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Eran cerca de las tres de la madrugada, el the end acostumbrado anunciaba el final de la película subida de tono, por no decir abiertamente pornográfica, que estaba viendo en la televisión. La protagonista, una mujer despampanante, de esas que arrebatan los sentidos con su sensualidad refinada y exquisita, mi prototipo ideal de diosa del amor, se había paseado por la pantalla ligera de ropa, en cueros, imponente, y el actor principal, aunque en el cine todo sea ficticio, se la había beneficiado con absoluta veracidad.
Recordando la armonía de aquella figura, los perfectos pechos siliconados, los cabellos dorados y luminosos, la seductora sonrisa carmesí de la actriz, me fui al lecho conyugal donde dormía Alicia. Durante la cena habíamos mantenido una de nuestras habituales peleas de matrimonio que acarrea una década de vínculo a sus espaldas. Alicia me había lanzado su lista de agravios recriminándome severa por llegar tarde del despacho, por no haber encontrado el momento de reparar la lámpara de la mesilla estropeada desde hacía varios meses, por no llevarla nunca a ningún sitio, por no dedicarles el tiempo suficiente a nuestros tres hijos, por no colaborar en las labores del hogar, por negarme sistemáticamente a visitar a sus padres... Yo la había dejado explayarse a sus anchas, en parte porque la mayoría de sus acusaciones eran ciertas, en parte porque sus reivindicaciones eran justas y en parte porque la conocía, y sabía que si replicaba, estaría perdido. Así que en estos casos, y en otros parecidos, daba la callada por respuesta a sus imputaciones, y esto producía en ella una sensación de victoria que le permitía salvar el orgullo y me concedía a mí un respiro hasta la siguiente refriega.
Me acosté pegado a la espalda de Alicia, que vestida con su camisón de franela rosa era el antídoto de la lujuria, pero que todavía conservaba el poder de excitarme. Le coloqué una mano en los pechos y ella se revolvió en sueños. Aquellos pechos poco o nada tenían que ver con los que acababa de admirar, redondos, turgentes, irresistibles; los que abarcaba con mi mano eran otra cosa, ni punto de comparación, pero eran unos pechos al fin y al cabo y su principal virtud radicaba en estar ahí, asequibles.
_¿Qué hora es? _murmuró Alicia adormilada.
_Las tres _respondí_ Me vuelves loco _mentí con descaro mientras le acariciaba las caderas a través de la tela.
_Es tarde, vamos a dormir _contestó ella sin darle importancia a mi deseo.
Pero yo no tenía ni pizca de sueño, de manera que introduje la mano por debajo de la franela y recorrí ansioso los muslos con sus incipientes cartucheras, el vientre ligeramente abombado, subí hasta los pechos algo caídos, aunque todavía en su sitio.
_Déjame _gruñó Alicia.
Recordé la escena álgida de la película, en la que los protagonistas consuman su amor en un garaje, dentro del coche. Vi a la rubia desprendiéndose de su tanga rojo, levantándose la falda hasta la cintura, mostrando sus deliciosas nalgas prietas, su vello púbico de oro; a aquel elegido de la fortuna metiendo sus dedos golosos en el sexo mojado y hambriento de la mujer.
Me colé dentro de las bragas de Alicia, hacía un calor deliciosamente tibio, recorrí con suaves movimientos circulares cada una de sus nalgas y pasé un dedo por el canal que las separaba.
_¿Qué te pasa? _protestó.
¿Acaso no era evidente lo que me ocurría? Diez años compartiendo cama y aún necesitaba explicaciones. ¿Es que no percibía la rigidez de mi miembro apretado contra su carne? ¿Hacía falta un certificado notarial para convencerla de mis intenciones?
Lejos de desanimarme, su apatía me encendió más.
La rubia abría las piernas para facilitar las caricias, la fricción del clítoris, y le bajaba la cremallera del pantalón a su pareja para extraerle la verga, se colocaba a horcajadas sobre sus piernas y frotaba el sexo con el suyo.
Alicia no se movió para allanarme el camino, tampoco puso demasiados impedimentos. Me aventuré por su región selvática y encontré la oculta gruta del placer húmeda y acogedora.
_Quiero dormir _manifestó Alicia.
Y como en tantas ocasiones, no le hice el menor caso.
La rubia también había dudado, en el último instante estuvo a punto de arrepentirse, pero las hábiles manipulaciones del galán la persuadieron de inmediato y fue ella la que dirigió el cotarro escogiendo el ritmo, la manera de hacerlo. Aplastaba los labios de su vagina en el prepucio del otro, dejaba que introdujera apenas unos centímetros dentro de ella y luego, malvada y lasciva, se retiraba. El hombre imploraba que le permitiese la entrada, pero ella disfrutaba resistiéndose a la tentación.
