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Tu imagen de divina figura desquició mi mirada por segundos, tus últimos besos impávidos, marcharon indiferentes y depusieron, libremente o no, aquel residuo perfumado en mi rostro dibujado.
Las lágrimas que viajaban sin billete a través de tu rostro, eran coleccionadas por mi mirada furtiva, a veces también me mirabas, y pensabas tras la duda, que estabas convencida, que mi lúgubre sonrisa no era más que un vestido anacrónico que algún pícaro había abandonado, y, más tarde, mi hipocresía había adoptado... Otras veces, no concebía pero ambicionaba discernir y dibujar tu desnudo vacío, que se alzaba en las alcobas de mis deseos, al compás del fragante movimiento de las ropas extendidas en los tendales casi vacíos, no había recreo para mis propósitos, jamás diste tregua a mis súplicas, así, fuiste enmascarándote en el disfraz de la indiferencia.
Quise entenderlo todo, y comprendí que nada en absoluto se escapaba en tus palabras, las cuales, rubor y nerviosismo causaban en mi gesto. Decidí a la sazón, vacilar, respirar todo el tiempo consciente, hasta llegar al recreo, hasta que el orgasmo me engullese en esta sudorosa intensa demacrada noche.
Al alcanzar el día, piqué a mi propia puerta, esperando acoger mi cordial saludo, pero entonces, de nuevo, esbocé mi rostro con el refresco de la enredada agua, que nacía, a duras penas, en aquellos huecos que tanto fuego advirtieron la noche anterior, en aquel lecho que desde mi emborrachado espejo observaba y temía que marchará, que huyera por la lóbrega ventana, raptando con él, la herencia de tu perfume en mi almohada.
Como no quise cerrar los ojos, quise hacerle el amor de nuevo a mi edredón, pero estabas tú, saciaste mi sed en mi desierto particular en el instante que mi garganta se resecaba, me miraste diciéndome que me enamorabas y dejaste, a mi lengua, recorrer tu cuerpo insípido a ratos, tamicé tu suave piel con ella escarbando con la punta aquellos indómitos parajes que tu pudor permitía en mí, escalé con mis labios, las montañas de tu pecho, y bajé triunfante resbalando con mi lengua, tan sólo deteniéndome en tu ombligo.
Tus ojos desencajados han comprendido ya esta función, que en su tercer acto parece haber comenzado, ya hemos dejado atrás a Edipo, que reprimido vaga por el insólito paraje de la inconsciencia, ahora vendrás tú, y me harás el amor, y dirás que fui tierno, a otros susurrarás mis caricias comprometidas y recordarás con desgana el protagonismo de tu piel en aquel lecho ardiente, que ahora sofocas con aquel que te ama.
Yo jamás dije que te amase, pero mis manos lo demostraron, tus miradas lascivas apuntaron y acorralaron mi corazón que se envolvió, con el tiempo, de desgana, refugiándose en el rincón de otro afecto miserable, el amor propio; aquel que tanto quise y ahora reniego, que me engaña y piensa que me lo creo.
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