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Categoría: Maduras

Resurrección

Manuel engancha a Pepi

Acababa de despertar tras otra larga noche en soledad. Otra noche sometida a la pesadez del tedio. Dormía pocas horas, y en las que lo lograba, dormía a trozos. Ya pasaban varias semanas desde que estrenó su nuevo estado de viudedad. Llevaba más de cuarenta años de matrimonio, de vida anodina y servil. Siempre ninguneada por el marido, y con una existencia aburrida. Había parido más de seis hijos, y los seis que aún quedaban vivos, se encontraban más allá de la mayoría de edad. Todos ellos lejos de su primer hogar. Los veía muy poco. Siempre había sido de tendencia proclive a la sumisión, a la aceptación del dominio machista, y su pareja nunca la decepcionó en este aspecto, fue muy dominante. No acababa de hacerse a la idea de vivir consigo misma, sola, sin la presencia de su, hasta hacía unas semanas, eterno, omnipresente, monástico, y excesivamente estricto hombre de toda la vida. Hombre que, al fin, quedó ausente para siempre.

Fue él precisamente, su difunto esposo, quien le acercó y le mostró sin proponérselo a su más reciente conocido y vecino, Manuel. Supo de él desde hacía algo más de un año. Habladurías, comidillas de vecindario. Chismes de cómo no debía comportarse un hombre, y cosas así, contados por su marido la mayor parte. En el lado de opinión opuesto oía cosas de él en el mercado, de sus colegas y amigotes, comentarios a viva voz entre las gentes de las tiendas. Eso despertó en ella curiosidad, y ¿por qué no decirlo?, un interés, débil, pero interés al fin y al cabo.

Manuel vivía una planta más arriba en su mismo edificio de cuarenta viviendas, en la última planta. Al principio era uno más del bloque, un desconocido. Más tarde empezó a ser Manuel el libertino. Desde que le conoció siempre la dirigía miradas furtivas, lascivas, y palabras con segundo sentido. Pero su marido no daba ninguna opción a encuentros, ni planeados ni fortuitos. Las ocasiones fueron muy escasas, casi nulas. Siempre estaba acompañada y por lo tanto vigilada, controlada. Los últimos días, tras el funeral, Manuel se había atrevido a lanzarle besos y a hacerle gestos pícaros a cada oportunidad. Gestos que comenzaron a hacerse constantes cada vez que se cruzaban, ya fuese en el ascensor, en el mercado, en la calle, incluso desde la ventana de la cocina, que últimamente ella solía dejar más visible y abierta que nunca.

Esa ventana que daba al patio interior del edificio y proporcionaba frescor y acceso visual. Esa ventana que cuando tenía los visillos de encaje descorridos permitía que se distinguieran, según la ropa que usase, el valle de los senos, y las formas redondeadas y generosas de sus bien equilibrados pechos. Esa ventana al interior de su intimidad que permitía que se intuyeran sus protuberantes pezones, erguidos la mayoría de las veces por el frescor de las mañanas y el roce del tejido, algunas curvas de sus caderas y, su culo, sobretodo su culo. Esas nalgas bien formadas a pesar de los años y nada exageradas, pero bien provistas de sujeción, firmeza, y lascivia, mucha lascivia. Desde la ventana se podía, por su ángulo y situación, disfrutar con la vista de los brazos blancos y carnosos, y jugar con la imaginación observando esas nítidas y a la vez sutiles transparencias con la sugerente silueta de sus muslos.

Sonó el timbre de la puerta cuando sólo eran unos minutos pasadas las ocho de la mañana de otro lunes más. Un lunes de una incipiente primavera sureña. Primavera mediterránea. La sorprendió enfundada en su camisón estampado en tonos rosa pálido, dirigiéndose a la cocina para prepararse un café. Acababa de dejar el dormitorio. Fue al recibidor, miró a través de la mirilla, y justo entonces se oyó su voz muy bajita:

-Pepi, abre la puerta, soy Manuel. Sé que es temprano pero te traigo unos dulces.
Era la primera vez que acudía a su casa solo, y a sabiendas de que ella estaba sola. Descorrió el pestillo y entreabrió un poco la puerta mostrando la cara en penumbra.
-Déjame entrar. Mira lo que tengo –le dijo bajito guiñándole un ojo y sonriendo.

