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Regalada y traicionada

LUISA
Luisa vive absorbida por las cosas cotidianas de toda mujer casada y en la tranquilidad de ese barrio semi residencial de Buenos Aires, transcurre sus días en una bucólica calma que, aunque ella no es consciente de aquello, la aparta de la cruda realidad.
En realidad, la pobre mujer no es consciente de casi nada que suceda a su alrededor desde su más temprana adolescencia. Hija de un hombre viudo desde que ella tenía cinco años, guarda muy pocos recuerdos de su madre y ninguno de la vida hogareña precedente a ese suceso.
Tan sólo a pocos meses de su viudez, el hombre se dio cuenta de que, aunque acaudalado y poderoso, era incapaz de criar adecuadamente a una niña y la encerró pupila en un severo colegio de monjas.
Esa institución era muy particular y como las pupilas que se aceptaban obedecían más a conveniencias económicas y de relación del obispado que a las de un verdadero colegio, el número de muchachas se reducía a poco más de doce. También incidía en el régimen interno, el hecho de que casi todas fueran de distintas edades y, como no se consideraban condiscípulas ni compartían más que algunas tareas comunes, el clima era aprovechado por las monjas para influenciarlas hacia el camino de los hábitos.
En verdad y hasta el momento de la muerte reciente de su padre, ella había aceptado casi como parte de un orden natural el convertirse en religiosa y hasta vestía con comodidad el hábito gris de novicia. Sin embargo, y por suerte para ella, el fallecimiento del hombre a quien prácticamente no conocía y sus ya cumplidos dieciocho años, la obligaron a salir del encierro de los claustros para hacerse cargo oficialmente de los bienes de su padre.
Sorpresivamente y aunque su educación y modales habían sido esmerados, descubrió que realmente existía un mundo más allá de las altas paredes del convento y, guiada por una prima de su padre aparecida mágicamente por los intereses en juego, ingresó a esa sociedad que le habían prohibido.
Despierta, inteligente y bonita, mucho más de lo que ella misma apreciaba, rápidamente se adaptó a cambiar los rústicos hábitos por un moderno vestuario que la favorecía y merced a ciertas intrigas tejidas por la mujer, se relacionó con un hombre siete años mayor con el que al cabo de seis meses contrajo matrimonio.
Desconociéndolo todo del sexo, le costó aceptar lo que para su marido eran prácticas normales entre hombre y mujer pero también era cierto que su marido había demostrado poseer una infinita paciencia para no herirla pero, en su perseverancia, la había conducido por los más intrincados vericuetos del sexo como si fueran naturales hasta hacerla aceptar con beneplácito prácticas que ninguna mujer decente consentiría, claro está que desconociendo esto en lo absoluto.
Tras diez años de matrimonio, tenía que aceptar que esas relaciones no sólo la satisfacían plenamente, sino que en su entrega total, era ella quien le exigía y se exigía en buscar nuevas formas de satisfacción. Por otra parte, agradecía a Mabel y a Dios haber encontrado a alguien tan capaz como él para hacerse cargo de la administración de sus bienes y empresas, a los que ella ni siquiera conocía y hubiera sido incompetente para manejar por sí sola.

Sin embargo, existían huecos que no acababa de entender pero en los cuales no quería ahondar para no disgustar a Julián, entre los que se contaba su reticencia a tener descendencia cuando ella se moría por ser madre y completar de esa manera su ciclo como mujer. Pero el huso de la vida teje la trama del destino y de la manera más brusca e inesperada, todo cobró sentido para ella.
De regreso de una de esas tardes en las que perdía su tiempo ocioso en compras fútiles e innecesarias pero que la distraían de su rutina de mujer desocupada, había entrado por la puerta de servicio para dejar ciertas cosas en la despensa, cuando escuchó el run-rún velado de una conversación.
Poniendo atención, consiguió distinguir las voces de su marido y Mabel. Contenta porque hacía tiempo que no veía a la que consideraba su mentora aunque la mujer fuera tan sólo diez años mayor, salió presurosamente de la cocina para dirigirse al living, cuando algo en el tenor de las voces la hizo retrasar su marcha para detenerse a escuchar atentamente en la antesala.
Las voces poseían ese tono inconfundible que da la pasión y evidentemente manifestaban los agónicos placeres del momento cúlmine del sexo. Atreviéndose a descorrer el bandó lateral del arco que comunicaba ambos ambientes, verificó que la pareja semidesnuda se encontraba entregada con frenesí a un coito vigoroso que, al cabo de unos momentos, alcanzó su más alto clímax y ambos amantes de desplomaron agotados sobre el largo sillón de cuero.
Al golpe brutal que significaba descubrir que las personas en quien más confiaba la traicionaban de la manera más vil y que la había paralizado, incapacitándola de reaccionar, se sumó la conversación de los amantes. Con esa calma que da la habitualidad de los viejos amantes, entre mimosos escarceos en los que demostraban la pasión que los habitaba, intercambiaron frases en los que su nombre aparecía repetidamente.
Prestando aun más atención, pudo reconocer el tono burlón con que la pareja se refería a ella y así descubrió como eran amantes de antaño y que todo aquello había sido urdido para no sólo manejar sus riquezas sino para quedarse con ellas en un futuro no muy lejano.
