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Quien no folla no quiere

~~Quien no folla es porque no quiere. Esto siempre ha sido cierto para las mujeres bonitas y para los hombres con dinero, pero en nuestra época, la relajación en las costumbres y el carácter materialista de nuestros principios lo ha hecho aplicable a casi todos nosotros. Desafío a cualquiera a que me muestre una sola persona que, habiéndoselo propuesto de verdad, no haya podido hacerlo de ningún modo, y no hablo de hacerlo recurriendo al dinero o a la violencia, sino por deseo mutuo, como debe ser. Y es que antes la ignorancia y la rigidez moral ataban los espíritus y los cuerpos, impidiendo que la gente hiciese lo que realmente deseaba, mientras que ahora nada es más fácil que buscar placer, sobre todo cuando, aparte de las maneras tradicionales de encontrar pareja, la tecnología pone a disposición de las personas los anuncios en periódicos, los chat's y las listas de contactos. Está comprobado: incluso las feas y los antipáticos pueden hacerlo, pues no hay oveja que no tenga su pareja, y son tantos los pretendientes de uno y otro sexo disponibles y ansiosos por encontrar la suya que, a poco que nos esforcemos, sin duda encontraremos una oportunidad de probar. Otra cosa es que el resultado nos satisfaga, o que el placer de una noche tenga continuidad en las siguientes. Eso ya es más difícil, e incluso encontraremos a muchos galanes y a no pocas mujeres bonitas lamentándose de que han saboreado muchas noches dulces, pero también demasiados amaneceres amargos. Pero dejemos los desengaños posteriores al acto y centrémonos en la manera de consumarlo.
 Yo mismo he conocido épocas en las que parece que las mujeres no se dirijan a uno ni para pedirle la hora, pero soy consciente de que en la vida de cualquier persona hay al menos un día en el que, por diversas circunstancias, todas parecen estar dispuestas, como si de pronto uno se hubiese puesto uno de esos perfumes en los que el chico del anuncio tiene que quitarse de encima a las mujeres. Uno de esos días es el que me propongo narrar, para presentarme yo mismo como muestra empírica de mi teoría, a la que sin duda muchas otras personas podrían añadirse como ejemplos. De momento, baste con mi propia historia para dejar claro que practicar el sexo está tan al alcance de todos nosotros, que más bien hay que proponerse no hacerlo para mantenerse al margen de toda experiencia lujuriosa.
 Para explicar lo que me ocurrió, debo hacer memoria (pido perdón por adelantado por no acordarme de todos los detalles) y remontarme a principios de los noventa, cuando aún era un chaval de dieciocho años que ya sabía todo lo que tenía que saber, pero aún no conocía todo lo que tenía que conocer. Acababa de entrar en la universidad, y como casi todas las personas de mi edad, estaba muy interesado en llevar a la práctica mis deseos. Creía, sin embargo, que era algo difícil eso de encontrar una ocasión adecuada, y sobre todo una persona bien dispuesta y con la que uno pudiese desahogar realmente sus fantasías, pues más que ninguna otra cosa, yo temía la posibilidad de un rechazo por parte de las mujeres, debido a lo variable de mis caprichos, que tan pronto me conducían hacia el amor más romántico como hacia el libertinaje más degenerado. Cualquier cosa se me podía pasar por la cabeza, y era poco probable que siempre encontrase una respuesta positiva.
 Estaba yo más o menos atormentado con estos impulsos contradictorios dentro de mí, cuando se celebró una fiesta universitaria, la de la facultad de telecomunicaciones, a la que mis compañeros de curso me animaron a asistir. Nosotros éramos de otra facultad, pero esta celebración tenía tanta fama que no podíamos perdérnosla. No sé cómo serían las fiestas universitarias de los 70 y los 80, ni tampoco estoy muy al día de cómo van las de ahora (aunque no creo que hayan variado mucho), pero puedo asegurar que la fiesta de telecos era, en aquellos años, algo así como una reunión de borrachos (y borrachas) interesados básicamente en revolcarse por los suelos aquella noche, ya fuese con una pareja, o bien vomitando litros de cerveza mezclada con cubatas y calimocho. Lo de la banda de música tocando (si no recuerdo mal eran Los Rebeldes) era poco menos que una excusa para el auténtico objetivo: ahogar la decencia en alcohol y meter mano a la que primero se dejase. Las chicas, afortunadamente, son muy sensibles a la bebida, y hasta las más decentes (o incluso habría que decir que precisamente las más decentes) se vuelven fáciles en cuanto llevan más de una hora bebiendo y uno les dice lo que quieren oír. Es muy fácil detectar lo borrachas que están fijándose en su manera de sonreir y en el brillo de sus ojos, que normalmente esquivan a los de los hombres, y en esos momentos, en cambio, los buscan con ardor. Si uno comprueba estos síntomas, bien puede jugársela, pues la facilidad con la que se dejan meter mano suele ser directamente proporcional al alcohol que acumula su cerebro.
