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Se dio cuenta de lo que se perdía, ahora es una mujer que disfruta de su cuerpo y sabe cómo llamar la atención, hasta estando casada
Los días siguientes fueron muy intensos en emociones, a ninguno de los dos se le iba de la cabeza lo que había pasado. Estábamos tensos y excitados. Nos estaba costando trabajo digerir los acontecimientos y definir nuestros deseos.
Teníamos que decidir, qué hacer a partir de ahora ¿aceptábamos la situación tal cuál quería Ernesto? ¿Poníamos nosotros las condiciones o abandonábamos todo y volvíamos a la vida anterior?
Para lo bueno o lo malo, algo había cambiado en nuestro matrimonio para siempre.
Descartábamos la última posibilidad, pero necesitábamos tiempo para asumir y adaptarnos a nuestro nuevo rol
Como siempre, fue mi confidente y cómplice Víctor quién mejor definió lo que había sucedido.
– Pablo, tu mujer es como tu casa, necesita cuidados y atenciones. Si tú no eres capaz de mantenerla en buen estado, has de contratar a alguien que lo haga; y por tener a una persona que atienda tus labores domésticas, va a dejar de seguir siendo tu casa.
– Sí, pero a una empleada doméstica se le paga y a Ernesto no.
– ¿Quién te ha dicho a ti que esta relación no tiene un precio? Evidentemente no es monetario, pero sí en colaboración, en obediencia y humillación. Ese es su precio, el precio que has de pagar por no poder o no saber hacer la labor que te corresponde como hombre y como marido. Incluso yo tengo un precio, no lo olvides.
– ¿Cuál es tu precio?
– Fui yo quien te orientó, quien te presentó a mi amigo y quien preparó a tu mujer para el encuentro. ¿Piensas que no merezco una recompensa?
– Sí, pero ¿cuál?
– Ya os la pediré en su momento. Por cierto, hace días que no sé nada de tu mujer
– Tenemos una boda próximamente y anda muy liada con el vestido.
– Seguro que debe estar guapísima vestida de fiesta.
– Tiene buen cuerpo y ahora sabe arreglarse muy bien.
– Me encantaría verla vestida así.
– Dile que se conecte, quiero hablar con ella.
Enseguida me di cuenta que no debía haberle dicho nada de la boda. Fue como poner miel en el hocico de un oso.
Se acercaba el día de la boda y Ana todavía no se había decidido por cuál vestido comprarse. Me enseñaba fotos de todos los que se había probado y me pedía que le ayudara a decidirse.
Realmente todos le quedaban bien, es alta, tiene una buena estructura osea, espaldas anchas, cintura estrecha y caderas proporcionadas.
Pero hubo un vestido que me llamó la atención.
Era negro, por delante se ataba al cuello dejando toda la espalda al descubierto hasta la altura de la cintura. Por los costados casi podía llegar a verse sus pechos. Desde luego iba a llamar la atención.
Al ver mi cara de sorpresa, enseguida quiso disimular y se apresuró a decirme que era demasiado atrevido y que quizás debía descartarlo. Pero estaba claro que ya estaba decidido
– Me queda muy bien ¿no crees?
– Desde luego, pero la gente no está acostumbrada a verte así.
– Pues ya va siendo hora que se vayan haciendo a la idea de que yo ya soy otra, además, es el vestido que les gusta a ellos.
– ¿Quién son ellos?
– Sabes perfectamente a quién me refiero.
– ¿Se lo has enseñado?
– Sí, les mande la foto.
– Pienso que ellos en esto no deberían opinar.
– Pues claro que deben opinar, ellos son los que han hecho que yo abra los ojos, por lo menos se merecen que seamos agradecidos con ellos.
Aunque hizo el amago de querer aparentar que tenía dudas, la verdad es que ya estaba decidido.
Llegó el día de la boda y efectivamente llamó la atención. Las miradas de las mujeres parecían decir… ¿de dónde ha salido esta? y la de los hombres era puro deseo. Algunos ni disimulaban.
Habíamos acabado la cena y estábamos tomando una copa charlando con algunos de nuestros amigos cuando recibí un escueto mensaje de Ernesto.
– Tráemela.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Era una orden tajante, una orden que me ponía a mí a la altura de un mamporrero y a ella como mercancía a su servicio.
– No es posible, estamos en una boda.
– Lo sé, pero cuando terminéis, quiero que me la traigas.
Me puse muy nervioso y no sabía cómo reaccionar, Ana enseguida se dio cuenta y me preguntó que qué había pasado.
Le enseñé el mensaje y se le dibujó una sonrisa en su cara.
– Sabía que me llamaría, pero no esperaba que fuera hoy.
– ¿Qué hacemos?
– ¿Qué quieres que hagamos? Era lo que estábamos esperando ¿no?
