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Categoría: Confesiones

Reencarnación -cuento morbinegro-.

El hombre, empecinado en su arrojo y realizando un evidente esfuerzo por dominar el nerviosismo que trababa su dicción, expuso:
— Estimado Doctor, en este acto entrego a usted mi manuscrito con la versión —producto de una interna y por momentos insoportable puja por despegarme de las circunstancias, que me aferran como un lodo mefítico— narrando la verdad objetiva de los hechos. Usted advertirá que, intentando superar mi confusión y asco, expongo lo sucedido como si fuera un observador invisible, pero dejando constancia de las sensaciones terribles que sufrí. Por favor, escuche con atención:

Comenzó a cavar protegido por la sombra que proyectaban los árboles iluminados; era el lugar elegido. Los chasquidos de la pala cortando la tierra pedregosa sonaban secos en el silencio compacto de la madrugada estival —durante ese transitorio y breve lapso, cuando los negros precisos comienzan a tornarse grises matices—. En su cerebro no dejaba de maldecir la decisión clavada como una estaca metálica sangrante:
“¿Cómo me entregué a su voluntad?; ¿Por qué salimos anoche?; ¿Para qué fuimos al boliche de Anchorena?..., si en nuestros encuentros anteriores congeniábamos bien, nuestros cuerpos armonizaban y habíamos llegado a entregarnos por completo, gozando profundamente.”
..........
Mientras hincaba su herramienta continuó el diálogo, con su conciencia demolida:
“Pero anoche —en el reposo reflexivo, después de tanta exaltación— nos sinceramos, reconociendo nuestra naturaleza de almas gemelas viciosas e insaciables. Sin conocerlo aún, deseábamos seducir y disfrutar juntos con otro ser —alguien nuevo y distinto— a quien exploraríamos minuciosamente, como una invasión de hormigas carnívoras. Esteban se pintó la uña del meñique izquierdo con aquel exclusivo esmalte bronceado y salimos.”
..........
Insistió con su recuerdo:
“Al poco tiempo de llegar, escarbando en la hojarasca putrefacta, fue él quien lo detectó precoz. Se acercó sin rodeos y miró de frente al juvenil despojo, cara a cara, con su rostro inundado de lujuria pegajosa. Luego como una medusa, sus tentáculos encantadores envolvieron lenta e imperceptiblemente al elegido.”
La mención reminiscente lo trastornaba maligna, haciéndole perder el ritmo de las paladas:
“Yo bebía en la barra y desalentando algunas propuestas, observaba el arte exquisito de Esteban, desplegando sus apéndices y palpos con delicadeza, atrayendo la presa hacia el centro, donde los celentéreos poseen indistintamente la boca y el ano. Excitado, logré dominar mi impulso de acercarme —podía arruinar nuestra inminente fiesta, que ya paladeaba saboreando un gusto especial, segregado como un licor dulce y caliente, en mi lengua sedosa—. Debía aparecer únicamente luego de la señal convenida con mi devastador cómplice. Impaciente esperé más de una hora: Eran las tres.”
..........
La evocación lo atravesaba como si miles de finas agujas, largas, azules y brillantes, perforaran y desgarraran su carne:
“Súbitamente los perdí de vista —¡traidor!, ¡ladrón!—, zafando de los brazos y manos pringosas que me acariciaron en el trayecto, llegué tropezando a la salida y desde allí traté de encontrarlos en el mar ondulante de esferas recortadas en la penumbra musical del lugar. Sospechaba de Esteban: era un amoral absoluto y capaz de una infamia. Desesperado por la felonía, me recosté en una columna, tomando rápidas instantáneas con la midriasis de mis dilatadas pupilas nocturnas mientras barría el local humoso.
— ¡Esteban! —reconocí los largos y sólidos rulos dorados adornando la sensual silueta ondulante..., se besaban lamiendo sus lubricadas lenguas tornasol, expuestas, desplegadas y vivoreantes como enormes moluscos rosados,
— Qué alivio... —musité entre dientes, reprochando mi suspicacia..., ¿celos quizás?.
