El sol no se había ocultado por completo; sus últimos rayos de luz despedían el día con tonos rojizos que parecían cambiar a velocidad insólita, a medida que la noche comenzaba a adentrarse en densa tiniebla.
Al mismo tiempo, la ropa que cubría a Cristian dejaba de ser insuficiente y no tenía con qué cobijarse. Como el día había sido tan caluroso durante la mayor parte y luego durante la tarde, sin nubes que protegieran de los rigores de la naturaleza, necesitaba ropa que lo cobijara. Una camiseta prácticamente transparente ofrecía a la vista un torso para manosear y un viejo y desgastado pantalón de mezclilla ceñido también dejaban al descubierto un abultado miembro, piernas fuertes y musculosas, igualmente para palpar. Por ser friolento de por vida, la aparición repentina de brisa durante esa noche, lo obligaron a buscar refugio, en cualquier lugar, el más próximo. Sintió alivio al entrar en una cantina que si bien no conocía pudo encontrar el calor que reclamaba su cuerpo.
Llegar a un lugar cálido sufriendo de frío es un premio que todos han podido sentir alguna vez. Había muchas personas, pero todas, o en su mayor parte, estaban completamente enfrascadas en el ritmo de rumba que alegraba el lugar. Pocos realmente se percataron de la presencia de Cristian y viceversa, pero sólo hasta que la música cesó. Quería un trago fuerte que lo calentara para animarse y lejos de buscar la habitual cerveza pidió aguardiente, del más fuerte que tuvieran. A lo lejos le gritaron si quería algo verdaderamente fuerte y estuvo de acuerdo. Una mujer obesa, de cabello rizado y más o menos en sus cuarenta, dejó caer con fuerza la copa que le ofrecía con una sonrisa de para decir entre dientes: “Si tuviera tu edad, rico”, y luego suspiró profundamente. Pero sin embargo no le hubiera creído si Cristian le hubiera confesado que podrían ser contemporáneos. En cambio, el chico agradeció el cumplido con una sonrisa de agradecimiento y más que nada por el trago que lo devolvía a la vida.
Otro chico a lo lejos sonrió a Cristian y no tardó más que un movimiento reflejo para tenerlo a su lado, conversando animadamente. Le preguntó si se sentía bien y si le gustaba la música. Contestó afirmativamente y luego se retiró palmeando la fornida espalda de Cristian. El muchacho podría ser bien su hijo, o por lo menos su ahijado, pensó. Sin dudarlo tenía mucha simpatía y pudo captar un interés especial. Tan pronto se separó, Cristian empezó a bailar en la pista sin acompañante. No lo necesitaba. Ni siquiera tenía que quedar bien cuando mejor era concentrarse y disfrutar la música.
Piero, --de origen italiano por su inequívoco acento—aprovechó la primera interrupción obligada en camino al orinal para acercarse nuevamente y decir que necesitaba decirle algo muy importante. Pero Cristian reaccionó con precaución y demoró su regreso, hundido en cavilaciones profundas. ¿Qué podría ser tan importante como para decirle si apenas se conocían? ¿Acaso le gustaría al chico, siendo tan joven para él y era un pretexto para estar cerca de él? Había dicho a Cristian que se trataba de un asunto que seguramente le interesaría por los beneficios económicos inmediatos. Además, fue honesto al sugerir que podría aprovechar las circunstancias antes de que fuera tarde. Se refería sin duda a ese cuerpo macizo que había empezado a trabajar desde su juventud. Los resultados permanecían y no cabía la menor duda cuando un chiquillo bien agraciado podía fijarse en alguien de cierta edad madura. Fue un cumplido escuchar que Piero dijera que calculaba 15 años menos de los que en realidad tenía Cristian. En fin, ante la insistencia que dejara de apenarse, Piero fue directamente al grano.
Conocidos de él, mayores de sesenta años, se reunían durante los fines de semana (viernes y sábado) a tomar y a bailar en la casa de otro conocido que se prestaba para ese tipo de reuniones. De vez en cuando, Piero anunciaba al grupo que llevaría a un desnudista a cambio de cierta retribución monetaria. El chico era intermediario y comprendió que no le convenía en absoluto fomentar ilusiones que no venían al caso.
