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Era un ritual que, como todos los rituales, se repetía siempre de la misma manera, de lunes a viernes.
Mi ventana del cuarto piso donde alquilo este cuartucho miserable y la única vista posible, el callejón donde juegan los chicos, donde fuman, donde se emborrachan, donde pelean y saltan el muro para cruzar al otro callejón cuando la policía aparece. De lunes a sábado llegaba a mi cuarto a las nueve de la noche, con las piernas agotadas por la escalera, con el cuerpo agotado por el trabajo en el supermercado en que era la única mujer en la carnicería, con el alma agotada por la soledad.
Pero tenía el ritual.
La luz de mi cuarto se encendía a las nueve de la noche y cinco o seis minutos después, nunca más de diez, la luz del tercer piso de enfrente. Era como una señal que me tranquilizaba. Después de ver encenderse esa luz podía quitarme el uniforme de trabajo, ducharme, preparar mi cena, encender el televisor o la radio, era como si esa luz, un piso más abajo, del otro lado del callejón, fuera un permiso para mi rutina nocturna. En mi edificio vivía más gente de la que pudiera una imaginarse, apenas había llegado a conocer a dos o tres de los departamentos vecinos, mujeres que salían a llevar sus hijos a la escuela a la misma hora en que yo salía rumbo a mi trabajo, algunos adolescentes desocupados con los que me cruzaba cuando volvía de trabajar, nada del otro mundo.
La primera vez que apagué la luz de mi cuarto y me puse a observar solo vi una silueta. La vi moverse detrás del trasluz de los cristales opacos, seguramente mientras hacía lo mismo que hacen todas las personas en su casa, pero para mí sus movimientos eran como una extraña danza que veía desde el palco especial de un extraño y enorme teatro. Fue así durante un mes y medio, acaso dos. Era invierno y casi nadie abría sus ventanas. Era invierno para mí, para mi estrepitoso fracaso que terminó en esta especie de autoexilio después de mi ruptura definitiva con Ivette. ¿Dónde estará ahora? Cuando me enamoré de Ivette, de sus jeans desteñidos, de su pelo corto y siempre despeinado, de su desparpajo, de su capacidad para provocarme los orgasmos más violentos, pensé que mi vida había llegado a su destino definitivo. Vendí mi piso en mi pueblo para instalarme con ella en la capital, no me importó avergonzar a mi familia pueblerina cuando oficialicé mi relación con la que mi madre consideraba “esa francesa degenerada que contagió a mi hija todas sus desviaciones” y fui feliz con Ivette, como se puede serlo con una persona que es un trozo de viento y que, como el viento, simplemente pasa por todas partes sin mirar. Aquello que era mi verdad definitiva simplemente se esfumó con Ivette cuando, enferma de nostalgia de su París, de su rue de Montparnase, sus Champs Elysées y su bohemia de bares y cafés parisinos, Ivette se fue, pero con mis ahorros. Fueron dos años terribles. Me enfermé, perdí mi trabajo y terminé viviendo de la caridad de mi familia hasta que regresé a la capital y me puse a trabajar en lo que fuera. De la depresión pasé a la determinación más rotunda y tenaz.
En esos meses comencé a vender purificadores de agua, lo que me permitía ahorrar prácticamente mi sueldo completo. No me mudé no solo porque este cuartucho con baño y una cocinita en miniatura era relativamente más barato que un apartamento, sino porque me quedaba relativamente cerca del supermercado.
