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Agarró entonces las pinzas y comenzó a retorcerlas. Patricia respondió con un gemido y se masturbó con más fuerza, demostrando que cuanto mayor era el dolor más se elevaba su placer. Ariadna, subiendo la apuesta, combinó los estrujamientos con palmadas sobre las pinzas, que arrancaron de…
Ariadna salió del coche, cerró la puerta y corrió bajo la lluvia todo lo rápido que le permitieron los afilados tacones de sus sandalias. Entró en el recibidor sacudiéndose el agua de la ropa y del cabello, y ante el mostrador de recepción vio a la mujer que había descendido del autobús de línea mientras estaba aparcando. Igualmente mojada, firmaba en el libro de registro del motel sin percatarse de la lasciva mirada con que el joven encargado devoraba las curvas de su cuerpo, realzadas por la húmeda tela de la ropa que se adhería a su piel. La mujer cogió la llave de la habitación y se apartó a un lado para dejar libre el mostrador.
–Gracias –le dijo Ariadna antes de dirigirse al encargado, cuyos ojos se clavaban ahora en ella como diciendo: “¡Otra! Y en la misma noche. Hoy debe ser Navidad”–. Quería una habitación.
–Lo siento –le respondió él con una sonrisa viscosa intentando entrever dentro de su escote–. Estamos completos. Esta señora ha cogido la última habitación libre.
–Pero, sólo es por una noche. Es muy tarde, llevo todo el día conduciendo y hace una noche de perros. ¿Seguro que no tiene nada? Lo que sea.
–De veras que lo siento, señorita –pronunciaba arrastrando las letras, como si las devorara–, pero no puedo hacer nada.
–¡Vaya, qué putada!
El recepcionista se le quedó mirando con su mejor y más prepotente sonrisa, como aguardando a que ella se diera al fin cuenta de que tenía delante al hombre más atractivo que había visto en su vida y se arrodillara agradecida a chuparle la polla con adoración, a cambio que la dejara meterse en su cama.
–Podemos compartir habitación.
La voz sonó muy suave, casi cohibida. Ariadna se giró y vio a la mujer que se había registrado antes que ella, sosteniendo su anticuada maleta y con una tímida sonrisa en la cara.
–¿Perdón?
–Digo que si quiere, podemos compartir habitación. A mí no me importa.
Sopesó unos instantes la oferta, observándola con curiosidad. Se decidió tras lanzar otra mirada al encargado.
–Lo siento, quizás no ha sido buena idea…
–Sí –la interrumpió–. Acepto encantada. Muchas gracias.
Se intercambiaron una sonrisa, Ariadna agarró su bolsa de mano y siguió a la mujer sintiendo la viscosa mirada del recepcionista restregándose contra su culo: pudo intuir las fantasías sexuales que esa mirada transmitía desde el interior de su cerebro.
En el corto paseo hasta la habitación prestó atención a la figura de su amable anfitriona. El sencillo conjunto de falda y blusa no ocultaba una carnosa y rotunda anatomía. De veintitantos años, poseía un rostro no muy llamativo pero sí bello, de rasgos suaves y límpidos, sin maquillaje, con el cabello castaño muy corto. La chica poseía uno de esos cuerpos llenos de curvas, con piernas largas de poderosos muslos, anchas caderas, cintura estrecha y, la guinda del pastel, dos tetas de volumen considerable tensando la tela que las comprimía. Un cuerpo explosivo que, curiosamente, pasaba algo desapercibido al primer vistazo, quizás por la actitud recatada y el aspecto sencillo de la chica, como si sintiera cierta incomodidad ante su propia voluptuosidad.
A Ariadna le pareció una mujer muy atractiva.
Al entrar en la habitación ambas miraron a su alrededor. Ninguna sorpresa. La típica habitación del típico motel de carretera: pintura anodina en las paredes que necesitaba una buena mano, muebles baratos y sin gusto, una televisión algo antigua y una cama de matrimonio con mucha mili a sus espaldas y de la que lo máximo que se podía esperar es que estuviera limpia.
