¡Me estaban fotografiando! La sensación de saberlo erizaba mi piel tanto –o más- como la ígnea verga que me rompía por detrás. Mi panochita, empapada y sabrosamente adolorida, recibía feliz el furioso embate de mi corruptor, mientras uno de sus achichincles, con notoria erección bajo la ropa, tomaba acercamientos desde todos los ángulos posibles, en tanto el otro –eran dos- nos fotografiaba desde más lejos.
Veinte mil pesos me ofreció el atractivo funcionario cuarentón, veinte mil pesos por una sesión de fotos, me dijo, apenas la tercera vez que me llevó a un hotel de Reforma, luego de cogerme bien cogida y, aunque me había llevado a seis o siete orgasmos, lo mandé a la chingada.
-Pero si eres bien puta –protestó.
-Ni tanto, cabrón, porque solo cojo con los que me gustan –hasta dos meses antes trabajé de hostess en el “Angus”, y más de una vez me dejé levantar por algún cliente, pero solo los que me gustaban. De hecho, ahí me había levantado el cabrón este.
-Pero eres puta, ¿qué te preocupa?
-Que también tengo vida, cabrón, esto lo hago en mis ratos de ocio y para comprarme mis gustos. Unas fotos y se chingó Roma...
Su mano experta regresó a mi panochita, donde su hundieron sus dedos. Me mordía los pezones y su verga se estaba parando otra vez, pronto estaba de nueva cuenta encima de mi, dándome lo mío.
Me cogía rico, muy rico, y a media cogida su lengua de serpiente murmuró en mi oído:
-¿No se te antojan unos fotos, mi reina?
Sí, si se me antojaban. Abierta en dos, con ese fierro caliente que me partía, con la locura que brillaba en sus ojos, que veía yo en el espejo del elegante hotel, se me antojaban... pero a mis 21 años cursaba quinto semestre de derecho en Lasalle y ya trabajaba en un buffet, cuyo jefe me cogía religiosamente todos los lunes, miércoles y viernes cuando, nada más llegar, me hacía inclinarme sobre el escritorio ofreciéndole mi culo en popa, levantaba la breve falda de mi traje sastre y me ensartaba la verga. Yo solía calentarme a mi misma, solita, quince o veinte minutos antes para estar bien jugosa cuando llegara el patrón. Por eso, me pagaba como si fuera abogada ya, y me enseñaba el oficio.
Les decía que ya trabajaba en un buffet y no quería que mi brillante futuro como abogada postulante se arruinara por una pinches fotos, ni siquiera en el momento enajenante del orgasmo, del rosario de orgasmos que el maldito “cliente” estaba sacando de mi.
Bajo su peso, me fui desplomando sobre el colchón, boca abajo, con las piernas abiertas y los ojos cerrados, recibiendo mi ración de verga sin moverme más, hasta que sus resoplidos me hicieron saber que llenaba el condón gritando:
-¡Toma puta!, ¡toma, puta!, ¡toma, putísima!
Seguí boca abajo, las piernas abiertas, la respiración anhelante, mientras él me sacaba su verga, enfundada en plástico. Seguí ahí mientras se vestía, sin bañarse, y ahí me quedé cuando puso en el buró los billetes de mi tarifa habitual. Dejé que el sueño me ganara –la habitación estaba pagada y no era ese, oh no, un hotel de paso- mientras fantaseaba que me convertía en la revelación de la industria pornográfica.
Una semana después, otra vez viernes, identifiqué en la pantalla de mi celular su número:
-Papito –le dije.
-Putita –me dijo.
-Se me antoja tu verga, mi rey.
-Verga te voy a dar, donde siempre... ¿en una hora?
-Ya me estoy mojando, papi –y corté.
Antes de salir del trabajo me quité mis pantis y mi bra, que guardé en mi bolsa, ya que camino al hotel quería ir acariciando mi panochita toda entera, por debajo de mi falda, la falda de un mínimo vestido negro de una sola pieza. Toqué la puerta de nuestra habitación ya jugos y aromática y dos minutos después ya tenía la verga adentro.
Cuando terminó el primer asalto nos bañamos juntos. Trataba mi cuerpo como se lo merece mi palmito y yo me sentía una reina. Una reina puta, eso sí. Curioso: no me ensartó en la tina como otras veces.
-Acuéstate, putita –me dijo al salir del baño.
Yo sabía que le gustaba mirar y, con las piernas abiertas me acaricié, buscando mi sexo y mis chichis. Mientras lo hacía, puso su portafolios en la cama y lo abrió.