Con la primavera llegaron también los primeros calores y mi ánimo fue mejorando un poco, me trasladaron de sección en el supermercado, con horarios un poco más flexibles, llegaba a casa más temprano pero el ritual seguía su mismo ritmo, siempre era yo la primera que encendía la luz. Una mañana noté un cambio que me sobresaltó, como cuando desaparece una señal del camino que hacemos a diario y nos parece que esa modificación será el principio de una alteración importante de nuestra existencia; la ventana estaba abierta de par en par. No se veía a nadie dentro de la casa. Jugué con la idea de comprarme un telescopio, un par de prismáticos, como he visto en alguna película mala… ese día al salir de mi trabajo caminé por un parque cercano y volví cuando oscurecía, estaba traspirada y agotada por el ejercicio, me dormí sin prestar atención a otra cosa que no fuera mi cansancio. Durante el fin de semana leí una novela policial de Ross Mac Donald y el lunes me levanté más temprano que de costumbre, ya casi me iba cuando vi otra vez la ventana abierta de par en par y ahora había un nuevo ingrediente, la ventana tenía colgado un largo macetero de plástico, lleno de flores de los más variados colores. Me sentí inquieta, era como un desafío, un guiño, un gesto de desaire a los vidrios opacos y cubiertos de sarro de mi ventana, una velada burla a todas las ventanas de la cuadra. Esa mañana conversé con uno de los empleados de la sección pinturas del supermercado. Tras un breve curso de pintura sobre vidrio y accesorios, compré unos paneles adhesivos de amarillo translúcido y pacientemente los pegué sobre cada uno de los vidrios de mi ventana. Al día siguiente pasé por un vivero y al llegar a casa coloqué en mi ventana mi propio macetero, cubierto por un polietileno negro translúcido que fui regando pacientemente durante dos semanas hasta que mis primeras flores estuvieron listas para salir, como crisálidas sembradas sobre una delgada lengua de tierra, a la luz. Elegí un domingo en la tarde para ejecutar el prodigio y permanecí hasta la hora de dormir con las ventanas abiertas de par en par, pese al bullicio del callejón, a la música estridente y al esporádico olor de tabaco encendido, y hasta de marihuana.
Ese lunes la vi por primera vez.
Me había puesto a regar las flores antes de irme a trabajar cuando la vi abrir la ventana. Estaba despeinada, pude intuir, más que ver, sus ojos legañosos, los rastros de la noche en su cara, en mi fantasía se me ocurrió que tal vez había tenido pesadillas horribles, que se soñó raptada y estudiada de la manera más vejatoria por sicópatas cósmicos, la imaginé desnuda y maniatada sobre una mesa transparente mientras seres de apariencia espantosa la auscultaban con aparatos extraños, imaginé su expresión de terror y el extraño alivio con que se asomó a la ventana al despertar. Jugueteó mi mente con la idea de cruzar hasta el edificio de enfrente y dejarle una notita por debajo de la puerta: “No te preocupes. Las abducciones no existen, son alucinaciones que ocurren durante el sueño”. Entonces ocurrió lo que hasta entonces jamás, ni remotamente, se me había ocurrido que pudiera llegar a suceder… ella sonrió y agitó levemente la mano derecha, como quien ensaya un gesto de saludo pero no, no era un ensayo, era un saludo y yo, petrificada, alcancé a responder mientras sentía que me temblaban las piernas.
Siempre fuiste un poco ilusa, siempre tu imaginación ha viajado un par de años luz por delante de tu inteligencia, me dije, pero ahora sí, definitivamente, estás chiflada…
Esa noche vi la silueta moverse detrás del recuadro. Recordé su saludo de la mañana y descubrí con asombro que me estaba excitando solo con eso. Me di una ducha y usé el duchador para darme placer hasta que después de un orgasmo autoinducido me fui a dormir.
Soñé que Ivette abría y cerraba la ventana y finalmente la veía caer desde esa tercera planta y yo gritaba su nombre mientras su cuerpo menudo se deslizaba por el aire. Desperté sudorosa y excitada, el recuerdo de Ivette ejercía en mi memoria esa extraña fascinación. Finalmente descubrí que ella no regaba sus flores todos los días, solamente lo hacía los miércoles y los viernes, a veces los lunes. Yo dejaba mi ventana entreabierta y atisbaba hasta verla aparecer, siempre con la misma jarra plástica azul, derramaba un largo y sutil chorro de agua sobre el macetero y observaba cómo el agua se escurría, solo entonces levantaba la cabeza, me sonreía y saludaba con la mano derecha así, apenas levantada a la altura del pecho, el anular y el meñique recogidos; el pulgar, el índice y el medio apenas entreabiertos, una mano blanca, mojada, descubierta. Imaginé mil maneras de averiguar algo sobre ella, cruzar con una excusa cualquiera, mira, se me terminó el azúcar… o el café, eso es, pero lo lógico es que en esos casos uno recurra a los vecinos más cercanos.