Permanecí quieto hasta que la medusa se acercó con su (nuestro) botín, quien —sin detenerse ni atisbar, en silencio— se puso de puntillas y me besó en la boca con dulzura, hundiendo su órgano ensalivado hasta entreverarlo con el mío, mientras unas manos seguras acariciaban sugestivamente mi pecho y mis pezones. Me sentí consolado y gozoso: el delgado Fabián, pequeño y cimbreante, me gustaba. Partimos los tres de inmediato, ávidos, anhelantes.”
..........
La sóla alusión lo emocionó, crispando sus mandíbulas y rechinando las muelas:
“En casa de Esteban no surgió ese erotismo delicado y envolvente que, como una aromática nube rosada, invadió mis anteriores encuentros amorosos con él.
Al compás rotundo y cadencioso, de algunos temas interpretados por Piazzolla —seleccionados, para repetirlos obsesivamente, por Esteban—, Fabián, protagonista provocativo, cantando, bailando y acariciando nuestros cuerpos pasivos y tendidos sobre la cama, les arrancó lentamente una profunda pulsión, dura y filosa (confieso: no sé por qué). Ambos sentimos el dominio de un irrefrenable impulso sodomizador. Durante demasiado tiempo, mientras la medusa picaba sin piedad con sus rizos urticantes, horadando todas las oquedades, ranuras y orificios; simultáneo, yo lo devoraba con succiones y mordiscos salvajes, machacando cada zona hasta la tumefacción azafranada (en ese momento su carne adquiría un sabor agridulce delicioso). Él jadeaba, gemía y suspiraba de placer. Un extenso frenesí trocó la súplica gozosa y gargarizante por quejido asfixiado. Me detuve e incorporé al borde de la cama; Esteban sacudiendo sus rulos dorados continuó varios minutos más —implacable y voraz—, hasta que el lamento débil cesó: el pequeño Fabián quedó tieso, inmóvil, exangüe sobre el elástico lecho húmedo, exhalando la inconfundible fragancia seminal y enfocado con el cono de luz blanca opalescente proyectada desde el cielo raso. Al verificar su muerte, Esteban enloqueció mascullando palabras, en un diálogo interno e inconexo, golpeando con sus manos el rostro desorbitado y rojo furioso. Luego comenzó a ludir sus dientes y golpetear continuamente unos con otros, tableteando como si masticara un gran trozo invisible; por instantes, gruñía de rabia girando sus ojos hacia atrás.
Súbitamente interrumpió la explosión, en silencio su mirada me interrogó, buscando comprensión.
Yo paralizado en el mismo lugar no podía creer ni sabía qué hacer.”
..........
El temor taladró su cráneo mientras memoraba:
“Superando su exasperación con una mueca sardónica se sentó en el borde opuesto de la cama e inclinó su testa hacia atrás quebrando su cuello y contemplando el cielo raso con las pupilas en blanco durante un rato. Yo atónito veía dilatarse y contraerse los dorados dragones, tatuados en su espalda. Permanecimos inmóviles como en una pintura en la cual el núcleo iluminado era esa cama de grueso colchón: yo parado, Fabián tendido y Esteban sentado.
Luego de unos segundos y sin cambiar su extraña posición, sus invertidas esferas ámbar negro me miraron con una frialdad y dureza desconocidas. No pude sostener mi vista y desvié los ojos,
— No te preocupes; ya pasé por esto antes. Sobre su piel y en el interior tiene infinitas huellas nuestras: debemos eliminar el cuerpo. Vamos a descuartizarlo; yo me llevaré brazos, piernas y las vísceras. Quemaré sus manos en un horno de alguien que conozco. Vos te ocuparás del tronco, dentro del cual meterás la cabeza. Veamos la dentadura —abrió la boca, metió sus dedos y extrajo dos prótesis completas—,
— ¡Tenemos suerte!; las fundiré con las manos —sus hundidos ojos brunos se iluminaron—. Su abrazó me confortó, transmitiendo seguridad.
