Acodada en la barandilla del buque que la aleja de Buenos Aires, Celina da el último adiós a esa ciudad y a sus recuerdos más ingratos.
En la muelle comodidad del enorme sillón, absorta en la contemplación ciega de un televisor que la invadía con imágenes absurdas y obnubilada por la enajenación del alcohol en el que había hallado refugio desde hacía unos meses, mantenía extrañamente intacta su capacidad de razonar. Eso era lo que se revolvía en su mente y retroalimentaba empecinadamente al círculo vicioso del alcohol y los recuerdos, reviviendo recurrentemente los sucesos que habían regido, determinado y modificado cada uno de los actos de su vida, ajenos totalmente a su voluntad y mucho menos a sus sentimientos más íntimos.
Protagonista alocada de una época estudiantil contestataria, a pesar de ser una buena estudiante con excelentes calificaciones y la respetuosa consideración de profesores y autoridades del colegio, también gustaba disfrutar del desenfreno que la reciente democracia permitía a los jóvenes. Incitada por sus compañeros y su propia curiosidad, rápidamente se aficionó a las bebidas alcohólicas, al sexo furtivo y al creciente uso de la marihuana.
La feliz concreción del viaje de egresados a Bariloche, se convirtió en el funesto prólogo de su actual situación. Allí alcanzó los picos más altos de la desinhibición y el libertinaje, entregándose sexualmente como si fuera una travesura y en los sitios más insólitos a cualquier cosa que tuviera pantalones. Consecuencia de una última noche infantilmente estúpida, fruto de la excitación, el alcohol y las drogas – ya excedido el primitivo umbral de la marihuana -, se había encontrado embarazada a esa edad en que las muchachas florecen al amor y a la libertad de su mayoría de edad, empujada al matrimonio para satisfacer el orgullo herido de sus padres y con sus expectativas juveniles truncadas de raíz de la forma más desatinada.
Extrañamente y a pesar de que había sido testigo personal de su concupiscente entrega al sexo con otros hombres, Alberto accedió a casarse, haciéndose responsable del embarazo y a reconocer a la criatura, a pesar de que para Celina era poco más que un desconocido; solamente el monitor de la compañía de turismo con el que había satisfecho su incontinencia sexual aquella noche.
Siete años mayor que ella, instaló una casa en los suburbios y, habiendo terminado sus estudios de maestro mayor de obra, se dedicó por entero a su profesión. Siendo sincera consigo misma, debía de reconocer el empeño laborioso de él y que nunca le había hecho faltar nada, satisfaciendo mansamente sus caprichos de niña consentida.
Sin embargo, un cierto desapego en la relación que la intranquilizaba no le permitía ser plenamente feliz. El era casi desmedidamente cariñoso con la pequeña María, se desvivía por hacerle regalos y siempre encontraba un tiempo para sacarla de paseo, pero con ella había ido modificando sus hábitos a lo largo de los meses y los años. De la condescendiente y afectuosa actitud de los primeros tiempos y, tan pronto como se cumpliera el lapso en que después del parto pudieron reanudar las relaciones sexuales, cambió radicalmente su comportamiento.
Lejos ya de aquellos deliciosos momentos del juego previo y la delicadeza en que él la instruía sexualmente en procura del mayor goce mutuo, ahora la poseía con una violencia injustificada en el sitio de la casa que se le antojaba. Sin hacer caso de sus protestas, la obligaba a realizar los actos más vilmente aberrantes a los que, si se negaba, complementaba con durísimos castigos en los senos, glúteos y hasta el mismo sexo, invisibles para cualquiera que no tuviera intimidad con ella.
Casi todas las noches, él la poseía con la misma saña que a una prostituta de la peor calaña y cada noche ella se prometía abandonarlo, renegando de sí misma por consentir que la sometiera a tan degradantes actos pero, mujer joven y con necesidades insatisfechas, gozaba tanto y obtenía tal grado de gratificación sexual, que por la mañana todos sus buenos propósitos se habían desvanecido.
A pesar de que él no cesaba de tratarla como a una cosa, sólo útil para criar a María, hacer la comida y satisfacer sus vicios sexuales, Celina había encontrado un cierto equilibrio. Tragándose con aparente indiferencia sus tropelías, se dedicó casi exclusivamente a la educación de su hija y a la suya propia, estudiando en los ratos libres decoración de interiores.
