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La habitación supuraba ecos de sus gemidos, contenidos en un aire grueso, irrespirable, pesado como el vacío de mi estómago, y denso como la angustia de la resaca que amartillaba mi cabeza. El colmo era la carencia de oxígeno drenando las pocas energías que restaban, tras el primer intento de bostezo.
El halo de millones de cigarrillos nocturnos permanecía en la habitación cual fosa séptica flotante. Un ejército fantasma impenitente secaba mi garganta, urgiendo a derramar agua sobre mi boca y desparramarla con ansia incontenida sobre mi torso, penosamente descubierto bajo una camiseta rasgada, apuñalada por uñas –según contaba mi piel. Aquí vienen los primeros recuerdos. Que los dioses me cojan confesado, si es que hay confesión que soporte las causas de las heridas que veo en mi miembro…
Aquello había sido una especie de bocado. Recuerdo su lengua recorrer mi pene desde los testículos hasta el glande y, sí… ¡Ah!, eso eran sus dientes masajeando con precisión cirujana el prepucio, llevándolo del ignominioso encubrimiento de su lacea y negra coronilla, hasta el rojizo resplandor de una inflamación adictivamente extenuante. Sutilmente rasgaba mi piel, ferozmente enfebrecía mi libido.
Con sumisa dominación, posé mi mano sobre su cabeza mientras visualmente batía un rincón de mi habitación, que ahora era completamente desconocida. Allí –para asombro de mi gozo óptico– se encontraba una melena rubia, sustentando un pequeño y dorado cuerpo femenino que, encajado en un corsé negro, ardientemente lamía el sexo de una exuberante veinteañera. Su contorno se estremecía mientras Doranieves (su nombre surgió de repente) estrechaba la lengua en su vulva o… ¡quién sabe si la introducía en su vagina!
Doranieves no podía ocultar el movimiento frenético de unos codos que narraban una historia de excitación más allá de lo estrictamente convencional. Era sublime e iba a provocar que estallara en fluido… Pero la perversa devoradora aparto su boca de mi miembro.
– ¡Qué haces! –exclamé como si estuviera cometiendo un crimen de guerra.
– Deja de mirarlas y fóllame…
No era el momento de preguntarle nombre o dirección, siquiera por dónde quería que introdujera mi pene. La giré, se giró o fue la rotación de la Tierra, o el Bamboleo de Chandler el que provocó que su destellante y sedoso trasero se descubriera sin sutileza alguna. Mis ojos conducían los pulgares que ahora se posaban sobre sus tensas nalgas. Mis pupilas eran fanales que alumbraban las embestidas, simultáneas a los gritos que exhalaban palabras incomprensiblemente excitantes. ¿Era yo el protagonista de mi propia película porno?
La pregunta perdió toda calidad de sentido cuando me percaté del tremendo ejemplar femenino que yacía masturbándose en el tresillo. Nos observaba… a todos. Se abría, encajando sus dedos –no sé cuántos– y su cara… Su cara. Dios debía existir y, definitivamente, era mujer.
De repente, como en las relaciones espacio-temporales de los sueños, Doranieves y su compañera oral se encontraban observando cómo penetraba analmente a la devoradora, a menos de un metro de nosotros. ¿Sus muecas pedían turno o el colocón que llevaba había marcado un nuevo hito en mi historial de despropósitos?
Cogiéndome de los brazos, me desencajaron quitando el condón que ni siquiera recordaba vestir. Abrió uno nuevo, se lo colocó en la boca y, de ahí, lo estrechó en mi pene con grácil y experta habilidad. No sé durante cuánto tiempo estuvo agitando su cabeza, pero aquella felación terminó cuando su compañera veinteañera me agarró con vehemencia posesa.
Unos cuantos traspiés luego del forcejeo, terminaron con mi cuerpo entre sus piernas en lo que creo recordar como el más excitante de los misioneros, ya apuntado en la bitácora de maravillosas convencionalidades sexuales.
Creo que las maestras del sexo oral se estaban dando un festín sobre la mesa del salón, cuando alcé la mirada y volví a descubrir a mi diosa del sofá observándonos mientras se estimulaba con vibraciones.
– Mírame y penétrala… –me ordenó con la voz más sensual del mundo.
Mis recuerdos terminan aquí. Ahora sé que fui el protagonista de una película porno… proyectada para una diosa. Creo saber que disfruté, pero de lo que estoy seguro es que éramos el souvenir de su noche. La orgía que siempre quiso contemplar. La bacanal que, probablemente, sólo ella vivió. Y es que el porno para hombres sólo se goza como espectador.
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