Miré la hora, ya eran las ocho. A pesar de su delgadez, el cuerpo trasladado a la bañera pesaba demasiado.”
..........
Un estremecimiento corrió por su espina dorsal, la remembranza lo erizaba:
“Esteban trajo un cuchillo largo, piedra de afilar y bolsas grandes de plástico negro, me indicó donde buscar los elementos de limpieza y ordenó asear prolija y absolutamente todo, en particular el colchón rezumante de sudor, orín, sangre, saliva y semen. Programó el lavarropas y precisó:
— Las sábanas y fundas al lavarropas, que funciona apretando éste botón. La ropa de Fabián en una bolsa —su voz metálica percutió mi rostro, al tiempo que se acomodaba dentro de la bañera y comenzaba a destazar con furor el cuerpo—.
Mi vista cansada se nubló una vez más: era indispensable un cambio. En la cocina, sobre la mesada extendí un repasador y cuidadosamente extraje las lentes de contacto celestes que maquillaban mis ojos irritados, lavé las órbitas congestionadas y calcé mis anteojos para poder ver a distancia. En el dormitorio me enfundé los pantalones y descalzo, comencé a limpiar.
Volví con la ropa de cama y me asomé al baño. Esteban desnudo y totalmente ensangrentado cortaba tendones, cartílagos y articulaciones con furor preciso. Viéndome, interrumpió para carraspear y escupir. Con ojos inyectados y despiadados dijo:
— Cuando te llame, por favor vení de inmediato —espantado, lo dejé concentrado en su faena—.
Procedí a cargar y accioné el lavarropas. La máquina comenzó a funcionar, aportando un ritmo isócrono y monótono a mis inimaginables actividades —que realizaba minucioso, pero con una abstracción mental agobiante—. Guardé la indumentaria (calzado y efectos personales incluidos) del muerto en una bolsa.
— Roberto... —en voz baja, casi susurrando me llamó—.
Atravesé la puerta del baño y me detuve, atónito. Chapaleando en el charco sanguinolento, sin levantar su vista para no tropezar con los miembros que parecían varas y ramas paradas, continuó:
— Girá las canillas de la ducha y entorná la cortina plástica. Desvestite, mientras esperás que enjuague todo esto... —obedecí como un robot—.
Sentí un escalofrío, temblaban mis piernas flojas. Sentado en el inodoro abierto durante un momento, intenté recuperarme; el vapor de la lluvia, flotando, disipó lentamente ese hedor a sangre que impregnaba todo. Reconfortado, me desnudé.
Cerró los grifos y descorrió la cortina. Urgido, ordenó:
— ¡Abrí una bolsa! —lo hice con ambas manos y con rápidos movimientos, para evitar que se escurrieran entre sus dedos, en dos tiempos descargó todas las vísceras. Comencé a toser sintiendo puntadas en mi estómago, las arcadas me ahogaron. Tirando mi cabello con sus dedos ensebados, sacudió con violencia la cabeza; clavó sus ojos en mis cavidades,
— ¡Aguantá que ya termino..., ya está!; ¡cerrála y hacé un nudo! —cuando tembloroso terminé el nudo, pidió otra, en la cual introdujo los chorreantes antebrazos, muslos, pantorrillas y brazos; repetí la operación de cierre. La piel de todas las secciones recién lavadas era nívea y lustrosa. En una tercera colocó solamente las manos, indicó:
— No la cierres. Faltan las dentaduras y los documentos.
Inclinado en la bañera, con destreza ubicó el cráneo dentro del tronco, deslizándolo entre los labios escarlatas entreabiertos del largo corte que había hecho desde el esternón hasta la ingle,
— ¡Abrí otra bolsa! —metió el tronco relleno y resopló,
— Roberto, entrá y alcanzáme ese cepillo que nos vamos a bañar —sonrió malignamente—, ¡pero sin tentarnos! —obedecí y nos jabonamos totalmente. Mi expresión espontánea —de muda consternación— lo detuvo cuando, lascivo, continuó amasando y frotando mi miembro más de lo necesario para su limpieza (¡perverso y alienado!).