–Bueno –dijo Ariadna quitándole importancia–, mejor que pasar la noche con el “simpático” recepcionista, ¿no crees?
–Oh, desde luego –le contestó–. Un hombre desagradable, ¿verdad?
Ariadna respondió con un “ja” sarcástico
–Por decirlo suave.
Dejó su bolsa en el suelo, echó un vistazo al baño desde la puerta y volvió a mirar a su nueva compañera.
–¿Derecha o izquierda?
–¿Perdón? –Respondió confusa la mujer.
–La cama –le aclaró Ariadna señalando con la barbilla–. ¿Prefieres dormir en el lado derecho o en el izquierdo?
–Oh, ya… Bueno, me da igual.
–Vale, pues me cojo el izquierdo. Si vamos a dormir juntas estaría bien que nos presentáramos. Me llamo Ariadna –le informó tendiéndole la mano.
–Yo, Patricia –le ofreció la suya con una sonrisa que realzaba su belleza–. Encantada.
Se miraron a los ojos durante un largo instante y Ariadna tuvo la impresión de que su modosa compañera de habitación no era tan evidente como parecía. Algo escondía en el fondo de sus bonitos ojos azules.
***
Algo sacó a Ariadna de su profundo sueño. Despertó aletargada sin saber dónde se encontraba ni qué hora era. Tardó unos segundos en recordar qué habitación era ésta en la que estaba y cómo había acabado en ella. La oscuridad que dominaba más allá del cristal de la ventana, moteado con gotas de lluvia, le indicó que aún era de madrugada, y los tenues fogonazos que iluminaban brevemente la habitación sugerían que la tormenta se estaba alejando. Tardó unos segundos en situarse.
Recordando que algo le había despertado prestó atención en busca de su origen. Ahí estaba. Parecía un suave gemido, como un quejido jadeante. Miró a su costado buscando a su compañera de cama, pero no estaba. Giró su atención hacia el baño y vio luz saliendo por debajo de la puerta. Comprendió que el gemido venía de su interior. Preocupada se irguió y la llamó sin elevar la voz.
–¿Patricia? ¿Te encuentras bien?
No hubo respuesta. Lo volvió a intentar pero nada. Y el gemido se seguía escuchando. Se levantó de la cama y se aproximó al baño aguzando el oído. Se fijó entonces en la maleta abierta de Patricia. Entre la ropa perfectamente ordenada y plegada reconoció una prenda: una toca de monja.
–Vaya –pensó–. Eso explicaría algunas cosas.
Arrimó la cabeza a la puerta intentando escuchar mejor. Sólo llevaba puesto un corto salto de cama transparente y un minúsculo tanga a juego, dejando casi completamente al descubierto su morena y espléndida figura. Alta, de piernas torneadas, caderas estrechas y culo prieto y respingón, poseía sendas tetas erguidas y perfectas como dos jugosas gotas adornadas por grandes y oscuros pezones; y una larga, sedosa y oscura melena que casi llegaba hasta su cintura, adornando un hermoso rostro de perfiles mediterráneos. Era una de esas mujeres que obligan a girar la cabeza a su paso: los hombres para desearla y las mujeres para envidiarla, incluso odiarla.
Iba a golpear la puerta y volver a llamar a Patricia, pero un impulso le hizo agarrar la manilla y abrirla. Volteó la puerta, miro dentro del baño y por un segundo creyó que seguía soñando. Su compañera de habitación se encontraba sentada sobre la tapa del váter, completamente desnuda, masturbándose. ¡Y de qué manera! Sendas pinzas de metal presionaban sus erectos pezones, mientras que otras cuatro mordían los labios de su coño. Éste, empapado y de un vivo rosáceo, se abría como una flor de carne a sus propias caricias. El dedo corazón de su mano derecha estimulaba el dilatado clítoris, mientras con dos dedos de su izquierda penetraba la vagina.
