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Dos enfermeros acuden a un piso respondiendo a una llamada de emergencia. Allí, desnudos y cohibidos, se encuentran a una pareja de amantes incómodamente enganchados por sus respectivos piercings cuando se encontraban en plena sesión de sexo. ¿Lograrán liberarlos sin causar daños colaterales?
Los dos enfermeros bajaron con decisión de la ambulancia, cerrando las puertas con un fuerte golpe casi sincronizado, y se dirigieron hacia el portal bajo las miradas curiosas de los viandantes.
–Esta vez déjame llevar la iniciativa –dijo Patricia resolutiva–. Ya estoy harta de ejercer de tu “ayudante”. Tenemos la misma titulación y estoy igualmente capacitada. No hace falta que me “protejas”, aunque seas tú el veterano. La mejor manera de que adquiera experiencia es con la práctica.
–Vale, vale –respondió Rafa a la defensiva–. Me parece bien. Nunca he dudado de tu capacitación.
Ella asintió y cruzó la primera el vano del portal bajo la mirada divertida de su compañero: era cierto que no dudaba de su capacidad y profesionalidad, aunque siempre trataba de motivarla mostrándose riguroso… y sí, quizás algo protector. Rafa radiografió su juvenil y atractiva figura de arriba abajo, cosa que hacía cada vez que tenía ocasión, siempre procurando que Patricia no se diera cuenta. Fijó la mirada en su espléndido culo, preguntándose por qué los pantalones del uniforme quedaban de forma tan diferente a hombres y mujeres. En el caso de Patricia la tela se adhería perfectamente a la redonda y respingona forma de sus glúteos, resaltando su gloriosa y prieta esfericidad; y adaptándose de igual manera a sus potentes caderas y sus firmes muslos, configurando un conjunto anatómico excepcional.
Aguzó la vista intentando adivinar qué ropa interior usaría la chica. ¿Braga o tanga? El ajustado pantalón no dejaba intuir costura alguna, por lo que el sanitario imaginó un mínimo y tenso triángulo de tela emergiendo en lo alto de las desnudas nalgas, unido a una fina goma que rodearía las caderas hasta converger por delante en otro triángulo apenas más grande, que escasamente ocultaría el pubis.
O quizás era una de esas bragas modernas sin costuras; una ligera y cómoda prenda sin florituras, de tela casi transparente adherida al cuerpo como una segunda piel, permitiendo intuir la araña de vello púbico que, como una rizada y obscena señal, atraería la vista hacia el jugoso coño oculto entre los muslos.
–¿Qué piso es?
La pregunta de Patricia sacó bruscamente a Rafa de sus ensoñaciones, quien buscó con cierta torpeza en su bolsillo el pósit donde llevaba apuntada la dirección.
–Eh… El tercero. Tercero… eh… derecha.
Patricia apretó el botón y las puertas del ascensor se cerraron con un sonido sordo y mecánico. Dentro del estrecho habitáculo Rafa se aproximó a ella disimuladamente, lo suficiente para intuir el calor de su cuerpo latiendo a unos centímetros. Exhaló disimuladamente el suave y fresco aroma de su perfume –apenas un par de gotas en el cuello, imaginó, y quizá otra más en la entrepierna–. Ya en el piso abandonaron el ascensor y se aproximaron a la puerta. Llamaron. “Está abierto”, oyeron una voz apagada desde el interior invitándoles a entrar. Patricia lanzó una fugaz mirada a su compañero como recordatorio de su conversación anterior, y cruzó la entrada con resolución.
Era un envejecido pero amplio apartamento, tan habituales en la parte antigua de la ciudad, que había sido acondicionado con una estética fresca y moderna: muebles de diferente estilo componiendo una asonante armonía, posters de películas y grupos musicales en las paredes junto a alguna muestra de arte contemporáneo, escasos pero premeditados objetos de decoración, colores diferentes y contrastados para cada pared…
Avanzaron por el pasillo hasta una habitación, buscando el origen de la voz. Entornaron la puerta y entraron. En medio del dormitorio un hombre joven aguardaba en pie sobre la alfombra, de espaldas y completamente desnudo. Su cuerpo, delgado y fibroso, se veía adornado por numerosos tatuajes. Al aproximarse, rodeándolo, vieron que también destacaban en diferentes puntos de su anatomía varios piercings: orejas, cejas, nariz, labios, pezones… Sin embargo eso no fue lo que atrajo la atención de ambos enfermeros. De rodillas sobre el suelo una mujer, también joven, guapa, e igualmente ornamentada con numerosos tatuajes y piercings, mantenía su rostro pegado a la entrepierna del chico, con la polla de éste metida en su boca.
–Ejem –rompió Rafa el silencio con que él y su compañera observaban desconcertados la escena–. ¿Han llamado ustedes a urgencias?
–Sí –respondió el chico con un hilo de voz, evidentemente cohibido–. Hemos sido nosotros.
–De acuerdo –continuó el enfermero–. Y, ¿cuál es el problema?
–Pues, verá… estábamos practicando, eh… sexo oral y bueno… eh… resulta que el anillo que tengo en el… eh… pene… no sabemos cómo, pues… se ha enganchado con el que mi novia tiene en la lengua… Al principio, bueno, nos ha hecho gracia, pero… no podemos soltarnos. Llevamos un buen rato así.