Le mostró una caja de dulces envuelta en papel blanco. Ella se quejó de que no estaba vestida correctamente, de que era muy temprano, pero, tras breves segundos de indecisión, y sin dar opción a más palabras, abrió la puerta lo imprescindible, y sin dejarse ver completamente, encendió la luz del recibidor y se hizo a un lado.

Con gesto de desgana pero sonriéndole le dejó pasar. Cerró la puerta y se quedó de brazos caídos, inmóvil, mirándole, como esperando algo.
La luz de la lámpara del recibidor era tenue. Tampoco disponía de suficiente luz natural, justo la proveniente de reflejos desde el ventanal del salón y a través del pasillo. Era muy escasa.

Ella tenía puesto un camisón-bata holgado que había adquirido poco después del funeral. Era de muy leve transparencia. Tenía una franja ligeramente elástica como única parte ceñida y levemente ajustada al cuerpo. La franja elástica era de unos ocho centímetros de ancho, fruncida, y normalmente se la situaba al final de las costillas, justo bajo los pechos, de tal forma que dibujaba y acentuaba las redondeces de los senos marcando con nitidez los pezones.

El camisón era sin mangas, y tenía un escote muy amplio atado con un lazo de seda que mostraba buena parte de la voluptuosa línea de unión de los pechos. Estaba sin sujetador y sin bragas pues había dejado de usarlos en la cama desde que enviudó, en clara rebelión a los deseos del difunto. De hecho, la bata la adquirió para poder usarla sin nada debajo. El faldón de la bata le llegaba hasta justo por encima de las rodillas aunque recientemente llegó a pensar en recortarlo algunos centímetros. Le gustaba verse un poco de muslos en el espejo.

Ella era media cabeza más baja que Manuel, de formas ajustadas y con agradables curvas. Pelo muy corto en capa hasta el cuello, en tono caoba a medio camino del pelirrojo, y las escasas canas disimuladas con ligero tinte. Su piel era muy blanca, siempre protegida del sol y de las inclemencias del tiempo. Pareciera como extraída de alguna comunidad de la Europa del este o nipona. Con sus 57 años, metro 58, y 62 kilos, se conservaba apetecible para muchos hombres.

No era gruesa, pero decididamente tampoco era delgada. Sólo se le podían apreciar acumulaciones breves propias de la edad pero bien distribuidas. No había conocido sexualmente a ningún otro hombre, sólo a su esposo, y en una forma muy especial: los hijos duraron en generarse cinco minutos de media cada uno. Nunca había visto desnudo a su hombre ni él la había visto a ella. Al menos no le quedaba ningún recuerdo en su memoria. Su vida había sido y era tan monástica y apartada de la carne como la que se le presupone a las propias monjas de un convento.

Manuel rondaba los sesenta y era de complexión fuerte y forma general cilíndrica. Vestía camisa y pantalón anchos y cómodos y tenía una cintura generosa, pero era ágil y muy activo. De poco vello y calvicie generalizada. Estaba casi siempre depilado. Era muy mujeriego. Se jactaba ante el difunto marido de tener un pequeño harén de mujeres maduritas distribuido en un radio de 50 Km, empezando por su casa, donde tenía a su también libertina esposa Lola y a una sirvienta, Carmen, que le venía un par de días a la semana. Usaba sexualmente a ambas tanto juntas como por separado. En cambio, cuando de prostitutas se trataba, y eso podía ser harto frecuente, las prefería jovencitas.

Con alguna frecuencia contrataba alguna putilla para llevarla a casa y compartirla, usándola como sirvienta sexual, en los niveles inferiores de sumisión y obediencia. Tampoco le hacía ascos a satisfacer y dejarse hacer por algún afeminado o bisexual, siempre con sexo en grupo, nunca a solas. No obstante, él era heterosexual, y siempre del lado dominante.