Tan concentraba estaba en su placer que tardó unos instantes en notar la presencia de Ariadna, paralizada junto al vano. No se sorprendió al verla ni cesó de masturbarse. Al contrario, clavó sus ojos repletos de libido en los de Ariadna y continuó acariciándose, lasciva, casi desafiante. Nada quedaba en ellos de la cohibida muchacha que unas horas antes se acostara en su rincón de la cama murmurándole buenas noches.
Patricia cogió otra pinza que descansaba sobre el lavabo y muy lentamente, como dedicándosela a la sorprendida mujer que la observaba con fascinación, la acercó al coño y la cerró sobre su clítoris. Su rostro se contrajo levemente con un gesto que mezclaba dolor y placer. Su mirada continuó fija en la de Ariadna, que aún no sabía cómo reaccionar. Ayudándola a decidirse, Patricia le susurró una invitación. Ariadna no llegó a escucharla, pero por el movimiento de los labios húmedos y carnosos entendió un “ven”. Una leve sonrisa se dibujo en su rostro, entró finalmente en el baño y se situó delante de la mujer, muy cerca, con sus tetas casi rozando la boca de Patricia.
La energía sexual que fluía entre ambas mujeres era tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Ariadna alzó sus manos y tocó suavemente las pinzas que mordían los pezones de Patricia, quien deslizó la lengua entre sus labios entreabiertos, humedeciéndolos, confirmándole a su compañera que iba por buen camino. Agarró entonces las pinzas y comenzó a retorcerlas. Patricia respondió con un gemido y se masturbó con más fuerza, demostrando que cuanto mayor era el dolor más se elevaba su placer. Ariadna, subiendo la apuesta, combinó los estrujamientos con palmadas sobre las pinzas, que arrancaron de la otra mujer pequeños gritos. A continuación descendió una de sus manos y repitió la operación con las pinzas cerradas sobre los labios del coño, aplicándole caricias, palmadas y apretones. Patricia se retorcía entre las ondas de placer que partían desde las terminaciones nerviosas de pezones y coño, sin dejar de estimularse el clítoris. Ariadna le apartó entonces la mano con que se pajeaba y sujetó la pinza que oprimía el pequeño botón de carne. Jugueteó con él, apretando y soltando, lanzando desde ese punto concreto hacia todo el cuerpo de Patricia una sucesión de estímulos que entremezclaban indistintamente sensaciones de placer y dolor, de dolor y placer.
Patricia pegó la cara a las tetas de su nueva compañera de juegos y mordisqueó sus pezones sobre la ligera tela de la negligé. Deslizó los tirantes sobre los hombros de Adriana y la prenda cayó a sus pies. Admiró con deleite la perfecta forma de los pequeños pero firmes y erguidos pechos, posó su húmeda boca sobre ellos y comenzó a saborearlos. Deslizó la lengua sobre la delicada piel, chupó las carnosas aureolas y mordisqueó los erectos pezones, intuyendo la excitación que desencadenaba en el interior del cuerpo de Ariadna, como una imparable ola de calor aproximándose a su punto de ebullición. Continuó estimulando las tetas con las manos mientras su lengua descendía por el plano abdomen, jugueteaba en el dulce orificio del ombligo y alcanzaba el pubis, aún cubierto por el tanga. Ariadna lo sujetó con los dedos por la goma y lo hizo descender de sus caderas, acariciando sus muslos hasta dejarlo caer en el suelo. La lengua de Patricia acompañó el movimiento lamiendo el rasurado monte de venus y deslizándola por los pliegues que se formaban entre el pubis y el nacimiento de los muslos. Separó entonces Ariadna las piernas y Patricia se quedó paralizada, mirando con gesto de completa sorpresa el pene y los testículos que colgaban de la entrepierna.
–Parece que ambas guardamos sorpresas –dijo Ariadna divertida.
Patricia elevó la vista y le miró a los ojos.
–¿Te gusta? –Le preguntó Ariadna expectante.
