RELATO INMORAL (1)
La enamorada.
Debo confesarlo, es necesario que lo confiese: En mi casa ha entrado un súcubo que me hace la vida imposible. Aunque mi casa no huele a azufre sé que es el demonio en espíritu de mujer.
El psiquiatra me ha dicho que padezco neurosis, pero yo sé que no es cierto. Tengo nervios de acero. Soy de una impavidez que asusta, incluso me asusto yo mismo de lo impávido que soy. Sólo pierdo la serenidad con Lina Gálvez, una jovencita de 23 años de curvas de instrumento musical con clavijas que ustedes imaginan; a la jovencita me refiero, no a las clavijas.
Frecuenta mucho el Restaurante Mouriño y somos muy amigos. He hablado de ella y de su desarrollada anatomía más de una vez. Hagan memoria, verán como sí se acuerdan. En fin, como observo que no la recuerdan les diré que es algo así como esa preciosidad que sale por la tele bailando con unas maracas, moviendo las caderas y tal y arrastrada por un perro que muerde un trapo sin decir ni mu; ella, no el perro. Creo que se llama Meg Ryan; pues una cosita así es Lina Gálvez, pero más rellenita y sin maracas ni perro.
Hace unos días que Juanjo Ripollés nos ha comunicado que se casa y, claro, la pobre Lina se quedó desconsoladísima, vamos, desconsolada del todo y a punto de prorrumpir en amargo llanto. Incluso hacía pucheritos mirándome con una carita tan lastimosa que me dio una pena gordísima porque sé que está muy enamorada del muchacho.
Hace tiempo que Lina me ha tomado por confidente, único y exclusivo confidente, de sus dilatadas penitas de amor porque soy hombre comprensivo y razonable.
Era mi obligación consolarla y eso hice; la consolé durante dos horas y diez minutos. Soy muy sensible yo. Me angustian las penas de amor y me enternezco fácilmente con las tribulaciones de todas las Meguis Ryanes de este mundo, siempre que no sean como esos cardos de las cunetas. Lina no es un cardo, más bien una escultura y hay esculturas que son verdaderas obras de arte y yo, ¿qué le vamos a hacer?, soy un enamorado del arte.
Eso de que estoy neurótico es la disculpa de todos los psiquiatras cuando no saben a que achacar la dolencia del paciente. Lo que yo sé a ciencia cierta es que en mi casa vive una súcubo que no por invisible es menos traumática. Se ha propuesto hacerme la vida imposible.
No me deja ni a sol ni a sombra, todo me lo discute, nada de lo que hago le parece bien y a tal punto es insoportable que, cuando ya estaba a punto de consolar del todo a la pobre Lina Gálvez, sonó el timbre de la puerta con tal insistencia que por narices tuve que salir a abrir.
¿Creen ustedes que había alguien? Pues no señor, no había nadie. Sé positivamente que fue la súcubo. Y no es ésta la primera vez que me hace una villanía tan canallesca.
Maupassant ha escrito de cómo, para un escritor, sus propios placeres y sus propios dolores deben ser elementos preciosos de observación y no por eso podemos considerarlo neurótico. La filosofía de Schopenhauer se basa principalmente en que Schopenhauer era un amargado, un fracasado con las mujeres y de ahí su misoginia.
Pero yo no estoy neurótico y mucho menos, pero muchísimo menos, soy un misógino. La prueba evidente es que aquella tarde cuando estaba a punto de consolar del todo a la encantadora Lina Gálvez, al regresar de la puerta con los pantalones bien puestos, la corbata en su sitio y las braguitas escondidas en el bolsillo, al sentarme de nuevo muy comedido en el sofá le pregunté:
-- ¿Quieres un cubata?
-- No, prefiero una ducha – me respondió tímidamente.
-- ¿Fría o caliente?
-- Mejor, templada.
Estuve de acuerdo. La templanza es una de las cuatro virtudes cardinales y lo crean o no, aquella tarde, la invisible sinvergüenza de la súcubo que me acosa, me hizo otra jugarreta de mucho cuidado. Cuando ya estábamos bajo la templanza del agua enjabonándonos mutuamente, empieza a salir agua fría como el hielo. Cerré el grifo y salimos pitando de la bañera.