Delante de ella en el recibidor, Manuel, lenta y delicadamente, colocó la caja de dulces sobre una breve mesita pegada a la pared. Con la mano derecha, en un movimiento también lento pero continuo, se entretuvo acariciando suavemente la barbilla y la cara de Pepi, mientras que con la izquierda se lanzó y agarró a su propia entrepierna, iniciando un masaje de pene y testículos en forma bien visible y obscena a través de la tela del pantalón. Se pinzó el paquete completo con movimientos calmados, descarados, muy ostentosos, y firmes. En todo momento la miraba a los ojos, estudiando sus reacciones, pasándole los dedos por el cuello y la mejilla. Ella no se inmutó, pero comentó sin interés ni alteración aparente:

-Pero Manuel, ¿qué estás haciendo hombre? –como dando a entender que era un gesto ridículo, de un loco-
-Déjame acariciarte Pepi –le dijo mostrando insistencia, voz trémula, y marcando lentamente las palabras, mientras ella permanecía sin moverse- Déjate llevar, que nos queda poco tiempo. Y sé lo que necesitas –le susurró- La vida se acaba, y tengo mucho para enseñarte, para darte, y también para obtener de ti. Déjame mostrarte. Déjame entrenarte Pepi.
-¿Qué dices hombre? Pareces un locajo de estos tiempos –le contestó sin apartarse, a la vez que sus ojos se clavaban en el paquete de Manuel, observando sus insolentes manipulaciones, y su, a todas luces, ofrecimiento-
Sin dejar de magrearse los testículos y el pene con la mano izquierda, en un gesto de descarada entrega, con el vientre echado hacia adelante, y prefiriendo actos a palabras, dejó las caricias en el rostro y cuello, y bajando su mano derecha recorriendo su brazo hasta encontrar la izquierda de ella, se la cogió. Se la puso en el paquete y, a la vez que separaba algo sus propias piernas, la azuzó con las dos manos sobre la de ella a que retomara el ejemplo y lo hiciese ella misma.
-Explórame –le dijo casi en un susurro, mirándola, y manipulando con ambas manos la de ella sobre su órgano.

Para sorpresa de ambos, ella, sin rechazar el acto, comenzó tímidamente a jugar y explorar con la mano en el paquete, cogiendo suavemente los testículos y el pene de Manuel, sintiendo como se iba endureciendo a través de la tela del pantalón. Reconoció las formas de unos testículos grandes, boludos, y un pene que se distinguía al tacto a través del tejido. Casi desbordaban su regordeta y encallecida mano. El pantalón era fino, ancho, y ni las costuras estorbaban en la manipulación.

Con la mirada clavada en el bulto que toqueteaba, siguió acariciándolo como si de una quinceañera ávida, curiosa, e inexperta, se tratara. Manuel la dejó hacer unos segundos, casi medio minuto, gratamente sorprendido por la naturalidad y la facilidad encontradas, separando sus manos de la de ella, disfrutando de la sensación, gozando de la experiencia. Luego, sin prisas, observándole la cara y percibiendo cómo crecía su interés y curiosidad, comenzó a cogerle los senos con sus manos, reafirmando el éxito en la conexión. Los sintió turgentes y apetitosos a través del fino camisón.

Ella se dejó, simplemente continuó manipulando el paquete, absorta como estaba. Parecía llena de curiosidad y, aparentemente, ajena a los avances con sus pechos. Manuel se concentró en palparlos a través de la tela, presionarlos, pellizcarlos, tomándose su tiempo, sabiéndose conquistador de nuevas posesiones, comenzando a detectarle reacciones de estremecimiento y síntomas de abuso consentido, síntomas de entrega. Para poner a prueba el éxito del enlace que se estaba produciendo le dedicó algunos segundos a los erizados pezones, sometiéndolos a leves torsiones, pellizcos, estiramientos, que ocasionaron algún encogimiento y signos de dolor, pero sin quejarse verbalmente y sin rechazo. Al poco, con la mano izquierda, tomó la mano libre de ella y, recogiéndole con la derecha el faldón de la camisa hacia arriba, la guió y la puso entre sus muslos. Le colocó la mano sobre su coño, ligeramente poblado de vello, a la vez que le urgía.