Estuvo de acuerdo en acompañarlo a una de esas reuniones, pero que no estaría de acuerdo en desnudarse, aunque si tuviera que hacerlo no cobraría por un espectáculo que a su parecer resultaría grotesco. Sin embargo, Piero señaló con certeza que a pesar de que le gustaba el dinero fácil, no se aprovecharía de él. Cobraría en efecto, una pequeña comisión, pero le entregaría lo que le correspondiera. Insistió en que Cristian debería acompañarlo a la fiesta, pero insistió en que si no estaba de acuerdo en despojarse de la ropa, no le interesaba su compañía.
Piero era un chico atractivo con no más que 25 años, de cabello negro rizado y relumbrante por la jalea que debía untar a discreción. Ojos negros, profundos coronados por pestañas tupidas y de apariencia peinada natural. Sus labios eran carnosos y aunque poseía una anatomía rígida, no era voluminosa. Más bien podría decirse que era un flaco atractivo, bohemio y achispado.
Ante una tentación de esa naturaleza, no aprovecharla significaba un desprecio con la consabida pero inmerecida frustración para el chico, y que era lo que más parecía preocupar a Cristian. Casi inmediatamente dijo que aceptaba, pero que no le garantizaba un éxito total. El, sin embargo aseguró que había visto como podía contonear el cuerpo con tanta voluptuosidad, sin dificultad alguna y eso sería un imán para atraer más clientela. Lo presentaría como un caso insólito, y el halago surtió efecto.
La semana transcurrió, o esa fue la impresión que tuvo, con lentitud molesta. Pero al fin, recordó que Piero se vería en un punto y hora convenidos por ambos y de ahí se trasladarían a la reunión. Durante el camino, el chico lo colmó de elogios y halagos que Cristian estuvo a punto de malinterpretar. Lo pensó así porque tan pronto llegaron al lugar de la cita con sus conocidos, otro chico de apariencia igualmente agradable recibió a Piero con la calidez que sólo acostumbran los amantes. Cristian se obligó a creer que había que concentrarse en un trabajo que no debía haber aceptado nunca. Pero albergar sentimientos peligrosos, significaban un riesgo y tal vez grande.
Advirtió que entre los invitados, la única chica, también saludó a Piero inusitada calidez, ante la indiferente mirada de quien Cristian también creyó que era su amante. No había duda entonces. Piero era bisexual, o por lo menos eso parecía ante las evidencias. Pero Piero no se inmutó en absoluto ni varió su actitud solícita para Cristian. Le ofrecieron un par de tragos que apuró con ganas, como si con ellos pudiera aturdirse y también para facilitar lo que ya parecía un interés inminente: Que Cristian bailara y se desvistiera ante miradas muy interesadas y con recursos. Después, quién sabe qué pasaría…
La ceremoniosa actitud de Piero al anunciarlo ante el público cohibió a Cristian. Pero lo animó para que bailara de la mejor manera posible y en verdad, se entregó a la música como nunca. Lentamente, después de haber calentado músculos a través del movimiento, decidió iniciar el despojo de ropa. A pesar de la gran cantidad de personas y el molesto humo que salía lentamente a través de dos o tres ventanas cuando mucho, la atmósfera era fría, como esa noche en la que había conocido al que ahora era su intermediario ante personas de la tercera edad. Pero en esa noche sintió que el calor subía rápidamente a través de su cuerpo, pero no era eso. El frío laceraba el cuerpo y las tetillas se levantaron dolorosamente hasta marcar la camiseta que prácticamente no lo cobijaba. Poco a poco, sin la excepción más que una trusa ajustada sin exageraciones dejó su cuerpo al descubierto. Lo tocaron en verdad, pero no experimentó ningún goce o placer. A lo lejos, quien sí parecía gozar de Cristian y su muy evidente turbación, era Piero. Tan pronto terminó de bailar tres candentes melodías sin interrupción, fue su representante e intermediario quien le alcanzó la camisa que había caído momentos antes. Varias personas lo felicitaron e incluso otros que ya lo conocían de años, le preguntaron cómo podía conservar la figura que tenía, a sus años y que si bien calculaban, no podían precisar. Un hombre de apariencia adinerada y mayor de edad se aproximó para colocar un billete de alta denominación entre la prenda y el cuerpo.
