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Difícil decisión entre calentura y fidelidad. Cuando el diablo mete la cola sucede cualquier cosa, tal es mi caso. A punto de entra en el llamado síndrome de los cuarenta, que también suele atacar a algunos hombres, que gracias a esta cuñadita no fue mi caso, con siete años de yugarla en el matrimonio con su hermana, dos niños y una convivencia armónica, aunque merezca decir que últimamente algo anodina y muy rutinaria.
Previo a la llegada de nuestro segundo retoño, mi cuñadita, Dolores, pasa mucho más tiempo en casa. La joven cuñadita acaba de terminar la escuela secundaria y está haciendo el ingreso a la universidad, mujer, hermosa y desinhibida, mirada cristalina, y sonrisa natural que ilumina esa preciosa carita. Cuerpo delicioso, pechos firmes y tan paraditos, talle estrecho y caderas firmes como roca, que al mecerse en su andar te lleva enganchado a su estela de seducción.
Verla ir y venir por la casa por estos días de abstinencia sexual, los paso con el “ratonerío” alterado. Dolores se muestra más osada e insinuante, livianita de ropas y cargada de intencionalidad.
Me agarré tal metejón (calentura) con ella que cuando la tengo delante el corazón quiere salirse del pecho.
Una tarde mi mujer y mi suegra salen para el control pre parto y quedamos a solos en la casa. ¡Qué momento! En el frescor del jardín, con Doly compartimos unas gaseosas con hielo y un poco de whisky, del añejado, para darle más carácter.
- ¿Quieres un poco más? - Acercando la botella.
- ¡Dale!, un poco más. – Forzando mi mano.
Una segunda vuelta la hizo soltarse, mi mano sobre el muslo, tomada del hombro, su perfume lo sentía en la lengua que dibujaba arabescos en el cuello de Doly, la otra mano reptaba por el muslo, bajo la falda, abre las piernas liberando el arribo al borde de la tanguita, por debajo se introduce en la entrada de la cueva, enjugados en su humedad.
Las consecuencias del juego erótico, nos catapulta al terreno lujurioso y de la búsqueda húmeda en la cueva, fue el disparador de sus sensaciones, derribando sus muros de contención, el dique de la prudencia se abre y sus emociones comienzan a inundarla de deseos. Ojos cerrados, respiración agitada, pecho convulsionado, labios y boca reseca por la calentura, síntomas inequívocos de un estado emocional calenturiento en grado superlativo. En brazos la llevo al dormitorio, sobre el lecho, acostada, la falda subida más allá de la cintura, asoma la tanga, los pechos se agitan, está muy excitada. La mujer desafiante ahora es una niña indefensa y temerosa del porvenir.
Nos confundimos en un profundo beso de lengua, trato de calmar a la “conejita asustada”. Abrazos y profusión de besos diluyen el temor, sin dejar de abrazarla, le susurró al oído cuanto me atraía, el desvelo nocturno soñando tenerla, por hacerme de su cuerpo y de su alma, excede lo puramente sexual.
Comprendía y sentía culpable por haber causado tanto desasosiego por su juego de seducción, al mismo tiempo que entendía mi falta de sexo y comprendía el llamado de la necesidad fisiológica del hombre, mis necesidades estaban justificando sus motivaciones para dejarse al marido de su hermana.
- Pobre, ¿sufrís mucho?
- Imagínate…
- Yo también estoy caliente, pero no sé, soy virgen, ¿me entendés?
Próxima a la hora de la verdad, asustada, indecisa, sin apuro, paso a paso, sin presionar demasiado.
Gané su confianza, no avanzaría más allá de lo que ella misma quisiera. Primera victoria, metí mano, dejó tocarse toda. Lamí los dedos empapados en el elíxir de su sexo para que viera como me gustaba. Me besó, sintiéndose en mis labios.
Desvestirla, lento, primero la blusa, luego dejarme los palpitantes pechos expuestos en libertad a la ferocidad del lobo, levanta la pelvis, ayuda a perder la tanguita de encaje que resguarda el último baluarte de su virgo: el sexo cubierto de fino vello trigueño. Deslizada por las piernas, la prenda deja su aroma en su trayecto.