-Separa un poco los muslos Pepi. Hazte sitio. Deja que te muestre el camino –le dijo para enfatizar la progresión de sus actos.
Y la enseñó a que se tocase, se frotase ella misma, y consiguió que ella desviase un momento su atención hacia la inquisitiva manipulación de él, sin que en ningún momento ella dejara de magrearle el paquete. Consiguió que se penetrase, primero con uno y después con dos dedos. Mientras le guiaba y ella se dejaba hacer, susurró, muy bajito.
-Pepi, no pares. Frota,… así. Eso es. Introduce un dedo, dentro,… así. Un poco más adentro. Eso es, adentro,… ahora hacia afuera, así. Dos dedos, dentro,… fuera. Continúa tu misma. Explora, descubre. Siente. Mastúrbate. –Le decía mirándole el vientre y, al principio, acompañándole con su mano-
-Conócete. Frótate con tus dedos, penétrate. No dejes de acariciarte ni te olvides de acariciarme. Sigue así,… suave,… sin prisas. Explórame, y a la vez, estimúlate. Descúbreme, y sobretodo descúbrete. No pares. Aprende Pepi.
Mientras ella le seguía y le obedecía, ella actuaba. A veces le miraba a la cara, y otras veces, las de mayor duración, dirigía la mirada a la manipulación del paquete, a la exploración del sexo de Manuel. Su coño no necesitaba verlo, sólo lo sentía bajo su laboriosa mano. Respiraba cada vez con más ritmo, y se iba haciendo sonoro. Las rodillas se fueron colocando ligeramente flexionadas, y sus muslos nacarados en leve separación forzada, quedando parcialmente a la vista en uve inversa, con el faldón retenido entre la muñeca de la mano con la que se masturbaba y su vientre. Eran muslos tersos, blancos, de piel muy fina y delicada. Piel que se intuía de textura suave, poco elástica, y casi transparente. El ritmo crecía en intensidad sonora y a ella se la notaba sensitiva, pero se mantenía constante, volviendo la respiración cada vez más audible.

Ocupada y enganchada como la tenía, le cogió con parsimonia la cabeza entre las manos y, suavemente, sin que aparentemente ella se percatase, se la fue acercando a su cara a la vez que la giraba levemente hacia arriba. Forzó a que le mirase. Sin soltarla, y mientras ella seguía manipulando testículos y pene con una mano, y con la otra se masturbaba, penetrando con sus regordetes dedos corazón y anular en su vagina, Manuel sacó la punta de su lengua y, presentándola delante de su boca, le exigió.

-Chúpame. Pepi… Chúpame la lengua. No te detengas en tu paja… Sigue como vas –Él la miraba y ella le miraba, sus rostros muy próximos- Siente mis huevos,… explora y disfruta. Aprende… Déjate llevar,… déjate guiar… Penétrate, magréame,… y chúpame –le arrastraba las palabras poniendo énfasis en cada una y arrojándole el aliento en su cara- Toma mi lengua… Tómala…
Y sacando tanta lengua como pudo se dispuso a penetrar en su cálida y morbosa boca.

Ella, manteniendo el ritmo y sin dudar, dejándose llevar. Sólo una breve mirada directa a los ojos y devolviéndola hacia la brillante y ensalivada lengua que se le ofrecía. Con la cabeza dirigida por las manos de Manuel, ligeramente inclinada hacia atrás. Con sus labios entreabiertos y jadeando, se dejó atraer hasta ese músculo húmedo que la invadía. Aceptó la introducción de la lengua en su boca, y comenzó a chupar y a lamer.