Condicionada por Julián y aunque se insertara en el mundo que correspondía a su rango, lo había hecho de la manera más frívola y los diez años de casada sólo le habían aportado una vasta y rica experiencia sexual pero no la soltura y decisión necesarias como para enfrentar a los amantes. Gazmoña y mojigata como cuando aun era una niña, escondió su pena infinita y retirándose con cautela, salió de la casa para no ser testigo cómplice de su infidelidad.
Absorta y meditabunda, masticando la evidencia de que fuera engañada desde el preciso momento en que abandonara el convento, prestándose con fervoroso agradecimiento a las mentiras de la mujer, a la falsa seducción de Julián y a su sometimiento sexual, fue madurando una venganza que fuera más allá del escándalo o el suicidio, impensable este por sus creencias religiosas. La profundidad primitiva de su arcaico pensamiento judío-cristiano, la hacía tomar para sí toda la culpabilidad y si bien no se atrevía a cobrar venganza física en Mabel ni Julián, la posibilidad de expiar sus culpas inmolándose, fue adquiriendo cada vez más fuerza. Pensando cual era el mayor pecado por el que podía pagar, encontró que sólo una vía daría escape a su sacrificio; si su marido la había envilecido como a una ramera y a su vez la ofendiera traicioneramente a través del sexo, entonces sería a través de este con el que cobraría venganza ya que, en definitiva, era lo único que sabía hacer.
En su vagabundeo y sin precisar en qué momento había caído la noche, se encontró deambulando por la Avenida de Mayo y como si fuera una indicación divina, sus ojos captaron los crudos reflejos del cartel luminoso de un cine de películas condicionadas. Admirando con asco las escenas explícitas de las fotos pegadas a los cristales, se dijo que sólo personas con desviaciones sexuales o mentes enfermizas podía hallar satisfacción en presenciar semejante espectáculo y precisamente, ella necesitaba el auxilio de alguien que la condujera al sacrificio por terrenos tan salvajemente escabrosos como lo hiciera su marido durante años.
Mientras sacaba con vergonzosa timidez la entrada, captó que el espectáculo carecía de intervalo durante las veinticuatro horas y diciéndose que aquel era un designio del destino, entró con desconfiada prudencia a la sala. Lo primero que la golpeó, fue el fuerte olor a desodorante de ambientes barato, junto a una indescifrable mezcla de sudores, orina y vaya a saberse que otros desperdicios orgánicos, aunque se los imaginaba.
Quedándose parada contra el grueso cortinado de la entrada, esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. La sala era estrecha y profunda; unas quince filas de diez asientos eran escasamente iluminadas por los resplandores de la pantalla y lo que realmente aturdía, era el nivel del sonido que reproducía los ayes, gritos y gemidos de los protagonistas. En esas pocas butacas y esparcidas como para proteger su privacidad, se veían escasamente unas quince cabezas entre las que sólo dos aparentaban ser femeninas.
A medida en que transcurrían los minutos, sus ojos parecían captar cada vez con mayor claridad los detalles y, así como presumió que un par de hombres se estaban masturbando a juzgar por sus movimientos en el asiento; alcanzó a ver como un hombre estaba estrechamente abrazado con otro y una de las mujeres desaparecía de su vista al arrodillarse frente a otro espectador, en lo que ella sospechó era una felación.
Al parecer, el objetivo no era sólo excitarse con el contenido de las películas sino que estas eran en realidad el caldo de cultivo en el que se regodeaban practicando el sexo indiscriminadamente. Felicitándose por lo acertado de su elección, se fijó en la figura masculina que estaba más alejada de las demás y justo en el rincón del fondo de la sala. Sin aparatosidad y cuidando de no hacer ruido, se acercó al hombre para tomar asiento silenciosamente en la butaca vecina.
Con la cabeza apuntando fijamente hacia la pantalla y las manos aferradas nerviosamente al brazo del asiento, observó con el rabillo del ojo que el hombre manoseaba una fláccida verga y, como evidentemente su actitud respondía a un modo habitual de “levante”, percibió con una crispación que le encogió el estómago, que su vecino le acariciaba primero la mano como para comprobar su pasividad aquiescente y guiarla hacia la entrepierna.
Aunque ese era su objetivo, la liviandad de su conducta y el tocar un miembro que no fuera el único que conociera en su vida, le otorgó cierta torpeza a sus dedos pero el hombre, sin presionarla pero con firmeza, la hizo rodear la verga con ellos. El primer contacto le causó verdadera repulsa e intentó retirar la mano sin demasiada convicción, pero su vecino la colocó entre sus dedos para luego mover estos en una burda imitación a una masturbación.
Aun tumefacto, el miembro era bastante más grande de lo que acostumbraba ser el de Julián en esa misma instancia y, a pesar de estar cubierto por una capa pringosa que ella estimó sería de sus sudores y la expulsión de sus eyaculaciones, de manera instintiva los dedos lo rodearon para someterlo a una serie de apretujones que con su paulatino endurecimiento, fue combinando con lentos vaivenes masturbatorios.
Ya no prestaba atención a lo que sucedía en la pantalla e inconscientemente, sus ojos buscaron los del hombre quien, con una grosera sonrisa de lascivia en sus labios, la incitó para que se la chupara. Contra todo lo que ella hubiera pensado de sí misma, se quitó la chaqueta del trajecito para colocarla sobre el piso como una alfombra donde apoyaría sus rodillas, en tanto observaba como el hombre había terminado de desprender su pantalón y lo bajaba hasta los tobillos junto al calzoncillo.
