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La habitación estaba oscura, pero la luz solar que se filtraba por la persiana apenas abierta, era suficiente para ver a los dos cuerpos abrazados sobre la cama. Ambos estaban todavía vestidos, pero él, ya deslizaba la mano por el muslo de mi novia, haciéndola desaparecer adentro de la pollera, mientras le chupaba el cuello.
Yo había tomado suficiente alcohol para no estar del todo lúcido. No estaba seguro de poder tolerar semejante escena. Observaba todo como en un sueño. En medio de la embriaguez me invadió el recuerdo nostálgico de cuando conocí a Emilia, en una fiesta que celebró una amiga en común. Ella me había deslumbrado con su aguda inteligencia, con su actitud relajada, su risa contagiosa, y sus piernas largas y torneadas. Las mismas piernas que ahora disfrutaba Santiago, que ya había metido parte del antebrazo venoso, produciendo un bulto movedizo debajo de la pollera. Su lengua hábil le arrebató un gemido a Emilia, quien dirigió la mirada culposa al rincón oscuro, desde donde yo observaba todo. Fingí una sonrisa, para que no se detenga, y ella a su vez me regaló su sonrisa, y mantuvo el contacto visual conmigo, mientras Santiago le bajaba la bombacha, para meter entre las piernas de mi novia su rostro barbudo, de rockero despreocupado.
Le hice señas para que dejara de mirarme. Ya habíamos hablado de eso. Quería ver como se la cogía otro, y que haga de cuenta que yo no estaba ahí. Emilia, cerró los ojos, y cuando la lengua de Santiago empezó a juguetear alrededor de su sexo, esbozó una sonrisa de placer, y sus dedos arañaron las sábanas.
Esa era la sonrisa que quería ver: la sonrisa que yo muy pocas veces logré robarle. Quizá al principio, cuando recién empezamos a noviar, tres meses después de conocernos, había visto ese gesto de placer en sus labios, a fuerza de un tenaz sexo oral. Pero pronto mi disfunción eréctil y mi eyaculación precoz fueron destruyendo nuestra relación. ¡Esa maldita eyaculación precoz! La disfunción era resuelta, a medias, a base de medicación. Pero lo otro era más difícil de tratar. Y ahora lo veía a Santiago, tragándose el sexo de mi novia, con el bulto enorme aprisionado en su pantalón. Un bulto que no daba señales de venirse abajo.
Santiago era todo lo que yo no era, y por eso lo elegí: Un músico talentoso, sin ataduras, corajudo, canchero, entrador. Se había sorprendido mucho cuando le pedí que se coja a mi novia, pero ahora no parecía dudar, mientras le comía la concha a Emilia.
Ella, instintivamente, agarró el pelo enmarañado de Santiago, cuando él comenzó a lamerle el clítoris. Amagó a mirarme de nuevo, pero pareció recordar que tenía que fingir que yo no estaba ahí, así que comenzó a desinhibirse. Frotaba la cabeza de Santiago, mientras él le acariciaba las piernas flexionadas, y continuaba concentrado en la entrepierna, que ya estaría empapada, atacándola con chupadas violentas, succionándola, como si quisiera sacar una ostra de su concha.
El cuerpo esbelto de Emilia, se veía precioso en la oscuridad. Los tenues rayos del sol caían sobre sus piernas, que se deslizaban en el colchón, mientras empezaba a hacer suaves movimientos pélvicos, al ritmo que marcaba Santiago. Sus pequeñas tetas estaban hinchadas, y los pezones duros por la excitación, a tal punto, que se marcaban en la remera de verano que llevaba puesta. Su respiración era cada vez más entrecortada. Su pecho se inflaba por el aire, y ella lo despedía por su nariz y boca, en un gesto delicioso. Abarcó toda la cabeza de Santiago con las dos palmas bien abiertas, y cerró más las piernas. Yo conocía ese gesto. Estaba a punto de acabar ¿hace cuánto no la hacía acabar yo? Toda culpa desapareció de su semblante, cuando le arrancó los pelos a Santiago, y profirió el grito de hembra satisfecha.
Yo vi como sus músculos se contraían en la inercia del orgasmo. Terminó rendida, agitada, con el rostro perlado de transpiración, y el pelo desordenado. No podía estar más hermosa.