Su talento o las oportunidades facilitaron su crecimiento y, con María ya encaminada en el secundario, abandonó el estudio hogareño y el decorar casas y negocios del barrio. Respondiendo a la solicitud de algunas empresas, se encontró facilmente apta para hacerlo en oficinas, especialmente aquellas de más alto nivel que, con buenos presupuestos, incrementaron su reconocimiento y, en la actualidad, asesoraba a dos revistas especializadas y a un programa de TV por cable.
A los treinta y ocho años, se había dejado absorber por la intensidad del trabajo que le hacía olvidar en parte el infortunio de haber perdido a María en un accidente motociclístico, sólo un año atrás y el soportar estoicamente la perversión de su marido que, enloquecido por esa muerte estúpida, la responsabilizaba por haberle regalado la moto mientras la sometía a sus más viles manías.
Paralelamente, había un hecho perturbador totalmente ajeno a la actitud de su marido que desde hacía unos meses la mantenía sin sosiego y sexualmente excitada. Cada vez con mayor frecuencia, como el anuncio de algún próximo suceso, una pesadilla recurrente la despertaba ansiosamente exacerbada y con la entrepierna empapada de flujo vaginal.
Eran tales la nitidez y la realidad de la sensación física que, si se lo propusiera, podría dibujar esas escenas con la misma continuidad de una película. Siempre se iniciaba de la misma manera; sin saber cómo, aparecía al final de un largo pasillo al cual daban infinidad de puertas y que semejaba flotar en medio de la nada, inmerso en una bruma blanca que parecía contener en sí misma corpúsculos luminosos que la hacían refulgente y translúcida.
Levitando en la neblina, se veía a sí misma y no podía reconocerse; empinada sobre unos zapatos de charol negro con tacos de más de quince centímetros que destacaban la esbelta longitud de sus bien torneadas piernas, vestía solamente una brevísima mini falda, evidenciando la falta absoluta de ropa interior y, un pañuelo de gasa, hábilmente cruzado sobre su pecho y anudado en la nuca, contenía dificultosamente el volumen de los senos. Su hermosa melena color caoba había desaparecido y un excesivamente corto cabello de salvaje desprolijidad destacaba la fuerza angulosa de su cara.
Como un predador a la caza de su víctima y acezando fuertemente a través de sus labios entreabiertos, paseaba su vista de una puerta a la otra y luego, con presurosa ansiedad se abalanzaba sobre ellas, abriéndolas violentamente para comprobar que en su interior, como el de una esfera de incalculables proporciones sin límites ciertos, se extendía la misma niebla pero con matices de distintos colores y tonos en un vacío silente que estremecía. La angustia que esa soledad ponía en su pecho, se manifestaba por un ronco bramido que escapaba de él y la vehemencia con que corría de una a otra puerta, vaya a saber Dios en búsqueda de qué.
Finalmente, en uno de esos ámbitos la recibía una bruma fuertemente rosada y una música cuya melodía desconocía invadía su cuerpo con una melosa sensación de lasitud. Conmovida por la afanosa respiración que la habitaba, paseaba la vista y a pocos pasos divisaba la figura de un hombre dormido. Rodeándolo en círculos concéntricos y con felina agilidad, iba acercándose lentamente al cuerpo masculino.
Poniéndose en cuclillas y luego arrodillándose, se inclinaba hasta sentir el calor de su cuerpo, esbelto y musculoso sin llegar a lo grotesco, pero su rostro que aparentaba ser armónico, estaba cubierto en gran parte por una máscara veneciana. De su piel bronceada, escapaba un perfume de salvaje atractivo que hería su olfato de manera incitante y que, en la medida en que ella se aproximaba, se hacía más intenso, atrayéndola inevitablemente hacia el bajo vientre del hombre.
Allí, en medio de un espeso vellón encrespado y negro, se destacaba el pene que, fláccido y grueso, medía en estado de reposo cerca de veinte centímetros. Como hipnotizada y con los ojos clavados en él, iba acercando su boca hasta que los labios lo rozaban tenuemente. Envalentonada y ya más serena, como habiendo encontrado el motivo de su búsqueda, humedecía abundantemente sus labios y comenzaba a besarlo. Las mariposas que revoloteaban en su vientre empujaban a su lengua ávidamente entre los labios, lamiendo golosamente la verga que, a su estímulo iba cobrando volumen y tiesura.