Venus celestial, magnífica, plena en juventud y frescura, una maravilla, ofreciéndome la visión de su carne virgen, los ojos agrandados para retener ese momento mágico de ofrecerse virgen al hombre que la ha seducido. Siente el placer del macho al terminar de sacarle esa tanguita conteniendo de aroma de su sexo, que conservo en mi cuello como la condecoración de su entrega.
Imposible resistir la tentación, besarla, lamerla toda, mamar los pechos, hasta detenerme en la cueva de los mi aromas, degustar el sabor de su calentura, robarle la humedad, rescatar la fémina en la exploración y el asedio del clítoris de su último momento de virgen.
Los dedos en la conchita y el tratamiento al clítoris la sacuden como una hoja en la tormenta. La excitación y la lascivia se le dibuja en el rostro tierno, rompiendo amarras, vocifera obscenidades jamás dichas, liberando el deseo de la carne reprimida, muestras una de mujer llegando al orgasmo, descorcha el champán en el podio, liberando el deseo reprimido, aliviando la insatisfacción: Explotó.
Rio, lloró y sacudió, estrujándome contra su conchita, buscando meterme dentro. Seguía en el desahogo de la libido exacerbada, en las sensaciones inéditas. Luego de rescatarse de ese viaje al más allá de la vida, seguía con los ojos cerrados, acariciando mi cabeza contendida entre sus piernas, hablando como a la distancia sideral, contando los íntimos deseos, ganas que nos teníamos desde tiempo atrás, recordó haberme visto como le hacía sexo a su hermana y haber visto el grosor del miembro comparado con la del novio, al que pajeaba para salvar su virginidad, desde ahí hizo todo y más por tenerme, por sentirlo y ahora el deseo es realidad turgente y palpitante.
En su mano, “en vivo y en directo”, el deseo hecho carne palpitante, dura y brillando por el barniz preeyaculatorio. Doly bajaba y subía la piel en rústica e improvisada masturbación, decía temer al dolor y frustración de la “primera vez”.
Lame la cabeza del miembro, en un gruñido de gozo le suplico que no me deje así, que aliviara la calentura extrema.
Se “abocó” a la tarea, los labios rodearon el glande, un “bucal” completo, mostró cuanto y bueno aprendió en esta práctica con su novio, exhibiendo experiencia en el arte de la mamada. Levando la pelvis y las manos en su cabeza, estoy cogiendo la boca, la mamada de Doly adquiría ribetes de alocado desenfreno, disfrutaba mirando con toda la atención, sin perderse un detalle, actuando acorde a mis emociones, sabe cómo nos gusta que ellas estén atentas en todo momento.
Necesité sacársela de la boca para no acabar tan pronto, se enojó y volvió a la mamada afiebrada para hacerme llegar.
- Doly, no aguanto mucho más, ¡no tan pronto! – Ruego.
- Dale, dale, ¡El final feliz! –dijo en una sacada de la boca.
Entregado a ritmo descontrolado entrando más de lo soportado, avisé que me iba. Derroche de leche, tumultuoso chorro caliente y espeso semen dentro de la boquita, que se deglutió todo, gustosa.
- ¡Me mataste!, amorcito. Qué polvo, ¡cómo lo necesitaba!
Miré el reloj, estaban por volver, nos acondicionamos para borrar todo rastro de actividad.
En dos días no tuve novedades de Doly, cuando llegó no hablamos del tema, al marcharse me ofrecí a llevarla hasta la casa. En el trayecto hice un alto para besarla y meterle mano hasta hacerla llegar, devolvió el favor con una manada antológica que alivió estos dos días de calentura.
Seguimos por este camino, avanzando en la frecuencia e intensidad, estoy esperando el momento que decida para la entrega total que prometió para esta noche.
Decidió que esta sea su gran noche, en este momento está esperando en la clínica acompañando a mi mujer que dio a luz y va a quedar a dormir en casa hasta cuidando del niño hasta que Marta pueda volver. El presente testimonio es en “tiempo real”, preferí escribirlo en dos partes y el porvenir se los voy a relatar en la continuación, sean impacientes como yo, pues estoy con todos los sentidos esperando comerme el bomboncito cuando llegue la noche.
Lobo Feroz
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