 Puestas así las cosas, muchos de nosotros ya íbamos pensando en las cervezas que íbamos a beber y las chicas que íbamos a manosear aquella noche, cuando me encontré con la ocasión antes de lo previsto. Aún era media mañana y yo había ido a la facultad a no sé qué demonios. Ni me acuerdo ya; sólo sé que mientras estaba en un pasillo esperando, se me acercó una profesora que tenía el despacho cerca y me preguntó algo sin importancia, que ni siquiera tenía que ver con la universidad. Yo le contesté casi por cortesía, pero mientras hablaba, noté que ella me miraba muy sonriente y con un brillo especial en la mirada. Me impresionó que me mirase así, porque nunca habíamos hablado antes, aunque yo iba a sus clases. Ella no era muy guapa, pero tenía un par de cosas en su físico que impresionaban. Las tenía tan enormes que parecía mentira que se pudiesen mantener más o menos erguidas. Además, era muy simpática y eso siempre lo animaba a uno a probar suerte. Naturalmente, le seguí la conversación todo lo que pude y le reí las bromas, sin dejar de mirarla ni un segundo, y sin que ella dejase de mirarme a mí. Mis ojos estaban clavados en los suyos y los suyos en los míos, aunque en algunos momentos me traicionó mi subconsciente y aparté la mirada hacia sus tetas, que lucían enormes, y parecían apuntarme deseosas. A ella le hizo gracia y se rió. Lógicamente, estaba acostumbrada a que los hombres la mirasen en esa parte del cuerpo, y notaba en seguida si alguien lo hacía. Yo bajé la mirada algo avergonzado, pero ella, sin inmutarse lo más mínimo, se me acercó hasta casi tocarme con sus pezones y me preguntó con una sonrisa: ¿Qué te pasa? ¿Quieres verlas más de cerca? Me animó enormemente escuchar aquello, y volví a sonreír. Con un golpe de descaro raro en mí, respondí: Pues claro, y ella, que parecía muy contenta de mi interés, me cogió de la mano y me llevó a su despacho. Cerró la puerta y me miró de una manera que yo interpreté como un permiso para atacar, así que la cogí por la cintura, la acerqué a mí y la besé; bueno, en realidad quiero decir que nos morreamos, porque la verdad es que aquella manera de juntar los labios y las lenguas era un poco brusca para llamarla beso. Ella se mostraba muy activa, y eso acabó de decidirme a hacer lo que quería: la empujé contra la pared y puse mis manos sobre sus tetas. Dios santo, ¿por qué no todas las mujeres tienen unas así? Mis manos nunca habían poseído algo más tierno y delicado que aquellos dos trozos de carne. Era delicioso tocarlas, pero como me fastidiaba tener que sentir el tacto de su ropa entre mi piel y la suya, quise levantarle la camiseta que llevaba. Ella, tan ansiosa de que la tocara como yo de tocarla, se quitó el sujetador mientras tanto, y lo dejó en una caja que lo tenía por allí. De este modo, por fin pude observar sus enormes pezones. Ah, estaban para comérselos, y eso fue casi lo que hice. Mis labios se pegaron a aquella tierna piel como si fuese el manjar más apetecible del mundo. A ella parecía gustarle lo que le hacía, pero me llamó la atención sobre el ruido que estábamos haciendo: Para, para me dijo , hazlo con más tranquilidad o podrían oírnos. Yo me di cuenta de que tenia razón y me tranquilicé un poco. Recuerdo que en aquel momento no había casi nadie por los despachos, pero de todas maneras convenía disfrutar sin que nadie pudiese enterarse. Mientras mi boca seguía gozando de sus pezones, mis manos iban recorriendo su culo, lo acariciaban, lo estrujaban. Era como un sueño encontrarme en ese estado, no sólo porque ella estuviese más o menos bien, sino porque el hecho de que fuese mi profesora le daba una gracia especial. ¡Me había quedado embobado tantas veces en su clase mirando sus enormes tetas mientras ella explicaba no se qué sobre las funciones