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Di un pequeño respingo cuando sentí en la espalda el frío líquido del masaje. Fue sólo un instante. La sensación se volvió placentera de inmediato, cuando las expertas manos de Mónica comenzaron a deslizarse por mi piel.
–¡Vaya! Estás muy tenso, Gabriel. Va a costar soltarte estos mudos.
–Mmm… Sí. Es el estrés. Si no fuera por tus maravillosos masajes, Mónica, no sé cómo sobreviviría.
–¡Adulador!
Tumbado boca abajo como estaba no podía ver su cara, pero noté que sonreía. No le había mentido respecto al efecto de sus masajes, pero existía otra razón menos confesable para acudir cada semana a su consulta. Era una mujer imponente. Bajo su escueta y fina bata intuía su anatomía rotunda, joven y prieta, plena de apetitosas concavidades y convexidades. Una curvilínea orografía cuya sola presencia me ponía cardíaco. Habría acudido a cada cita sólo por sentirla cerca, pero que además sobateara y estimulara cada músculo de mi cuerpo con aquellas manos de largos y habilidosos dedos era un placer irrenunciable.
Trabajó con insistencia la zona alta de mi espalda, donde más agarrotados se hallaban músculos y tendones. Cervicales y omóplatos se relajaron a medida que sus yemas se clavaban en mi piel. Luego descendió siguiendo la huella de la columna hasta la zona lumbar, apartando la toalla que cubría mis glúteos. Trabajó con determinación la difusa línea que separa espalda y culo, despertando mi libido cuanto más se aproximaba al comienzo de la raja.
–Mmm… ¡Ahí, ahí! Llevo días con una molestia insoportable a la altura de la curcusilla.
–Sí, ya lo noto. Habrá que trabajarla a fondo.
Apartó casi por completo la toalla, dejando al descubierto la mayor parte de mi trasero y aumentó el radio de sus movimientos, hasta masajear mis nalgas. Las refregó con fuerza. Me desprendió de mi única prenda y continuó con mis muslos. De afuera hacia adentro sus dedos se introducían cada vez más entre mis piernas, hasta que alcanzaron el perineo. Lo frotó entonces con delicadeza, pero con decisión. El corazón se me agitó y noté como la polla comenzaba a hinchárseme. En ninguna sesión anterior Mónica había trabajado tan “a fondo”, aunque yo no tenía intención de quejarme. Permanecí tumbado, con la mejilla contra la camilla y los ojos cerrados, expectante.
Su masaje continuó, separándome los glúteos e introduciendo sus dedos entre ellos. Buscaron el ano y lo estimularon.
–Hace falta relajar este músculo.
Relájalo todo lo que desees, pensé mientras notaba como mi verga, dura, se incrustaba contra la camilla. Cuando uno de sus dedos penetró mi esfínter me sentí en el cielo. En un principio el precio de cada sesión me había parecido algo elevado. Ahora pensaba que no le pagaba lo que valía. Continuó frotando ano, glúteos y perineo, rozándome la bolsa escrotal. Entonces se detuvo.
–Bien. Esta parte ya está. Date la vuelta. Ahora continuaremos por delante.
Me quedé parado, sin saber muy bien qué hacer. Debía volverme y mostrar mi fuerte erección. No estaba seguro de cómo iba a reaccionar cuando la viera. Me decidí, giré el cuerpo y me coloqué boca arriba, con la polla apuntando gloriosamente hacia el techo. Mónica no hizo ademán alguno, manteniendo su gesto concentrado y profesional.
Situó sus manos en mi pecho y continuó el masaje. Primero pectorales, luego abdomen y, al fin, pubis e ingles. La proximidad de sus dedos a mis genitales completó mi excitación. La rigidez de la erección alcanzó una presión casi dolorosa y el glande brillaba con el líquido preseminal que goteaba a lo largo del fuste. Intuyendo mis sensaciones la mano de Mónica sujetó mis testículos y los masajeó, como si jugara con dos canicas entre sus dedos.
–Este músculo está muy tenso –dijo mirando mi polla–. Habrá que dedicarle especial atención.
Sin dejar de sobarme los huevos, con la otra mano agarró la verga y comenzó a masturbarme. No pude evitar un gemido de placer.
–Así, eso es, Gabriel. Relájate y déjame hacer.
Miré su cuerpo, rotundo y sensual, tan cerca y sólo separado de mí por la fina tela de la bata. Me decidí, extendí la mano y la posé en su muslo. Aguardé su reacción, pero no se movió ni intentó apartarme. La deslicé entonces hacia arriba, disfrutando de su tacto suave, sedoso y ligeramente húmedo de sudor, provocado por el esfuerzo físico y la elevada temperatura del ambiente acondicionado. La sumergí bajo la prenda y alcancé su glúteo. Como había intuido, debajo sólo llevaba puesto un escueto tanga, idea que siempre me había puesto muy cachondo.
Deslicé mis dedos entre sus nalgas y seguí con las yemas el escaso cordón que se introducía en la raja. Lo aparté y acaricié el anillo de carne de su ano. Respondió a mis caricias dilatándose y abriéndose. Introduje el dedo y lo estimulé. Mónica me recompensó acelerando su masaje en mi polla, mientras su otra mano buscaba a la vez mi ano. Yo desplacé la mía y la introduje en el pequeño triángulo de tela que cubría su coño. Metí mis dedos entre los tiernos pliegues de carne. Estaba mojada. Jugueteé con sus labios antes de localizar el clítoris y masturbarlo con pasión.
La paja que me estaba haciendo alcanzó una cadencia vertiginosa, descubriendo y ocultando mi glande en el prepucio con una potencia que parecía que fuera a arrancármelo. Todo mi cuerpo se tensó cuando la oleada de placer recorrió mi bajo vientre, hasta estallar en un fuerte orgasmo que expulsó un abundante chorretón de semen. Me derrumbé sobre la camilla, agotado pero muy satisfecho.
–Bien –dijo Mónica limpiándose mi leche de la mano con una toalla–, hemos terminado. ¿Qué tal te encuentras?
-Mmm… –me costó articular palabra–. Bien, bien. Muy relajado. Tus masajes cada vez me gustan más, querida. ¿Cuándo puedes darme cita para la siguiente sesión?
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