Cuando Cristian estuvo ante Piero, ya vestido, le dijo que había tenido un momento de cachondez al verlo contorsionar y más cuando la gente aplaudiera y exigiera rabiosamente que se quitara todo. Y sin esperarlo, se aproximó y le plantó un beso en la mejilla. Se burló todavía más de él al decir que no había perdido el rubor de su infancia (como si lo hubiese conocido entonces). Pero su burla fue aun más ruidosa ante la pregunta de Cristian en el sentido de que si sus parejas pudiesen molestarse con tanto afecto. Después todo mundo empezó a bailar y el mismo hombre que había colocado el billete en su minúscula tanga lo invitó a bailar. No hubo preámbulos. Al hombre le interesaba llevarlo a su casa y prometió ser muy generoso.
Nunca antes había sentido su dignidad tan herida, pero al mismo tiempo atravesaba dificultades económicas y aunque nunca había pensado prostituirse permanentemente, la oportunidad parecía señalar el camino. Como no respondió inmediatamente, el hombre rectificó al decir que sólo le interesaba ser su amigo, pero que desearía que ese amigo pudiese compartir momentos de intimidad con él a cambio de su generosidad. Contestó que podía ser su amigo sin necesidad de ofrecerle nada a cambio, pero que la intimidad estaba aún por verse. En cambio, Don Enrique, a quien así llamaban todos, pareció todavía más interesado en conversar y luego convivir con Cristian. Si aceptaba esta misma noche, Cristian podría quedarse en su casa. Le dijo en tono confidencial, para que no lo escuchara nadie más, que una pastilla para la disfunción eréctil se había convertido en su compañera inseparable desde hacía algunos años. Los resultados que había logrado, siguió diciendo en voz muy baja, le brindaban intensos momentos de placer. El color volvió a subir a las mejillas, reacción que no pasó inadvertida a Piero, quien siempre a la distancia parecía controlar la situación.
No le interesaba terminar con la amistad que recién le brindaba Don Enrique (quien insistió varias veces hasta que consiguió Cristian llamarlo Enrique a secas) por lo que estuve de acuerdo en pactar una cita para el próximo domingo, es decir, para el día siguiente. Si estaba de acuerdo, invitó, podrían verse en conocido restaurante céntrico. La idea de exhibirse con un hombre maduro no lo convenció de momento, pero al final estuvo de acuerdo. Nada perdería con ello. Más bien, comenzaba a asegurar su futuro económico.
A Piero le pareció un gran negocio el que estaba a punto de iniciar. Don Enrique, aseguró, tenía todo el dinero del mundo y se sabía que era muy generoso con sus amantes. A cada uno de ellos había obsequiado un vehículo, y Cristian seguramente no sería la excepción. El descaro de Piero le molestó aún más cuando supo que había sido él mismo quien hubiese organizado este encuentro. Pero aseguró que en esta ocasión no había comisión de por medio, creyera o no. Lo único que buscaba era favorecerlo y quise creerlo.
Un mes transcurrido de este encuentro, mi relación con Enrique no había pasado a mayores. A pesar de 30 días, el señor no había claudicado y según supo Cristian por boca de Piero, el viejo estaba a punto de conseguir que sus planes se transformaran en una realidad. Finalmente las presiones del hombre nos llevaron a la cama. No le repugnaba el caballero, pero siempre se había acostado con personas que habían despertado sentimientos intensos. Era la primera vez y el mismo Enrique aseguró que para él no tenía importancia si era la primera vez que lo hacía con un hombre mayor. Lo importante para él era que Cristian se prestara para ello y le diera la oportunidad de demostrarle que aunque el chico no lo amara, compartiera sus orgasmos con él.
Enrique no se opuso a que siguiera bailando, incluso lo obligó a prometer que no dejaría de hacerlo, y lo convenció. No tenía por qué alejarse de una debilidad que le hacía sentir como si volara, ante la insistente mirada de Piero. Tan pronto terminó la función, por así llamarla, Piero se aproximaba solícito a cobijarlo, después de haber recuperado la ropa que sólo había lanzado sin regalar y que había tenido dificultad para retirar de quienes la consideraban suya. Cristian creyó que Piero se le aproximaba más de la cuenta y más tarde, mantenía el contacto físico a través de manos y en ocasiones de antebrazos, como si su camaradería fuera una actitud inofensiva, hasta que era él mismo quien se separara de Piero, como estrategia. Obviamente no era una molestia sentir su proximidad e incluso su aliento, que de la misma manera, parecía exhalar lo más cercano a Cristian en actitud inocente. Pero encima tenía las miradas de todo mundo, aunque algunas de asentimiento y poco menos de indiferencia. Después, durante la reunión, al calor de las copas, Piero pareció iniciar un insistente galanteo que fue subiendo de tono a medida que compartieron más reuniones. Esa ropa íntima que lucía con tanta sensualidad, parecían a Piero prendas muy costosas y de fino material. Para su aparente sorpresa, la sincera pero humilde respuesta de Cristian lo obligó a expresar un gesto incrédulo, igualmente de interés para algunas personas. Después, a medida que las luces menguaban su intensidad, gracias a los apagadores reguladores de la misma, Piero le decía en secreto y en tono de reclamo si lo estaba evitando. La respuesta en el sentido de que no había de su parte semejante rechazo, Piero explotaba en carcajadas que en verdad, conseguían perturbarlo.