Lentamente y en un crecimiento que parecía no tener fin, la verga cobraba grosor y rigidez. Con la imaginación desbordada, ignorante de la existencia de miembros masculinos que alcanzaran los treinta centímetros como este, ella se esmeraba lamiendo y chupándolo desde los testículos el grueso tronco al que sus manos masturbaban apretadamente y no conseguían encerrar totalmente.
Terminando con el febril recorrido, la boca se circunscribía a la zona donde se enrollaban los membranosos pliegues del prepucio y los labios, repentinamente prensiles, separaban cariñosamente la piel para que la lengua hollara la tierna carne del surco que rodeaba al glande. Lamiendo y succionándolo hasta la rudeza, sentía al tacto de sus manos la tiesura máxima del pene y entonces, dilatando su boca más allá de lo imaginable, como una boa hambrienta, absorbía a la inmensa cabeza hasta que la arcada violenta la obligaba a retirarla.
En su lento vaivén, exigiéndose cada vez un poco más, conseguía que dos terceras partes de la verga desapareciera en la boca y entonces se daba cuenta que el hombre, despierto, colocándose debajo de ella había aferrado suavemente sus nalgas entre las manos de cálida tersura y una boca de delicada firmeza se abría paso sobre la alfombra de su recortado vello púbico, recorriendo dulcemente los inflamados labios de la vulva.
La ternura de la caricia era tan grande que ella no podía sino responder con todo su cuerpo estremecido de placer, acentuando el recorrido férreo de las manos y el rápido vaivén de su cabeza. La boca del hombre recorría cada uno de los rincones de su sexo, mordisqueando suavemente su endurecido clítoris e introduciendo dos de sus dedos, largos y espatulados, hasta lo más profundo del canal vaginal, conmoviéndola con el intenso rascar de sus uñas en la delicada carne, pletórica de mucosas.
Desde que su boca había tomado contacto con el pene, sentía como desde su interior escurrían en pequeñas eyaculaciones espasmódicas, cálidas olas de fragantes humores, pero ahora miles de minúsculos anzuelos se clavaban en sus músculos, tratando de separarlos de la osamenta para arrastrarlos hacía su vientre y desde allí, convertidos en lava ardiente, escurrir abundantes por su sexo.
Sabedora de que el orgasmo estaba próximo, aumentaba la actividad sobre el falo y el hombre, como presintiendo su histérica necesidad, chupaba de manera aviesa y animal y los dedos se esmeraban en la fricción hasta sentir como por ellos corrían sus jugos e intensificaba el ondular de su pelvis, derramando en la boca de Celina una cantidad inmensa de esperma que ella deglutía ansiosamente.
Con la boca aun llena del cremoso semen y mientras lo saboreaba con los ojos nublados por la intensidad del placer, sentía que el hombre debajo suyo se derretía y licuaba para aglutinarse nuevamente a sus espaldas y tomándola por las caderas, iba introduciendo toda la portentosa carnosidad del falo en la vagina., Como un belicoso ariete, el grosor desmesurado del pene hacía que a su paso las carnes se abrieran desgarradas, produciéndole dolorosas excoriaciones y clavando un estilete de dolor en su columna que trepando por ella explotaba en su nuca, transformado ya en una oleada poderosa de indescriptible placer. Apoyada en codos y rodillas, enloquecida por la satisfacción que el removerse en su interior de la enorme verga le proporcionaba, hamacaba su cuerpo acomodándolo al ritmo que el hombre le imponía a la penetración, haciéndola aun más placentera.
El hombre iba dejándose caer hacia atrás arrastrándola con él sin sacar el miembro de su interior, estrechándola contra su pecho y esa posición aumentaba el roce infernal de la verga al entrar curvadamente forzada desde atrás mientras sus manos se ensañaban con los senos, sobándolos apretadamente. Con los ojos dilatados y la boca llena de la abundante saliva que parecía secretar su exaltación, Celina dejaba escapar desgarradores gemidos que alternaba con dispersas palabras apasionadas y soeces palabrotas de escarnio a la virilidad del hombre.
