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En la casa de al lado, un pajarito sale de su nido a las horas en punto.
En nuestra casa de cuco, es Marlene quien se descubre ante el mundo, en los 60 minutos más cortos que hayan existido nunca.
Trabajo a su servicio, en el barrio rojo.
Desde un escaparate envuelto en llamas Marlene seduce a los hombres y, cuando acaba con ellos, los arroja al canal por la puerta de atrás.
Yo me limito a cambiar las sábanas.
Tiene un cuerpo bonito.
Las medias modelan la tibieza de sus piernas y, tras el tacto enguantado, su firmeza derrite la suavidad con la que mis caricias acechan los lazos de su liguero.
Arrodillada, entre el par de tacones, mi horizonte se pierde más allá de su precipicio rasurado, por entre los pétalos del cojín que florece bajo dos duras posaderas.
De ahí hacia el cielo, las caderas vaporean la rigidez del corpiño: varillas domadas en la elasticidad de su cintura, contorneadas en la esclavitud cortesana de su dueña.
Y asomados al balcón de su pecho, como dos palomas aladas, los senos redondos, turgentes. Sin duda, lo más sobresaliente.
Tomados entre mis manos, generosa ella en sus dones, se estremecen.
La piel, de puro alabastro, transluce el latido de sus emociones; y al contraerse las cerecillas que matizan el nácar, perforan el suspiro que desvanecen mis labios al besarlos a penas.
Si la lujuria que me arrebata en esos momentos no muriera decapitada ante su mirada hostil, si no me despidiera cruelmente de su vera, retomaría la curva simétrica que alza sus pechos hacia el espacio para ronronear sus axilas, para regresar al surco que los separa para saborearlos una y mil veces a golpe de lengua, a fuerza de labios.
Cada noche nuestro callejón hierve en el infierno.
El numerito lésbico que ejecuta a mi costa, exhibe mi cuerpo de sirvienta lasciva, atrayendo a los incautos que no temen al veneno.
Soy yo la que los acompaña arriba, la que los acomoda en su asiento preferente, la que recibe los primeros estertores de su deseo irrefrenable de hembra en celo.
No todos me dan asco, pero a la mayoría los echaría a patadas.
Sólo hay dos que sobreviven al cadalso.
Son los que después del striptease de Marlene, devoran mi uniforme, arruinan mi peinado y nos amarran juntas en la misma cama.
Cuando siento en carne viva los castigos que le infligen a ella, cuando gozo con su delirio y el mío propio; cuando perforan nuestras vaginas, nuestros ortos insaciables, en esos momentos, el orgasmo que me abandona sin remedio agradece ser su esclava.
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