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Querido Ricardo (6 de 6)

Los vecinos, episodio dos. Punto final.



 



Hola, Ricardo. Aquí estoy de nuevo. Estos vecinos de los que te voy a hablar van a servir para poner el punto final. A estos ni los conocerás, pues apenas estuvieron unos días. Se llaman Paul y Matt. Sí, son extranjeros. Norteamericanos. Y de raza negra. Uno que medía metro noventa y otro más bajito. Ambos bien proporcionados (¿bien?, mejor dicho muy bien).



Yo enseguida les eché el ojo encima: a los dos, Paul con el pelo negro y Matt pelado y con perilla (el bajito). Con mi dominio del inglés, fui haciéndome notar, aunque me llevé una desilusión cuando me enteré de que se iban el próximo martes. (Te estoy resumiendo lo que fueron dos intensas semanas de intercambios).



Tenía que decidirme. Ellos vivían abajo y me dije que lo mejor era la excusa de pedir algo. Estaba con un pantalón corto blanco y una camiseta de raso. Por debajo, mi mejor ropa interior. No te diré que bajé maquillada, pero sí bien peinada (peluquero horas antes). Estaba muy sexy y llamé a la puerta, deseando que no entrara o saliera nadie entonces.



Abrió Paul, el alto y quedó impresionado con la visión. Yo iba con el tarro de azúcar en la mano. Le pregunté si tenían, que se me había acabado y me urgía. Eso se lo dije mirándole a los ojos. Me iba a dejar fuera el muy idiota, pero le dije que al haber venido como estaba en casa tenía un poco de frío, así que me dejó entrar.



A esas alturas incluso dudaba de que aquellos dos negrazos no fueran homosexuales, pues tal y como iba y que no me lanzara ninguna mirada al escote o a las piernas... O eso o no les atraía para nada. Pregunté por Matt y éste salió de su habitación. Sólo en una primera vista pareció sorprendido, pero luego la misma neutra hospitalidad que Paul, que regresaba de la cocina con el azucarero lleno.



Les pregunté qué estaban haciendo. Nada de importancia, me comentaron. Les dije que les iba a echar mucho de menos. Tras varias palabras, logré que ellos se sumaran a la conversación. Me invitaron a una copa y entablamos una animada charla. A la segunda copa ya advertía que mis dos hombres lanzaban miradas cada vez más intensas en mi cuerpo.



Me interesé en saber su opinión de las españolas. "¿Qué os han parecido las chicas de aquí", pregunté intentando adoptar el tono más sugerente que pude. Ellos dijeron que bien, que muy guapas. "¿Y en la cama?". Se quedaron cortados. Metí un trago enorme y me lancé: "Supongo que os habréis puesto las botas, ¿no? Aquí todas las mujeres tenemos fantasías con negros".



Paul lanzó una mirada a Matt y sonrió. Me preguntó si yo también tenía esas fantasías. Por supuesto, les dije. Sobre todo fantasías con una pareja de negros que me follen por delante y por detrás. Todo esto en inglés me sonaba un poco raro, pero ya mis negritos se dieron por enterados de quién tenían delante. De hecho, Matt se acercó mucho a mí y me dijo con un tono de vez un poco agresivo que era una verdadera puta.



Me ordenó que me quitara la camiseta. Lo hice lentamente, sonriendo. Ya estaba cachonda y no me habían puesto un dedo encima. Mi sujetador de encaje color vainilla quedó a su vista. El pantalón, dijo. Y yo hice lo mismo. Pero Paul, que también se había acercado al sofá donde estábamos Matt y yo, cansado de lentitudes, me cogió el pantalón y tiró de él con fuerza, dejándome con la espalda apoyada en el sofá. Paul me arrancó el sujetador y Matt la tanguita.



Me estuvieron contemplando unos instantes y movieron sus cabezas afirmativamente, como aprobando mi cuerpo. Entonces se despojaron de sus nikis y se bajaron las braguetas de sus pantalones. En poco tiempo, tenía dos ejemplares de ébano ante mis ojos. Perfectamente modelados y equipados, aunque sus penes estuvieran flácidos todavía. "Chupa, zorra".



Me arrodillé y acaricié sus duros muslos. La polla de Matt, el bajito, era enorme. La de Paul era gordísima. Mis lametones en sus glandes descapullados y negros hicieron su efecto al poco tiempo. Con Paul tenía que recorrer los bordes de su glande, pues no me podía tragar su falo enorme. Casi tenía que agarrarlo con dos manos para poder masturbarle. Menos de 8 centímetros de ancho no tenía aquel monstruo. Y 18 de largo. La de Matt no era tan gorda, pero era la polla más grande que había visto nunca. Más de 25 centímetros. Uff... sólo mamándoselas tuve un orgasmo.



Antes de que se corrieran, ambos machos me retiraron y se masturbaron ante mi cara, inundándome de semen. Pero cuando digo inundar no hablo metafóricamente. ¡nunca he visto tanta cantidad de lefa salir de unos rabos! Mi pelo, mi cara, mi boca, mis senos, mi tripa...