Primero lo hacía con inseguridad, tímidamente, con cierta torpeza, y al poco, cuando la penetración se hizo más profunda, de mayor grosor, y más exigente, lo hizo con decisión y fruición, con glotonería, hundiendo las mejillas al succionar y extraer jugos, haciendo ruidos, como descubriendo y sorbiendo un helado de hielo de su infancia, lamiendo un caramelo de blanda textura, pero cálido y jugoso. Durante el proceso de succión recogía salivas y babas con ligero y agradable regusto a café y anís. Regusto a hombre, pensó ella por un momento. Pepi chupaba y sorbía de forma sonora, mamaba, magreaba, y se masturbaba. Tomaba posesión de Manuel. Se lo comía. Se descubría a sí misma. Inconscientemente, sin apenas reflexión, trataba de ser fiel a las instrucciones recibidas. En completa entrega y sumisión. Con los ojos casi entornados, y de forma constante y rítmica.

Tras unos minutos de jadeos y respiraciones agitadas, sorbidas y chupadas sonoras, mezcla e intercambio de fluidos comunes, Manuel se separó poco a poco de su boca, alejándose y observando cómo se rompía un hilillo de saliva entre ellos, y también, con un encogimiento, liberó del magreo a sus testículos y pene. Soltó la cabeza de Pepi y la asió por los hombros estirando lentamente los brazos, separándose de ella, liberándose de la temporal posesión en que se encontraba, observándola con detenimiento de arriba abajo, su postura tensa y forzada de flexión de rodillas, muslos separados, y encogimiento hacia atrás del cuello, recreándose, viendo caer lentamente la mano semiabierta que había pinzado sus testículos. En tono muy bajo, con otro leve apriete de tuerca al subconsciente de ella, le susurró:

-No pares Pepi, sigue así. No te detengas en ningún momento… Eres hermosa y me excitas mucho. Deja que te vea… Sigue pajeándote, sigue follándote,… busca y siente placer en ello,… transfórmate en una guarra para mí. Sé mi guarrilla,… mi perra –y tras unos segundos en silencio, mirándola actuar y estremecerse, estudiando su reacción a las palabras, continuó- atiéndeme y haz lo que te digo, saca los dedos del coño un momento, llévate la mano a la boca y mójate los dedos con saliva. Eso es, así. Salívalos bien. Chúpalos. Lámelos. Con más saliva… Empápalos. Así,… eso es. Ahora métetelos otra vez. No dejes que tu vagina se irrite… Y continúa masturbándote –ella obedeció. Se llevó ambos dedos a la boca y lamió. Salivó cuanto pudo y volvió a meterlos en su coño. Su desocupada mano izquierda pasó a sujetar el faldón del camisón por encima del ombligo. Él la apremió- Déjame verte. Encandílame. Enciéndeme. Provócame… Hazlo para sentir. Hazlo para excitarme. –al poco, entre jadeos, con respiración intensa, comentó ella.

-Se me seca la boca… Y la vagina… Se me hace molesto –más jadeos, y con la voz algo ronca- Se me secan Manuel,… tengo que parar… –insistió, con respiración entrecortada.
-A ver Pepi. No te pares. Ábrela. Abre la boca -Acercándola hacia sí- Déjame ayudarte. Pero sigue frotándote. Sigue penetrándote. No lo dejes –Y siguió diciéndole, mientras gesticulaba con su boca reuniendo grumos de saliva- Te salivaré. Abre tu boca Pepi, y muéstrame esa lasciva lengua.

Ella hizo lo que le pedía y él empezó a echarle saliva dentro de la boca, a escupirle. Él le escupía lentamente, acumulando gruesas gotas, blancas y espumosas. Gotas y pegotes que ella recogía en su lengua, para, después de relamerse y paladear varias veces, a intervalos regulares, llevarse los dedos a su boca y humedecerlos, empaparlos, descargando parte de la saliva, y así, seguidamente, volver a introducirlos con ritmo y cadencia en su vagina. Mientras esto sucedía, estando ella sujeta como estaba por los hombros, con una mayor flexión de rodillas y separación de muslos, se remetió el faldón del camisón en el suave elástico bajo los pechos, y con la misma mano, la mano libre, comenzó a acariciarse los pezones que se apreciaban erguidos bajo la fina tela del camisón. Fue una acción refleja, instintiva, inconsciente. Echaba de menos los testículos y el pene de Manuel, el contacto y el magreo de su paquete.

