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Romina estaba pasando por una pésima situación económica. Desde que se murió su marido hace casi dos años empezó un lento, pero implacable proceso de decadencia.
Su esposo ganaba buen dinero como contador, pero no eran muy ahorrativos, les gustaba viajar y comprarse ropa de marca, por lo que una vez que enviudó, se encontró con apenas una cantidad suficiente como para tirar unos meses.
Primero tuvo que sacar a sus hijos de la escuela privada para anotarlos en una pública. Luego tuvo que acostumbrarse a comprar la ropa en tiendas baratas y salir a comer sólo un par de veces al mes. Finalmente se vio obligada a deshacerse de la empleada que la ayudaba a limpiar dos veces por semana. Para colmo, su trabajo como pastelera, que realizaba en su propia casa, y que nunca le dejó un dinero equiparable a un sueldo, ahora se encontraba casi paralizado. Casi nadie le encargaba las tortas que había aprendido a hacer viendo videos de YouTube. Nunca le dio mayor importancia a ese emprendimiento que realizaba más que nada para ocupar sus horas haciendo otra cosa que ver novelas o el noticiero, pero ahora que más lo necesitaba, el negocio, que de por sí no era muy rentable, le generaba unos ingresos irrisorios.
Buscó trabajo, pero carecer de experiencia a los treinta y dos años era un pecado muy grave para la sociedad.
Aun así no se dio por vencida, siempre convencida de que tarde o temprano las cosas cambiarían para bien. Sin embargo el tiempo iba pasando, y con los ahorros esfumados y los ingresos casi inexistentes se vio en la obligación de vender su auto, único bien que le dejó su marido aparte de la casa. Lo vendió mal porque el comprador le ofrecía la totalidad del pago en efectivo, así que Romina accedió a deshacerse del vehículo por un monto mucho menor al del mercado. El dinero parecía mucho cuando veía la cantidad en la cuenta bancaria, pero tras cuatro meses, habiendo pagado unas deudas y viviendo modestamente, la cifra se había reducido a cero.
Luego sufrió un fuerte revés cuando quiso hipotecar su casa y descubrió que ya había sido hipotecada varias veces, por lo que era imposible pedir un préstamo.
En fin, ya no tenía de qué vivir, y entonces comenzó a humillarse, viviendo de las dádivas de algunas amigas a quienes tampoco les sobraba el dinero, o incluso pidiéndole a sus padres, dos jubilados que apenas llegaban a fin de mes, pero que le daban el poco dinero que podían sin hacer preguntas. A Romina se le partía el corazón cada vez que debía depender de ellos, pero más le dolía ver la cara de tristeza de los niños de ocho y nueve años, que además de quedar huérfanos de padre, se debían acostumbrar a una vida llena de carencias.
La gota que rebalsó el vaso fue cuando una tarde, sin saber de dónde sacaría para darle de comer a sus hijos, se vio obligada a vender casi toda su ropa costosa en una feria americana. Logró cobrar mil pesos con lo que tiraría hasta el fin de semana, después vería. Pero cuando volvió a su casa, con las bolsas de la compra, se encontró con que no había electricidad en la casa. Pensó que seguramente pronto volvería, pero recordó que hacía tres meses no pagaba la boleta de electricidad. Cocinó a la luz de las velas y mientras veía a sus hijos devorar la comida hasta vaciar los platos, fue a encerrarse al baño para llorar.
Entonces se le ocurrió convertirse en prostituta.
La idea le daba asco, pero por sus hijos haría cualquier cosa. Muchas veces meditó seriamente sobre el tema, pensaba que podía atender a los clientes en su propia casa, o quizá iría a hoteles, tal como ofrecían en los avisos que veía en internet. Pero eso le parecía peligroso, sería mejor citar a los tipos en su propia casa. Investigó sobre el tema y se enteró que la mayoría de las putas cobraban entre ochocientos y mil pesos la hora. Le pareció un buen precio para entregarle su cuerpo a un desconocido; pensó que con un cliente por día podría vivir relativamente bien. No dudaba de que su cuerpo le daba para ser puta, no conocía hombre que no la desease, su cara pecosa le daba un aire de inocencia que a muchos enternecía, y sus tetas grandes despertaban lujuria en quien desviara la mirada hacia ellas.
Pero cada vez que estaba a punto de publicar un aviso, algo la detenía. Debe haber otra forma, se decía. Sin embargo seguía mandando curriculums a todas partes y nadie la llamaba, y la venta de tortas iba de mal en peor, y ya ni siquiera tenía dinero suficiente para comprar los insumos.
Entonces recordó a su sobrino. Casi todos sus parientes vivían en Salta, y los pocos a los que tenía cerca eran bastante pobres. Pero se había enterado que a su sobrino Javier le había ido bien en la vida. No sabía a qué se dedicaba, pero la última vez que lo vio, hace unos años, en un cumpleaños, apareció con un Audi cero kilómetro.