–Entiendo –acertó Rafa a contestar–. Ejem, bueno, ¿Patricia? Creo que querías encargarte personalmente de este caso, ¿no?
Ella, que había permanecido callada hasta el momento, incrédula, sin saber muy bien dónde dirigir la mirada, se quedó paralizada, como fulminada por las palabras de Rafa. Cerró los ojos, inspiró profundamente y los volvió a abrir. Lanzó una mirada a su compañero que podría haberle incinerado allí mismo y a continuación fijó su atención en los jóvenes.
–Claro. No será tan complicado –dijo para rebajar la tensión–. Tranquilos, seguro que con calma y paciencia lo resolvemos enseguida.
Se agachó y posó su mirada en el fláccido miembro que permanecía enganchado por el frenillo a la lengua, que la chica se esforzaba por mantener fuera de su boca, al tiempo que con la mano limpiaba los hilos de saliva que de vez en cuando escapaban por sus comisuras. Patricia imaginó que, detrás de sí, Rafa la observaría realizando un serio esfuerzo por contener una sonrisa.
Con evidente reparo agarro la polla con sumo cuidado, como si el simple contacto con ella fuera a contagiarle alguna innombrable enfermedad sin cura conocida –pese a haberse puesto unos guante profilácticos–, y comenzó a manipularla para intentar desengarzar ambos anillos. El chico, forzando el gesto de impasibilidad, habló, posiblemente para apartar su atención de lo que ocurría en sus genitales.
–No sé cómo ha podido ocurrir. Lo hemos hecho muchas veces y nunca nos había pasado. Es un caso entre un millón…
Calló de golpe, dando un respigo a causa de un movimiento excesivamente brusco de la enfermera.
–No tan fuerte, por favor –pidió tras el quejido–.
–¡Oh, perdón! –Se disculpó Patricia secando con el dorso de la mano el sudor que le empapaba la frente–.
Decidió entonces centrarse en la lengua de la chica, intentando soltar el piercing que la atravesaba del que perforaba el frenillo del pene.
–¡Ay! No tan fuedte, pod favod –se quejó ahora ella–.
Patricia inspiró profundamente, lanzó una fugaz mirada de reojo a Rafa –cuyo gesto serio e impasible contrastaba con el brillo divertido y malicioso de su mirada–, y recolocó sus dedos sobre lengua y pene con cuidadosa precisión, como si se dispusiera a realizar una operación quirúrgica de alto riesgo. La sanitaria volvió a manipular la polla, con suma suavidad, intentando no tirar en exceso. Demasiada suavidad. Los movimientos de la mano hacían avanzar y retroceder la piel del prepucio sobre el glande, lo cual derivó, inevitablemente, en una involuntaria erección. La enfermera, sin saber muy bien cómo reaccionar, sintió como el miembro se alargaba y engordaba en su mano; como las venas crecían bajo la piel, palpitando con fuerza creciente al bombear la sangre que incrementaba su velocidad; y como el prepucio retrocedía descubriendo el hinchado y enrojecido glande que mostraba una primera gota de líquido preseminal emergiendo de la uretra.
El sonrojo que se apoderó del rostro del hombre, quien con cara de angustia no sabía hacia dónde mirar –aunque sí evitó con determinación la mirada de su novia–, era comparable al que encendía la cara de Patricia, cuya mente fantaseaba vertiginosa sobre los mil y un lugares donde preferiría estar en lugar de en aquella caldeada habitación. ¿Por qué no me mordería la lengua?, pensó al recordar su empeño en protagonizar aquella horrible situación. Ello un instante antes de descubrir que aún podía empeorar, cuando su no pretendido masaje genital provocó una involuntaria pero potente eyaculación en el muchacho. El semen salió disparado, inundando la boca de la chica y pringando las manos de Patricia, quien no terminaba de creerse lo que le estaba ocurriendo. ¡Gracias a dios por los guantes!, fue el único pensamiento coherente que acertó a elaborar su cabeza.
–Lo… lo siento… –se disculpó el hombre cuando recuperó el resuello–.
Quizás el recuerdo de todo aquello no habría resultado tan desagradable si la chica, nerviosa y mareada, no hubiese reaccionado al chorro de semen en su boca vomitándole a Patricia encima.
***
Rafa y Patricia abandonaron el piso cuarenta y tres minutos después de haber entrado en él. Ambos bajaron en el ascensor, salieron del portal y caminaron hasta la ambulancia sin decir una palabra. Patricia porque se encontraba demasiado cabreada y avergonzada, pese a haber logrado finalmente liberar a ambos amantes, y Rafa porque creyó prudente no echar más leña al fuego con algún comentario jocoso –casi hubo de morderse la lengua para lograrlo–. Cuando llegaron a la ambulancia y Patricia se estiró para subir al asiento del copiloto, Rafa la miró de reojo: la camiseta se le había subido y el pantalón de talle bajo le permitió entrever la goma de su braga.
–¡Tanga! –Exclamó triunfal Rafa para sus adentros–.
Subió a su vez al vehículo, lo puso en marcha y se arriesgo a romper el gélido silencio.
–Para esos dos se acabó el sexo oral, me parece a mí.
Aguardó conteniendo la respiración la reacción de su compañera. Ella permaneció seria, callada; luego, de manera casi involuntaria, sonrió. Rafa le correspondió, y acabaron compartiendo una carcajada mientras la ambulancia se ponía en marcha para incorporarse al denso tráfico.
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