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Categoría: Confesiones

seduciendo al cura

Mi tentación vestía sotana a la antigua usanza. Su pelo era moreno y sus ojos verde mar, penetrantes, joven, alto y realmente guapo. Tenía más planta de modelo estilo colonia Lacosste que de sacerdote (deseaba intensamente verlo desnudo, como al chico de la publicidad). Era el cura Paco, destinado a nuestra parroquia desde hacía algo más de un año, y que oficiaba las misas los domingos por la mañana a la que asistíamos regularmente mi marido, mi hijo y yo. He de deciros, que este cura hacía las delicias de las demás feligresas, y no sé si también de algún feligrés descarriado. Todo era posible con él porque la atracción que aquel cura ejercía en la comunidad era asombrosa. Sus misas eran cada vez más concurridas y las mujeres, siempre arregladas y coquetas, que yo me daba cuenta, chismorreaban y se daban los oportunos codazos entre ellas cuando salía a echarnos el sermón. La mayoría de nosotras lo mirábamos con intención de devorarlo y de pecar, si hacía falta.

Yo acudía a confesarme con él, regularmente, todos los primeros viernes de mes. Un año da para mucha confesión y para entablar vínculos, así que surgió entre nosotros una relación de mayor intimidad y complicidad, que para mí llegaba a ser en ocasiones embarazosa, morbosa y, a la vez, irresistible. No podía dejar de acudir a él para contarle mis pensamientos más impuros. Creo que en el fondo de mi alma y, que Dios me perdone, lo que deseaba era ponerlo caliente y gustarle, tanto como él me gustaba a mí. Realmente es extraño de explicar la confusión de pensamientos, sentimientos y ardores que fluían en mi mente y en mi cuerpo. Mis creencias enfrentadas y mi cuerpo pidiendo a gritos un contacto sexual con aquel hombre.

Una tarde del mes de mayo, aprovechando las clases de catequesis a las que mi hijo acudía a la parroquia, y sintiendo en mi cuerpo una calentura inexplicable y fuera de lo común, decidí saltarme mis costumbres y pedirle confesión. Necesitaba verlo, mirarle a los ojos y necesitaba sentir también ese temblor que recorría mi cuerpo cada vez que notaba su presencia. Allí estaba, con su sotana, espigado, atlético y con una mirada magnética que me impedía apartar sus ojos de él, para mayor vergüenza y sonrojo míos. Como había gente en la parroquia, me hizo un gesto afirmativo y me indicó que le siguiera hasta la sacristía. Una petición poco común y un lugar poco apropiado, pero en aquellos momentos, hubiera ido a cualquier parte con él.

Dentro de dicha sacristía, había un confesionario muy curioso y antiguo, una pieza de museo. Era de madera oscura y más grande de lo habitual, pareciéndome su interior bastante amplio para tratarse de un confesionario. Por lo demás, era igual que el resto: puerta delantera a media altura con cortinilla, y las dos rejillas laterales para confesar a las mujeres.

Me había arreglado a conciencia aquella tarde, quería llamar su atención e interiormente deseaba excitarle. Aunque era cura, estaba segura que su lado masculino no iba a pasar por alto a una belleza regordeta, proporcionada y pelirroja como yo. Con carnes, pero prietas y en su sitio, amén de una talla 105 C de sujetador. Era evidente que sus ojos a veces se iban a donde no deseaban, pero más que molestarme, aquel gesto suyo me halagaba y me ponía caliente.

Vestía para la ocasión una blusa estampada, ceñida de talle y con un pronunciado escote que hacía resaltar mi exuberante pecho. La falda amplia, asimétrica, de vuelo y vaporosa. Mis sandalias rojas de tacón alto y puntiagudo, ponían el contrapunto a aquella indumentaria tan poco apropiada para una sacristía y su confesionario. Iba dispuesta a todo, mis ansias y mi deseo por él iban más allá de mis principios y de mi fe. Estaba dispuesta a pecar mientras pedía perdón por mis pecados. A propósito, como ropa interior me había puesto un body-faja blanco, semi-transparente y de fácil abertura inferior para facilitar, si hacía falta, la llegada a mis partes más húmedas y excitables.

El se metió dentro del confesionario y yo me arrodillé entonando mi consabido “Ave María Purísima” a lo que me contestó, con una voz que me produjo un escalofrío, “Sin pecado concebida”.