En realidad no lo conocía muy bien. El padre de Romina no se llevaba muy bien con su hermano mayor, o sea el abuelo de Javier. Se había cruzado con su sobrino en contadas ocasiones a lo largo de los años, y sólo en un par de ocasiones conversaron largo y tendido. Además no le caía del todo bien. El hombre, que ahora tendría veintisiete años, era extremadamente amable y educado, pero había algo de siniestro en él. Le daba la impresión de que era un manipulador y que todo lo que hacía y decía era para, de alguna manera, obtener un beneficio.
Pero en definitiva era la última opción que le quedaba, de lo contrario, se convertiría en prostituta.
Se comunicó con su sobrino Javier vía Facebook y arreglaron un encuentro. Él no se mostró curioso cuando Romina le pidió reunirse algún día en que él estuviese libre. Para su alivio la citó el sábado por la tarde, la invitó a tomar unos mates y a charlar de lo que ella quisiera.
Romina llegó después de casi tres horas de viaje en colectivo y tren. Javier vivía en un imponente chalet en el barrio de Núñez. Salió a recibirla con un abrazo. Era un hombre joven, con barba abundante, y unos ojos marrones que parecían mirarlo todo. Su sonrisa era cálida, pero Romina pensaba que no era del todo sincera.
Le mostró la casa: el living era enorme, con sofás de cuero, y un televisor de cincuenta y cinco pulgadas con pantalla curva. La cocina tenía una coqueta mesa blanca, rodeada de sillas negras. Romina pensó que con lo que costaban cada una de esas sillas podría darle de comer varios días a sus hijos. El día estaba lindo así que Javier le propuso tomar mate afuera. Sacó una mesa de madera y dos cómodos sillones. Puso una bandeja con masitas sobre la mesa y fue a buscar la pava caliente. A Romina le gustó que a pesar de los lujos que podía darse su sobrino, todavía supiera disfrutar de un bello atardecer y unos mates. “qué lástima que no vinieron tus nenes”, largó Javier, curioso. “los dejé con mis viejos, es que prefería hablar con vos a solas”, contestó Romina. “pero primero contame un poco de vos, hace tanto que no nos vemos”, dijo luego, como fingiendo interés. El sobrino esbozó una sonrisa y ella pensó que había adivinado su hipocresía, pero enseguida empezó a hablar. Le contó que había ganado mucha plata especulando en la bolsa y que ahora vivía casi sin trabajar gracias a los intereses que le generaban sus inversiones. No tenía novia y no estaba apurado por conseguirla, le gustaba su soledad. Sus viejos estaban bien, él les había comprado un departamento muy cerca de ahí. Romina se aburría escuchándolo y cuando vio la oportunidad comenzó a hablarle del motivo que la llevó hasta ahí.
Le explicó de su difícil situación, y de que ya había intentado todo, pero ya no sabía de donde sacar dinero. Le habló de sus nenes, quienes pasaban muchas necesidades, y de sus padres, que la ayudaban en lo que podían. Le contó de su negocio de venta de tortas, y de sus interminables intentos de conseguir trabajo “pensé que quizá vos tenías algún trabajo…”, terminó diciendo. En realidad necesitaba plata urgente, pero no quería decírselo directamente. Javier hizo silencio y en su cara apareció un gesto de meditación. “Mirá, trabajo en realidad no tengo, yo trabajo acá en mi casa, sólo”, a ella se le cayó el alma al piso, pero su sobrino siguió hablando “lo que puedo hacer es prestarte algo de plata” “¿En serio?”, se le iluminó el rostro a Romina. “si, en serio, incluso te podría prestar un local para que pongas un negocio y hagas las tortas en mayor cantidad, y puedas ganar más” le dijo Javier. “no puedo creer que vayas a hacer eso por mí, te juro que te voy a pagar hasta el último centavo”, le dijo Romina, casi llorando de la emoción. “obvio que haría esto por vos”, le dijo él estirando su mano para correrle un mechón de pelo detrás de la oreja, con una caricia suave. Le gustaba la piel de su tía, siempre le gustó. Desde chico se la cruzaba cada tanto en alguna fiesta familiar, siempre le atrajo esa piel blanca llena de pecas, y ese cuerpo que explotaba sensualidad por todas partes. Sobre todo las tetas. Además, el hecho de que fuese su tía lo calentaba de una manera increíble, no podía explicarlo pero el parentesco aumentaba la atracción que sentía por esa mujer ya de por sí bella. Romina pareció un poco incómoda por la leve caricia, pero fingió una sonrisa. Se quedaron un rato más mateando y hablando, él le explicó que le entregaría veinte mil pesos por transferencia bancaria y que luego hablarían del local. “no te preocupes por nada, yo me voy a ocupar de todo lo que necesites” le dijo. Ella no pudo más y se largó a llorar.