Era notable como la simple vista de un órgano masculino la excitaba y no sólo lo atribuía a una natural curiosidad por descubrir lo desconocido sino a un nuevo sentimiento de gula sexual asociado a una feroz sensación de vindicta.
Por haberla practicado asiduamente en su marido, la felación era uno de los actos en que desarrollaba más variantes en la combinación de sus labios y lengua con los dedos. El olor acre que se desprendía de la entrepierna, lejos de repugnarle parecía hacer más profundo el nivel de su degradación y con el martirologio como objetivo, mientras sostenía erguida la verga con los dedos de una mano, alzó la bolsa pringosa del escroto con los de la otra para llevar su lengua tremolante a estimular directamente la negra apertura del ano.
Seguramente el hombre no esperaba esa predisposición y con una sorda exclamación de contento, se desprendió de la ropa arrollada en sus tobillos para levantar las piernas y colocar los pies sobre el respaldo de la fila delantera. El sabor acre característico de cualquier ano había terminado de obnubilar a Luisa y en tanto proseguía con el jugueteo de sus dedos en la verga, hurgó con la punta de la lengua en el haz de músculos del ano para sorber con hondos chupones su saliva sazonada por los fuertes sabores.
Involuntariamente, el hombre sacudía en cortos remezones su pelvis al tiempo que la calificaba con voz ahogada de ser una verdadera prostituta. A su afán por sacrificarse para redimirse de sus miserias, esos insultos sonaban a música y la alentaban a profundizar aun más la vileza de su humillación; chupeteando y sorbiendo los jugos que parecían brotar del intestino, ascendió el corto trecho del perineo y se complació recorriendo los meandros de los arrugados testículos hasta que su glotona voracidad pudo más y la lengua ascendió vibrante por el grueso tronco de la verga, acompañada por las ávidas succiones de los labios.
El tacto ya le había hecho comprender que la parte inferior del glande estaba circundada por el pellejo lábil de un abundante prepucio y al llegar a él, tras remangarlo con los dedos, la lengua escarbó en el surco que protegía para encontrar en él esa especie de mantequilla olorosa, residuo de sudores y esperma avejentada. Una náusea atacó su garganta pero haciendo de tripas corazón, se dijo que aquello aquilataría su sacrificio y el nivel de íntima venganza que eso le proporcionaba, la hizo envolver con sus labios la depresión para luego chupetearla intensamente hasta que con el auxilio de la lengua, el canal quedó totalmente limpio y entonces, abriendo la boca hasta casi dislocar sus mandíbulas, encerró al ovalado glande para ir introduciéndolo a la boca.
Ciñéndolo con los labios en la depresión, inició un corto vaivén de la cabeza en tanto succionaba hondamente la verga mientras sus dedos masturbaban reciamente al falo. Obtenida la rigidez total del miembro, fue metiéndolo dentro de la boca utilizando la lengua mojada como alfombra hasta que la punta del glande rozó su campañilla y reprimiendo la náusea, comenzó con un lerdo subir y bajar que fue colocando en el hombre un sordo bramido de satisfacción y en ella esas punzadas ardientes que preanunciaban, sino la extraña y sublime satisfacción de un verdadero orgasmo, por lo menos el alivio de una buena eyaculación.
Luisa notaba como el hombre iba envarando el cuerpo en esos remezones que preludian la expulsión seminal y, prudentemente, trató de sacar el falo de la boca para hacerlo acabar con la masturbación de sus manos, pero, anticipándosele, él le tomó la cabeza entre sus fuertes manos para impedirle que se retirara y sosteniéndola para que se quedara inmóvil, meneó su pelvis de tal manera que parecía estar penetrando una vagina.
Ella estaba espantada por lo que el semen pudiera llevar a su cuerpo pero a la vez tenía miedo de resistirse porque desconocía hasta donde llegaría la brutalidad del hombre. Paralelamente, esa violencia colocaba en el fondo de sus entrañas un escozor de clara excitación y con el alivio revolviéndose en su vientre, se apoyó en los recios muslos y cooperando con fuertes succiones, dejó que el hombre se satisficiera hasta que en su boca estalló una cantidad inmensa de esperma.
Su actitud era contradictoria, ya que por un lado la asqueaba ser tratada como una vulgar prostituta por ese hombre brutal, pero a la vez, el sabor almendrado del semen que era dulce néctar para ella, derrumbó las compuertas de la compostura y en tanto deglutía lentamente la lechosa melosidad, la paladeaba con fruición y recogía con los dedos las chirleras que escapaban por la comisura de los labios, hasta que por la vagina y mojando la bombacha, fluyeron los torrentes acuosos de su propia satisfacción.
Fatigada por el esfuerzo, se dejó caer contra el respaldo de los asientos de la fila anterior, tratando de recuperar el aliento y la compostura, mientras que el hombre, posiblemente para tratar de evitar algún problema, se colocaba prestamente los pantalones y levantándose, se perdía en la penumbra.
Sabiéndose protegida por la oscuridad, se levantó para volver a ocupar la butaca, tras lo cual arregló el desbarajuste que el hombre hiciera con su pelo y, ya más calmada, se dijo que el preámbulo de su misión se había concretado con creces pero, al mismo tiempo descubrió que, sin abandonar el anhelo de venganza y la expiación de su culpa, unas ansias salvajes por satisfacerse sexualmente como nunca lo había hecho, parecían alimentar las ascuas ardientes del volcán en su bajo vientre.