Como respuesta la mujer sonrió y volvió a fijar su atención en la entrepierna. Sujetó la polla con la mano y comenzó a acariciarla. Aún flácida pero ya algo morcillona, deslizó la piel del prepucio adelante y atrás sobre el glande, mientras con la otra mano agarraba los cojones y pellizcaba la rugosa y depilada piel del escroto. La verga comenzó a endurecerse, creciendo e hinchándose bajo la satisfecha mirada de Patricia. La exótica transexual –que le parecía ahora más excitante, si cabe– gimió levemente mientras su boca salivaba. Patricia abrió la suya y se introdujo lentamente la polla, deslizando los labios sobre la delicada piel del fuste. Ariadna profirió otros pequeños gemidos de placer. Miró a su alrededor y se fijó en el cepillo de cabello que descansaba sobre la balda del espejo que había encima del lavabo. Lo cogió y, enarbolándolo, miró a Patricia. Ésta comprendió y se inclinó para que su culo quedara bien en pompa. Ariadna le lanzó un azote con el reverso del cepillo, golpeando la blanca piel de uno de los glúteos. La reacción de la mujer hizo que sus labios comprimieran la polla, lo que generó un doble disfrute para Ariadna: la de la propia sensación aumentada de la felación y la excitación de ver como la otra mujer gozaba con el dolor infringido.
Ésta continuó la mamada con creciente pasión según Ariadna repetía los azotes. Su culo comenzó a arder, con la delicada piel de las nalgas cada vez más enrojecida. Pero no por ello cesó en su aplicada succión hasta colocar a su amante al borde del orgasmo.
–Un momento, preciosa –Apartó Ariadna la cabeza de Patricia, liberando su polla–. Quiero correrme dentro de ti, pero aún no.
Le ayudó entonces a levantarse, la besó de manera apasionadamente sucia y se dirigieron a la cama sin dejar de acariciarse. Allí tumbó a la mujer boca arriba, sentándosele encima a horcajadas sobre su vientre. Acarició sus tetas, suavemente, con evidente deleite, y volvió a jugar con las pinzas de sus pezones. Tiró de ellas y las retorció, haciendo gemir de nuevo a su agradecida amante.
–Te gusta esto, ¿verdad?
Como única respuesta Patricia exhaló un gemido de asentimiento.
–Vamos, dilo –insistió Adriadna–. Te gusta, ¿eh? Eres una pequeña viciosa.
–Sí –susurró–. Me gusta. Soy una puta.
Ariadna la recompensó golpeándole las pinzas con la palma de la mano, convirtiendo los gemidos en pequeños gritos. Después, lentamente, abrió una de las pinzas para liberar la torturada carne del pezón. El regreso de la sensibilidad a las terminaciones nerviosas mezcló el aguijonazo del dolor con el progresivo alivio.
Ariadna repitió la operación con el otro pezón. Al tiempo que la sensación balsámica se extendía por las tetas de Patricia, deslizó una de las manos hacia atrás para acariciarle el coño, que hervía empapado por los jugos vaginales. Cuando el grado de placer de la mujer se elevó hasta aproximarle al éxtasis, Ariadna lanzó una bofetada contra una de sus tetas; luego contra la otra. Las palmeó sucesivamente, sin dejar de masturbarla. El evidente disfrute de Patricia excitó sobremanera a Ariadna. Su polla, dura y palpitante, se empapaba con su propio líquido preseminal. Entonces se levantó y giró sobre sí misma, colocando su entrepierna sobre la cara de Patricia. Ésta colocó sus manos sobre los glúteos y los abrió. Ante ella se abría el carnoso orificio del esfínter. Deslizó la lengua dentro de la raja del culo y lamió el año hasta logra dilatarlo. Después chupó el perineo hasta alcanzar la rugosa piel del escroto. Se introdujo la bolsa testicular en la boca y notó como los huevos se movían en su interior. Jugueteó con ellos con la lengua, antes de liberarlos para lamer la polla. La empapó con su saliva, la abrazó con los labios y comenzó a mamarla.