Le prestó un pañuelo a su tía y repitió la caricia, llevando el mechón de pelo detrás de la oreja, pero esta vez su mano volvió a su rostro y frotó los labios con el dedo gordo “sos muy linda tía” susurró bajo el sol que ya se estaba ocultando “gracias, gracias por todo”, dijo ella sin animarse a correr su cara, dejando que la acaricie. “en serio, sos hermosa tía”, insistió él. “bueno, gracias, me tendría que ir, los nenes me están esperando”, le dijo Romina poniéndose de pie. “¿así me agradecés, yéndote tan repentinamente?” le dijo Javier, con cara de ofendido. “perdóname, tenés razón, nunca nadie hizo algo así por mí y estoy muy nerviosa, no quise ser grosera”, se disculpó Romina. “mirá, si estás tan agradecida, podrías hacer algo por mí”, “lo que sea”, dijo ella, “te tomo la palabra eh”, dijo él con una sonrisa “por supuesto, pedime lo que quieras, después de semejante favor que me estás haciendo, no puedo decir que no a nada”, dijo ella, intentando convencerse a sí misma de que él no se animaría a pedirle lo que insinuaban sus ojos, pero se equivocó. “Bueno tía, vayamos adentro a coger”, soltó él, como si nada, “¿qué?”, se sobresaltó ella “ya me escuchaste tía, me calentás mucho y siempre tuve la fantasía de cogerme a una prima o tía, y no pienso perderme esta oportunidad” ella le dio un fuerte cachetazo. Dio la vuelta para irse, pero Javier insistió “pensá en tus hijos, no seas orgullosa”, “sos un hijo de puta”, insultó ella. “jajaja sí, pero vos me necesitás, yo puedo sacarte de la vida de mierda que tenés”, “sos una mierda” dijo Romina con lágrimas en los ojos. “mirá, voy a hacer una cosa”, dijo Javier. “yo voy a entrar a mi casa, vos tenés dos opciones: salir por ese portón y volver a tu vida de pobre, o entrar a la casa, ponerte en bolas, cogerme un par de horas y olvidarte de todos tus problemas. No seas tonta y orgullosa, a mí no me cuesta nada sacarte de la miseria”, cuando terminó de hablar le dio la espalda y entró a la enorme vivienda. “hijo de puta” le gritó de nuevo ella, pero no se fue. Recordó que hasta hace poco estaba decidida a convertirse en una puta, y en definitiva, esto era lo mismo. Le daba bronca la humillación por la que le estaba haciendo pasar, pero qué otras opciones tenía. Miró el portón que daba a la calle, una vez que lo atraviese le esperaba su vida llena de problemas y repleta de deudas. Incluso si se convertía en una puta no sabía qué tan bien le iría. Ese ambiente era turbio y quien sabe que tipos iban a contratarla para estar con ella. Entonces giró la vista hacia la puerta de entrada de la casa de su sobrino. Ahí la esperaría Javier quien sentía una enfermiza atracción por ella, y aparentemente estaba dispuesto a ayudarla con tal de que cumpla con sus retorcidas fantasías. Concluyó que la segunda era la opción más segura, así que enfiló hacia la casa.
Javier la esperaba desnudo, tirado sobre el sofá de cuero, acariciándose el miembro que ya se estaba empinando. “Sabía que ibas a venir”, le dijo triunfante. “vine por mis hijos, por ellos haría cualquier cosa”, le dijo Romina, aunque en realidad se lo estaba diciendo a sí misma. “cortala con el drama y ponete en bolas tía”, le encantaba decirle tía, se le hacía agua la boca cuando pronunciaba esa palabra.
Romina se sacó la remera color crema, luego las zapatillas. Su cara no reflejaba emoción alguna, ni si quiera enojo. Ella no lo sabía, pero eso no le molestaba a su sobrino, nunca le interesó que ella se sintiese atraída a él, no quería conquistarla, sino doblegarla. Romina se desabrocha el pantalón y lo baja hasta los talones. Tiene buenas piernas a pesar de no hacer ejercicio. Cuando queda sólo en ropa interior se queda inmóvil un rato “dale tiita, Ponete en pelotas”, la insta Javier. Ella se desabrocha el corpiño, y él descubre que entre los inmensos pechos la piel está repleta de pecas. “que lindas pecas tenés”, le dice, con el pene completamente erecto. Romina se inclina y se baja la bombacha. “así me gusta, bien depiladita”, la felicita.
