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Seduciendo a una mujer madura
Aquella mañana había sido bastante movida. Al ir ascendiendo por aquella impresionante escalera de estilo rococó hacia el primer piso de aquel lujoso hotel de cualquier famosa ciudad, a Ciriaco, el recepcionista del hotel, se le veía más sereno de lo que en realidad podía llegar a estar.
CAPÍTULO I
Aquella mañana había sido bastante movida. Al ir ascendiendo por aquella impresionante escalera de estilo rococó hacia el primer piso de aquel lujoso hotel de cualquier famosa ciudad, a Ciriaco, el recepcionista del hotel, se le veía más sereno de lo que en realidad podía llegar a estar. Su desdichado y pobre pene, encerrado en el interior de su ajustado bóxer Calvin Klein, se estremecía y palpitaba a causa de las diabluras llevadas a cabo durante la mañana debajo del mostrador junto a Rosalía, su joven compañera en la recepción.
Ciriaco sacudió la cabeza a un lado y al otro con fuerza y se dijo a sí mismo que era un tonto de capirote. ¿Pero qué diablos le estaba ocurriendo? Le complacía la frecuencia y la variedad en las relaciones sexuales, y adoraba a cualquier fémina lozana con la que se le presentara la oportunidad de acostarse, pero habitualmente no se lanzaba al vacío como si fuera un vulgar adolescente. Sobre todo si tenía la certeza de que iba a quedar insatisfecho.
Sucedía sin embargo que su compañera Rosalía lo volvía completamente loco haciéndole perder la razón sin remedio. Había algo en aquella muchacha, no podía precisar exactamente el qué, algo poco común en otras mujeres, que lograba perturbarle intensamente. No se trataba simplemente de una respuesta puramente erótica, ni tan solo que su polla se agitara por el sexo y el deseo hacia ella junto a toda aquella memorable feminidad que lo acompañaba. Aunque debía reconocer que sus redondos pechos, sus rotundas nalgas y aquel par de estilizadas piernas resultaban tremendamente sensuales para cualquier mortal. Cualquier miembro de aquel hotel, fuese hombre o mujer, se sentía irremediablemente atraído por la curvilínea figura de la guapa recepcionista. Los múltiples escarceos de Rosalía con diferentes miembros del hotel e incluso con algún conocido cliente que les había visitado, tanto hombres como mujeres, eran bien conocidos por todos ellos pues ella no trataba en modo alguno de ocultarlos.
No, lo que verdaderamente lo seducía era el espíritu indomable de aquella linda gatita. Su enérgica repulsa a todo aquello que pudiera desacreditarla, ya fuera la prepotente actitud machista de Ciriaco –de la que en numerosas ocasiones el muchacho se avergonzaba- o bien otros elementos como la zorra, engreída y vanidosa de Valentina. La subdirectora era astuta y malpensada y, dicho sea de paso, ni la mitad de eficaz en su trabajo que Rosalía. Vicente, el director del hotel, era aún más incompetente que su arrogante asistente, y no debería estar al frente ni tan siquiera de una pequeña pensión así que aún menos de un hotel de cinco estrellas archiconocido en todo el país.
Ciriaco llegó al fin al primer piso y, al tiempo que gozaba de la discreta pero opulenta decoración pensó que el Hotel Alameda era, sin ningún género de dudas, uno de los mejores hoteles del país. Los enormes lienzos que colgaban en las paredes de la galería de la primera planta junto a las antiquísimas estatuas de bronce y los jarrones de estilo chino deberían tener un valor incalculable –supuso mientras intentaba menguar su incipiente erección.
Pensó en dirigirse directamente a la suite ocupada por Celia Lúzaro, la famosa escritora vitoriana y de éxito mundial; sin embargo volvió sobre sus pasos y se paró ante un cuadro de un autor del siglo XVIII nada célebre. La figura femenina que aparecía en el lienzo era de cabellos de tonos rojizos, de pronunciadas curvas bajo aquel vestido de época y de bellos bordados. Una mujer representativa de la sociedad burguesa de la época y que por alguna siniestra razón le recordó al instante a Rosalía.