Diciéndose que si salía de allí con el propósito de repetir la experiencia, seguramente su cordura la haría apreciar el nivel de esa locura, pero en ese momento, el haber realizado aquel acto ignominioso con el hombre, no sólo llenaba de acoples fantásticos su mente sino que la compulsaba a satisfacerlos de la forma más vil e infamante.
Buscando en el bolso un pañuelo de hombre que siempre llevaba como elemento auxiliar de limpieza, fue humedeciéndolo con saliva para terminar de eliminar de sus pestañas de los restos de maquillaje y despojó a sus labios del poco rouge que aun quedaba en ellos, hecho lo cual, se quitó la bombacha cuyo refuerzo dejaba escapar la tufarada de sus emisiones vaginales y limpiando cuidadosamente con ella la vulva, la escondió debajo del asiento.
El trajecito sastre no favorecía justamente la libertad de movimientos que necesitaba y trató de solucionarlo eliminando barreras que facilitaran sus propósitos, para lo cual se despojó de la blusa y el corpiño que guardó previsoramente en el bolso y cerrando solamente los botones superiores de la chaqueta, se dijo que ya estaba lista para emprender otra etapa de su periplo.

Más allá de su propósito de entregarse físicamente y tomar venganza, inmolándose en un intento de lavar la culpa por su comportamiento de impúdica concupiscencia al que se diera durante todo esos años, la felación que efectuara al hombre le había hecho comprender que su más íntimo goce iba mucho más allá de la vindicta y que ahora, como una perra en celo, con sus ansias orgásmicas insatisfechas y seguramente influida por el sonido que parecía invadirla por cada poro de su ser, comenzó a pasear su mirada por las cabezas que sobresalían entre los asientos, evaluando fríamente cual de aquellas personas sería su próxima víctima.
Observándolas durante un rato, cayó en cuenta que lo que ella consideraba una desvergonzada aventura, para algunos de esos espectadores era evidentemente una práctica habitual y así pudo ver como, además de la primera pareja homosexual, otros hombres se desplazaban por la sala con idénticas intenciones y hasta como otro se acoplaba subrepticiamente en un rincón con una de las mujeres.
Parecía existir una especie de cofradía que tácitamente aprovechaba la oscuridad de la sala para entregarse libremente al sexo con la aparente indiferencia de quienes deberían controlar, ya que parecía no haber nadie más que el aburrido hombre de la boletería. Eso y los movimientos furtivos, la animaron en su propósito y, perdiéndose durante un rato en la alucinante secuencia que desde la pantalla le ofrecían tres fogosas lesbianas, con tal verismo que inconscientemente sus dedos habían convergido a la entrepierna para estimular nerviosamente su sexo, la llevaron a especular con la posibilidad de los desconocido y se preguntó si la solitaria mujer que veía tres filas más adelante se prestaría a eso.
Aunque ella jamás había tenido contacto sexual con otra mujer, conocía sobradamente las técnicas del cunni lingus por ser una de las preferidas con que su marido prologaba casi siempre su introducción a un mundo de tan deliciosas como lujuriosas sensaciones mientras desde la pantalla del televisor eran acompañados por las denodadas entregas de diversas mujeres al sexo lésbico.
Maximizada esa influencia por el tamaño de la pantalla y el volumen insoportable del sonido del cine, se armó de coraje para avanzar por el pasillo y tomar asiento a dos butacas de la otra mujer. De reojo, fue observando que esta no aparentaba ser mucho mayor que ella y que su cuerpo, evidenciando su prodigalidad, parecía querer desbordar el amplio escote de la solera. Sabiendo que la espiaba furtivamente, la mujer se desplazó con felina suavidad al asiento vecino para pasar sin titubeos un cálido brazo sobre sus hombros mientras acercaba la cara junto a su oído para dejarle sentir un mimoso rezongo acompañado por la húmeda caricia de la lengua.
Ese contacto la conmovió e instintivamente, alzó su mano derecha para acariciar temblorosa la corta melena de la mujer. Segura de que estaba bien encaminada, esta dejó a su boca recorrer el cuello en diminutos pero sensuales besos, en tanto que su mano desprendía hábilmente los dos botones de la corta chaqueta.
Los pechos de Luisa no eran grandes ni pesados, pero después de años del manoseo de su marido, habían adquirido no sólo una sólida firmeza que los mantenía erguidos sino también una especial sensibilidad en las dilatadas aureolas y los pezones que, aun sin haber amamantado, largos y gruesos, mostraban un aspecto rugoso, con una particular dilatación del agujero mamario.

Los dedos exploratorios rozaban apenas la tersura de la piel y ese contacto reavivaba los escozores que Luisa sentía en la zona lumbar, mientras la voz enronquecida de la mujer le rogaba mimosa que la llamara Isabel al tiempo que le preguntaba su nombre. La emoción le atenazaba la garganta y sólo después de un par de intentos, pudo vencer al nudo que la cerraba para dejar escapar un casi inaudible, Luisa.
El personalizar el acto parecía actuar como un afrodisíaco en la mujer y en tanto repetía sordamente su nombre asociándolo a exaltaciones de su belleza y de lo que ella se encargaría de proporcionarle sexualmente, labios y lengua buscaron su boca que encontraron entreabierta en un inconsciente jadeo.