Paul me tumbó en la cama y apuntó su verga, que parecía como si nunca hubiese eyaculado, a mi coño. Te juro, Ricardo, que creí que ese monstruo no podría entrar en mi vagina, aunque no había nada que desease más. Matt me tocó sin demasiada delicadeza el chocho y le dijo a Paul que estaba muy cachonda, que adelante. Y Paul se inclinó sobre mí y apuntó su tranca a mi rajita. Poco a poco, aquel pedazo de capullo empezó a enterrarse dentro de mí.



Me sentía como superada o desbordada y sentía una presión y una tirantez casi insoportables. Pero al mismo tiempo le jaleaba a Paul para que siguiera metiéndomela. Estaba demasiado caliente como para pensar que me estaba destrozando. Una vez dentro su glande, lo demás no fue tan complicado, aunque seguía siendo doloroso. Eso sí, estaba descubriendo placer en zonas antes no exploradas. Y además sus palabras y sus caricias, juntando que Matt me restregaba su polla por la cara, conseguían que mi abertura descomunal me empezara a proporcionar placer.



Antes de que su bombeo hubiera arreciado, ya había explotado en mí otro orgasmo terrible. Veía la polla fibrosa y llena de venas, dura como una barra de acero de Matt y me imaginaba que eso mismo me estaba taladrando el coño, pero con el doble de grosor. Paul se corrió dentro de mí. De nuevo su leche salió disparada y me llenó por completo.



Sí, Ricardo, no se había puesto goma. Y justo cuando Paul estaba a punto de caramelo, Matt me decía que ahora le tocaría el turno a mi culo. Me preguntaba si quería que me diese por culo y yo, gritando y jadeando como nunca lo había hecho, mezcla de dolor y de placer, le decía que sí, que quería que me follase el culo. Eso sí, no me esperaba que Matt no esperase ni a que pudiera tomar un respiro. Me dio la vuelta y sus poderosas manos me pringaron con una crema que había ido a recoger. Sus dedos se introducían sin compasión en mi ojete y me lubricaban de arriba abajo. Acabó el ritual embadurnándose su propio rabo.



Tras esto, se sentó al borde de la cama y me giró. Me movía como si fuera una muñeca hinchable. Me puso de espaldas y me fue bajando. Notaba sus hercúleos brazos disponiéndome contra su misil, que alcanzó su objetivo y lo fue destruyendo poco a poco, sin compasión ni concesión al enemigo.



Por suerte había estado trabajando la zona, porque aún así el dolor era intenso y se abría paso con dificultad. No parecía tener fin aquel misil, que además estaba empeñado en alcanzar mis riñones. Cuando mi culo topó con sus muslos, no me creía que me había devorado por completo. Nunca me había sentido tan repleta. Me faltaba hasta el aire. Apenas sentía que Matt aplastaba mis senos con rudeza. Lo menos de 30 centímetros estaban dentro de mí.



Entonces me levantó y la mitad de su tranca salió de mí, para volver a entrar después. Lo hizo varias veces, hasta que casi dejó fuera su glande. Y tras esto, volvía a enterrarme su proyectil de golpe. Pero lo hacía con un ritmo bastante uniforme y rápido como para producirme más y más placer. También ayudaba que su poderosa mano estaba dentro de mi vagina. Cuando perdí la noción de mí misma tenía dentro tres dedos (y tres dedos suyos, Ricardo, no son tres dedos cualquiera) dentro y mi clítoris estaba sumido al borde del delirio.



Cuando terminó te puedes imaginar la cantidad de leche que se derramaba por mis muslos. Casi no podía tenerme en pie. Aun así, me pusieron en la puerta y me dieron la ropa en la puerta. Me despidieron casi dándome una patada en el culo y cerrando la puerta. "Goodbye, sugar", encima dijeron. ¿Qué más me daba? Dos negros me habían follado sin compasión con dos pollones de peli porno.



Si miraba Aureliano, el vecino cotilla, con la puerta entreabierta y comentándole a su esposa Brígida la jugada, me daba igual. Incluso abrió para decirme qué ruidos eran esos. Supongo que al verme sudorosa y chorreando semen por todo mi cuerpo le frenó. Y verme el coño y las tetas, claro. A un hombre de sus sesenta y pico años no se le levanta su pene así como así. Encima una vecina tan formal y responsable como me había mostrado hasta el momento. Su esposa tiró de él y le metió en casa.



Bueno, Ricardo, creo que ya te he contado lo suficiente para darme por satisfecha. Después de la cuantiosa separación de bienes, de quedarme con la custodia de nuestros hijos y de quedarme con varios de tus múltiples pisos, no me puede pasar factura ya. Ahora vivimos Marisa, mis dos hijos y yo, e invitamos a casa a los amigos que queremos. La vida está repleta de sorpresas y creo que estoy embarazada de un precioso negrito. El sexo es fabuloso con barriga, la piel está más sensible que nunca y los amantes son muy tiernos. Pero lo mejor de todo es que no tengo que conformarme con esa picha ridícula tuya.



Un beso y hasta siempre, Ricardo.


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