Fue un miércoles, a la tarde, al llegar de mi caminata. Abrí la puerta y casi piso una bolsita tirada en el suelo, una bolsita blanca con el logo de un vivero de nombre japonés, Momotaro, adentro había dos sobres de un fertilizante en polvo que debía diluirse en agua para luego regar las flores. No había nada más. Inmediatamente preparé la mezcla y regué las flores, me pareció que al día siguiente amanecieron más hermosas, más brillantes, pero a ella no la vi en la ventana en los días subsiguientes. El sábado al mediodía comí un sandwich y entré a un cibercafé, abrí el navegador google y escribí momotaro. Supe que era el nombre de un héroe mitológico del Japón. Salí tarde pero con la compensación de que el domingo estaría libre. Decidí que tomaría un autobús y viajaría a la zona de montaña, llevaría comida y tendría un picnic solitario, pero las chicas del supermercado habían organizado una comida en casa de una de ellas y me parecía una descortesía no ir, de manera que pasé un día movido, comí mucho, hubo baile y hasta una que otra invitación masculina para salir en la noche, preguntas del tipo ¿notienesnovio? y cosas por el estilo. Con algunas de las muchachas dimos después un paseo por un shoping, bebimos café y, antes de las ocho de la noche, cada una partió rumbo a sus lares con el deseo de que ese domingo se repitiera pronto.
Llegué a casa con el deseo de darme una larga ducha y dormir temprano. Casi a las nueve de la noche hice girar la llave de mi puerta y me asombró que no se deslizara con la facilidad de costumbre al abrirla, empujé y noté que había un sobre de papel trancado en la ranura que formaba la puerta contra el piso. El sobre tenía varias bolsitas de abono químico y una notita que decía: Felicitaciones, tus flores se ven preciosas. El mensaje me produjo una mezcla de temor y excitación. Abrí la ventana y vi la luz encendida en el piso de enfrente. Abajo, en el callejón, los muchachos escuchaban su música estruendosa y hablaban a los gritos. Llegué a fantasear con la idea de pararme desnuda en la ventana y dejar que ella me viera desde abajo. Bajo el chorro de la ducha esta vez usé mis dedos para calmar la rara amalgama de emociones que me invadía. Dormí de un tirón y al día siguiente no recordaba lo que había soñado. Desperté como siempre, con el temor de haberme dormido pero la hora del reloj de pared me devolvió de inmediato la tranquilidad. Fue un día intenso, ni siquiera tuve tiempo de pensar. El martes nos saludamos desde nuestras ventanas. El miércoles sucedió lo mismo, pero al anochecer, al volver, hallé un mensaje. Estaba escrito a máquina, identifiqué la tipografía de una vieja Olivetti Lexicon, como la que alcancé a usar en mi primer empleo hacía cerca de doce años.
“Hola. Este es el tercer atrevimiento que me tomo contigo. De ti depende que sea el último”. En tres zancadas estuve ante la ventana, la abrí de par en par y me quedé parada. Las luces estaban apagadas. Esperé un momento hasta que la vi aparecer. Me saludó como en las mañanas, luego inclinó levemente la cabeza, como si me estuviera preguntando ¿sí? Asentí varias veces. Entonces la vi sonreír y cerró la ventana y después apagó la luz. Hice lo mismo y al tirarme en la cama, con el corazón acelerado y la respiración entrecortada por la excitación, tomé conciencia por primera vez del papel absolutamente pasivo que había jugado en toda esta situación. Sentía la boca reseca. Caminé hasta la pequeña nevera y me vacié media botella de agua, un chorro helado me cayó sobre la blusa, me mojé la cabeza con el agua que quedaba, me desnudé apresuradamente y otra vez mis dedos acudieron en mi ayuda. Esa mañana no la vi regar sus flores pero una extraña tranquilidad me embargaba por completo.
Desde la segunda planta del supermercado contemplé la calle vertiginosa, las siluetas apresuradas y los vehículos urgentes, ¿dónde estaría la misteriosa vecina del tercer piso? ¿Cuál sería su próximo “atrevimiento”? Me apuré a reponer las cajas de avena en la góndola y caminé hasta el depósito a buscar una nueva asignación.
-Tienes que reemplazar a la repositora de cristalería que acaba de tener otro de sus malestares- dijo la encargada mientras arqueaba las cejas, como para darle más autoridad a su mirada.