Al imaginar a su estupenda compañera de recepción engalanada con aquel magnífico vestido de seda, en lugar de con su habitual traje de chaqueta de color gris marengo, su mano se encaminó al instante hacia su entrepierna en busca de una leve caricia. Se presionó su miembro por encima de los pantalones de pinzas al mismo tiempo que fantaseaba con la imagen de Rosalía despojándose del vestido y quedándose desnuda ante él. Imaginaba el roce con su desnudo cuerpo y el perfil redondeado de su delicado trasero, redondo como un par de manzanas, mientras él se dedicaba a palparlo a conciencia. Era plenamente consciente de que dicha caricia complacería enormemente a la muchacha: ciertamente apenas media hora antes su descarado y audaz magreo sobre sus nalgas habían logrado arrancarle un sonoro orgasmo.
Mientras seguía acariciando su cada vez más inquieta virilidad, Ciriaco sopesó la opción de llevar a cabo una necesaria pausa en su habitación. Experimentaba una profunda incomodidad entre las piernas. Debía resolver un par de cosas que tenía pendientes pero una efímera masturbación lograría que sus pensamientos se relajasen. Pensó en el momento de la placentera descarga, pero al mismo tiempo imaginó que le resultaría poco o nada gratificante. No quería correrse con la sola compañía de su imaginación y su mano sino que deseaba compartir aquel momento con Rosalía. O en su defecto con cualquier otra mujer. Volvió a su cabeza la faena que la recepcionista le había encargado y recordó la penetrante mirada que Celia Lúzaro, la popular novelista cuya ducha no funcionaba desde hacía veinte minutos, le había regalado el día anterior.
Ciriaco, eres un sinvergüenza y un bribón –se dijo al dirigir sus pasos hacia la suite número veintisiete la cual ocupaba aquella madura mujer en cuyo sinuoso y apetecible cuerpo reparó desde la primera vez que la vio.
Debía reconocer que se sentía plenamente atraído por aquella dama. Sí señor, la señora Celia Lúzaro era deliciosamente atractiva para un joven muchacho como él. Nada más verla llegar al hotel se quedó prendado de su esbelta figura y de aquellos expresivos ojos verdes que tanta curiosidad le habían inspirado. Ciriaco sospechó que el aspecto confusamente idealista de aquella mujer acaso vendría dictado por su prolífica inspiración a la hora de imaginar historias, pero por otro lado pensó que seguramente se correspondiese con un problema en la vista, pues al firmar en el libro de registro del hotel necesitó echar mano de las gafas que tenía guardadas en el bolso. Luego supo, por boca de la propia señora Lúzaro, que desde hacía tres años tenía un problema de vista cansada debido al uso asiduo del ordenador al escribir sus novelas.
Pese a la evidente molestia de Celia Lúzaro con su vista, no le había impedido obsequiarle con una pronta y encantadora ojeada por debajo de aquel par de lentes de exquisito diseño italiano que la hacían parecer más joven de lo que realmente era. Cuando el muchacho le sonrió, ella se sonrojó de manera encantadora y volvió a tomar del mostrador el bolso de mano de Valentino que debía haberle costado un buen montón de dinero. Luego cuando le entregó una suculenta propina y apenas se rozaron sus dedos, volvió a enrojecer intensamente. Ciriaco se cuestionó sobre qué temas versarían las novelas de aquella mujer, y en cuanto tuvo ocasión se lo preguntó a Rosalía.
Pues para serte franca, la verdad es que no tengo ni la más remota idea. Nunca leí ninguno de sus libros.
La información de Claudia, su camarera favorita, le resultó mucho más valiosa.
¡Bah! Menuda bazofia, son unos libros sin el más mínimo interés. A las jovencitas y las marujonas que no buscan más que sensiblería y cursilería y nada de follar les encantan. No gastaría ni un euro en uno de ellos.
Ciriaco sonrió abiertamente meditando sobre todas aquellas cosas que la rubita de Claudia estaría dispuesta a tantear, a succionar y lamer, a manosear y acoger en aquel soberbio cuerpo.
Llamó a la puerta dos veces con los nudillos y enseguida escuchó ruido en el interior de la suite. Celia Lúzaro le había dado la sensación de ser una mujer un tanto inocente pese a ser una persona célebre y haber corrido mucho mundo. No daba la sensación de estar muy convencida de su feminidad, pese a que cualquiera la hubiese imaginado como una autora de novela rosa con unos modales refinadamente femeninos.
Hola –saludó cuando la señora Lúzaro abrió la puerta. Tengo entendido que tiene un problema con la ducha.
Pues la verdad es que sí –le contestó ella mirándole con cara de sorpresa y una expresión apocada en el rostro. Necesito darme un baño para relajar los músculos del cuello que los tengo agarrotados y apenas salen unas gotas…¿Sería tan amable de arreglarla? Se lo agradecería infinito….