-Así,… así, Pepi. Así me gusta,… no digas nada y sigue así –azuzaba y apremiaba Manuel disfrutando de lo que veía, de la iniciativa natural de ella, tanto de su postura más forzada como del magreo de tetas que iniciaba- Abusa de tus tetas. Martiriza tus pezones. Sólo siente… Siéntete a ti misma,… y estimúlame. Hazlo para disfrutar… para sentir, y hazlo para mí. Entrégate… Pídeme,… que te daré.

Tras varios e intensos minutos observándola en su abandono al mar de sensaciones en que nadaba, susurrándole palabras soeces y crudas, estimulándola, motivándola, ella se encendía y jadeaba con mayor intensidad. Pepi había descubierto la paja, y había quedado enganchada, sin voluntad, arrastrada por las sensaciones y la cadencia del estímulo. Con ritmo lento, pero constante. Frotándose el pubis y penetrándose la vagina con una mano y pellizcándose, magreándose, abusándose las tetas y pezones con la otra mano. Tenía los párpados medio caídos, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, y los labios entreabiertos respirando rítmicamente y con intensidad. Ella oía y sentía. La llamó perra, puerca, guarra, así como todo un repertorio variado de palabras obscenas y soeces. Alternando, para amortiguar el impacto y el efecto de ellas, también la llamaba mi perrita, mi guarrilla, mi golfilla…

En alguna ocasión, contagiada por lo que sentía y oía, integrándose en ese submundo, ella abría algo más su boca, inclinando más la cabeza hacia atrás, y ofrecía la lengua para que fuese salivada por él. Así, paladeaba y formaba grumos de saliva que después repartía por sus regordetes dedos, antes de ser nuevamente introducidos en la vagina. En esta tensión progresiva continuaron por un rato. Siguieron y se deleitaron hasta que, soltándole los hombros y apartándose un poco, le dijo.

-Descálzate, quítate las zapatillas, sepáralas un poco, y arrodíllate sobre ellas Pepi –pronunciando con alguna severidad en el tono, y siguió- mantén las rodillas bien separadas. Que permitan buen acceso a tu mano y que sea cómoda tu paja. Que tus suaves muslos no se irriten y te impidan masturbarte. Sigue penetrándote, sigue follándote, no digas nada. No pares en ningún momento.
A la vez que él la hablaba y la dirigía, ella cedía a sus peticiones, y mientras se colocaba de rodillas, no apartaba la mano derecha de su coño. Con la izquierda se apoyó en la pequeña mesita del recibidor, dando un breve descanso a sus pechos, hasta concluir en la posición que él le ordenaba. Mientras tanto, sin que ella se hubiese percatado cómo ocurría, apareció ante sus ojos el pene y los enormes testículos de Manuel. O como él gustaba de decir, la polla y los huevos.

Aparecieron disponibles para ella y a la altura justa, a un palmo de su cara ligeramente más abajo de la línea de su boca. El pene se encontraba casi erecto y en ligero ángulo apuntando hacia abajo en dirección a sus pechos, con el glande ligeramente enrojecido e hinchado, casi descubierto, y muy marcada la corona bajo el tenso y elástico prepucio. Ella lo enganchó con su mirada y no le quitaba los ojos. Mantenía la vista clavada en el ojito del glande y en los grandes sacos testiculares, redondeados y ligeramente caídos por su propia carga. Su movimiento de penetración y frotación vaginal se había vuelto reflejo, automático, rítmico, y producía sin cesar jadeos y respiración intensa entre sus labios medio separados. Parecía como si el descubrimiento y la visión del órgano masculino hubiera dado alas al estímulo masturbatorio. No se atrevía a hablar, ¿para qué? Era dirigida y era agradable. Manuel continuó.