-¿Qué le pasa?
-Está embarazada.
Caminé hasta la sección cristalería y comencé a acomodar platos, vasos y bandejas. Al mediodía me enviaron otra vez al depósito. El resto de la tarde, hasta la salida, transcurrió entre la parafernalia del gentío que entra y sale, caras que se tornan indistinguibles, ganas de huir a cualquier desierto.
-Empleada Cinthia Susan Harris, favor de pasar por oficina de personal.
En la oficina me entregaron un paquete pequeño, como la caja de un reloj o de un bolígrafo. Supe que era de ella y estuve a punto de desgarrar en el mismo instante el papel para ver su contenido, pero me contuve, me lo guardé en la cartera y tras cruzar la playa de descarga, en la acera de la parte de atrás, abrí la cajita. Solo tenía un mensaje escrito al dorso de una servilleta del café-bar Viejo Munich: Te elegí, mesa 21, siete y media.
Corrí hasta la esquina mientras pensaba en mi aspecto pero más me preocupaba la hora, faltaban dieciocho minutos para las siete y media y el Munich no estaba tan cerca. Finalmente paré un taxi y llegué, después de semáforos que duraban siglos, de carros que marchaban delante a paso de dinosaurio, con el corazón en la boca, al Munich. Eran las siete y treinta y siete. Me dirigí a uno de los mozos.
-Disculpe, ¿la mesa 21?
El hombre me señaló un rincón casi bajo una escalera de madera lustrosa. La mesa estaba vacía. Pedí un café mientras veía de nuevo el mensaje, revisé la cajita, no había nada más. Me sentí ridícula. Toda esta situación es demasiado absurda, me dije, acaso sea hora de empezar a proceder con un mínimo de lógica, pensé en mudarme, sí, eso haría, me mudaría y olvidaría toda esta trama de película de clase B, pero antes me iría de ese lugar, miré a todos lados en busca del mozo que me había traído el café, y entonces la vi entrar. Era ella. No podía ser otra. Vestía un uniforme de trabajo, un conjunto de falda azul oscuro, blusa rosada de mangas cortas y chaleco del mismo tono de la falda, pero tenía un toque de distinción; un pañuelo blanco de seda anudado alrededor del cuello. Usaba anteojos de marco metálico y su melena renegrida y lacia caía sobre sus hombros enmarcando una cara ovalada de labios carnosos, nariz pequeña y ojos profundos. Su paso era elegante y firme. Tenía el aspecto atildado de las personas seguras de sí mismas. No me puse de pie porque temí que las piernas no me respondieran. Me resultó increíble tener enfrente esa sonrisa que apenas podía distinguir desde mi ventana.
-Hola, siento haberte hecho esperar.
-Yo… también llegué tarde- articulé.
Colocó su cartera junto a la mía en la silla desocupada y se sentó.
-Espero que no estés nerviosa- dijo –porque yo estoy casi temblando.
Extendió ambas manos hacia mí para que las viera temblar pero a mí me parecieron demasiado firmes. Solo cuando las tomé entre las mías noté que estaban heladas.
-Eres muy bonita- dijo y se me encendieron estrellitas en los ojos.
-Tú también ¿cómo te llamas?
-Mi nombre es Evelyn Jazmin Jackson, pero todos me conocen como E.J. (Eiyí)
El mozo se acercó en ese momento y ella pidió un café. Como si apenas mi mente y mis sentidos comenzaran a funcionar en orden, noté sobre el bolsillo de su chaleco el plástico con el logo del vivero Momotaro, su foto y sus iniciales junto a su apellido.
-¿Cuánto hace que vives en ese piso?- pregunté
-Oh, hace más de un año.
-Pero… entonces estás ahí desde antes que yo llegara a…
-Lo sé- dijo al tiempo que miraba hacia la calle. Había oscurecido y las luces del bar se me antojaban demasiado opacas. Comenzamos entonces una larga charla, como un intercambio de datos biográficos, lugar de nacimiento, familias, trabajos anteriores, hasta que las mesas del bar comenzaron a llenarse y decidimos salir. En la calle hacía calor. Tenía ganas de tomarle la mano y caminar así, como dos colegialas.
-¿Hacía mucho que no tenías una cita?- preguntó.
-Muchísimo, ¿y tú?