Tras estas palabras en busca de auxilio, entró a la habitación con un frufrú de seda rosa pálido que balanceaba en torno a sus piernas.
Ciriaco trató de contener la risa mientras la seguía hasta el cuarto de baño. Pese a la abundancia de invención que se le podía imaginar gracias a su profesión, Celia había claudicado ante un evidente y recurrente estereotipo: La idea de la mujer fatal que recibe al fontanero cubierta con un simple negligé transparente y zapatillas de bajo tacón. Aquella prenda no daba lugar a que corriese la imaginación de uno pues se traslucía todo y además el escote de la espalda le llegaba hasta el inicio de las nalgas.
El problema radicaba en que las artimañas de aquella madura mujer lograron el efecto deseado. Ciriaco notó que su libido se aceleraba y que su virilidad se encabritaba por debajo del pantalón. No tuvo duda de que se había topado con una nueva admiradora. La vestimenta, los ademanes de la escritora y la sensual fragancia que la envolvía así lo atestiguaban.
Ciriaco centró su vista en aquel excitante balanceo de las caderas de la señora Lúzaro bajo aquella ligera prenda y se interrogó sobre las causas que la llevaban a mostrarse de ese modo tan sumamente explícito. La suavidad de la tela era de una delicadeza sublime y, si se hubiera encontrado en un casino, hubiese apostado todo su dinero a que la mujer no llevaba ninguna otra prenda. Ante aquel pensamiento su miembro se rebeló debajo del pantalón buscando un mejor acomodo.
Miró disimuladamente a la señora Lúzaro la cual corrió la puerta de la mampara a un lado y aparentó un gran interés por la averiada ducha. Ciriaco, mientras revisaba el mando de la ducha que no parecía sufrir ningún daño, pensó que Celia Lúzaro poseía una belleza realmente cautivadora. Con su ondulado cabello, sus modales y su semblante indiferente, no guardaba la más mínima relación con Rosalía pero poseía un gran atractivo. Celia era delicada y frágil al mismo tiempo, lo cual la hacía más interesante que aquella estampa refinada y artificial que pretendía sugerir. Aquella mujer era toda ella ternura, un ser cándido y sin ningún atisbo de malicia. En ese momento le vinieron a la cabeza las palabras de Claudia sobre sus empalagosos escritos y reflexionó si todo aquello se debía a que la señora Lúzaro tenía pensado variar la temática de sus novelas y pasar a desarrollar unas narraciones de carácter más erótico y donde el elemento sexual fuera mucho más evidente.
Si fuera tan amable….necesito darme un baño y como verá el mando está atascado. No funciona ni a un lado ni al otro. –le comentó mientras se acercaba a él y casi rozó el brazo del muchacho con su seno.
Maniobró con el mando y de pronto sus palabras fueron contradichas pues funcionó sin problemas y un brusco golpe de agua les mojó las ropas. La señora Lúzaro gritó con fuerza y se tapó con ambas manos. Ciriaco cerró bruscamente el mando sin observar el más mínimo indicio de fallo en la dichosa ducha. Se encontró con los pantalones y la ropa interior adheridos a la piel, y al mirar hacia abajo contempló cómo bajo la empapada tela se perfilaba una escandalosa rigidez. Se hizo con una toalla cercana y se cubrió la zona afectada sin darle apenas importancia. Aquel inesperado contratiempo no había logrado tranquilizarle. Más bien al contrario, su turgente virilidad se mostraba orgullosa y desafiante. Pensó si la escritora se habría percatado de su estado.
Celia observaba detenidamente al joven muchacho. Mostraba los pómulos encendidos y tenía los labios entreabiertos. Parecía confusa y tenía el cabello desordenado por el agua que había recibido.
Señora, debería quitarse la ropa mojada no se vaya a constipar –le recomendó con voz apenas perceptible. Utilizó un tono cargado de erotismo y contenida sensualidad que tan provechoso le había resultado en anteriores ocasiones. Aprovechó para ponerse de costado a fin de que la erección que tenía no fuese tan obvia.
¿Cómo dice? Ah sí claro, ¡Dios mío no me había dado cuenta, estoy empapada! –contestó la mujer bastante turbada, al tiempo que trataba de desprender la tela del negligé de sus pechos los cuales se mostraban duros y apetitosos a los ojos del recepcionista. La cuarentona novelista se mostraba más inquieta por su propio aspecto que por el de Ciriaco. El muchacho contuvo la respiración ante el espectáculo que le ofrecían aquel par de pezones que se marcaban bajo la bata.