Mientras tanto Ariadna no había cesado de estimular la vulva de su amante, acariciando el clítoris mientras la torturaba con las pinzas que aún lo mordían. Comenzó a quitarlas, lentamente, una por una, como había hecho con los pezones. Cuando al fin liberó el clítoris, sumamente sensibilizado por la mordedura de la pinza, lo lamió. El 69 era ya completo: Patricia chupaba y masturbaba con fruición la polla al tiempo que Ariadna le lamía y mordisqueaba el coño. Ésta, conociendo los gustos de su compañera, alternaba su lengua con pequeños mordiscos en la tierna carne de la vagina. Cuando mordió el clítoris Patricia se retorció de placer, de modo que sus dientes, amortiguados por la carne de sus labios, se cerraron sobre le fuste del pene, logrando que Ariadna gimiera de placer.
Intuyendo la hermosa transexual que el sobrexcitado coño se aproximaba al orgasmo, lo golpeó con la palma de la mano. Patricia lanzó un pequeño grito, pero no soltó la polla, a la que siguió mamando. Ariadna continuó abofeteándole la entrepierna, elevando la ebullición de su contradictoria catarata de sensaciones hasta que la mujer se corrió. Fue un orgasmo sísmico, volcánico, telúrico. La descarga lanzó un chorro de jugo vaginal contra el rostro de Ariadna, empapándolo.
–Sí –susurró jadeante–, eso es, preciosa, córrete para mí.
Cuando las oleadas de placer cesaron y Patricia se relajó, Ariadna se apartó de encima de ella y se situó entre sus piernas. Acarició los muslos, los separó y aproximó su rostro al ano. Escupió en él y con los dedos lubricó a fondo el orificio.
–¿Quieres que te folle?
–Sí –le respondió mirándole fijamente a los ojos–. Métemela. Fóllame. Rómpeme el culo.
Obediente, Ariadna situó la polla contra la entrada y empujó. El miembro entró despacio pero con facilidad. La excitación seguida del orgasmo había relajado el esfínter. Comenzó a follárselo empujando primero con suavidad y después con fuerza creciente. Cuando Patricia volvió a gemir alargó el brazo hasta su bolso, que descansaba sobre la mesita, buscó en su interior sin cesar de embestir y extrajo un consolador. Puso en marcha el vibrador y lo aplicó contra el clítoris, mientras que con la mano libre azotaba de nuevo sus tetas, multiplicando el placer que generaba la doble estimulación, anal y vaginal. Se aproximaba un nuevo orgasmo y Ariadna calculó el momento del clímax, modulando el movimiento de su polla dentro del estrecho orificio para sincronizar su propia corrida con la de Patricia.
Estallaron al unísono, entre gritos, gemidos y jadeos.
Después de las múltiples y fuertes embestidas, y de los movimientos acompasados para exprimir los últimos estertores de placer, ambas amantes quedaron tendidas sobre la cama, abrazadas, acariciándose en silencio, sonriendo y mirándose a los ojos. Sólo se escuchaba el sonido de sus profundas respiraciones.
***
Estrujó la piel del prepucio para extraer las últimas gotas de semen. Era la segunda vez que se masturbaba mirando la grabación. En pantalla la mujer y la transexual, tras el pedazo de polvo que se habían marcado, se quedaban dormidas abrazadas. Cuando aceptó este trabajo como recepcionista en aquel motel de cuarta categoría pensó que iba a ser una mierda. Y acertó. Pero había visto una oportunidad y la había aprovechado. Fue una gran idea instalar las cámaras en las habitaciones. Le habían proporcionado unas cuantas corridas y comenzaban a convertirse en un verdadero negocio. Sí, y esta vez le había tocado la lotería. El numerito que habían montado esos dos zorrones era una joya. Las visitas a la página web se iban a multiplicar exponencialmente. Regresó al comienzo del vídeo y lo puso en marcha. A ver si era posible una tercera sesión.
Sí, era un duro trabajo, pero alguien tenía que hacerlo.
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