Comenzó la confesión, como casi siempre, contándole todos aquellos pecadillos banales y al final, como ya era costumbre en mi, le confesé nuevamente que había pecado de pensamiento. Le contaba mi fantasía sexual, que se repetía una y otra vez, y en la que aparecían siempre tres personas: mi marido, yo y un tercero al que no conocía y decía no verle la cara. En la fantasía, mi marido era una figura pasiva, que sólo se limitaba a mirar mientras me dedicaba a fornicar con esa otra persona de rostro desconocido. Me preguntó si estaba segura de no conocer a aquella persona con la que ejecutaba el acto impuro. El insistió en la pregunta y su voz reflejaba un estado de ansiedad impropio y que hasta ahora no había observado. Estaba nervioso y yo diría que su respiración y pulso se habían acelerado. Empezaba a disfrutar con aquella situación y la idea perversa de confesárselo todo, relampagueó en mi cabeza y decidí ponerla en práctica. Ya me daba igual condenarme y arder en el infierno, pero estaba segura que él también iría de cabeza conmigo y por lo menos, nos quemaríamos juntos.

Le confesé que el desconocido era él, que no me había atrevido a decírselo hasta ahora, pero que ya no podía resistirlo más: deseaba contárselo para liberar mi pensamiento de tan tamaña barbaridad. Cerró la ventanilla lateral y estuvo callado y ausente un minuto que me pareció una eternidad, mientras mi sangre fluía ardiente y yo notaba como en el interior, aquel hombre, al que yo había incitado a su perdición, contenía su respiración para no emitir los jadeos propios de su calenturiento estado. En este lapso de tiempo, me sentí extraña y a punto estuve de levantarme y echar a correr a causa de la vergüenza y el arrepentimiento, pero justo en ese instante, sacó su mano del confesionario y cogiéndome del brazo me levantó e hizo ademán de introducirme con él para que pasase al interior. Sin pensarlo dos veces, le obedecí y me metí dentro como pude, adoptando la única posición posible en aquella situación: arrodillada a sus pies y enfrentada a la altura de su pene, que ya intuía grande y vivaracho. A duras penas se podía cerrar la puerta del confesionario que tropezaba con mi redondo y voluminoso culo. Corrió las cortinillas y en aquella penumbra, decidí quitarme las sandalias que me estaban matando y ponerme más cómoda.

Arrodillada, enfrentada a su sexo y con ganas de devorarlo, le fui desabrochando los botones de la sotana que cubrían aproximadamente la zona que yo deseaba destapar. Estaba dispuesta a perderme yo también; ya nada podía pararme, sólo quería realizar mi fantasía y metérmelo en las entrañas. Comprobé que ya se había quitado los calzoncillos y que yacían tirados en un rincón del interior del confesionario, posiblemente, en el minuto interminable de la espera. Su polla había crecido de una forma espectacular y no pude resistir aquella visión: me la metí toda en la boca, no sé como lo hice ni que técnica me iluminó en aquel momento, pero parecía una actriz porno ávida de sexo y semen. No había pasado ni medio minuto, cuando Paco, el cura, me dijo que la sacara inmediatamente o no podría evitar la eyaculación dentro de mi boca. Le hice caso y la saqué, y su pene seguía erguido y desafiante ante mí. En aquellas apreturas, me quité la blusa, bajé mi sujetador y desabroché el body para enrollármelo en la cintura, ofreciéndole mis tetas y la humedad de mi sexo. Me giré y me puse de espaldas a él para que pudiera acariciar mejor mis pechos y cual no fue mi asombro cuando, sin esperármelo, hizo intentos de meterme su enorme polla por el culo. Nunca habían intentado penetrarme de aquella manera y no estaba segura de poder hacerlo, pero debido a mi excitación y a mi humedad inferior, mi agujero de atrás estaba lubricado y después de unos cuantos intentos, su miembro entró rasgando mi interior y echando por tierra mi reputación, mi dignidad, mi religión y ya nada más me importó. El dolor que sentí en un principio fue cediendo poco a poco y, debido a aquella desmesurada obsesión por tenerlo dentro, pasó a convertirse en una sensación de plenitud y lujuria impropias de una mujer como yo.

Mientras me follaba, intentaba agarrar mis tetas y aunque sus manos eran grandes, difícilmente podía abarcarlas con una mano. Necesitaba las dos para amasarme una sola en condiciones. Me retorcía suavemente los pezones, a lo que respondí con la creciente intensidad de mis gemidos, cada vez más escandalosos. Debido a mi excitación y viendo que ya estaba casi a punto, decidió metérmela por delante, con tal acierto, que llegué enseguida a un orgasmo que me pareció, valga la comparación, más que celestial. Hasta creí ver al Arcángel San Gabriel desafiándome con su espada, cuando mi clítoris rezumaba en su jugo y se inflamaba por el éxtasis al que había llegado.

Después de que consiguió que tuviera tres o cuatro orgasmos maravillosos, le sugerí que ahora le tocaba el turno a él y que quería hacerle gozar y sufrir, tal y como él había hecho conmigo. Busqué una de las sandalias rojas y le chupé su tacón puntiagudo. Le hice girarse para poder lamerle el culo y lubricarlo y en ese momento de perdición, le metí el tacón todo entero, aguantando el tipo como pudo. Para no ser menos y como le había tomado el gusto a la cosa, hice lo propio con el otro zapato y de esta manera, estábamos los dos unidos por un par de sandalias.