Ciriaco pensó que aquel era el momento tan deseado en que la mujer se despojaba de la molesta bata o en que se arrojaba sobre él entregada entre sus brazos. Parecía claro que la señora Lúzaro debía haber proyectado algo de eso o tal vez que ambas ideas habían pasado por su cabeza pero sin embargo llegados a ese momento dio la sensación de querer echarse para atrás. Esbozó una leve sonrisa y se llevó una mano al húmedo cabello acariciándolo con suavidad entre los dedos. Dejó resbalar la mano con inusitada lentitud a través del cuello hasta llegar a la altura de uno de los senos. Aquel gesto en lugar de resultar cautivador a los ojos del muchacho logró más bien el efecto contrario. Rió con ganas con lo cual el rostro de la mujer mostró un rictus de dolor. Se mordió con fuerza el labio inferior, se mostró colérica y furiosa consigo misma ante la actitud del muchacho y acabó llorando desconsolada.
¡Por amor de Dios! ¿No seré capaz de hacerlo? –gimoteó apenada. ¿Es que ya no resulto atractiva y deseable para los hombres? ¡Mierda, no soy capaz de conquistarle!
Los lamentos de la afligida mujer se hicieron más agudos al igual que el apetito de Ciriaco. En general se sentía atraído hacia compañeras descaradas y nada apocadas como lo eran Rosalía, Claudia o la misma Valentina, sin embargo la sumisión de aquella mujer le resultaba encantadora. Los sollozos de Celia Lúzaro le provocaban los mayores deseos hacia ella.
La acogió entre sus poderosos brazos y la llevó al dormitorio cogiendo unas toallas por el camino. Desplegó la mayor de ellas sobre el amplio lecho y obligó a la escritora a que se sentara. Con la otra toalla secó con decisión el cabello, los hombros y la desnuda espalda de la mujer. A causa del desánimo que mostraba Celia no le pareció apropiado dirigirse a las zonas más ocultas de ella. Al menos por el momento. No era capaz de calmar su pasión y el tamaño de su verga no menguaba un ápice. Apretaba de modo indisimulado por debajo de la tela del incómodo pantalón buscando la necesaria liberación. Se colocó de lado tratando de esconder la evidente erección a los ojos de aquella hermosa hembra.
Señora Lúzaro, ¿se encuentra mejor? –le preguntó preocupado mientras le restregaba la espalda de forma fingidamente despreocupada. Lo cierto es que se deleitaba con la convulsa calidez que demostraba la mujer y percibiendo cómo aquel apetecible cuerpo daba la sensación de estar deseando el roce de sus acogedoras manos.
Celia parecía furiosa ante su desacierto en sus coqueteos sin percatarse que el efecto sobre el muchacho era precisamente el contrario. Ciriaco contuvo a duras penas la pasión que le embargaba, el arrollador afán por tumbarla sobre las delicadas sábanas y por arrancar los primeros suspiros de deseo de aquella adorable mujer.
La verdad es que es realmente ridículo –musitó débilmente al tiempo que escondía su bello rostro entre las manos. Me creerá una idiota, se mofará de mí y con toda la razón del mundo.
¿Qué le hace pensar eso? –le contestó aparentemente ofendido.
La toalla se deslizó hasta la cintura de la señora Lúzaro y la calada tela del negligé acentuaba sus tentadoras formas de un modo delicioso. No pudo evitar dirigir su vista hacia los senos de la mujer fijando sus lascivos ojos en aquel par de pitones que parecían querer traspasar la tela que los cubría.
Desahóguese mujer, ande explíquemelo todo –le rogó y juntó su cuerpo al de ella, notando la emoción que la dominaba.
Verá…-le miró con aquellos preciosos ojos verdes, lacrimosos e ingenuos. Supongo que sabrá que escribo novelas….
¿Quién no lo sabe? –respondió tratando de ser cortés.
Siempre me he dedicado a escribir novela rosa. Novelas bobaliconas y simplonas en las que todo acaba al acceder a la alcoba, cuando la cosa se pone más interesante –sonrió de forma nerviosa. Imagino que para usted serán de lo más desesperante.
Por lo que he oído decir muchos de sus libros son grandes ventas –contestó Ciriaco intentando animarla.