La lengua, gruesa pero ágil, escaramuceó primero en la superficie de los labios para luego introducirse a escarbar en las encías al tiempo que los dedos sobaban catadores la firmeza del seno. Instintivamente y en respuesta al ardiente picor que se instalaba en sus entrañas, dejó a la lengua salir al encuentro de la otra para librar un particular duelo en que los labios se abstuvieron de actuar.
Las cortas uñas de Isabel rascaron curiosas la finamente granulada superficie de la aureola, tal vez sorprendidas por su extensión y luego de haberla recorrido repetidamente, convocaron a pulgar e índice para encerrar entre ellos la tensa erección de la mama e iniciar una lenta rotación.
La sensación era bellísima y Luisa, ya desmandada por tan espléndida experiencia, encerró entre sus labios los de Isabel para entregarse apasionada a una serie de succionantes besos que incrementaron aun más su excitación.
Gruñendo quedamente su apasionamiento, la mujer se acomodó arrodillada sobre las butacas vecinas y en tanto asía férreamente la nuca de Luisa para echar su cabeza hacia atrás, facilitando la voracidad de su boca, deslizó la mano por el vientre para que los delgados dedos traspasaran la frontera de la pollera y al comprobar al tanteo la ausencia de la bombacha, con un bramido de entusiasmo, la sacó para dirigirla al ruedo de la falda y con la ayuda voluntariosa de Luisa que alzó el trasero del asiento, la levantó hasta su cintura.
Isabel no se anduvo con prolegómenos y comprobando que la depilada entrepierna estaba ya cubierta de esas exudaciones que humedecen los sexos femeninos, dejó que tres dedos iniciaran un periplo exploratorio que los llevaba desde el mondo Monte de Venus hasta la misma apertura del ano y en cada ida y vuelta de su recorrido incrementaban la hondura de la caricia, separando los labios mayores para estregar los colgajos de los menores, combinándolos con recios apretujones al clítoris y, hundiéndose hasta el pulido cuenco del óvalo, patinando por él, arribaron al agujero vaginal.
A semejanza del hombre, Luisa abrió sus piernas encogidas para enganchar los tacos de los zapatos en el hueco entre las butacas delanteras y facilitar de ese modo el accionar de la mano, en tanto distraía la boca de los besos para expresarle a la otra mujer su satisfacción, exigiéndole ahogadamente que la penetrara con los dedos para hacerle alcanzar el ansiado orgasmo que escocía, mortificando sus entrañas.
Como si su reclamo hubiera vigorizado a Isabel, esta atacó su boca en violentos besos, chupones y lambetazos, al tiempo que dos dedos se introducían a la vagina para luego, encorvándose, buscar en la cara anterior el bultito del Punto G. Después de comprobar con prudencia la consistencia de esa especie de almendra sensible, se aplicó a restregarla hasta arrancar en Luisa un gemido de satisfacción y, cuando esta comenzó a mostrar la profundidad de su excitación, meneando la pelvis y alzándose del asiento para formar un arco con las piernas, la mano comenzó su verdadera masturbación.
Murmurándole soeces referencias a como ella era capaz de hacer gozar a una mujer de su clase, ahogaba sus agradecidas respuestas con la violencia de su boca experta mientras tres dedos, convertidos en un ariete, entraban y salían de la vagina en una verdadera cópula.
El ritmo se hacía tan frenético comos las ansias de Luisa por dar suelta a la revolución que parecía estallar en sus entrañas y como si la mujer presintiera eso, alternó el bombeo de la penetración con movimientos giratorios de la mano, con lo que hasta el último rincón del anillado conducto era reciamente estimulado por los vigorosos dedos.
El advenimiento del orgasmo era tan inminente que a Luisa le resultaba imposible reprimir los ayes de satisfacción y, en tanto eran acallados por la boca de la mujer, los dedos de Isabel se hundían en la vagina hasta que el obstáculo de los nudillos les impidió ir más allá, chasqueando sonoramente en los mojados tejidos del sexo.
Las contracciones uterinas cegaban de placer a Luisa y proclamando la llegada del orgasmo en medio de los desesperados besos que proporcionaba a la mujer y merced al desenfrenado, casi salvaje, ir y venir de los dedos, sintió la explosión terminal de su vientre y, en tanto se hundía en un cálido abismo de infinito goce, expulsó en espasmódicas convulsiones el líquido alivio del útero entre los dedos de Isabel que, mientras ella se dejaba caer sobre el asiento, esparció gratamente sus jugos por sobre los inflamados tejidos de la vulva hasta que Luisa descansó fláccidamente en la butaca.

La intensidad de aquel orgasmo tan anhelado, consumado de esa forma tan particular, y seguramente las tensiones acumuladas en ese día, la sumieron en una profunda modorra, un sopor del que fue saliendo lentamente, escuchando como entre algodones las fuertes exclamaciones de los protagonistas de la película. Entreabriendo los ojos, presupuso que había pasado largo rato porque ya no eran las mujeres quienes acaparaban la escena, sino una pareja heterosexual.