-- Espera un momento, no te vayas – le dije, temeroso de que pudiera salir a la calle vestida con su traje de espuma.
--No me voy, pero ¿adónde vas tú?
-- A cambiar la botella, nena, seguro que se acabó el butano.
Pues no, no se había acabado el butano, lo que pasaba es que la muy sinvergüenza de la ectoplasma había cerrado el paso del agua caliente del termo pero yo, que tengo recursos para todo, decidí dar cumplida cuenta de mis buenos sentimientos hacia la afligida muchacha.
¿Saben lo que hice? Llené el baño de agua tibia y, por fin, pudimos quitarnos los trajes de espuma sin que nos picaran los ojos; ante un hecho tan insólito volvimos a enjabonarnos de nuevo con delicada parsimonia. De verdad le aseguro que fueron dos enjabonadas durante las cuales me sentí el hombre más feliz de casi toda Europa.
Pero no pararon ahí las bellaquerías de mi invisible y molesta compañera de vivienda, porque de nuevo, para hacerme la puñeta, hizo desaparecer las toallas y tuvimos que secarnos con las sábanas del dormitorio. ¿Se fijan ustedes que mala entraña tiene? Son intolerables las perrerías que tengo que aguantarle al ectoplasma que me martiriza.
El día que se le ocurra materializarse se va a acordar para los restos de lo que vale un exorcismo. Finalmente, Lina y yo, acérrimos amantes de la buena música, ya que ella toca muy bien el clarinete y yo casi soy un virtuoso de la armónica, decidimos interpretar a dúo nuestra canción favorita: “Devórame otra vez”.
Les aseguro que nos salió bordada. En fin, sigamos. Al final pregunté:
-- ¿Qué tal, nena?
Me guiñó un ojo y pensé que bien merecía la pena que también me guiñara el otro. Con este pensamiento tan ecuánime y conveniente inicié los primeros arpegios del “Himno de Riego” y, como ocurre en estos casos, llegó la apoteosis final y, efectivamente, nos regamos mutuamente.
Sin embargo, sucedió algo asombroso, algo de lo que no me había dado cuenta la primera vez. No me explico como me pasó por alto un detalle tan curioso.
En mi vida había visto semejante cosa, quizá ustedes si lo hayan visto y no les extrañe pero a mí me dejó estupefacto porque nunca había conocido a una mujer que abriera los ojos desmesuradamente cuando el clímax la estremece y por un momento temí que la ectoplasma de los demonios estuviera sujetándole los párpados. Nada de ponerlos en blanco, no, no, abiertos como platos y seguramente sin verme, aunque no estoy seguro... tampoco estaba yo en aquel momento como para preguntárselo.
-- ¿Qué tal, nena? – inquirí al cabo, para recabar su opinión.
-- Ha sido magnífico, cariño, reconozco que eres un virtuoso.
-- ¿Y qué te parece como toco la armónica?
-- ¡Fantástico, Toni! – exclamó con lánguida mirada – Un verdadero maestro.
-- Pues aún lograremos hacerlo mejor si continuamos practicando todos los días.
-- Cariño, tú eres el director de orquesta, haremos lo que tú digas.
Es para sentirse orgulloso, ¿no les parece? Sinceramente, si ya era su cariño no me quedó más remedio que felicitarme a mí mismo por mis grandes dotes musicales; había conseguido que olvidara su tristeza y angustia recuperando su alegría de siempre y, por lo tanto, le pregunté:
-- ¿Nos vamos a cenar?
-- ¿Adónde? - quiso saber, con voz melosa.
-- A casa Mouriño – respondí, y de nuevo me guiñó un ojo comentando:
-- Eres un diablo y lo sabes ¿verdad?
-- No, te equivocas, soy muy buena persona, nena.
-- Sí, cariño, como el burro del gitano, el que no te conozca que te compre – y se reía a carcajadas.
Por un momento creí que el espíritu maléfico que vivía conmigo se había largado. Comprendí que estaba consolada del todo cuando me dijo que tenía hambre. Era natural, por eso, elegantemente vestidos, nos fuimos a cenar.