Sintiendo la ardorosa comezón de la vulva, llevaba una de sus manos a ella, restregando con violencia los tiernos pliegues del clítoris y humedeciéndolo con jugos que ella misma extraía de la vagina introduciendo los dedos junto al falo. Ante su exuberante respuesta, el hombre la daba vuelta, incitándola a jinetear al príapo.
Acuclillada sobre él y flexionando las piernas encogidas, Celina se daba impulso hacia arriba para luego dejarse caer con todo el peso de su cuerpo sobre la verga, que la penetraba como una lanza hasta lo más profundo de las entrañas. Con los músculos del cuello tensionados y apunto de estallar, echaba su cabeza hacia atrás y la sacudía en una muestra de su disfrute demencial, iniciando un frenético vaivén que, cada vez más, la sumía en un abismo de placentera bruma mientras sus senos zangoloteaban locamente en una danza satánica. Mares de transpiración manaban por sus poros y escurrían en minúsculos arroyuelos por la piel, acumulándose en rendijas y oquedades para luego rebalsarlos en diminutas cascadas salobres.
Las manos del hombre asían y estrujaban a los saltarines pechos y, ante los ojos asombrados de Celina, se desdoblaba en una copia fiel, idéntica. Este nuevo hombre apresaba su cara entre las manos y atrapando la boca entre sus labios, hundía una lengua áspera, rasposa, gruesa y larga que sometía a la suya y que recorría ardorosamente todo su interior, avanzando bastante más allá de su garganta. Luego de un momento y desasiendo esa succión maravillosa, se colocaba a sus espaldas y empujando su torso hacia su igual, fustigaba con la punta bífida de la lengua la hendedura entre las nalgas esmerándose con delectación en los fruncidos pliegues del ano que, al contacto tremolante de la punta voraz, se dilataban complacientes y, ávidamente, aquella intrusaba la apertura rectal para penetrar hondamente la tripa.
Esa nueva fuente de placer iluminaba su cara con una amplia sonrisa de felicidad que a poco, se convertiría en un profundo estertor de dolorida sorpresa al sentir como la cabeza de otro falo exactamente igual al que sentía en la vagina, presionando sobre los esfínteres, doblegaba su resistencia y aquellos daban paso a la monstruosa carnadura, penetrando en toda su longitud el estrecho recto. Los falos iban alcanzando un cierto ritmo, moviéndose con relativa comodidad en su interior y sintiendo como todo el dolor se transformaba en cálidas mareas que la recorrían de arriba abajo colocando irresistibles cosquilleos en la región lumbar y un gemido satisfecho en la garganta, recibía la catarata espermática de los hombres junto a la deliciosa lava de sus humores vaginales que, en placentera mixtura, se deslizaban abundantes por sus muslos.
Todavía acezaba fuertemente con los dientes apretados y los dos falos aun en su interior, cuando alcanzaba a percibir que la luz viraba a un tono profundamente rojo, casi violeta, la música cesaba abruptamente y los hombres se volatilizaban. Dándose vuelta con cautela, permanecía sentada en el piso para ver como entre la bruma, se materializaba una figura inmensa, de más de dos metros de estatura. Cuando la proximidad la hacia distinguible, podía comprobar que se trataba de una mujer que, calzada con unas altísimas botas de charol negro que le cubrían los muslos y envuelta en una capa del mismo material, se acercaba a ella sin caminar, deslizándose sobre el pulido suelo.
Una larga melena de color rojo fuego caía sobre sus espaldas y, quitándose la capa lentamente, dejaba ver un cuerpo exquisitamente modelado, fuerte y proporcionado. Las largas piernas revestidas de cuero, sostenían unas fuertes caderas y en su vértice destacaba la abultada comba de una vulva de extraordinarias dimensiones. El vientre, plano y musculoso, servía de antesala para los senos de estatuarias proporciones, coronados por granuladas y oscuras aureolas que, sobresalientes, daban sustento a los pezones, largos y gruesos. Sorprendentemente, las facciones del rostro aparecían difuminadas, imposibilitándole comprobar si sus rasgos se correspondían con la belleza del cuerpo.
Por algún sortilegio extraño, estaba paralizada en la posición que había adoptado y veía con espanto como la gigantesca mujer se arrodillaba a su lado y su boca iba deslizándose perezosamente por todo el cuerpo. Ese contacto era levísimo, casi inexistente, pero generaba una corriente de electricidad estática intensa, provocadora de profundos y efímeros cortocircuitos que estremecían a Celina.
