había dejado con un brasero ardiente en las entrañas y el roce de los senos contra las tetas portentosas de Sofía, puso un vuelo de palomas asustadas en su vientre. Evidentemente, los años de abstinencia no sólo no habían contribuido a resecar su genitalidad, sino que parecían haber gestado una incontinencia que permanecía emboscada por su pretendida virtud religiosa.
Dispuesta a dar satisfacción a los hombres satisfaciéndose ella pero ocultando el trasfondo de sus intenciones, tras acercar su cara a la de la mujer, le pidió perdón en su dialecto para luego posar sus labios sobre los prietamente cerrados de Sofía. Ella sabía, por haberlo experimentado en carne propia, la repulsa instintiva que provoca a una mujer besar a otra en la boca y mucho más con intenciones sexuales. También sabía, tanto como lo ignoraba la molinera, que, una vez superada la barrera del asco, sólo una mujer conoce mejor que ningún hombre en qué lugares y cómo hacer disfrutar a otra y que, puestas a comparar, aun con la ausencia del pene, sus relaciones son más placenteras, satisfactorias y tan prolongadas como ellas lo deseen.
Con sus dos manos aferró el rostro de la atribulada mujer y mientras entremezclaba con dulces palabras de amor que hacer aquello era lo mejor para todas, su lengua viboreó contra los labios y estos fueron ablandándose paulatinamente hasta que cedieron a la presión y la lengua se deslizó al interior mientras los labios de Clarisa encerraban entre ellos a los de la molinera. La mujer no respondía pero aceptaba la caricia succionante y la delicadeza y ternura con que la religiosa se prodigaba en besos cada vez más acuciantes iban, aparentemente, surtiendo efecto en Sofía quien, con tímida moderación, comenzó a responder.
Apoyándose en un codo y aunque sentía en su entrepierna el roce cálido de la mata púbica contra la suya, ladeó el torso para, en tanto incrementaba la hondura de las succiones de la boca, llevar su otra mano a explorar los senos portentosos de la mujer. Generalmente, las polacas eran mujeres de pechos generosos pero ella nunca había ni siquiera imaginado que placer encontraría al tocar la sedosa piel de la mujer porque, debajo de esta, la morbidez de las carnes poseían una gelatinosa blandura que las hacía tan maleables como fibrosas.
Ya Sofía se había abandonado a la mareante tarea de besar y ser besada y su lengua ya no sólo aceptaba lidiar con la invasora dentro de su boca sino que salía en búsqueda de la suya, pero cuando los dedos exploratorios de Clarisa sobaron tiernamente al seno, un gemido, mezcla de temor, sorpresa y goce, escapó de su boca al tiempo que una mano acariciaba los cortos mechones en la nuca de la religiosa. Después de comprobar la firmeza de las mamas, los dedos verificaron la granulosa superficie de las aureolas para finalmente, examinar la consistencia de los largos pezones que, gruesos y llenos de plegaduras, cedían elásticos a los leves tironeos de los dedos.
Eso provocó un leve ronquido satisfecho en boca de Sofía y el deseo llevó a la monja a acelerar el proceso. Descendiendo directamente hasta los pechos, hizo a la lengua tremolar en húmedos senderos por esas colinas maravillosas, para después acceder a los gránulos que coronaban las aureolas y allí, demorarse en tan pequeños como intensos chupones que, para su recién descubierta perversidad sádica, pusieron en la lechosa piel rojizos redondeles que devendrían seguramente en hematomas.
Ya Sofía no se limitaba a una pasiva aceptación, sino que sus manos acariciaban los hombros y cabeza de la religiosa a la vez que sus profundos suspiros conllevaban palabras de hondo apasionamiento, lo que elevó a esta al paroxismo y en tanto sus labios encerraban la carnadura del pezón, los dedos índice y pulgar ejecutaban en el otro un movimiento de torsión y tracción que a su vez provocó en la mujer un incremento de sus ayes. Absolutamente fuera de sí por el placer que le provocaba aquello de someter a otra mujer con la misma violencia que lo haría un hombre, alternó las fuertes succiones al pezón con mordisqueos que, sin lastimar, hacían estremecer a la otra mujer por su profundidad, mientras las filosas uñas de los dedos hacían en el otro una verdadera carnicería.
Exaltada hasta la pérdida de la cordura, la mujer proclamaba su contento con repetidos asentimientos en tanto, inconscientemente, empujaba hacia abajo la cabeza de la monja. Esta estaba tan alterada como ella y su objetivo final era el mismo que pretendía Sofía pero, así como antes la provocara la virginidad infantil de Theresa, ahora, el hecho de estar poseyendo a una mujer adulta, casada y embarazada, pusieron un freno a su ansiedad por disfrutar a pleno la relación.
El fuerte abdomen de la mujer no evidenciaba un abombamiento pronunciado y sí, mantenía esa musculatura que provoca un surco en medio de él y por este fue que deslizó la lengua para sorber el salobre sudor acumulado. Labios y lengua se satisficieron en esa hondonada hasta arribar al hueco del ombligo donde, en tanto se entretenían explorando el recoveco, la mano de escurrió por sobre la espesa alfombra de la entrepierna para alcanzar las carnes de la vulva y, mientras la boca iniciaba un lento periplo por la turgente comba del bajo vientre, dos dedos embocaron la vagina para desde ahí y humedecidos por sus jugos, subir a lo largo del sexo en perezoso fregar.
Entregada totalmente al goce, Sofía sacudía su pelvis en fingido coito en tanto le suplicaba a la religiosa que llevara su boca al sexo para hacerla gozar como lo había hecho con la muchacha. Tal vez esperaba esa aceptación de la mujer y quizás ya su histérica necesidad de poseerla la superara, pero lo cierto fue que Clarisa se acomodó entre las piernas ya abiertas de la molinera y encogiéndoselas, enterró su boca en aquel sexo maduro. Así como el de Theresa guardaba reminiscencias infantiles, de los dilatados labios vaginales surgía un poderoso y almizclado olor a mujer encelada que terminó de enardecer a la religiosa.
Separando con dos dedos los pliegues para contemplar el fragante hueco ovalado, dejó al pulgar la tarea de frotar al todavía enervado clítoris e hizo a la lengua empalada ejecutar su primer descenso hasta el oscuro hoyo del ano, cuando se sintió asida por las caderas y una verga endurecida estimuló reciamente su sexo para luego hundirse, gruesa e interminable, en la vagina.
A pesar de la ductilidad de sus carnes, esa era la segunda verga que alojaba en su cuerpo y todavía, el ir y venir sobre los tejidos que habían sido desgarrados hacía tan poco, le provocaban dolores y escozores que la hacían sufrir. No obstante y seguramente por la excitación que le provocaba el sometimiento a Sofía, se dio cuenta de que su sadismo era acompañado por una alta dosis de maso
esta cortado al final tu relato