Con la estola que colgaba de un gancho, le tapé los ojos para que pudiera hacer volar mejor su imaginación y se olvidara de quién era, dónde estaba y de que disfrutara con mayor intensidad del acto que estábamos llevando a cabo. En aquellos momentos, yo era una máquina imparable de practicar un sexo que hasta ahora había sido para mí prohibido y repudiado. No me lo podía creer.

Me giré y arrodillada de nuevo y con el tacón dentro y él medio en cuclillas, me tiré como una fiera a por su pene que engullí todo entero. Empecé a chupársela lenta y profundamente, de tal forma, que se corrió rápidamente dentro de mi boca y de mi garganta tras un grito seco e intenso. Por un momento creí que me ahogaba. Era la primera vez que me tragaba el semen de un hombre, ni siquiera con mi marido me gustaba y hete aquí que me hallaba ahora con un picor desconocido en la garganta que me había dejado un sabor intenso y agradable para mi asombro. Pero tal fue la magnitud de la corrida, que no me cabía todo su esperma en la boca, yo no había visto cosa igual, así que tuve que dejar escapar aquel tesoro que tenía depositado, desparramándose por mi barbilla, por mi cuello, por mis pechos, por la ropa… llegó hasta su negra sotana, resaltando aún más el color blanco vainillado de aquel fluido.

Liberados suavemente de los tacones, lo que nos produjo un gran alivio, nos quedamos quietos, recuperando el resuello. Sin mediar palabra, me arreglé y me vestí como pude al salir del confesionario intentando resguardarme de las posibles miradas ajenas. Con una sensación extraña y una liberación de pasiones fuera de lugar, experimenté un desahogo que me condujo a una felicidad que hasta ahora no había conocido. Me vi reflejada en un espejo que había en la sacristía y vi en mi a otra mujer, mucho más serena y liberada de los prejuicios que habían conseguido mutilar el deseo de un sexo salvaje y placentero. Al mismo tiempo, él salía del confesionario un tanto aturdido, preocupado y confuso. Lo noté también diferente y hasta diría que más guapo y salvaje con ese aspecto de asilvestrado que descubrí en aquel instante y que me produjo un vuelco en el corazón. Me di cuenta de que iba cubierta de semen todavía y, sin apartar mi mirada de la suya, recogí con los dedos y con la lengua lo que pude, llevándomelo a la boca para recordar su sabor, el de unos instantes atrás. Me dirigí hacia él y lo besé en los labios, suavemente al principio para después, como despedida, introducirle mi lengua que ansiaba tocar la suya y compartir el semen que me quedaba. Me respondió intensamente, torpemente en un primer momento, pero comprobé que le gustó y que hasta puso pasión al devolverme con su lengua el saludo iniciado. El se limpió apresuradamente y como pudo la sotana con la estola que llevaba al cuello, borrando los restos de aquella vainilla fruto de un acto sublime y placentero. Me terminé de limpiar mojando un pañuelo en agua bendita y satisfactoriamente, acaricié mi cuerpo dichosa y extenuada por la novedosa experiencia. Allí se quedó Paco, el hombre, y abandoné al cura y lo desterré de mis rezos pero no de mis eróticos sueños.

Me dirigí a las aulas de catequesis para recoger a mi hijo y me marché a casa para ya no volver a ser la misma mujer que momentos antes había entrado en la sacristía con la intención de realizar su fantasía.

No volví a verlo nunca más. Me enteré de que, al día siguiente, había pedido al Arzobispado las vacaciones que le debían y había solicitado un cambio de destino e, incluso, de Orden, invadido seguro por un sentimiento de Vade Retro, Satanás, que al parecer yo le había causado. Solicitó el ingreso en un Monasterio para someterse a los votos de silencio y aislamiento. Allí reza ahora, me imagino, en la soledad de la montaña recluido, no sé si también mortificado, por el recuerdo de la imagen del confesionario.

Lo volví a incorporar a mis fantasías, esta vez, imaginándome en la estrechez de su celda, atada a los barrotes de su camastro y teniéndolo dentro de mí, mientras contemplo sus ojos verdes como el mar. Estoy segura que, alguna vez, él habrá tenido que confesarse de un algún pensamiento y acto impuro ya que, en la soledad de su celda y en la inmensidad de la noche, en más de una ocasión le habrá invadido el deseo de volver a aquella tarde en la Sacristía y sus manos habrán volado libres sobre su miembro guiadas por el recuerdo, mientras ora y se culpa entonando el “yo pecador, me confieso a Dios” y mis gemidos golpean en su mente
Datos del Relato
  • Autor: incognito
  • Código: 13263
  • Fecha: 03-02-2005
  • Categoría: Confesiones
  • Media: 5.22
  • Votos: 107
  • Envios: 5
  • Lecturas: 9465
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