-Pepi. Sigue así… No te pares –Ella miró a Manuel a la cara por un breve instante- Abre la boca… Mantén abierta la boca y muéstrame tu lengua.
Produjo una buena carga de saliva y con precisión y lentitud fue depositando el goterón y su larga cola encima del glande, como si fuese un adorno de crema a un pastel, y a la vez, guiándose con su mano derecha, fue introduciéndoselo a modo de cuchara en la boca, con un ligero apoyo y roce sobre la lengua. Abandonó el pene entre sus labios.

-Chupa Pepi, sorbe y abarca con tu lengua toda la punta de mi polla y extiende la saliva usándola de lubricante… Eso es, así… Fuerza hacia mí el prepucio con tus labios, libera el capullo, y chupa… Sorbe… Chupa Pepi y no te pares. Estira la lengua por debajo,. y sorbe, succiona… Dame una buena mamada. Recréate en ello… Concéntrate en chupar, en mamar, en martirizar tus pezones, y en follarte, en frotarte el coño con tus dedos… Recórreme la polla a todo lo largo, y poco a poco, conforme te acomodas, notarás como crece. Siéntete a ti misma y siente mi polla en tu boca… Es toda tuya en este momento… En el futuro, tendrás que compartir… Aprovéchate Pepi… Sé mi guarrilla… Demuestra que sirves Pepi. Cógele el ritmo. Sigue así… ¡Hum! bien Pepi, bien… No te pares pequeña, no te pares.

Durante varios minutos, Manuel, con las manos en las caderas, el vientre adelantado en posición oferente, piernas ligeramente separadas, y mirando hacia abajo la escena sin perder detalle, permitió sin moverse, que ella fuese el motor. Motor constante, motor rítmico. Lento pero constante y gradual. Le dio riendas y ella las tomaba. Él se dejó hacer disfrutando y observando desde arriba cómo ella exploraba y se impregnaba de nuevas sensaciones, nuevos estímulos. Cómo absorbía el entrenamiento y se introducía paso a paso en ese submundo de lujuria y sumisión.

Ella, de rodillas, sobre sus zapatillas de tela de albornoz, tenía los muslos separados en uve invertida, con el camisón recogido en un pliegue en las costillas, bajo los pechos. Los muslos, y su levemente inflamado vientre, con su generoso ombligo en el centro, eran parcialmente visibles. Muslos blancos, suaves, marcando ligeras tensiones musculares sincronizadas con el vaivén de los dedos en la vagina. Su cabeza iba y venía, con el movimiento de succión y lamido, con el acercamiento y alejamiento al vientre de Manuel, mientras le chupaba el pene desde el glande hasta casi la raíz de su base. Sacaba y enroscaba la lengua recorriendo por toda su longitud el miembro erecto de Manuel, incluso los laterales, mordiendo con los labios y paseando a todo lo largo la lengua. Experimentaba y descubría.

Actuaba con aplicación como si de una alumna aventajada se tratara. Con el trasiego de vaivén, la barbilla rozaba a veces de forma suave los testículos, que adquirían cierto balanceo. Los pechos abusados y manoseados, especialmente el izquierdo y su pezón, sufrían cada cierto tiempo pellizcos y estirones de su mano izquierda. Los labios se mostraban muy brillantes, cubiertos de babas y saliva, cada vez más abundante y pegajosa.

Ella tenía marcado en el subconsciente, un sueño parecido y nunca realizado, sólo imaginado. Y ahora, como emergiendo de la nada, en un flash repentino, veía parte de sus imaginaciones de tantos años y años, casi realizándose. No podía creer que lo estuviese viviendo. Inmersa en sus sensaciones, estaba como flotando. Chupaba, mamaba, lamía, se follaba a sí misma, abusaba de su cuerpo, temblaba, se estremecía. Todo fluía, todo funcionaba. Perdía consciencia de su postura incómoda y poco familiar. Estaba en la gloria, en el cielo. Estaba disfrutando por primera vez en su vida con un acto sexual. Se sentía dirigida, controlada, alcanzando satisfacción, y agradecida. Nunca antes mamó una polla. Nunca antes se masturbó. Nunca antes abusó de sus pechos. Todos los actos le eran conocidos, por alguna lectura, algún comentario oído, alguna imagen, pero jamás tuvo plena consciencia ni mucho menos, pudo realizarlos.