Todo aquello que se refiriera a relaciones sexuales entre mujeres, siempre la había provocado asco, rechazando con repulsión cualquier conversación al respecto y, sin embargo, este único contacto, la sumía en una inquieta y curiosa expectativa. Morosamente, la boca se entretenía en cada curva, oquedad o rendija y, cuando llegaba a los senos, merodeaba sobre las dilatadas aureolas con la fina punta de la lengua humedecida, fustigando tenuemente a los pezones y finalmente los envolvía entre los labios, succionándolos delicadamente. Conmovida por las caricias e inquieta por la parálisis, aguardaba ansiosamente la aproximación de la boca generosa a la suya. Cuando aquella rozaba apenas sus labios, una música celestial la invadía y un rayo de alto voltaje la atravesaba desde la coronilla a los pies, devolviendo la movilidad a su cuerpo, que se derrumbaba exánime.
La mujer sin rostro se abocaba a besarla de una manera tan dulce y sublime pero a la vez voraz, que ella también comprometía toda su voluntad, aviniéndose complaciente a la lid que le proponía. Durante largo rato se sumían en un éxtasis amoroso de tiernos besos, intercambio de sabrosas salivas, inquisitivas exploraciones de las lenguas y profundas succiones que les cortaban la respiración hasta que la dulce caricia iba deviniendo en violenta escaramuza, que culminaba cuando Celina recibía agradecida la satisfacción líquida derramándose por su sexo.
Su pecho aun se agitaba en búsqueda de aire y de su boca brotaba un amoroso murmullo de agradecimiento, cuando la mujer se ponía ahorcajada sobre su cuerpo, ofreciendo a sus ojos el espectáculo extraordinario del sexo. Además de sus dimensiones desmesuradas y huérfano totalmente de vello, tan gruesos como un dedo y de un fuerte color violáceo con matices grisáceos en los bordes, sus labios mayores se abrían enmarcando una profusa cantidad de pliegues que formaban una intrincada anfractuosidad rosada. Mostraba en medio de ellos el húmedo óvalo de piel nacarada e iridiscente que contenía en la parte superior un triángulo de fino encaje epidérmico dentro del cual se adivinaba la carnosidad excitada del clítoris, tan grande como el pene de un niño y, más abajo, la oscura entrada a la vagina con un festón de pliegues que sobresalían como crestas. Espantosamente, este prodigio se abría y cerraba como una flor carnívora, en una voraz y siniestra sístole-diástole que alucinaba.
Presa de esa hipnótica atracción, Celina abrazaba con sus manos los charolados muslos y su boca recorría, medrosamente al principio y totalmente desinhibida después, cada uno de los vericuetos desconocidos que el sexo monstruoso le brindaba. Su lengua presurosa escarbaba con minuciosidad las canaletas impregnadas de fragantes humores y sus labios los succionaban con ansiedad para llevarlos al interior de la boca, degustándolos como a un verdadero néctar.
La mujer rugía de satisfacción sacudiendo la pelvis contra la boca y presionando su cabeza con las manos, se balanceaba suavemente. Aquel acto que había considerado repulsivo y asqueroso, propio de mujeres sin moral, le resultaba exquisito y la atraía magnéticamente, procurándole un placer tan absoluto y tierno como jamás había experimentado. Hábilmente, la mujer se daba vuelta y, abrazando su cuerpo por las caderas, aferraba con sus manos las temblorosas nalgas y la boca dúctil se hundía en su sexo, lamiéndolo y succionando con indescriptible tenacidad.
El placer de Celina era tan hondo que, volviendo a sumergir la cabeza en ese mar de delicias, encogía sus piernas y las enganchaba en la nuca de la mujer, incrementando el goce del acople. Como un flechazo sentía la urgencia del orgasmo y, mientras salvajes bramidos sacudían su pecho, clavaba sus dientes en el desmesurado clítoris. Todavía los jugos vaginales de la mujer bañaban sus fauces y los sentía correr cálida y gustosamente por su garganta, cuando esta se incorporaba y en sus manos, mágicamente, aparecía la replica de un extraño pene; de un largo que llegaría fácilmente a los cuarenta centímetros y un grosor apreciable, su estructura parecía elástica, con la particularidad de lucir en cada extremo un ovalado glande.