– Ya, pero hoy y vestida así…
– Él lo ha dicho, cuando terminemos; y creo que precisamente lo que quiere precisamente es verme vestida así.
Estaba claro que la idea le había entusiasmado y con una sonrisa maliciosa e irónica me dijo…
– Tomémonos otra copa “marido” y llévame con él.
Acepté el destino y le contesté a Ernesto…
– Está bien, te la llevaré.
– No me has esperar mucho rato.
Había perdido todo el control, no solo le había puesto a mi mujer en bandeja, sino que además me exigía y me trataba de un modo humillante.
Quizás esa misma humillación era la que realmente me excitaba de la relación. No había buscado un hombre corriente, para corriente ya estaba yo; había buscado un hombre como él, alguien que se había trabajado la esencia de esta relación, que había establecido normas y pautas de comportamiento a cada uno; y el mío era el de marido cornudo. Debía aceptarlo y en la medida de lo posible disfrutarlo
Sabía perfectamente administrar nuestros sentimientos y jugar con ellos, demostrándonos su poder. Todos habíamos entrado voluntariamente en el lado oscuro.
Nos despedimos de los novios y de los amigos y cogimos nuestro coche camino de casa de Ernesto.
Tenía un sentimiento muy doloroso excitado por la proximidad del encuentro, pero la línea que separa el dolor y del placer es muy fina.
Cuando nos estábamos acercando me mandó un mensaje diciéndome…
– Deja a ella en la puerta y tú ve a aparcar y espera a que yo te avise.
Cuando paré le dije que no tardaran en avisarme, que quería subir. Ella mucho más tranquila que yo, me sonrió y subiéndose el vestido, se quitó el tanga que llevaba.
– Toma cariño guárdamelo.
Obedecí y esperé a que le abriera la puerta y entrara. No entendía por qué yo no podía estar presente, pero aparqué y esperé dentro del coche a que me avisaran.
Pasaban los minutos y estaba claro que a esa fiesta no me habían invitado. No paraba de imaginarme lo que podía estar pasando en esa casa; también pensaba que mi mujer sabía que iba a llamarla, su reacción en ningún momento mostraba sorpresa ni desconfiada y que ella fue a la boda sabiendo que terminaría entregándose en su casa.
Pasaron más de dos horas cuando recibí un mensaje.
– Ya puedes recogerla, como la anterior vez, después de que sea mía, no se te ocurra tocarla.
Fui corriendo a por ella y cuando la vi salir venía con todo el pelo alborotado y andando con dificultad.
– ¿Cómo estás mi vida?
– Muy bien, agotada pero muy bien.
– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no ha querido que suba?
– Cariño, tú eres mi marido, yo te quiero mucho, pero este hombre me hace sentir cosas, muchas cosas y de momento quiere que yo actúe ante él sin estar condicionada por tu presencia.
– Pero… ¿qué ha pasado?
– No solo quiere sexo, me quiere a mí, quiere poseerme, que me entregue, que le obedezca y que sea su sumisa.
– ¿Y qué quieres tú?
– Me gusta cómo me hace sentirme plena, sexi, deseable… cómo me desnuda el alma, como me colma de besos y de castigos. Y siento que de alguna manera necesito ser tutelada.
– ¿Y qué queda de mí?
– No te resistas mi vida, déjate llevar, entrégate tú también, ámalo, deséalo, adóralo. Me gusta sentir que me esperas, necesito tu abrazo reparador.
– Me ha prohibido tocarte.
– Esta noche mi corazón es suyo y mis labios le pertenecen, pero ahora no nos ve nadie y necesito que me beses en mis labios prestados.
No sabía muy que le había pasado, pero los nervios, la boda, el vestido, el alcohol y el trato que le dispensaba este hombre la habían cambiado.
Esa noche al llegar a casa sentía unos deseos irrefrenables de follarla, le dije que aquí tampoco nos veía nadie; pero se volvió a repetir la misma escena que en el anterior encuentro. Solo me dejó desnudarla y descubrir que su cuerpo tenía las huellas de una noche donde hubo algo más que sexo.
Tenía los pechos y el culo rojos. Su sexo abierto e hinchado. Me acerqué a él y lo besé, lo acaricié dulcemente con el órgano que mejor se me da, con mi lengua.
Estaba absorto lamiendo su sexo y los restos de lefa de su amante, cuando vi que su ano también estaba rojo y dilatado. Ahora entendía el por qué andaba con dificultad.
– ¿Te ha follado el culo?
– Sí mi amor.
– Pero si la tiene enorme…
– No ha sido fácil, pero sabe tener paciencia y dilatar el culo a una mujer.
No quise hacer más preguntas, ya que no quería escuchar más respuestas.
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