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Se apresuraba por llegar a casa intentando adivinar por el olor a comida que descendía la escalera en su busca. Según habían acordado, esa noche Natalia le cocinaría una especialidad suya que no le sería revelada hasta el último instante, dándole un misterio adicional a la velada. Nada más abrir la puerta la mezcla de aromas le confundía, no alcanzaba a determinar con certeza de qué plato se podría tratar. Al no encontrarla en la cocina quiso hacer trampas y asomarse al fogón, al horno, pero no encontró nada más que una mesa. Sobre ella dos copas, una botella de cava en un cubo helado, y una fuente amplia con una fina gasa negra en su interior. En una esquina una nota que rezaba “ponte la venda y siéntate, que la cena está servida”.
Era incuestionable el hecho de que aquella escena formaba parte de uno de sus juegos que tanto le fascinaban. Lo mejor para él era que siempre eran inesperados, sorprendentes, excitantes. Obediente con la nota, tomó asiento mientras se colocaba la venda en los ojos. Acto seguido intuyó sus pasos descalzos por la cocina, sigilosos, intrigantes. Entre tinieblas percibió cómo se sentaba sobre la mesa, justo delante de él, y le tomaba suavemente de la cabeza, acercándola hacia ella en silencio. Sus labios se toparon con la vagina impregnada de una crema con sabor a cereza, que lamió despacio, degustando la mezcla de sabores, paseando sus labios entre las piernas, apurando el dulce aderezo. Por encima de su cabeza oía los suspiros profundos, íntimos, cómplices del placer de la invisible cocinera.
Al agotarse el entrante, ella se recostó sobre la mesa, sujetándole la cabeza para indicarle que el plato fuerte aún no estaba servido. Los aromas salados, frescos, especiados, se cruzaban por su nariz. Intentaba imaginar la disposición de la vajilla, los colores, ingredientes, hasta que de nuevo le atrajo hacia ella suavemente para que degustase el menú. Intuía su cuerpo tumbado desnudo, cálido, por el que había distribuido minúsculos trozos de comida japonesa. Recorriendo su vientre se topó con una cucharada de caviar rojo rellenando el ombligo. Aspiró el contenido saboreando la mezcla de sabor del pescado con el de su propia piel. Reptando con los labios por la tibia superficie se encontró entre los senos con minúsculos trozos de salmón mojados en limón. Los recuperó con la lengua y continúo en su éxtasis de aquella excitante cena.
Hebras de langosta en un pezón, láminas de jengibre sobre el vientre, trozos de sashimi en sus piernas. Tumbada en la mesa disfrutaba de ser devorada por aquel hombre al que tenía enloquecido descubriendo sabores y texturas en la oscuridad. Paseaba los labios por todo su cuerpo en busca de sorpresas que comer, deteniéndose a degustar el sabor de su propio sudor, de sus senos, de un sexo palpitante, ardiente. Se recreaba saboreando cada rincón, cada superficie, lamiendo y besando en la oscuridad, sin más sonido que el de los hondos suspiros de aquellas curvas que hacían de bandeja.
Cuando se hubo saciado se recostó complacido pero excitado, quitándose la venda para descubrir ante sus ojos unas espléndidas curvas. Se miraban con ternura en lo que el abría la botella, con la que brindaron por las habilidades de la cocinera. El resto de la noche la derrocharían haciendo el amor sobre aquella misma mesa que aun olía a especias, a enebro y soja, a champan y a deseo.
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