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~Nueve de la mañana. La luz solar se filtraba por las persianas, se podía oír a los chiquillos jugar con sus pelotas y bicis en el patio, mientras que yo amanecí con un sabor peculiarmente dulce en mi boca. Lo saboreé unos segundos, medité con los ojos cerrados y, tras cavilar un poco, lo recordé. Aquel peso liviano que sentía sobre mi pecho era nada más y nada menos que la cabecita de la pequeña y dulce Cecilia. Entonces una visión de la noche anterior iluminó mi mente.
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- Ya... No eres mi padre - afirmó en voz baja antes de agarrar fuertemente mi nuca, atrayéndome a la trampa de sus labios jugosos y acaramelados. Me besó, joder que si lo hizo. Aquella boca saboreó la mía como si de un bombón se tratase. Pero fue eso lo que desligó mi razón de la realidad.
- Lo siento, Cecilia. Necesito hacértelo.
Solo pudo susurrar un "¿Qué?", sorprendida por lo espontáneo de mi afirmación, o quizás por cómo la levanté del sillón y la cogí entre mis brazos para llevarla a mi cama... La cama de su madre, mi (por aquel entonces) pareja. Pero no lo recordé en ese momento. Y juro, poniendo mi cabeza en juego que, si llego a recordarlo, me hubiese importado un rábano.
La recosté sobre las sábanas frías con un dulce beso, su mirada atónita sobre mí, cuando desaté mi coleta. Al dejar caer mi largo cabello sobre mis hombros Cecilia llevó las manos hacia atrás a la altura de su cabeza y gimió, ya fuese de asombro o morbo.
- ¿No te gusta?
- Me encanta... el pelo largo en un... chico.
- Pero yo no soy un chico. Soy un hombre - afirmé con mirada ardiente mientras me sentaba a su lado -. Y soy capaz de demostrarte que puedo superar a cualquier pelagatos que se crea metalero solo por tener cinco centímetros más de pelo. ¿Qué me dices? - su respiración se acentuó, apartó la mirada en un gesto de vergüenza y susurró.
- Metalero... - giró su mirada de nuevo hacia mí, mientras mi mano acariciaba sus muslos, carnosos y suaves - Hazme tuya, por favor. Te lo suplico. Tómame y no me sueltes nunca.
Y así hice. Entre besos y mordidas suaves la despojé de su pijama, conservando sus calcetines altos y sus braguitas de encaje, mientras que yo mantuve mi ropa interior. Me incliné sobre su cuerpo semidesnudo, besé su vientre, acaricié su entrepierna, a estas alturas bastante húmeda, mojando las yemas de mis dedos al compás de sus suaves gemidos. Seguí el recorrido de sus curvas con mi mirada sin apartar mi mano derecha de sus labios vaginales, hasta que observé fugazmente cómo su boca se entreabría, sus ojos se cerraban dulcemente y comenzaba a gemir un poco más fuerte. Inevitablemente volví mi mirada al sur de su pálido y rosado cuerpo, y noté que algo sobraba. Bruscamente aparté la tela que cubría su vagina, dejando a la vista así su intimidad, ya empapada y rogándome en silencio que rozara mi lengua. Y, cómo no, lo hice. Probé el suave néctar que emanaba de tan precioso cuerpo, y el sabor no podía ser menos. Dulce, suave. Podría pasar horas con esa sensación en mi lengua que me parecerían pocas. Enloquecido, introduje dos de mis dedos mientras mi lengua seguía con su labor por encima de su clítoris. Gimió fuertemente, su cuerpo se tensó, sus piernas se cerraron sobre mi cabeza y sus manos agarraron mi pelo.
- Para, por favor. No sigas.
- ¿Acaso no te gusta? - pregunté pícaro mientras continuaba metiendo mis dedos en su vagina, caliente y cerrada.
- Te pedí que me hicieras tuya...
- Después del postre. Me gusta empezar por el final - y seguido de mi respuesta, comencé a mover mis dedos dentro de ella, hacia arriba y hacia abajo, alternando, muy rápidamente hasta que ocurrió: arqueó la espalda en un grito ahogado, agarró las sábanas y comenzó a eyacular. Empapó mi antebrazo, mi mano y, cómo no, la cama. Tras unos segundos de placer, suspiró una última vez y se tapó la cara.
- ¿Ya... está?
- Esto acaba de comenzar, princesa - dije llevando mis dedos a mi boca -. Solo estaba cogiendo carrerilla.
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