-¡Uf! Desde antes que tú te instalaras en ese cuarto piso…
Regresamos en taxi y caminamos casi cinco cuadras hasta llegar a la entrada del callejón.
-¿Qué excusa utilizarías para invitarme a subir a tu cuarto?- preguntó. Confieso que me sentí desarmada.
-No sé exactamente cuál, pero por nada del mundo permitiré que te separes de mí esta noche.
Sonrió y se tomó de mi brazo para caminar unos pasos. Subimos la escalera y cerré la puerta con llave y puse una silla, como para asegurarme de que ninguna presencia pudiera interrumpir el otro ritual que comenzaría a continuación. Nos besamos despacio, como si nuestros labios necesitaran rozarse apenas al principio en una ceremonia de reconocimiento de nuestras bocas. Sus manos eran suaves, hábiles y eficaces, eran aleteos mágicos que desprendían con deleite mis botones, mis cierres, los broches de mi sostén. Ahora nuestras bocas ya habían iniciado un diálogo desinhibido, su lengua dibujaba circulitos alrededor de la mía mientras sus dedos dejaban huellas de pana en mi espalda, en mi pelvis, junto a mi ombligo, nunca supe en qué momento terminamos de desnudarnos, solo recuerdo que en mi cama sentí un rítmico concierto de adorables mordiscos sobre mi vientre, que sus pezones erguidos caminaban por mi pecho en busca de los míos, que su boca me regalaba todos los elixires que reclamaba mi sed, que sus dedos viajaban alrededor de mi sexo con la maestría del virtuoso que ejecuta la más excitante melodía, hasta que un estilete recubierto de miel y de tibieza comenzó a encenderme como si de fuego estuviera hecha la ansiedad de mi deseo y mi corazón latió con el vértigo del más tierno y tibio de todos los abismos y sentí que mi piel estaba recubierta de pétalos. Se apretó contra mi cuerpo tembloroso y escondió la cara en la confluencia de mi pecho, pero no la dejé estar ahí, más que recorrer esa piel con la que soñaron mis dedos en los días anteriores, mi boca fue dibujando su contorno, soñé sobre sus senos y bebí en sus pezones el agua de vertiente purificada en la montaña, saboreé sus muslos, mordí con suavidad los meridianos invisibles de su cintura y descendí al templo donde me aguardaban sensaciones luminosas, explosivas y etéreas, recorrí dos laderas de un volcán misterioso y secreto, mi lengua se detuvo en cada punto hasta que su respiración se agitó como si estuviera huyendo en medio de una tormenta y la sentí estallar con la intensidad de los relámpagos. Permanecimos abrazadas un rato, hasta que ella se levantó para ir al baño y yo entreabrí la ventana y observé el panorama del lado opuesto del callejón. Sentí sus senos pegarse a mi espalda mientras ella me abrazaba desde atrás.
-Nadie encenderá la luz esta noche- dijo.
Nos dimos un largo beso y después nos reímos.
Esa noche hicimos el amor dos veces más y después dormimos. Al amanecer me despertó un aroma de café recién colado. Eiyí estaba vestida. Bebimos el café y ella cruzó a su casa a regar sus flores, me saludó desde la ventana y no volví a verla hasta la tarde.
Fueron días muy agitados para las dos.
Conocí el vivero Momotaro, vi la vieja máquina de escribir en la que Eiyí escribió su tercer atrevimiento. Pasó casi un mes hasta que tuvimos un fin de semana libre y, tras ajustar algunos cálculos de dinero, decidimos descansar en una hostería de la montaña.
Desde el ventanal cubierto por cortinas azules semitransparentes se podía ver el paisaje imponente de los picos nevados, que en realidad no estaban tan cerca. Eiyí decorrió un poco el cortinaje y se cuidó de no acercarse demasiado a la ventana.
-Este paisaje es hermoso- dijo al tiempo que dejaba caer el toallón con que se había envuelto al salir del baño y, como si pretendiera completar toda la hermosura que el ventanal recortaba, quedó completamente desnuda y se dio vuelta a mirarme. Salté de la cama y la tomé en mis brazos y comencé a besar su cuello, su pecho, su boca dulce con aroma de menta.
-Sí, mi amor, dije- es un paisaje muy bonito…
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