Esta es la maravilloso historia de Juan, dejadme contarla como se la oí a él. Juan tenía 23 años y estaba en el último año de la carrera cuando sucedieron estas cosas. La chica, la protagonista del cuento, Isabella, era cuatro años mayor que él y, bien a bien, no se cómo se hicieron novios, ni él nos lo contó en la célebre borrachera en que nos hizo el relato de su desvirgue, es una preciosa y menudita chica que cursaba el propedéutico para la maestría en nuestra especialidad. Le dejo la voz, la envidia y los cortos párrafos que intentan reproducir la forma en que él lo cuenta:
No se cómo, tíos, pero Isabella me había dicho que sí. Se había hecho del rogar, naturalmente, pero finalmente me dio un pequeño kiko en los labios, y con eso quedó sellado el asunto: ya estaba.
Y luego vinieron exactamente diez días de locura: los conté uno por uno, y no los cambio por nada. Quizá para ustedes, que os las sabéis de todas todas, sean pendejadas, pero nada como eso.
Nada como coger cuando uno sabe lo que quiere, como perder la virginidad con una mujer a la que se ama, y que sabe más que uno, y lo guía sabiamente en una operación nada mercenaria, sino todo lo contrario: dulce y amorosa.
Se trata de ir descubriendo la textura de sus labios y su lengua, de sus dientes, probarle la boca entera, ser consciente de cada nueva sensación, de lo que sus besos le dicen a mi cuerpo y mi mente.
De ir explorando poco a poco, con la misma delicadeza, la firmeza de sus nalgas bajo los ceñidos jeans, de sentir la suavidad de unos pechos de mujer apretarse contra el torso de uno, de ceñir una cintura, una cintura, una cintura y el inimaginable inicio de una cadera. De oír hablar a una mujer y sentirla. De caminar por la calle abrasándola, de amarla.
Y cómo un día, el octavo, el octavo mes, el octavo año, en la soledad de mi habitación, nos abrazamos, nos besamos, nos tocamos, y terminamos en la cama, vestidos, yo acostado boca arriba y ella sentada a horcajadas encima de mi. Mi verga, dura como una piedra, se acomodaba entre sus muslos y su pubis, y a pesar de que ambos seguíamos con los pantalones puestos, sentía tocar el cielo.
Entonces ella se quitó la blusa y el brasiere. Ahí estaban ante mis espantados ojos (y, por suerte, no me había sacado las gafas), unos pechos pequeños y erguidos, con unos pezones morados totalmente duros, que empecé a acariciar despacito, muy despacito, hasta que me vine, mojando mis calzones y con un suspiro que intenté disimular pero ella notó perfectamente.
Se paró, poniéndose las prendas que se había quitado, y me pidió que la acompañara a su coche, que solía dejar a media calle de mi edificio. Pasé al baño y limpié un poco el desastre, y bajamos el ascensor en compañía de una pinche vieja chismosa del octavo, y ya en la calle volví a besarla y decidí confesarle algo que, sin ningún género de duda, ella ya sabía: “¿Sabes que nunca he estado con una mujer, que tu eres, serás la primera?”
“Si, Juan, ya lo se –dijo-. Nadie me lo ha dicho pero es evidente”. Y se fue, sin más.
Al día siguiente nos vimos otra vez, y repetimos lo de la víspera, pero con un agregado: luego de redescubrir y colonizar sus pechos, le desabroche el pantalón y, por vez primera, toqué sus frías nalgas, acaricié la deliciosa raya que las dividía, y sentí que eran mías, que siempre lo serían.
No me derramé. Ella cortó el royo y se sentó frente a mi: “¿Quieres hacerlo, verdad?, vamos a hacerlo. Pero tengo que contarte mi historia”. Yo le dije que no era necesario, pero ella siguió en lo suyo y me hablo de los cuatro hombres de su vida, desde que perdió el virgo a los 18 cumplidos.
Yo sería el quinto. Por supuesto, sólo generalidades, nada muy íntimo. A mi vez, expliqué por qué era virgen, y porqué no me importaba que ella no lo fuera... y se fue. “Mañana –dijo-, tenlo todo listo”.
Luego, ella me contó que llegó a su casa a masturbarse, y que me imaginaba como los cochinitos de las caricaturas: la excitaba tremendamente pensar que desquintaría a un tipo que, como yo, lo era todavía a los 23 por exóticas razones, no por prejuicios morales, ni por fealdad, ni por impotencia...
Llegó, pues, el décimo día, que contra lo que ustedes puedan creer, no es el último, sino apenas el primer capítulo de esta historia. Ella llegó caliente, muy caliente y muy mojada, y yo la esperaba desde una hora antes con el fierro en posición de firmes.
Me besó, me besó como sabe besar ella y como ustedes, oh incautos, nunca han sido besados, y empezó a desvestirme, safando cada botón de mi camisa con un beso en mi pecho, mientras yo también desabotonaba su blusa.
Yo no traía mis habituales jeans ni mis botas, sino unos mocasines que nunca usaba y unos holgados pantalones de gabardina, de modo que sin problema alguna quedé en calzones. Ella había pensado lo que yo, porque traía una mini abotonada por delante, de la que salió rápidamente.
Y ahí estaba ella, con una panti mínima y cachonda, que se sacó con un ágil movimiento, mostrándome una negra y tupida pelambrera. Y la tocaba, seguía con la punta de mis dedos el sensual contorno de su espalda, de su estrecha cintura, de sus nalgas, y sentía en mi piel la suavidad de la suya, y en mis labios la humedad de su lengua y, de pronto, en mi pito la dulzura de su mano.
Me hizo acostarme como la víspera, como la antevíspera, y tomó con su mano mi verga, deslizándola en su coño húmedo y acogedor. Lo fue metiendo poco a poco mientras yo la veía con los ojos muy abiertos y acariciaba el inicio de sus caderas. Poco a poco hasta sentarse en mi, hasta tenerlo totalmente dentro, y comenzar a moverse despacito, muy despacito, haciéndome ver estrellas.
Ella me estaba dando placer, se movía como había que moverse para que todo fuera más lento y placentero, para que no me viniera ya. No se preocupó en ningún momento por su propio orgasmo pues, como luego diría, bastante tenía con lo que ya había, y finalmente tuve mi primer orgasmo real, que de inmediato me hizo lamentar todo el tiempo, todo el semen tirado al suelo, al kleanex, al caño.
Y se echó a mi lado, y al cabo de pocos minutos susurró “¿no quieres trabar conocimiento cercano con mi clítoris...?
¡Oh, mujer, amada mujer!
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