Le hace un gesto con el índice, llamándola. Ella obedece. Javier le señala su miembro con la mirada, mientras deja de masturbarse. Ella se arrodilla frente a él, agarra esa palanca endurecida, la masturba un poco, se agacha y se la lleva a la boca. Javier disfruta el contacto de la lengua como nunca antes. Le acaricia el pelo castaño con un leve tono rojizo mientras ella le practica la felación. Su aliento tiene un frescor que aumenta el placer sobre el glande. “que bien la chupás tía, que linda puta sos, vení, subite al sofá que hay lugar para los dos”. Romina deja de chupar y se acomoda. Él le agarra la cabeza y le indica, haciendo un poco de fuerza hacia abajo, que la siga mamando. Ella así lo hace, se lleva de nuevo el tronco a su boca, siente el sabor de su sobrino. No le disgusta del todo, trata de pensar que se la está chupando a su difunto marido, por lo que lo hace lo mejor que puede y el sobrino lo agradece acariciándole la nuca.
Él mete la mano y alcanza a agarrar la enorme teta. Es muy suave y blanda, la masajea mientras ella le succiona el miembro. “escupime”, le ordena “¿qué?”, pregunta ella confundida. A Javier le causa gracia “escupime la pija” ella sigue confundida, nunca antes se lo habían pedido, pero lo hace, escupe un poco de saliva sobre la cabeza del pene. “jajaja, escupime más, quiero ver la saliva deslizándose por mi pija”. Ella escupe una vez, y luego otra, y otra, y cuando ya ve el pene empapado se lo mete de nuevo a la boca, saboreando su propia saliva. “acariciame las bolas tía. Si, así, que lindo se siente” Javier ya estaba a punto de acabar así que le preguntó “¿dónde querés la lechita tía?”, ella lo miró desde abajo, irritada sin dejar de chupar. Se preguntaba por qué no acababa donde quería y listo. “¿dónde la querés?”, insistió, “en la cara” dijo ella, ya que siempre le gustó sentir el semen en su rostro. “bueno ahí va tía, tomá la leche, aaaahhh” Javier acabó bañando las pecas de su tía de blancura, y después le dio varios golpes con su pija todavía semi erecta para expulsar las últimas gotas de semen.
“sos un enfermo ¿sabías?”, le dijo acurrucada en un extremo del sofá, con la cara todavía manchada con el semen de su sobrino. “y vos sos una puta ¿sabías?”, le retruca él. “sí”, le contestó ella “ya lo sé, soy una puta”, dijo, mirando a un costado. Javier se sorprendió por la sinceridad de Romina. “bueno, no te pongas mal, vos lo hacés porque lo necesitás. Quizá yo sea un enfermo, pero no pienso sentirme culpable por esto, y ahora te voy a hacer la turca. Siempre soñé con hacértela”
Romina se acostó en todo lo largo del sofá, y Javier se arrodilló apoyando las piernas a los costados de su tía; avanzó con su pelvis y apoyó el miembro en medio de los pechos de ella. Acto seguido agarró a ambos con sus manos, las cuales no daban abasto para apresar semejantes mamas. Entonces las movió hacia el medio y mientras las acariciaba, estas a su vez acariciaban su pene. Enseguida comenzó a moverse, penetrando el pequeño espacio que había entre las tetas. Romina miraba el techo, sin ganas de nada, pero dejándolo hacer. “mírame cuando te cojo”, le ordenó él, entre jadeos. Ella le devolvió la mirada gélida e inexpresiva, cosa que encendió más a su sobrino. “dale, ponele ganas, chupala cuando llego arriba”, ella así lo hizo y cada vez que Javier atravesaba el túnel pecoso, sacaba la lengua y lamía el glande. Estaba algo incómoda, ahí, aplastada por el cuerpo de él, y le dolía el cuello cada vez que tenía que estirarse para alcanzar el pene, pero pensaba que como ahora era su puta debía aguantar eso y mucho más. Javier pronto se estremeció encima de ella, Romina sintió cómo el cuerpo temblaba mientras el miembro escupía otra vez sobre su cara.
Para sorpresa de Romina, él ya estaba satisfecho. “ya te podés ir, si querés duchate”, le dijo, se perdió en un pasillo y al rato volvió con un fajo de billetes que tiró al piso, cerca de ella. “espero verte al menos una vez por semana”, le dijo “sino olvidate de mi ayuda”
Cuando llegó a casa de sus padres vio a sus hijos y pensó que todo lo que había pasado valió la pena. Se resignó a la vida de puta que le tocaría de ahora en más, después de todo, lo hacía por ellos.
A lo largo de varios años Javier la llamó una vez por semana para estar con ella. Por suerte no era muy exigente en la cama, era bastante básico y acababa rápido. Romina no sabía hasta cuándo iba a durar el capricho que el sobrino tenía con ella, por lo que para no depender únicamente de él, finalmente se decidió a publicar avisos en internet donde ofrecía sus servicios. Después de todo, su destino de puta se había consumado.
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