Santiago empezó a desnudarse, mientras mi novia comenzaba a recuperar el aliento. Se sacó la remera, dejando a la vista su espalda trabajada. Luego el pantalón, y finalmente se deshizo del bóxer, mostrando su verga dura, parada como mástil, un poco mojada en la punta.
En ese momento pensé en mi propio miembro, y en lo difícil que era mantenerlo duro sin medicación, y lo aún más difícil que era lograr no acabar después de cinco minutos adentro de Emilia. Y entonces me di cuenta de que mi sexo estaba duro como una piedra. ¿Acaso estuvo así desde que Santiago empezó a chupársela a Emilia? Qué extraño, hace rato que había dejado de tomar la medicación. Pero traté de apartar de mi mente esos pensamientos, porque mientras más pensaba, más difícil era mantener la erección. Porque todo estaba en mi cabeza. A esa conclusión había llegado después de consultar a tantos profesionales, y luego de años de tratamiento. Todo estaba en mi cabeza. Mis problemas sexuales no eran físicos, sino psicológicos. Así que, por una vez, aparté la idea del deber de mi cabeza, y me concentré en disfrutar del espectáculo que tenía frente a mis ojos.
Ahora Santiago estaba parado en el piso, a los pies de la cama, y Emilia, con la pollera acomodada, se acercaba gateando en dirección a él. Cuando llegó al borde de la cama, se quedó quieta un momento, como dudando, con la cara a centímetros de la verga de Santiago.
Por ridículo que parezca, esa imagen, sin desagradarme, me pareció mucho más fuerte que las que venía viendo hasta ahora. Una cosa era usar a un tipo para darle placer oral a mi novia, pero otra muy distinta era cuando ella pasaba a ser el objeto, mientras el otro la usaba para saciar su calentura. Así que me resultó muy impactante ver esa carita de labios gruesos, salpicadas por pecas, que tantas veces había besado con ternura, frente al tronco implacable del otro, y muy cerca también, de esas bolas desiguales y peludas, que colgaban impacientes por expulsar su semen.
Emilia también dudaba, pero en su gesto pude notar las ganas que tenía de llevársela a la boca.
Finalmente, Santiago tomó la iniciativa. Puso la mano en la nuca de mi novia, y empujó su cabeza hacia adelante, mientras con la otra, apuntaba su lanza y la clavaba justo en el blanco.
Emilia abrió la boca y se ayudó con las manos para mamar la verga invasora. Lo hizo con pasión, como yo sabía que lo hacía. Un hilo de baba caía de su boca, mientras el miembro venoso entraba y salía, una y otra vez. Yo noté que también se me hacía agua la boca, mientras ella se atragantaba con la pija que la violaba.
Y pensar que cuando se lo propuse me había tomado por demente. Hace rato venía sospechando que se acostaba con otros tipos, para satisfacer las necesidades que yo no podía satisfacer. Ella siempre lo negó, pero era imposible que me quite la idea de la cabeza. ¿Cómo iba a creer que una yegua tan sexual como ella, se iba a conformar conmigo? Por eso decidí abandonarla, aunque me destrozó el corazón. Y cuando ella, luego de varios meses, me llamó preguntándome qué tenía que hacer para volver conmigo, mi respuesta fue “quiero verte coger con otros”.
Ahora Santiago acababa en la cara de la mujer que amo. Y en ese momento la amé más que nunca. Ella se fue al baño a limpiarse, y en la habitación quedamos los dos hombres solos, acompañados de un silencio denso que yo me encargue de cortar diciéndole “me gusta lo que le estás haciendo a mi novia. Ahora quiero que te la cojas bien”
¿Quién iba a pensar que después de tantos urólogos, el que terminó por ayudarme fue un terapeuta? En una de las sesiones habíamos profundizado en las supuestas infidelidades de Emilia. En un momento me preguntó ¿qué le hace sentir saber que se acuesta con otros?, yo le contesté rápidamente: “Rabia, indignación. Me siento traicionado”, pero el psicólogo aclaró: “no me refiero a la traición, sino a la idea de que esté con otros, al acto sexual en sí mismo ¿cómo se siente respecto a eso?”. Entonces, luego de un largo silencio me sinceré y le respondí: “Me gusta. Me calienta imaginarme que otros se la cogen. Me fascina la idea de verla recibir placer, aunque no sea yo el que se lo dé”
Y ahora estaba llevando la fantasía a la realidad, y mi amada me acompañaba en ese camino demencial.