Con los párpados pegados por la somnolencia, observó que no sólo había cambiado la película, sino que ya no quedaba gente en la sala. Asombrada por el tiempo que había dormido, se dispuso a recomponer su ropa y cuando estaba bajando la pollera de la cintura, vio como alguien se acercaba a ella. Sus ojos habituados a la penumbra, vieron claramente que era el hombre que estaba en la boletería y se tranquilizó, pero cuando este, desplazándose entre las butacas, llegó a su lado, cambió de parecer.
Su sardónica sonrisa y el tono con que se dirigió a ella para preguntarle suspicazmente si la había pasado bien, no le dejaron lugar a dudas de que el hombre sabía lo que había hecho en la sala y que parecía dispuesto a intimidarla de alguna manera. Reforzando esa suposición y tal vez queriendo calmar su desasosiego pero consiguiendo el efecto totalmente contrario, le dijo que ya a sala estaba cerrada y que no tuviera vergüenza porque nadie los vería.
Sin considerar que el bolso estaba lejos de su alcance y que la chaqueta desprendida dejaba sus pechos al descubierto, trató de huir hacia el otro pasillo, pero vio desesperada como desde él avanzaba otro hombre. En su loco temor, trató de pasar hacia la fila trasera pero el hombre fue más rápido y la alcanzó antes.
Evidentemente, este no quería ser violento y aparte del hecho de que la sacudiera un poco antes de hacerla caer nuevamente en el asiento, se sentó en los respaldos de la otra fila y enfrentado a ella, le dijo con calmosa amabilidad que no fuera estúpida, que si había salido en busca de una aventura y, por lo visto la había encontrado, no se privara ni los privara de una buena cogida de la cual saldrían satisfechos todos y ella habría concretado su propósito de tener sexo extemporáneo con gente desconocida, tal como hacían la mayoría de las asistentes a la sala que no querían tener problemas ni compromisos ulteriores.
El temor era tal, que Luisa temblaba como una hoja, olvidada de que sus pechos conmovidos por los sollozos que poblaban su garganta eran la prueba más convincente de lo que había hecho con Isabel y que, indudablemente, su presencia en la sala no obedecía a una mera afición al cine porno. La gentileza del hombre fue calmándola y se dijo para sí, que si su decisión había sido vengarse de su marido denigrándose como la más puta de las prostitutas, esa era la ocasión de hacerlo.
Observando como disminuían los sollozos, el hombre se sentó a su lado para presentarse como Agustín al tiempo que le decía que junto a su compañero Marcos no pretendían dañarla sino hacerle pasar un buen rato como seguramente hacía tiempo no tenía. Objetivamente, comprendió que, aunque no quisiera hacerlo, no tenía salida y que las consecuencias de una negativa podrían serle, por lo menos, dolorosas.
Por otra parte, el hombre no le desagradaba; aparentemente era limpio y aunque no demasiado alto, poseía un sólido cuerpo musculoso. Tomándose tiempo para reflexionar, simulaba que aun estaba estremecida por el ocasional hipar del llanto y mantenía sus manos sobre la cara, lo que le dio oportunidad de estudiar al otro hombre; bastante más joven que Agustín, de no más de veintiuno o veintidós años, el muchachón era muy alto y aunque delgado, semejaba ser fibroso.
Recuperando el habla, les confesó avergonzada la verdad sobre su presencia en el cine y que ese tipo de relaciones que sostuviera con el hombre y la mujer no formaban parte de su cotidianeidad pero que le habían resultado maravillosamente placenteras. De la misma manera, esperaba que ellos, sin lastimarla, le hicieran conocer por primera vez el sexo múltiple, del cual imaginaba no tener que arrepentirse.
Conformes porque fuera tan condescendiente, Agustín le manifestó su complacencia por confiar en ellos y le pidió que los dejara llevar la iniciativa, tras lo cual se inclinó para acariciar su revuelta melena y muy tiernamente, apoyó los labios en su boca. Era tanta la suavidad del delicado roce que, temblando como si fuera una colegiala, entreabrió los labios para imitar al hombre y tras una serie de tiernos escarceos en los que los labios apenas se tocaban en incompletos besos casi infantiles, sintió como en su bajo vientre volvían a arder las ascuas del deseo.
Paralelamente al juego bucal, las manos de Agustín fueron encargándose de despojarla de la chaqueta y en tanto sus manos acariciaban los temblorosos pechos, Marcos, que se había arrodillado a su frente, fue bajando la falda con extremo cuidado para luego deslizarla por debajo de su grupa hasta terminar de sacarla por los pies.
Jamás había estado desnuda ante ningún hombre que no fuera su marido, pero el saberse observada codiciosamente por esos dos desconocidos no sólo no la atemorizaba ni avergonzaba, sino que ponía en su mente las más lujuriosas elucubraciones, deseosa de qué lo que Agustín y Marcos quisieran hacer con ella, se concretara de la forma más rápida.
Verdaderamente, el cuerpo de Luisa era una maravilla, no porque sus carnes fueran generosamente abundantes, sino porque, a costa de cotidianas visitas al gimnasio, conservaba las formas de su juventud pero ahora consolidadas para darle sólida firmeza a los senos, al vientre chato como el de una atleta y a la consistente prominencia de los glúteos obtenida por horas de Pilates, vigorosos capiteles sobre los que se asentaban las torneadas columnas de los muslos.