Limpios y vestidos, reiteramos la revisión de todos los rincones buscando y eliminando rastros y vestigios. Luego tendimos en el patio la ropa lavada y Esteban señaló, consultando el reloj de pared:
— Ya pasó el mediodía. Salgamos a comer algo, cambiar el aire y organizar la segunda parte —dijo, expresando su sensación como la fría ejecución de una rutina—.
Fuimos a una pizzería donde almorzamos bebiendo un denso vino tinto. Volvimos pasadas las cuatro y —sacando y acomodando mejor las partes, como en un juego de encastre— metiendo una bolsa dentro de otra, logramos reducir la carga de Esteban a dos bultos. Yo me quedaba con la restante, conteniendo la cabeza embutida en el torso.
Inquieto e intrigado por sus palabras de la mañana, pregunté cuántas veces lo había hecho. Lacónico dijo:
— Varias Roberto, varias... . No va a pasar nada si cumplís con mis instrucciones. Nos separaremos por un tiempo; yo te buscaré. ¡Mientras, cuidáte!.
Aterrado, no pude mirar más que un instante sus ojos de cristal negro, que parecieron haberse tornado acuosos. Caminé hasta el dormitorio y sin desvestirme, intenté descansar tirado sobre el colchón desnudo. Estaba oprimido por el fin trágico de esa maldita noche; agotado por el trajín macabro y por la perversidad contenida en ese ser avasallador y dominante. Entrando en mi sueño, lo escuché conversar telefónicamente, murmurando.
Desperté sobresaltado en la oscuridad. Eran las once en mi reloj y me pareció que todo estaba igual, que nada había ocurrido. Tambaleante, caminé hasta encontrarlo en el living tomando una cerveza y viendo televisión con el volumen bajo, mínimo,
— Ya es hora, tomá las llaves y salí —impuso inapelable—.
Se acercó y sentí el olor a cerveza en su aliento caliente, impulsivamente me besó con su lengua pulposa,
— ¡Adiós..., Roberto!.
Salí de la casa y en la noche tibia caminé hasta la esquina donde paré un taxi. Pensé en huir: “No. ¡Me matará!”, reprimí mi impulso. En la puerta de la casa bajé y subió Esteban con su carga.
Ahora debía esperar hasta la madrugada y completar la tarea, de acuerdo a las precisas indicaciones establecidas.”
..........
En la penumbra y controlando la pavura por ser sorprendido, Roberto cumplió cada una de las acciones planificadas en su mente —preparada por el estudio de las matemáticas—. Empuñó oblicuamente la pala puntera para recortar y separar con prolijidad rectángulos con pasto de la superficie. Con movimientos furtivos, los apiló ordenadamente.
Desacostumbrado a esa actividad, su frente se perló y pronto comenzó a sudar profusamente; las gotas salaron sus ojos y mojaron la cara interna de los anteojos —necesarios para ver a distancia— que tenía montados sobre su nariz; con sus garfios sucios los sacó, plegó y guardó en el bolsillo de la camisa. La manga derecha de la prenda sirvió para secar su cara; continuó cavando enérgicamente. Al cabo de algunos minutos los calambres atenazaron los músculos de sus brazos, el ardor en las palmas que apuñaban el mango era doloroso, el sudor lo bañaba, las piernas estaban rígidas. No podía descansar mucho tiempo, debía cavar rápido, si era descubierto todo se complicaría infinitamente. Soltó la pala y se sacudió como un animal, intentando aflojar el cuerpo crispado.