discontinuas. ! ¿Y cómo nos miraríamos el próximo día, cuando ella estuviese explicando matemáticas mientras yo la observaba desde mi asiento? Este morbo aún habría sido más fuerte si hubiésemos llegado más lejos, pero desgraciadamente no fue así en aquel momento. Como no nos atrevíamos a ir más allá por miedo a que alguien pudiese descubrirnos, estuvimos un buen rato metiéndonos mano mútuamente y besándonos con toda la fuerza de la que éramos capaces, pero finalmente tuvimos que dejarlo estar. El bulto que yo tenía en los pantalones no pasó de ahí, y me tuve que fastidiar y marcharme con la calentura insatisfecha, pero no porque ella no quisiera, sino por las circuntancias. Ella llegó a tocarme la entrepierna, pero por fuera, y yo quise meter mi mano por dentro de su pantalón, pero ella lo consideró demasiado arriesgado, no fuese a ocurrir que, después de tanto rato por allí, alguien entrase y me pillase con las manos en la masa.
 No sabes lo que me jode no poder seguir me dijo . Ahora mismo me queman las bragas, y te dejaría hacerme cualquier cosa.
 ¿Cuándo podrá ser? le pregunté con la mente puesta en el asalto definitivo.
 No sé, ya te lo diré en cuanto nos veamos, pero tranquilo, que esto no quedará así.
 Y sonriendo, como siempre sonreía ella, me dio un beso y nos separamos. La verdad es que en aquel momento me fui con una sensación algo extraña, porque eso de dejar la cosa a medias es una putada. Yo era muy joven y aún no lo había hecho con ninguna mujer, así que imagínate cómo me puso aquello de caliente y cómo me fastidió dejarlo así; pero como podrás imaginar, pocos días más tarde tuve ocasión de terminar la faena, aunque eso es algo que va más allá del objetivo de este relato.
 El caso es que, tras el primer golpe de suerte de aquel día, me preparé para la fiesta de la noche, en la que esperaba poder obtener una segunda oportunidad con alguna chica. Efectivamente, así fue. Antes de ir para allá quedé con unos compañeros, que habían invitado a algunos amigos y amigas. Una de ellas tenía veinticuatro años y no estaba nada mal; morenita (de cabello, porque de piel era bien blanca) y con las carnes justas, sin estar gorda ni delgada. Era muy abierta en todos los sentidos, y se veía claramente que no pensaba ir a la fiesta únicamente a beber. No recuerdo exactamente cómo iba vestida, pero sí que iba toda de color blanco, lo cual aún resaltaba más las curvas de su cuerpo. Sin duda alguna el blanco es el mejor color para las mujeres hermosas. Si el vestido resulta ajustado, realza la belleza del cuerpo, y si es holgado les da una belleza angelical. Supongo que por eso las señoras decentes suelen vestir ropas oscuras.
 Por supuesto, yo no quería perder una oportunidad como aquella, de modo que, con paciencia, dejé que fuesen pasando las horas entre conversaciones intrascendentes y vasos de cerveza. Fuimos a la fiesta, que se celebraba en una especie de jardín (pues recuerdo que era un descampado lleno de árboles y arbustos) y pasó aproximadamente una hora sin novedad. Por fin, cuando el alcohol ya comenzaba a hacer su efecto y la confianza había crecido lo suficiente, la morenita comenzó a dejarnos tomar cada vez más confianza. La verdad es que yo no soy muy lanzado, pero no sé muy bien cómo, al cabo de un rato me encontré abrazado a ella, que me cogía con su brazo izquierdo, mientras con el derecho abrazaba a otro chico. Sonriente, nos dió un beso en la mejilla a cada uno, y esto me hizo concebir esperanzas de poder llegar algo más lejos. Afortunadamente, la suerte estuvo de mi parte una vez más y unos amigos vinieron a entablar conversación con nosotros, con lo que el otro chico pasó a estar ocupado de momento. Yo conseguí concentrar su atención momentáneamente y le dije que iba a buscar otro vaso de bebida.