_Pues ponte hacia arriba y duerme _le pedí a Alicia.
Ella obedeció resignada, como si correspondiese a un favor que me debía, para que la dejase en paz.
La rubia se desabotonó la blusa y el hombre le arrebató el sujetador para perderse en la esférica tibieza de unos pechos gloriosos, hechos a la medida de cualquier exigencia varonil. Lamía, chupaba, succionaba aquellos pezones maquillados igual que fresones maduros. Quién fuese él, el dichoso mortal capaz de mamar el delicioso néctar del amor en unos cántaros de fina porcelana. Ella volvía a meterse un pedazo de verga un poco mayor, la absorbía con sus labios y la desterraba fuera. El sádico juego se demoró hasta que el pobre hombre jadeó frenético.
_Por favor, por favor, déjame entrar _le suplicaba a la rubia al borde del paroxismo.
Ella, inclemente, prolongó su tortura al máximo y aprovechó el último contacto para provocarse el éxtasis con aquella enloquecedora masturbación, él la acompañó en sus sacudidas espasmódicas y explotó. En un primer plano quedaron recogidas las sucesivas descargas de semen.
_¿Terminas ya? _me interrumpió Alicia.
Le subí el camisón por encima de los pechos. Le quité las bragas, no consintió que le besara la boca y apretó los labios para impedirlo.
_Podrías poner algo de tu parte ¿no? _le sugerí en vano.
Me esforcé por despertar sus instintos, su afecto, pero ella no demostraba ninguna emoción. Le dediqué las mejores flores que se me ocurrieron para regalar sus oídos. La acaricié entera aguardando una reacción positiva. Alicia continuaba ausente. Mi mano se arriesgó en su sexo grande y dilatado, lo recorrí lentamente de abajo arriba, cuando alcancé el clítoris, me apartó la mano con rudeza.
_Sigue durmiendo _mascullé enfadado.
Le coloqué la ropa en su lugar, la dejé tapada y regresé a la sala malhumorado. Justo al encender el televisor, aparecían los créditos de una nueva película: "Chochos ardientes". El título lo revelaba todo acerca de su contenido. Un vendedor de seguros llama a una puerta, la señora de la casa abre, es una mujer de mediana edad, corriente, casi vulgar, viste una bata acolchada que le llega a los pies; deja entrar al hombre para que le explique los beneficios de un seguro de vida y enseguida van al asunto.
Están los dos de pie, junto a la mesa del comedor, el agente de seguros ha sacado una calculadora y un bloc donde anota tarifas, con la mano libre rodea a la mujer por la cintura, ella se inclina haciendo ver que presta atención a los números y le ofrece su trasero amplio y fuerte. El hombre le remanga la bata y le mete mano directamente, le palpa el trasero, le baja las bragas hasta los tobillos y le recorre las piernas. Ella finge que no se entera, pero cuando sus dedos aprisionan el botón del gozo, empieza a gemir y restriega el culo en los pantalones del asegurador, que se olvida de las cifras para desabrochase la bragueta y quitarse los calzoncillos.
La mujer se desprende con urgencia de la bata y su cuerpo se desparrama por la mesa. "Fóllame", le exige abriéndose de piernas, y nosotros masajeamos sus pechos blancos y abundantes; su sexo jugoso se nos ofrece con generosidad, con la punta del glande repasamos sus labios presionando el clítoris erecto y nos sumergimos en las profundidades de un océano de placer decididos, precisos. A cada embestida se derraman sus fluidos que rebosan resbalando por sus carnes lechosas. Gime. Chilla. Reclama más. Aumentamos la fuerza de las arremetidas y ella nos atrae con furia por las caderas provocando que la penetración le alcance la matriz. No nos concede tregua. "Así, hazme daño". Imposible contenerse. Sus piernas sólidas se enroscan alrededor de nuestra cintura y la verga desliza su pétrea dureza entre una cascada de flujo, dentro y fuera con certera precisión, a cada envite los testículos chocan con su clítoris. "¡Oh, eres un auténtico semental! Te siento como un martillo. Lléname de ti". Complacemos sus demandas con una abundante eyaculación que la desborda. "Dame más. Dame más. Tú puedes", jadea suplicante al borde del clímax. Pero yo no resisto, estoy exhausto, así que delego en el agente de seguros para que complazca su ninfomaníaca avidez. Suda, resopla y logra la proeza de arrancarle un sonoro orgasmo que la deja desmayada en la mesa, con las piernas separadas y el sexo abierto de par en par, rojo y brillante en un medio plano que contemplé entre la bruma del sueño.
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