Volviendo a alojar su boca sobre el aun excitado clítoris, la iba penetrando con esa verga de tersa superficie en un alucinante vaivén que volvía a enloquecerla y, cuando comenzaba a ondular su cuerpo para favorecer la excelsa cópula, colocándose atravesada, la mujer se penetraba con la otra mitad del miembro. Tomándola por los brazos, la incorporaba y así aferradas, iniciaba un lento hamacarse que, en tanto los sexos se estregaban rudamente, incrementaba el roce de la verga en sus vaginas, provocando que ríos de fluidos la inundaran y estremecedoras contracciones espasmódicas la sacudieran e incapaz ya de resistir semejante exaltación del goce, estallando en acongojado llanto, se hundía en un mar de lágrimas que nublaban su entendimiento.
Esa pesadilla, monstruosa y reveladora a la vez, se repetía exactamente de la misma manera, por lo menos, una vez por semana, sumiéndola en una desconcertante inquietud sexual que las brutales relaciones con su marido no conseguían apaciguar y sí, en cambio, acrecentaban la angustiosa e histérica esperanza de que algo distinto debería ocurrir.
Hundida en la semi inconsciencia con que el alcohol la distraía de su disociación entre la crudeza de la realidad y la maravillosa sensación de eufórica plenitud en que la dejaba el sólo recordar la desconcertante pesadilla, alcanzó a distinguir la entrada a la habitación de Valeria, una joven arquitecta recién recibida que había pagado sus estudios como su ayudante y a la cual había transferido todas las esperanzas que le hubieran correspondido a su hija desaparecida.
Balbuceando incoherencias, se negó a dejar el sillón cuando la joven quiso llevarla a la cama y tratando de demostrarle que no estaba del todo borracha, insistió en hacerla confidente de sus secretos más íntimos. Condescendiendo con resignada paciencia, esta la fue despojando de sus escasas ropas, empapadas por la transpiración y el whisky que había derramado en abundancia sobre ellas, refrescando con una toalla humedecida el cuerpo transpirado y afiebrado de Celina.
Como insistiera en que la muchacha escuchara sus secretos, aquella la acomodó en un rincón del sillón e instalándose a su lado, le pasó un brazo por los hombros para dejar que su cabeza descansara en el hueco de su cuello. Con voz estropajosa y la vista aun desenfocada, comenzó a relatarle con esa minuciosa precisión de los beodos, cruda y detalladamente el infortunio de su vida y también sobre las desconcertantes pesadillas que la acosaban, obviando, sin saber por qué, a la mujer sin rostro.
A medida que desarrollaba el relato, era interrumpida por constantes accesos de llanto que la dejaban exhausta y acongojada, conmovida por los sollozos que la hacían hipar descontroladamente. Tratando de tranquilizarla, Valeria la acariciaba tiernamente, dándole cariñosos besos de consuelo en el cabello y la frente.
Cuando Celina terminó de relatarle sin vergüenza alguna hasta los más nimios detalles de su pesadilla, ya había recuperado casi totalmente el control de sus acciones y sólo un ocasional hipar interrumpía los suspiros de su pecho. Mimosa, se arrellanó en el asiento y se dejó estar mansamente en los brazos de la joven. Alzando los ojos, los clavó fijamente en los de Valeria, transmitiéndole tanta angustia acumulada que, en forma mágica y misteriosa, como si un algo cósmicamente inasible invadiera sus cuerpos y mentes, permanecieron mesméricamente paralizadas, sumidas mutuamente en las pupilas de la otra.
De la joven se desprendía un aroma embriagador, resultado de delicados perfumes con la propia salvajina epidérmica del cuerpo y de su boca surgía en vaho ardoroso y fragante de aliento juvenil. Con los ojos dilatados en una indefinible expresión de espanto y deseo, acercó tímidamente su cara a la de Celina y cuando los labios se rozaron tenuemente, esta experimentó la misma impresión de aquel rayo que provocara en su sueño la mujer sin rostro.