 Pues voy contigo me dijo , que yo también estoy seca ahora mismo.
 Me hizo gracia su respuesta y me fui con ella. Como ya nos habíamos tomado algunas familiaridades, no le molestó que yo la cogiera de la mano, y al pasar entre unos árboles que nos tapaban de casi todas las miradas, me detuve y la acerqué a mí. La miré a los ojos y me dispuse a besarla. Fue un momento muy crítico, porque era jugárselo a cara o cruz, pero salió cara. Ella no sólo no me rechazó, sino que me abrazó y, una vez más sonrió al separar su boca de la mía. Naturalmente, no quedó ahí la cosa, sino que volvimos a besarnos con más fuerza y nuestras manos se dedicaron a rastrear el cuerpo al que cada uno de los dos se abrazaba. Era maravilloso tocarla. Resulta increíble que los cuerpos de las mujeres sean tan tiernos. Sus culos, sobre todo, son una gozada. Además, estoy convencido que ellas disfrutan mucho más siendo tocadas que nosotros tocándolas, pero no se abandonan a este placer con tanta frecuencia como nos gustaría a nosotros.
 Como estábamos llegando bastante lejos y el lugar aún ofrecía una cierta visibilidad, le propuse que nos fuésemos a un sitio más apartado. Ella aceptó encantada, y al poco rato estábamos casi escondidos detrás de unos arbustos situados en una zona por la que casi no había gente, excepto algunas parejitas que habían tenido la misma idea que nosotros.
 Ahora ya si que no convenía andarse con rodeos, así que, sin dejar de besarla en ningún momento, metí mi mano dentro de su pantalón, buscando el centro del placer. En cuanto lo alcancé, ella se puso algo nerviosa, pero no me rechazó. Yo agitaba mis dedos lo mejor que podía en el estrecho espacio que me dejaban sus pantalones, mientras con mi otra mano no paraba de tocarle el culo, y la combinación de las dos cosas parecía gustarle mucho. Ella también tenía una mano puesta en mi entrepierna, pero por fuera. De vez en cuando, alguna de mis manos se deslizaba por debajo de su camiseta, intentado llegar a tocar sus pechos. No eran ni la mitad de grandes que los de mi maestra, pero los tenía tan bien puestos, tan firmes, tan redondos, que a mí me parecían perfectos. Me di cuenta en ese momento de un efecto curioso, y es que la oscuridad de la noche, al tiempo que me incomodaba al no permitirme ver mi objetivo, también lo hacía todo más íntimo y erótico, puesto que casi todas las sensaciones debían venirme del tacto, en lugar de la vista. Parece extraño, pero el hecho de tener que imaginarse lo que uno toca es a veces incluso mejor que poder verlo. Aún así, resultaba algo embarazoso tener que hacerlo de aquella manera. Habría dado cualquier cosa en ese momento por encontrarnos en algún lugar más cómodo y más íntimo, pero la situación nos obligaba a quedarnos con la ropa puesta. Tuvimos, por tanto, una media hora de manoseo y besos apasionados, pero al final, cuando ya estábamos más o menos saciados de todo aquello, tuvimos que irnos de allí sin llegar a más.
 La fiesta acabó y ella tuvo que irse a su casa, que estaba en la otra punta de la ciudad. Nos dijimos que ya nos veríamos, y así fue, pero bastantes días más tarde. Por el momento, yo también me fui de la fiesta. Nada más llegar a mi casa tuve que desahogar mi calentura yo solo, pues ya no podía aguantar más. Había disfrutado con dos mujeres diferentes en un solo día, pero al final me había tenido que quedar con las ganas en ambos casos. Luego, ya más calmado, me acosté pensando en mis dos experiencias, regocijándome en el recuerdo de los momentos más dulces, en el tacto de sus cuerpos y el sabor de sus bocas, y comprendí que en el fondo había valido la pena. Luego, dándome cuenta de lo poco que yo había hecho para conseguir aquellos premios y lo mucho que había disfrutado en tan pocas horas, me dije a mí mismo: desde luego, quien no folla es porque no quiere.

Datos del Relato
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