A Enrique no parecía importarle que platicara con Piero de esa manera, e incluso, bromeaba en el sentido de que tarde o temprano lo tendría que compartir con el primero, tan pronto le llegara a su precio. Admitió que durante el tiempo de cortejo y que decidió abreviar para la siguiente ocasión en que se reuniesen, fue capaz de experimentar esa sensación de una presa que disfruta intensamente el acoso, que sin acabar con la vida, marca las relaciones con pasión y calentura excesiva, desbordante. Pero Piero no se presentó a la siguiente reunión porque Cristian supo después que el chico había tenido que guardar cama durante una semana y el mal no parecía ceder aún, víctima de una infección severa que lo obligó a perder kilos, como si le sobraran. Cristian tuvo que disfrazar si evidente interés en el joven, para que la visita pareciese una obra de un buen samaritano que se conduele de los problemas de los demás y se presentó en su casa ese mismo día.
Piero mismo fue quien le abrió la puerta. Lo primero que hizo fue abrazar a Cristian cálidamente y este lo urgió para que volviera a la cama porque esa calidez del abrazo también era calentura. Piero se rehusó a separarse de él, pero luego, aceptando la recomendación, dijo que la visita del chico era lo mejor que podía pasarle. Después lo abrazó nuevamente y comenzó a besarle el cuello y a chuparlo, como si ya se hubiesen entregado anteriormente. Sujetó al chico firmemente y lo condujo de vuelta a la cama. En su delirio de casi 40° lo invitaba a acostarse a su lado y a abrazarlo, porque la fiebre no sólo enturbiaba su mente, sino que el escalofrío era evidente. Sin aceptar la invitación sólo quiso cobijar al muchacho, quien poco después tiritaba de frío, a pesar de que en el exterior la temperatura era superior a los 25 grados. Sabía aplicar inyecciones y ofreció al chico aliviarlo de esa manera y él sólo dijo que le vería las nalgas. Efectivamente, y pese a su delgadez, y a la pérdida reciente de peso, las nalgas de Piero eran firmes y abultadas en proporción a su cuerpo. Al percatarse de sus pensamientos, Cristian sufrió una sensación muy agradable y estuvo a punto de acercarse todavía más. Pero no podría abusar de la situación, sería como tener ante él una puerta abierta accidentalmente y él se adentrara sin invitación previa. Después de aplicar la inyección, Piero se quedó profundamente dormido y hasta roncó. Cristian retiró parte de las cobijas y se sentó a un lado de la cama para admirarlo. Sus pestañas lucían todavía mejor con el párpado cerrado y sus carnosos labios resecos por la fiebre le daban una apariencia frágil, pero viril. Reguló la luz a su menor intensidad y fue entonces cuando escuchó la dulce voz de Piero preguntando si se había aprovechado de él mientras dormía. La respuesta se limitó a una sonrisa que parecía expresar únicamente el compromiso voluntario de ayudarlo. En sus cinco sentidos y ya sin fiebre, lo invitó a sentarse junto a él. De pequeño, confesó, le gustaba que su padre acariciara su cabello y que ello le permitía disfrutar de una mayor capacidad de relajación. Comprendió tardíamente que era una invitación a que acariciara su poblada y azabache cabellera. Estaba de acuerdo, pero antes tendría que ofrecerle algo porque parecía no haber probado alimento en días. En pocos minutos preparó alimentos para el enfermo. Piero estaba ahora más agradecido, pero insistió en que acariciara su cabello. Cristian lo hizo y tan pronto se dio cuenta, Piero dormía otra vez, profundamente, pero había experimentado una firme erección que parecía furiosa, libre de ropas porque sólo vestía una camiseta larga. Cristian se rehusó a continuar el juego porque no se perdonaría que Piero recayera o atrasara su convalecencia debido a su “calentura” y que podía dominarse mejor que la otra. Cuando Piero pareció caer en profundo sueño se acosté en un sillón, a escasos metros de la recámara de Piero y decidió quedarse para cuidarlo.