Volvió del baño con una sonrisa. Yo le sonreí, esta vez con sinceridad. Le dije te amo. Salí del rincón oscuro. La abracé, le di un beso apasionado. Ella me agarró de la verga y se sorprendió de lo dura que estaba. “no digas nada”, le dije al oído, “andá a cogértelo. Quiero ver cómo te coge. Divertite. Te amo”, yo también te amo, me dijo, y dio unos pasos hasta llegar a la cama. Se sacó la remera, y luego la pollera. Santiago ya estaba con la pija dura, babosa, con fuerte olor a sexo. Emilia se acostó boca arriba, y abrió las piernas para recibir la lanza de Santiago, que entró despacio, mientras ella hundía sus uñas en los hombros de él, y se mordía los labios al sentir la verga adentro suyo. Santiago, lentamente intensificó los movimientos pélvicos. Yo vi su culo peludo menearse mientras la embestía una y otra vez. Tenía mucho vigor, y no parecía agotarse. Su cuerpo bronceado contrastaba con la piel clara de mi novia, pero se veían muy bellos juntos. Una imagen casi artística. Emilia levantó las piernas y las colocó en los hombros de Santiago, en un movimiento ágil que me sorprendió gratamente. Ahora él la penetraba con furia, y Emilia largaba un grito cada vez que la tenía adentro. La cama se movía por la violencia de los movimientos. Un resorte pareció romperse, pero ellos estaban perdidos en la excitación del momento. Sus cuerpos ardían, se notaba en el color rojo que tomaron ambos. Santiago tenía la cara transformada, y ella era la viva imagen de la satisfacción. Estuvieron copulando en esa posición acrobática un tiempo largo. El sol estaba bajando, y de repente dejó de iluminar la pieza. En la absoluta oscuridad se escuchó el grito liberador de la eyaculación de Santiago. Prendí la luz, y vi como él sacudía su verga encima de ella, depositado las últimas gotas de semen sobre el ombligo de mi novia. Se hizo a un lado, contento, con las piernas temblorosas por el enorme ejercicio que acababa de hacer. Me hizo un gesto en dirección a Emilia, como diciéndome, la comida está servida, andá, buen provecho. Ella estaba con los ojos abiertos, mirándome. Abrió un poco más las piernas, como llamándome. Recién ahí caí en la cuenta de que ella todavía no había acabado. La tenía ahí, calentita, necesitada de que le den un último estímulo. Santiago ya había hecho el trabajo duro, sólo tenía que terminarlo.
Me toqué la verga para asegurarme de que seguía dura, y así era. Me desvestí en un santiamén. Me tiré arriba de Emilia, que estaba con la piel pegajosa por el sudor, y principalmente por todo el semen que había en su ombligo. Se la metí con fuerza, porque ya estaba dilatada. Me miró con los ojos encendidos por la excitación. Le dije que la amaba, que me encantaba haber visto cómo la culeaban. La besé, y la penetré al mismo tiempo, hasta que sentí como su cuerpo se contraía nuevamente, esta vez entre mis brazos, y de su sexo salía un montón de fluido que empapaba mi miembro.
Nos quedamos uno adentro del otro, abrasados, mientras Santiago nos observaba, tan contento como nosotros. Entonces me di cuenta que mi pene no se había deshinchado. La hice ponerse boca abajo para seguir dándole verga. Santiago se unió enseguida y otra vez hizo que Emilia se la mamara. Estuvimos los tres, enredados, sucios, olorosos, hermosos, hasta que él le bañó la cara de leche. Entonces nosotros acabamos otra vez, casi al mismo tiempo.
Ese fue el comienzo de un nuevo noviazgo. Ahora se abrían las puertas a miles de posibilidades. Desde entonces, la compartí con muchos hombres, y vi cómo la cogían de todas las maneras imaginables. Y fuimos más felices que nunca. A nuestra manera.
Fin
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