A intervalos, cada cierto tiempo, completamente inmersa en la sumisión y en el juego, detenía el movimiento de succión, la propia mamada, apartándose del erecto miembro, echando la cabeza ligeramente atrás y a un lado, con la dura polla rozándole y humedeciéndole la mejilla, y sin dejar de masturbarse, de pellizcarse, le volvía a pedir, unas veces con palabras, otras veces sólo con el gesto:

-Salívame por favor –entreabriendo los labios y asomando la lengua-
-Con gusto mi pequeña, con gusto mi guarrilla. Sigue así mi puerca –le respondía adoctrinando Manuel, enfatizando cada palabra, clavándole en la mente cada una de ellas.

Y recolectando entre lengua y recovecos desde el interior de su propia boca, producía un goterón largo y espumoso que dejaba caer con puntería en el centro de la lengua. Justo hacia el interior de la ansiosa y ya lujuriosa boca de ella. Pegotes de saliva y escupitajos que, unas veces con lentitud descolgaba desde arriba, y otras, acercando su boca hasta la de ella, escupía lanzando con fuerza en su interior. Así continuaron durante varios minutos.

Él, estático, sólo sirviendo escupitajos cuando ella se lo pedía, y permitiendo que su erecto miembro fuese accesible en toda su longitud. No se le oía.
Ella, produciendo jadeos, ronroneos, movimientos rítmicos de la cabeza, sonidos de fluidos, sorbidos de saliva, lametones, succiones, protuberancias en sus mejillas debidas a la presión del glande en la pelea por dar cabida al cada vez más duro y generoso pene, chasquidos babosos de sus dedos en su entrada y salida vaginal, apretones de sus pechos y estirones y pellizcos a sus pezones. Una máquina lujuriosa de generar sensaciones y sonidos que parecía requerir como único recurso, saliva, escupitajos de espumosa saliva. Saliva y babas para lubricarse y poder continuar sin detenerse.

Él, mirando en detalle todo lo que tenía delante y sintiendo las caricias y batallas en su órgano. Manuel observaba la cara, la boca babeante y rebosante de hilos de saliva, los pechos temblones como vibrantes tacos de gelatina, los pezones erguidos y marcados bajo la tela, el perfil trasero de las nalgas semiocultas, las plantas de los pies desnudos encallecidas, agrietadas, y obscenas, la cadencia en la entrada y salida de la mano entre los muslos, y los apretones y pellizcos que se infligía ella con su mano izquierda en las tetas y pezones.

Manuel estaba hipnotizado ante la escena que transcurría. Sentía, disfrutaba y se embelesaba mirándola. Admirando sus progresos y su conquista. De vez en cuando observaba su reflejo en el espejo del recibidor. Podía verle por detrás y en ángulo casi medio cuerpo desde arriba hacia abajo. La nuca, la espalda, la curva del culo bajo la tela algo ceñida y alzada por la tensión del pliegue en la cintura, la parte posterior de uno de los muslos donde se unen a las corvas, liso y redondo, marcando intermitentemente los tendones con el vaivén de la cabeza, una de las pantorrillas blanca y rellenita, un tobillo de piel muy suave y huesudo, el talón de un pie con grietas en los bordes, y la planta arrugada y callosa de uno de los pies desnudos.

Este relato es parte del primer capítulo. Continuará si así lo requieren los lectores .
Datos del Relato
  • Autor: pkron
  • Código: 26862
  • Fecha: 16-02-2013
  • Categoría: Maduras
  • Media: 4.06
  • Votos: 18
  • Envios: 2
  • Lecturas: 5713
  • Valoración:
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