Alucinados por tanta belleza en esa mujer que parecía ser más madura de lo que aparentaba y que buscaba equivocadamente humillar a su marido, entregándose sin freno al sexo más repugnante para expiar las culpas de haber cedido voluntaria y también gozosamente a las denigrantes prácticas a que este la obligaba, fueron despojándose de sus ropas y cuando los tres mostraron la desnudez de sus cuerpos, tomándola de las manos como a una niñita, la condujeron hasta el alfombrado pasillo.
La pequeña sala era una especie de anfiteatro, por lo que su inclinación hacía que cada fila cubriera un escalón. Recostándola en uno de ellos, pero con cabeza y hombros apoyados en el superior, hicieron lo propio, uno a cada lado de ella. Embelesados por ese cuerpo estupendo del que aun emanaba la sutil fragancia de su costoso perfume, mezclado con los sudores y humores olorosos propios de los actos sexuales que protagonizara, fueron deslizando sus manos con un respeto casi místico, comprobando que las estupendas formas que la cambiante iluminación les hacían entrever, se estremecían mórbidamente firmes bajo las yemas de los dedos.
Luisa no sabía si era por la situación, extraña por demás, o porque la concupiscencia había hecho eclosión en ella de modo avasallante, introduciendo en su cuerpo sensibilidades en lugares insospechados, pero lo cierto era que disfrutaba de esas caricias, tímidas y avariciosas a la vez, como nunca lo hiciera en toda su vida.
Como si fueran las invisibles patas de diminutos insectos, las yemas y uñas de los hombres hacían que su piel se erizara allí por donde pasaban y sus músculos y tendones se contraían de manera exquisitamente descontrolada. Al ver como ella se retorcía bajo sus toques y murmuraba palabras de ininteligible pasión, Marcos comenzó a besarle tiernamente el rostro mientras sus manos sobaban delicadas los senos y Agustín, comenzando desde sus mismos tobillos un periplo deslumbrante de labios y lengua, iba ascendiendo por las piernas que temblaban nerviosamente en forma descontrolada.
En tanto que su boca recibía golosamente la de Marcos y este incrementaba el sobamiento a los senos para convertirlos en deliciosos estrujamientos, la boca de Agustín ya transitaba el interior de los muslos, acercándose con prudente voracidad al sexo. Apoyada como estaba, con los hombros y cabeza en el escalón superior y la zona lumbar en el borde del inferior, cuando el hombre le levantó las piernas, ella las abrió en V para dejar totalmente expuesta la entrepierna.
Marcos, por su parte y sin dejar de besarla, fue haciendo rotar el cuerpo para quedar invertido sobre ella y luego dejó que la boca se deslizara por el cuello hacia la parte superior del pecho y, jugueteando con los dedos en sus pezones, hizo a la lengua trazar un lerdo camino por las globosas colinas, deteniéndose para sorber con menudos chupones la saliva que depositara en ellas.
Para ese momento, la boca de Agustín tentaba en esquivos lengüetazos las mondas carnes de la vulva todavía mojadas por su reciente eyaculación y encontrando al parecer los jugos de su agrado, tremoló la lengua sobre la saliente carnosidad del clítoris al tiempo que sus dedos estimulaban la ennegrecida entrada al ano.
Ya la boca entera de Marcos se había posesionado de los senos y alternaba con los dedos la tarea de regalarse con sus vértices; mientras los dedos índice y pulgar de cada mano formaban una tenaza que encerraba la mama para luego presionarla fuertemente al tiempo que la retorcía, los labios se esmeraban con sus mejores succiones y los dientes rascaban incruentamente al arrugado pezón.
Eso, conjuntamente con lo que la boca de Agustín realizaba en su sexo, sacaban de quicio a Luisa que, sin siquiera meditarlo, extendió sus manos hacia las ingles de Marcos para atrapar la colgante masa tumefacta del miembro y acariciar las testículos delicadamente. Para su beneplácito, Agustín había extendido los ardientes lambetazos al interior de la vulva cuyos labios mayores separara con los dedos y, con labios y dientes, hacía una carnicería agradabilísima con los colgajos interiores en tanto que un dedo atrevido no se contentaba con estimular los esfínteres anales sino que los iba penetrando con una lentitud exasperante.
La desesperada mujer no sabía como agradecerles a los hombres lo que estaban haciéndola disfrutar y en medio de ayes y gemidos de complacencia, los alentaba para que hicieran con ella lo que quisieran. Aparentemente eso era lo que estaban esperando los hombres porque casi al unísono modificaron sus posiciones; al tiempo que Agustín se arrodillaba frente a ella e iba introduciendo en su sexo una verga que la hacía gemir de dicha y dolor, Marcos se acomodaba sobre su cara para restregar en su boca el falo que ella ayudara a adquirir rigidez con sus manipulaciones. A Luisa le parecía imposible estar disfrutando de semejante dicha y en su calenturienta mente, elucubraba fantásticas posiciones en las cuales los hombres la penetraban por todos sus orificios.
Para hacer más profunda la penetración, Agustín le había levantado las caderas para engancharle los pies sobre su espalda; apoyada solamente en sus hombros y cabeza, ella meneaba la pelvis en una entusiasta cópula, mientras, introduciendo en la boca la fantástica verga de Marcos, la succionaba con esa habilidad que la distinguía del común. Y así se debatieron durante unos deliciosos momentos en los que a ella le parecía alcanzar el cielo con las manos por esa felicidad inédita que el sexo múltiple le proporcionaba.