Nuevamente acometió con la herramienta, forzando su voluntad. Luego de varias paladas, se detuvo a observar las dimensiones del pozo; conforme, continuó: ahora debía profundizarlo. A medida que avanzaba, la tierra —más dura— se resistía; ya no le dolía el cuerpo caliente pero las llagas en esas manos delicadas lo enloquecían, con su quemazón. Sumergido en su desesperación, dominaba al dolor. Continuó hasta la profundidad que le parecía suficiente.
Con movimientos torpes al salir del pozo, resbaló cayendo de bruces sobre la tierra húmeda. Descansó un instante y se incorporó sacudiendo la tierra húmeda pegada al pantalón y su camisa oscura. Caminó con sus piernas agarrotadas hasta la bolsa apoyada contra el jacarandá. Escuchó el ronquido de un motor y se agazapó un momento. Con su agitada respiración y su pecho galopando aguardó que el automóvil se perdiera de vista; entonces arrastró el bulto hasta el borde, volcándolo sobre el costado del pozo. Aferró la bolsa por la costura inferior y levantándola despacio, deslizó el tronco —conteniendo la cabeza— hacia la oscuridad. Un sonido blando y apagado le respondió desde el fondo.
Dejó a un lado la bolsa vacía y comenzó a palear frenéticamente la tierra acumulada al borde del pozo; apisonó con la pala primero y luego saltando con sus pies. Colocó ordenadamente los rectángulos con pasto y volvió a pisar toda la superficie. Con la tierra sobrante llenó esa bolsa plástica vacía y la cargó en su espalda. Con la pala contra el pecho, se alejó caminando presuroso entre las penumbras que ya desaparecían.
Recorrió con paso vivo las cuadras hasta la casa. Llegó —desorbitado, excitado y exhausto— al zaguán, abrió con las llaves prestadas y cerró la puerta metálica.
Tratando de serenarse encendió la luz; dejó la pala y la bolsa con tierra en el patio y atravesó el living, entrando al baño. Abrió la ducha y sin desvestirse situó su cuerpo bajo el chorro de agua vivificante. Se contorsionó resoplando y frotando las zonas donde quedaba barro pegado. Tenía deshechas las manos y dolorosas puntadas atravesaban sus muñecas, codos y hombros; sin dejar la ducha tibia se desvistió, apilando la ropa prestada en un costado de la bañera. Desnudo al fin, jabonó todo su cuerpo maltrecho, descubriendo un corte sangrante en la rodilla izquierda y un golpe en el antebrazo derecho. Empleó una toalla azul para secarse, que también utilizó desempañando el espejo; se peinó prolijamente y guardó en otra bolsa nueva esa ropa mojada, envuelta en la toalla. Frente al cristal, recuperando su dominio, se contempló con tranquilidad: todo había terminado y pudo recorrer en su memoria los hechos recientes, que habían cambiado su vida.
Una sombra cubrió su rostro: “¡Mis lentes!”. Angustiado preguntó: “¿Dónde quedaron?”. Recordó, convencido, que estaban enterrados junto al semi/cadáver: ya no podía volver y el objeto lo incriminaba como una huella dactilar.
Roberto —en su locura cómplice—, relacionó como matemático: detalles..., confesiones..., actitudes... y encontró la claridad. Su claridad, para decidir convenientemente.

Febrero 2, martes.

Aspiró sosegado, pero su tensión no disminuyó. Miró suplicante y continuó hablando:
— Querido amigo, tiene escrita mi confesión; a la cual agrego las llaves y esta suma de dinero. Creo que será suficiente por sus servicios profesionales. Le ruego corregir legalmente la exposición y negociar mi salida del país, a cambio de entregar a este psicópata y asesino serial, que es buscado desde hace tiempo por un nombre falso: Esteban Góngora. ¡No!, su nombre real es: ¡Esteno, la Gorgona(1) !.

FIN

(1) Gorgonas: Monstruos femeninos de la mitología griega. En su cabeza tenían serpientes, dientes de jabalí, manos de bronce y alas de oro. Petrificaban a quien osaba mirarlas.
Datos del Relato
  • Categoría: Confesiones
  • Media: 6.03
  • Votos: 38
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