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Quedamos solos en casa

Viajaste, por trabajo, a mi ciudad. Mi amiga de la infancia, Vanesa, me avisó por teléfono de tu visita, claro que ni ella, ni yo a esa hora, sabíamos que mi marido, Martín, también se ausentaría hasta el día siguiente. Puesto que mis hijos habían viajado con los abuelos, por 3 días, a un parque acuático y termas, debería haber cancelado tu venida a casa.

No lo hice y así nos fue.

Llegaste a eso de las 19:30 hs – temprano para cenar en verano – nos sentamos en el living, en sillones enfrentados y sendas tazas de café. No necesito mucho tiempo para que mi piel “despierte” sensibilizada por las atenciones, patentes, claras y sin mucha cautela, de tu mirada recorriéndome de pie a cabeza, con evidentes pausas en mis piernas que, a poco, parecen haber cobrado vida propia, las separo, las junto, las cruzo y las descruzo sin pensarlo.

Hace calor, te ofrezco una cerveza fría y voy a la heladera por ella. Alcanzo a apoyar la botella en la mesada de la cocina, para buscar las jarras y percibo tu nariz en mi nuca, tu respiración en mi cuello y tus manos en mi cintura, te pegas a mí, no puedo dejar de notar tu erección entre mis nalgas, aspiras con fuerza, me besas el cuello y tus dedos trepan hasta mis pechos.

Me encantan tus caricias y mi cuerpo encaja a la perfección con el tuyo.

Me siento tan cómoda y halagada que ni siquiera protesto para simular rechazo a la indecorosa situación. Giro, lentamente hacia vos y te beso de manera desaforada. Tus manos recorren mi espalda, sobrepasan las caderas y aprietan con fuerza mis glúteos, siguen el descenso, levantan mi pollerita, regresan a las nalgas, me levantan, se corren a las piernas obligándome a abrirlas alrededor de tu cuerpo y, sin separar tus labios de los míos, te encaminas al dormitorio.

Te dejas caer conmigo sobre el colchón, la tenue luz que se filtra por la puerta abierta, nos alcanza para, recíprocamente, emprenderla con botones y cierres y deshacernos de las prendas exteriores y zapatos.

Aprovecho que te levantas, para terminar de quitarte el pantalón, para abrir la cama y deslizarme bajo la sábana. Me sigues y tu mano derecha, mientras me besas apasionadamente, se entretiene con mis senos, mi vientre, mis nalgas y mi entrepierna, por arriba y por debajo de mi bombacha. Mi izquierda, por deber de reciprocidad, hurga en tu pecho, acaricia tu bulto por sobre el slip y, por fin, juguetona, rodea tu miembro increíblemente erecto.

Los gemidos entrecortados viajan en las dos direcciones.

Debería haber encendido la luz y el aire acondicionado. Hace calor, transpiramos copiosamente.

Me despojas de corpiño y calzón y te quitas tu slip. Te susurro que en la mesa de luz puedes encontrar condones.

“¡Pobre Martín! Le vas a usar la cama y sus preservativos” pienso con un destello de remordimiento – que se diluye al instante-. Es que, con tus ojos en mis ojos, como midiendo mi grado de excitación, te calzas el “globito”. El deseo me arrebata, cautiva mis sentidos.

Acomodas tu cuerpo sobre el mío y, con calma, tu miembro frente a mi cavidad húmeda a más no poder. Clavas tu mirada en la mía y vas entrando. Acompaño con gemidos mientras vas penetrándome, llenándome. Llegas a lo más profundo y callas mis gemidos sellando mi boca con la tuya y, con ritmo cansino, empiezas a salir y entrar. Yo gozo lo indescriptible, vos no te quedás atrás. No dura mucho la porfía tierna, suave y calmada: tu cuerpo se acelera yo me retuerzo, ondulo mis caderas y gimo de placer. Tu mano derecha se introduce bajo mi culo, con el índice y el medio acaricias mi vagina a cada costado de tu pene que sigue bombeando, la retiras apenas con tu dedo, entre la zanja de mis nalgas, se detiene en mi ano y se mete un poquito. Experimento una explosión de sensaciones, mi vagina llena de tu pene, mi clítoris, tu dedo en mi ano, tus labios alternándose en mis labios, mi cuello y mis pezones, todos enviando placer al mismo tiempo. Susurro tu nombre hasta que te grito el delicioso orgasmo que me invade y convulsiona. Eso te enardece, te incendia, te hundes en mi poseído de frenesí y explotas con un ronquido de pasión sin límites.

Nuestros cuerpos están bañados de sudor por el calor sofocante y el vehemente deseo liberado.

Como tierno remate se te ocurre lamer la transpiración en mis senos, con especial dedicación a mis pezones.

Nos duchamos e higienizamos por turno.

“¡Pobre Martín! Le usas la cama, los preservativos, la toalla de baño y el desodorante” pienso.

De regreso al dormitorio, te encuentro hablando por teléfono con tu hotel “es probable que no llegue hoy a ocupar la habitación, mañana paso a retirar mis pertenencias y a pagar” escucho.

Mientras me comentas que ya hablaste con Vanesa –tu esposa– simulando hacerlo desde el hotel, enciendo el equipo de aire acondicionado. Para el segundo, más que obvio, episodio lujurioso de esa noche, las condiciones de temperatura, y humedad del aire son más propicias.

De nuevo bajo la sábana, unas pocas caricias y besos, se traducen en una nueva formidable erección y una imponente excitación mía. Te proteges con otro preservativo. Me subo sobre vos y asumo las riendas de la nueva comunión de carnes. Te beso, me introduzco tu miembro, muevo mis caderas. Otra vez mi gozo no lo puedo reducir a palabras, vos respondes con pasión, jadeos, gruñidos, convulsiones y frases truncas. Los respectivos orgasmos son superadores de los del capítulo precedente.

Después de una segunda higienización, recíprocas incursiones orales a los entrepiernas y una nueva intromisión de tu carne dura en lo más recóndito de mi raja, con pasiones desbocadas y epílogos superlativos, nos quedamos dormidos, abrazados, saciados, ahítos de goces. Sin beneplácitos, claro, pero con toda la satisfacción física.

La salida del sol la “festejamos” acorde a nuestra calaña de tramposos impresentables: sexo, aseo personal, desayuno de café con leche y tostadas, elaboración, de común acuerdo, de la versión del relato de ese día/noche, para tu esposa -mi amiga- y mi marido:

Reímos de tu ocurrencia y nos dimos un largo beso de despedida.

Nos queda, en el haber de nuestras vidas, esa maravillosa noche juntos, en el debe, algo de tristeza: no se le hace eso a una amiga, vos cogiendo a la amiga de tu esposa, yo cogiéndole el esposo a mi amiga.

Al quedar sola, frente al espejo le reprocho a la imagen que me devuelve: “No tenés redención posible, te cogiste el marido de tu hermana, cuando estaba convaleciente y, ahora, el de tu amiga de la infancia”

Después salgo y compro, en una farmacia, una caja de preservativos para reponer, en la mesita de luz de Martín, los cuatro utilizados en los de la noche y en el del amanecer.

“Por si las moscas” decimos en el barrio.

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