Es cierto, pero ya sabe….todo son modas. La gente se acaba cansando de siempre lo mismo. Hay que actualizarse o morir. Hay que darle al público aquello que reclama. Lo que hoy es válido mañana ya no lo es tanto así que las ventas han caído en picado y, claro, mi editor desea relatos más explícitos, con mucha más acción. ¿me sigue, verdad?
El hombre admitió con la cabeza, no era muy difícil imaginar la clase de acción a la que se refería la señora Lúzaro.
Pues bien, puedo jurarle que he procurado imaginar las más tórridas escenas de sexo, pero lamentablemente resultan poco o nada creíbles. Mi editor me reprocha que me falta creer en mis textos, que carezco de imaginación y fantasía en mis escritos….Y lo peor de todo es que es cierto.
Celia dejó de hablar y el muchacho trató de aguantar la respiración. Sin duda era una dama terriblemente bonita para cualquier hombre, no debía de carecer de historias para contar.
¡Es imposible que mis relatos les resulten creíbles a los lectores si nunca he gozado de ningún tipo de experiencia sexual! Seguramente no me creerá pero lamentablemente así es.
Ciriaco no supo cómo actuar para rebajar la desgracia de la mujer. Estaba excitado pero al mismo tiempo aturdido y desconcertado ante la confesión de aquella mujer. Siendo tan apetecible y deseable, ¿cómo demonios era posible que estuviera falta de un hombre o un amante que la cortejara?
La verdad es que tuve un novio hace años, ya ni me acuerdo….-sonrió de manera forzada. Sin embargo falleció y la verdad es que su recuerdo nunca me abandonó. Al cabo de cierto tiempo, arrinconé por completo la idea de estar con un hombre. Me dediqué a escribir como una vía de escape, quería huir de mis tristes recuerdos. Las novelas eran mi forma de evadirme del mundo que me rodeaba. Una vida tontamente desperdiciada, ¿no le parece?
No estoy de acuerdo con usted –protestó con firmeza. Trato de entender su situación y sus sentimientos pero no concibo cómo los hombres con los que se relacionaba dejaron que llevara ese tipo de vida.
La señora Lúzaro fijó sus ojos en los del muchacho tratando de imaginar los recónditos pensamientos que invadían la mente del guapo recepcionista.
Señora Lúzaro, debo de reconocer que usted aún es una mujer muy interesante. Estoy seguro que resultará terriblemente tentadora para cualquier hombre –aseveró con rotundidad mientras tomaba la toalla de las manos de la escritora. Creo que es una pena que se encuentre sola sin un hombre que le haga compañía…..
¿Realmente cree que aún soy atractiva? –preguntó la mujer con voz temblorosa.
Señora, no sólo lo creo sino que lo puedo asegurar con plena convicción.
Tras estas palabras Ciriaco dejó la toalla sobre la mesilla de noche y se echó sobre la sometida mujer al tiempo que unía sus deseosos labios a los de ella besándola con toda la ternura de que fue capaz. Notó cómo suspiraba completamente entregada a él y disfrutó de aquella boca fresca y jadeante. Presionó con su lengua contra los trémulos labios de la señora Lúzaro y finalmente advirtió cómo éstos se abrían acogiendo con gran placer la lengua que le ofrecía.
Aquella deliciosa boquita se confió a sus caricias sin dar muestras de disgusto y, mientras el muchacho degustaba, mordisqueaba con deleite y empezaba a reconocer aquellos dulces labios, sus ardientes cuerpos se fueron juntando más y más.
Cuando Ciriaco la estrechó finalmente entre sus poderosos brazos la complacida dama jadeó levemente. Se mostraba agradecida por el inmenso placer que aquel joven muchacho le entregaba. ¡Hacía tanto tiempo que no se encontraba abrazada a un hombre como aquel! Su cuerpo ardía, temblaba de deseo por que la hiciera suya.
El joven se separó unos breves instantes de ella, le quitó las gafas que cubrían sus preciosos ojos y contempló el bello rostro de la agradecida mujer. Ella abandonó la cabeza sobre el hombro de él, parecía esperar el siguiente paso del muchacho.
Querida, ¿te apetece que te muestre algo sobre lo que puedas escribir una buena novela? –empezó a tutearla para así romper el hielo entre ambos.
La encantadora mujer no contestó, tan solo acarició con suavidad el cabello mojado del joven y le apremió a que volviera a besarla.
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