Muy temprano, pero ya con luz de día, sintió la presencia de un cuerpo abrazando el suyo y la inmediata reacción fue ponerse a salvo y preguntar si se había aprovechado de él mientras dormía. Pero Piero sólo rió a carcajadas, como era su costumbre. Se levantó y tiró la puerta del baño con fuerza. Segundos después escuchó como el agua caía con fuerza de la ducha y su amigo cantaba felizmente. ¡Estaba curado!
Transcurrieron los días. Piero se presentó puntualmente en el lugar acostumbrado de reunión al siguiente viernes. Lucía recuperado y además, el otro chico tuvo la impresión que estrenaba ropas, muy estrechas, como le gustaban, dejando lucir su abultado miembro, aparentemente en estado de excitación. Tan pronto lo vio lo primero que hizo fue aproximarse a donde estaba él y nuevamente, con anuencia disfrazada de le plantó un beso en los labios. Si bien fue breve, también fue certero. Piero había bebido licor y estaba envalentonado. Le preguntó si prefería hacer el amor de noche o de día. Ante la respuesta de que el momento no era determinante, Piero aseguró que esa misma noche le pertenecería. Tragó saliva… Después tuvo que salir a bailar y desnudarse hasta quedarse en calzoncillos. Ante la cercanía de Piero no pudo ocultar su reacción, presa de ojos desautorizados. Se cubrió inmediatamente y se despidió de todos. Piero no estuvo de acuerdo y mantuvo que por lo menos lo llevaría a casa, que no permitiría que partiera solo. No se perdonaría si algo le pasara en la calle, a altas horas de la noche. Acepté, pero desde el principio supo que no era la ruta a casa. Llegamos nuevamente a casa de Piero. Se arrellanó cómodamente en el mismo sillón francés donde había pasado aquella noche de su enfermedad y le pidió que bailara para él, y que le pagaría. Tocó música suave y lo presionó otra vez al decir que su petición era seria, y que no olvidaría su compromiso. Además, tenía dinero para pagar y para no discutir más, comencé a bailar.
Piero exigió que se quitara toda la ropa. Cristian obedeció. Cuando quedó completamente desnudo Piero derramó una lágrima y casi al borde del llanto, preguntó por qué lo rechazaba, por qué jugaba con sus sentimientos y también con sus deseos.
Se acercó a él, limpió sus lágrimas con la lengua y después comenzó a desnudarlo mientras Piero sujetaba su erguido miembro, como un chiquillo que no suelta un juguete. Quedó en completa desnudez. El chico blandía con orgullo su hermoso instrumento viril con que la naturaleza lo había distinguido. Cristian creyó que no podría soportar un instrumento de ese calibre sin lubricante, pero no había terminado el pensamiento cuando la mano de Piero ya rebosaba de una sustancia resbalosa y pegajosa que acariciaba su ano con delectación. Cuando pensó en la protección, se percató que el tieso falo de Piero brillaba ante una tenue luz, cubierto de un material elástico, transparente. Fue el mismo Cristian quien guió directamente el instrumento ajeno hacia su propia hendidura candente, resbalosa y anhelante. Aunque hubo leves intentos de separarse, permitió que Piero hundiera su miembro de un solo golpe. En ese momento comenzó a gozar el órgano viril de su compañero mientras escuchaba al mismo tiempo palabras que no requerían traducción: “Caro, carissimo, il mio amore”… Pero la furiosa erección de Cristian no fue ignorada tampoco. Piero se apoderó del miembro erguido, y se aferró a él para iniciar un movimiento balanceado que amenazó con desbordar a ambos. Minutos después una lluvia candente interna y otra externa sacudió a los dos chicos. Transcurrido el momento del clímax, permanecieron abrazados durante algunos minutos, unidos tras un ayuntamiento salvaje, ligeramente doloroso, pero de intensa satisfacción.
Piero se había enamorado de Cristian y alejó a todas sus parejas para demostrarle que no tenía otro interés. Después comenzó a celar a Cristian y casi exigió que dejara de acostarse con otros a cambio de dinero. Había llegado al extremo de exigir a sus novios de la tercera edad que lo dejaran en paz. Pero de algo tenían que vivir…
FIN