Fue como si un manto de dulzura se extendiera sobre ambas mujeres. Una paz interior inexplicable, una mística profunda, hacía que los labios se buscaran y, como en ralentti, las pieles apenas se tocaban con una levedad que las sumía cada vez más en una ensoñación arrebatadora de la que les era imposible salir. Las manos acariciaban rostros y cabellos con tal ternura que potenciaban el deseo que lentamente las iba consumiendo. Ya los labios se sumían en suaves succiones que se prolongaban cada vez más e, inconscientemente, las lenguas buscaban con húmeda insistencia a su par. Los alientos cálidos se tornaban pesados y las fragancias que emanaban excitaban a las mujeres, conmovidas ya por los hondos gemidos que poblaban sus pechos.
Como poseídas de una sed insaciable, las bocas se unían y separaban en sonoros chasquidos y las lenguas ahora se buscaban como enemigas para enzarzarse en húmedos combates de espesas salivas, pero sin apuros que perturbaran ese placer de descubrirse una a la otra y de saborear la dulce entrega de ambas, inmersas en un efervescente festival de emociones inéditas.
Ronroneando suavemente, dejaron que las manos actuaran por sí solas y mientras Celina despojaba a tientas a la joven de sus ropas, esta iba acariciando los pechos temblorosos de la mujer mayor, solazándose con sus estremecimientos gozosos ante los rasguños a la arenosa superficie de sus aureolas o a la sañuda y cariñosa presión de las uñas a los pezones.
Como en el sueño, ya Celina había eyaculado sus fluidos sólo besándose y ahora recibió con agradecimiento la boca tierna de Valeria que se deslizó lentamente por su cuello hasta las colinas del pecho y trepando por los gelatinosos senos, estregó su lengua endurecida sobre la aureola, rodeando con gula al inflamado pezón, chupándolo tenuemente mientras los dientes lo aprisionaban, mordisqueándolo con tierna saña, pero sin lastimarlo. La mano derecha se había apoderado del otro pecho y en consonancia con la boca, los dedos retorcieron al pezón mientras las afiladas uñas se clavaban en él.
Para terminar de enloquecer a Celina, la mano izquierda se deslizó por el vientre y, rascando tenuemente al Monte de Venus, corrió a lo largo de la vulva y dos dedos se escurrieron hacia el húmedo interior, masturbándola. Esta, haciendo ondular su cuerpo se aferraba con ambas manos al brazo del sillón y gimiendo fuertemente, le suplicó a la joven que la hiciera llegar al orgasmo con su boca. Viendo su desesperación, la muchacha la acostó sobre los almohadones y colocándose invertida sobre ella, dejó ver el espectáculo de su sexo cuidadosamente depilado, hinchado y floreciendo en una pulsación que lo dilataba, descubría la abundancia rosada de sus pliegues internos, lo que convenció a Celina del valor precognitivo de la pesadilla y del por qué la carencia de rostro en la mujer.
La lengua de Valeria escarbó con urgencia sobre los labios mojados por los jugos del anterior orgasmo y separándolos con dos dedos, hurgó entre los pliegues arrepollados hasta llegar a la pulida superficie interior, donde la afilada punta se regodeo en las gruesas crestas de la vagina. Luego ascendió hasta el diminuto agujero de la uretra que demostró poseer una sensibilidad ignorada por Celina y finalmente, se alojó sobre el arrugado capuchón del clítoris, fustigando la punta hasta que la blanquecina punta del glande se dejó ver. Encerrando al prieto tubo de carne entre sus labios, lo succionó fuertemente y, mientras los dientes lo mordisqueaban con premura tirando de él hacia fuera como si pretendiera arrancarlo, dos dedos aventureros invadieron la vagina. Allí, en vigoroso vaivén, rascaron y escudriñaron con aviesa maldad sobre las espesas mucosas del canal vaginal, hasta que respondiendo a los angustiosos reclamos por mayor satisfacción de Celina, los cuatro dedos ahusados la penetraron con la misma contundencia de un pene y la llevaron a alcanzar el más feliz y consciente de los orgasmos.
Cuando una hora después enfrentaban sendas tazas de café, ya bañadas y vestidas, un silencio incomodo se instaló entre ellas, como si ese acto que les había parecido sublime y durante el cual ambas se poseyeran mutuamente con la misma naturalidad y satisfacción de haberlo practicado habitualmente, ahora las avergonzara, cohibiéndolas con sólo recordarlo. Casi sin hablarse, coordinaron su trabajo del día y mientras Valeria salía a mensurar un nuevo proyecto, Celina, todavía confusa y estremecida físicamente, fue a visitar a un proveedor de alfombras, no porque fuera necesario sino para distraerse.