La proximidad de un nuevo orgasmo la ponía histérica de ansiedad y entonces los hombres, como si presintieran su imperiosa necesidad, modificaron nuevamente sus posturas; Marcos se acostó ocupando su lugar y levantándola, Agustín la guió para que se acaballara sobre la entrepierna de su compañero. Esa era una posición que conocía largamente y a la cual dominaba a la perfección, obteniendo y entregando a su pareja un goce sin par.
Acuclillada sobre el hombre y apoyándose en sus rodillas alzadas, fue introduciendo en la vagina esa verga fenomenal que endureciera con su boca; realmente, esa verticalidad hacía que el miembro la penetrara totalmente y sintiéndolo traspasar la cervix, fue tanta la dicha de tenerla toda adentro que inició una lerdo galope al que fue combinando con un balanceo giratorio de las caderas y de esa manera, lo sentía restregando aleatoriamente su vagina por entero.
Agustín no se conformaba con ser un simple espectador y parándose frente a ella, flexionó las piernas para hacer coincidir la pelvis con su cara, incitándola para que chupara la verga. Era tan alucinante lo que el miembro socavando la vagina le hacía sentir, que abrió golosamente los labios y alzando la cabeza en un ángulo que lo favoreciera, dejó que se deslizara dentro de la boca como si fuera una vagina.
Ella había alcanzado una cadencia en la jineteada y entonces, sin que Agustín tuviera que hacer esfuerzo alguno, su subir y bajar plasmaba el coito bucal a la perfección. Degustando sus propios jugos que aun humedecían el miembro, disfrutaba de un diplomático dedo pulgar de Marcos que iba introduciéndose placenteramente en su ano, produciéndole esa conocida mezcla de escozor con urgencias escatológicas y se dejó estar en ese placentero balanceo hasta que Agustín dijo que ya estaba bien de aquello, ayudándola a darse vuelta aun con la verga en su interior.
Indicándole que se arrodillara para que el vaivén del cuerpo fuera mejor y con las manos apoyadas junto al cuerpo de Marcos, la ayudó a encontrar el ritmo en tanto que aquel arreciaba con fuertes remezones de su pelvis hacia arriba, con lo que la penetración se hacía indeciblemente maravillosa, especialmente porque Marcos la complementaba con nuevos estrujamientos a los senos que colgaban oscilantes frente a sus ojos.
Con los ojos cerrados por el inmenso goce que experimentaba, ya había dejado de lado cualquier vestigio de pudor o recato y dejaba que su boca proclamara estentórea la satisfacción enorme que disfrutaba y cuando notaba escurrir las riadas de una nueva eyaculación por los vericuetos de sus entrañas, sintió apoyarse en su ano la ovalada tersura del glande que antes ocupara su boca; no era que la sodomización le fuera extraña y verdaderamente la disfrutaba, pero era la primera vez que la sufriría simultánea con la penetración a la vagina y se preguntó con un momentáneo espanto si lo resistiría.
Sin embargo, fuera porque estaba predispuesta física y mentalmente o porqué el hombre lo hacía todo con un exquisito cuidado, pero lo cierto era que la punta del falo iba separando delicadamente los esfínteres y el lento paso dentro del recto no sólo no le era doloroso sino magníficamente placentero.
Expresando su satisfacción a voz en cuello y mientras alababa el generoso volumen de las vergas, las sentía deslizarse adentro y fuera de sus entrañas con la única separación de la delgada tripa y los membranosos tejidos de la vagina. El goce era inconmensurable y Luisa se afanaba en acoplarse al ritmo que los hombres le daban a esa cópula salvajemente dichosa hasta que, ya en el paroxismo del disfrute, Agustín retiró el falo del ano para luego y ante su estupefacta consternación, adosarlo al de su amigo e ir penetrando, lenta pero inexorablemente el sexo
Jamás a ella se le hubiera ocurrido que eso fuera posible y la sola idea de soportar los dos inmensos falos dentro de esa vagina que ni siquiera había sido dilatada por un parto, la llenaba de espanto y aflicción pero, ante su sorpresa, el canal vaginal se dilataba complaciente y a pesar del grueso volumen de los miembros, su tránsito comenzó a hacérsele tan placentero que el cuerpo se balanceaba instintivamente y ella proclamaba su contento con repetidas e insistentes afirmaciones.
Fascinada y embelesada por la hondura de esa doble penetración a la vagina, buscaba desesperadamente la boca de Marcos mientras este se cebaba con los dedos en los inflamados senos y el meneo de sus caderas fue recompensado por un nuevo disfrute; los dos largos y gruesos pulgares de Agustín se hundieron en el ano para volver a dilatar los esfínteres con fortísimos movimientos circulares. La exacerbación de los sentidos ponía en Luisa un histérico frenesí contradictorio, por una parte deseaba que aquel delicioso martirio le diera algún instante de respiro y por la otra, anhelaba que el goce y el placer no se alejaran jamás de su cuerpo, haciendo el momento tan prolongado como una eternidad.
La inmensidad del goce fue anulando su conciencia y sólo el cuerpo respondía primitivamente a la bestial cópula, cuando los hombres, en medio de ronquidos y bramidos, volcaron en su interior el tibio baño espermático para luego de sus últimos remezones retirarse de ella, dejándola caer agotada sobre la alfombra para hundirse en el oscuro vacío del sueño.
Datos del Relato
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