-Traje unos juguetitos para ti, perrita.
-El único juguete que necesito es tu verga, papi –le dije, yo de lambiscona... y eso que aún no empezaba a lamer su instrumento.
Sin hacerme caso sacó unas esposas y un antifaz.
-¿No me vas a lastimar, verdad? –le pregunté, aunque sabía que un solo grito bien dado en un hotel como ese acabaría con cualquier mala idea que al cabrón pudiera ocurrírsele.
El antifaz cubría casi toda mi cara y las esposas –seguro había tomado medidas, el cabrón- me tenían con los brazos y las piernas abiertas, encadenados a cada esquina. Sus manos expertas recorrieron mi cuerpo palmo a palmo y su lengua me arrancó los primeros jadeos de esa parte de la noche... es que yo, como el personaje interpretado por la maravillosa Cecilia Roth, tengo el sí fácil y el orgasmo más fácil.
Cuando me urgía su fierro en mi vientre, cuando ya necesitaba tenerlo adentro, bien metido, cuando pasé de la petición (“métemelo ya, cabrón”) a la súplica (“lo necesito, cógeme, papi, hazme tu puta”), el muy cabrón se quitó y dejó de tocarme para acariciarse la verga, a 30 centímetros de mis ojos y lueguito fue su verga la que recorrió mi cuello, mis hombros, mis chichis, mi estómago.
-Ton`s qué, putita barata, ¿no quieres unas fotos?
-Lo que quiero es tu verga, cabrón.
-Mi verga y unas fotos.
-Ya te dije que no papi, ándale, métemela, ya no te hagas del rogar.
-Con unas fotos...
-No, pues.
-Mira que así, con ese antifaz, nadie te reconocerá, cuantimás que, si salgo yo, solo serán para mi... y te pago veinte mil del águila, putita.
Ciertamente –diría Fox-, no lo había pensado de ese modo. Y con el hambre de verga que tenía en ese momento, además cde las ganas que siempre tengo de hacer locuritas, no lo pensé más –porque no pensaba con la cabeza, sino con el clítoris- y le dije:
-Veinticinco y copia de las fotos.
-Okey.
Sin moverse de donde estaba, encima de mi, con la verga en mi estómago, se inclinó hacia el burosito y oprimió una tecla de u celular. Un minuto después, o así, entraron los dos chavos que aludí al principio.
-¿Quéhubo? –pregunté algo alarmada, sin poder moverme.
-Son los fotógrafos, mamita –me contestó, y lo próximo que supe de mi fue su verga en la entrada de mi panochita, por fin.
Encadenada y sin poder mover brazos ni piernas –pero qué tal mi culo, mi cadera, ¿eh?- sentía la lenta entrada y salida de su fierrote, despacito hasta enloquecerme, hasta hacerme pedir, a gritos otra vez:
-¡Más duro papi, más duro, rómpeme!
Y me rompió.
Me sacó la verga y abrió las esposas. A mi me dolía mi panochita un poquito y me dolían también los muslos, como si llevara dos horas de gym o así. Quería descansar, pero me dijo:
-Mámalo hasta pararlo otra vez, putita, que tengo que sacarle jugo a mi dinero.
Y ahí voy yo de obediente y lambiscona, ahora sí en serio, a meterme su gelatinoso trocito en la boca, a mamársela como yo sabía que le gustaba, mientras los dos cabrones no paraban de tomar fotos.
O ese güey, con sus cuarenta y tantos a cuestas está cabrón –que lo está... o lo estaba hace seis años, que pasó esto-, o se había tomado su viagra -¿ya había hace seis años?-, o yo soy la puta más chingona del rumbo, el punto es que al cabo de unos minutos de chupar, lamer y masticar, su verga estaba a punto, no tan dura como la primera vez –ese enfierramiento que me pone loca-, pero si lo suficiente como para recibirla en mi. Sin dejar de chuparla y acariciarla le puse el condón... y debo decir que con tanto chupete y tantas fotos yo también estaba lista otra vez para que me cogiera.
¿Que cómo salieron las fotos?, ¡Ah!, eso luego se los cuento, si quieren, porque ahorita de tanto escribir mi chochito está ansioso y creo que voy a pedirle una tacita de azúcar a mi vecino.
Dentro de la temática erótica, quiero felicitar al autor de este relato, por cuanto está bien redactado, es entretenido y maneja muy bien el lenguaje. Felicitaciones.