Esa noche, agotada por los acontecimientos y tras la cotidiana y ya insufrible posesión de su marido, se sumió rápidamente en un sueño profundo y la tenaz pesadilla hizo su aparición, pero esta vez su desarrollo llevaría a Celina a tomar serias decisiones; todo comenzaba exactamente igual, pero ella ya no buscaba desesperadamente de puerta en puerta la satisfacción a su incontinencia sexual sino que encaraba decididamente la del ámbito rojizo y dentro de aquel ya no estaba aquel hombre plural y enmascarado con sus brutales posesiones y sodomías. Surgiendo de la bruma, sin vestigio alguno de las charoladas prendas, sólo con su espléndida desnudez y extendiendo invitadoramente los brazos, la gigantesca hembra ya no carecía de rostro, sino que lucía las delicadas facciones de Valeria. Ambas y con amoroso fervor, parecían fundirse en el abrazo con el que se estrecharon, entregándose durante un tiempo sin mensura, salvajes, incansables y sedientas, a las más contradictorias de las prácticas sexuales, donde lo primitivo se mezclaba con lo tierno, lo animal con lo sublime, lo aberrante con lo amoroso y lo vergonzante con lo exquisito.
Cuando Celina despertó, cada suceso del sueño tenía en su mente la diafanidad y el verismo de lo real; prueba de ello, eran los fluidos que emanados por su sexo, empapaban parte del camisón y humedecían las sábanas. Luego de que su marido partiera hacia el trabajo, el mensaje contenido en el sueño martillaba en su mente y adquiría la certeza de la verdad; claramente, los enmascarados hombres oníricos que la vejaban, representaban a su marido y la terrible mujer sin rostro, tiernamente salvaje, a Valeria. Esperó con impaciencia la llegada de la joven y ya sin cohibición alguna, le confesó lo satisfactoria que le había resultado la relación del día anterior, relatándole con lujo de detalles la parte ignorada de la pesadilla y como esta se había modificado luego de su encuentro sexual.
Mientras hablaba, Valeria había comenzado a sollozar y su rostro cubierto por las lágrimas se iluminaba por la más espléndida de las sonrisas y así, cuando ella terminó su relato, entre risas y llantos, le confesó que desde su más tierna infancia se había sentido atraída por las mujeres pero que nunca lo había admitido conscientemente y mucho menos intentado hacerlo. Estaba enamorada de ella desde que su hija la llevara a la casa y a partir de ese momento, ocupaba un lugar de privilegio en su mente, en su cama y en su sexo solitario y singular. Sólo su condición de mujer casada y madre de su mejor amiga habían condicionado su conducta y ser su ayudante se había convertido en el mayor logro de su vida, dándole la certeza de poder seguir adorándola en silencio, llevando cotidianamente a su cama el calor de su voz y el perfume de su cuerpo.
Nuevamente se repitió la amorosa y dulce relación, pero esta vez en la amplia cama matrimonial de Celina, con las dos en control total de sus acciones. Durante horas se amaron incansablemente y desprejuiciosamente, alternando lo bueno con lo malo y lo excelso con lo horrible, tanto en la cama como en la bañera o sobre los cómodos sillones del living, satisfactoriamente liberadas y entregadas la una a la otra sin condicionamientos ni cortapisas.
Durante más de un mes, Celina se debatió entre el embriagador éxtasis del amor que burbujeaba por sus venas durante el día y la tortura de tener que soportar por las noches, el cada vez más infernal sexo con que su marido descargaba en ella sus frustraciones como profesional y como padre.
En tanto que se movía con la prudencia de un explorador en un pantano, fue liquidando subrepticiamente los bienes muebles e inmuebles del estudio, cerrando sus cuentas bancarias personales y estableciendo contactos con empresas que estuvieran dispuestas a contarla entre sus proyectos en el Uruguay, donde establecería un nuevo estudio, con Valeria como arquitecta principal, avalada por el prestigio que ella acumulara en todos estos años como diseñadora.
Ya las siluetas de los rascacielos se hunden en el horizonte, cuando siente en su cintura la mano cálida de quien de ahora en más y, tal vez definitivamente, será públicamente su pareja, sin miedos ni tapujos.