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Observábamos el mar en silencio, al abrigo de aquel zoco de piedra volcánica. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. La ruptura no fue fácil, aunque encajara con dignidad que solo podíamos ser amigos. Pensé que la distancia había cerrado las heridas, pero estaba equivocada, seguían abiertas, supuraban bajo las vendas… O tal vez sí estaban cerradas y yo las había abierto con mi regreso a la isla. Tanto daba. Le dolía, y a mí también.
Intentaba aparentar normalidad, pero la rabia y el rencor le carcomían el alma. Alternaba calidez y frialdad, caricias y golpes. Yo agradecía las primeras y encajaba los segundos. Los merecía, hay mil maneras de herir a alguien. Yo le había herido con todas.
Las doradas se amontonaban a nuestro lado y la euforia me concedió una tregua. Reímos recordando viejas anécdotas y nos emocionamos con otras en las que la luna fue testigo de nuestra amistad perdida. Nos bañamos, chapoteando entre las olas que nos lamían los pies, soportando el embate de las que rompían contra nuestros cuerpos. Más caricias. Más golpes. Tal vez en eso consistía la vida. Soportar hasta ser como el callao que cogí como recuerdo, como los fragmentos de vidrio redondeados por el agua.
Nos tumbamos de nuevo. Atardecía, pero la calima espesaba el aire y el sol me quemaba la piel.
—¿Te importa ponerme bronceador?
—No —Se arrodilló entre mis piernas y lo extendió con suavidad por mis hombros, mi espalda, mis glúteos… Se demoró en ellos y su respiración se agitó. Le dejé hacer. Apretaba, separaba, apretaba, separaba… hasta que se armó de coraje, separó el bikini y me acarició la vulva. Su humedad le dio carta blanca. Hundió los dedos en su interior y yo gemí. Placer, placer, placer…
Deseé que siguiera, hacer el amor de nuevo, recibir a nuestra luna fundidos en un solo cuerpo. Ser, de nuevo. Sentí su peso y la locura dio paso a la razón. «Pueden vernos. No está bien». No, no lo estaba. No porque pudieran pillarnos, sino porque nunca seríamos aquellos que fuimos y debíamos parar, por respeto.
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