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Pelos en la concha

~~La noche del sábado 14 de junio de 2003 ardió el teatro Colonial, en Garibaldi (Cd. de México). Esto no debería ser ninguna novedad; hay lugares que se incendian cada noche y, como el pajarraco Fénix, resurgen de sus cenizas nada más por el gusto de volverse a quemar. Así era el Colonial, porque además no era cualquier teatro, era un teatro de burlesque, pero en esta ocasión el fuego rebasó los niveles estándar o, dicho de otro modo, trascendió los perímetros reglamentarios que se establecen entre las miradas lujuriosas de la concurrencia y las piernas abiertas de la Reina de la pasarela.
 Sucedió durante el show. La estrella seguramente se desvestía al ritmo de una canción de Shakira ante cinco solitarios espectadores con las manos en los bolsillos cuando comenzaron el humo, los gritos y el coitus interruptus mental que los arrojó para siempre de ese paraíso pervertido que durante décadas sirviera de refugio para los más aferrados discípulos de Onán.
 Yo le conocí sus entrañas una noche hace diez años. Caminaba por Garibaldi con un amigo fotógrafo del que no diré su nombre para no quemarlo con su esposa; íbamos rumbo a la arena Coliseo y de pronto vimos esa marquesina inolvidable: BURLESQUE. HOY. PRINCESA LEA, VELMA COLLINS Y LINDA MORA. No lo pensamos dos veces, compramos nuestros boletos y, ansiosos, nos sentamos en la primera fila del tenebroso inmueble que, paulatinamente, se fue llenando de individuos extraños que aguardaban con nerviosismo el inicio del show de la carne.
 Después de una breve espera, apareció un maestro de ceremonias para darnos la bienvenida y presentar a la primera diva de la noche, la más joven de todas, la inocente y sensual Jenny, quien apareció en el escenario vestida de colegiala. Bailó completa una canción creo que de Thalía y hacia el final se desnudó sin mucha gracia, pero dejando a la vista del respetable público su irrespetuoso púbico así como su deleitoso palmito.
 Hay que precisar que en esos tiempos no existía aún el concepto del table dance, o por lo menos no era tan popular, así que el famoso tubo brillaba por su ausencia. Pero en vez de eso los visitantes del Colonial podían disfrutar de la pasarela, por donde la estrella acercaba sus encantos a la concurrencia. Sin embargo, antes de conducirse por ese sendero de saliva y perdición, la delgada pero bella Jenny decidió complacer a los de primera fila donde, cosas de la vida, nos encontrábamos aplatanados mi amigo y yo.
 Jenny abrió sus piernas frente a mí como un compás listo para trazar un gran círculo. Ante mis ojos saltones apareció el deslumbrante espectáculo de su entrepierna vegetal, de la que emanaba un penetrante aroma a perfume barato. Conmovido y avergonzado levanté un poco la vista y me topé con su rostro angelical que me miraba con condescendencia, como diciéndome: órale, vas, con confianza , pero yo no podía concebir semejante libertad, caray, llevaba tres minutos de conocerla, apenas si sabía su nombre artístico y ya estábamos en el cunnilingus. ¿no era esto un poco rápido?
 Jenny se contoneaba frente a mí, al tiempo que se preguntaba cómo era que podía resistirme a sus lúbricos encantos. Yo, paralizado en la butaca, trataba de ver con lujuria ese paisaje ginecológico, aunque por otro lado no dejaba de sentirme acosado por una especie de molusco maligno y peludo. Pensaba: si me lo ofrece a mí, ¿a quién no se lo habrá ofrecido antes? Oh, Dios, ¿qué debo hacer?
 Fue tal mi turbación que no me percaté del griterío que fue desatando mi deplorable actuación ante los monólogos de la vagina de Jenny. Un zape certero de mi amigo me hizo reaccionar. Decenas de lugareños coreaban: ¡Puto, puto, puto, puto! y me conminaban de las maneras menos atentas para que me bajara al río a nadar aunque no sintiera nada.
 Estaba bañado en sudor. Jenny y su criatura seguían ahí, como una pesadilla que se niega a desaparecer, pero ahora ella me ordenaba que cumpliera con mis obligaciones como hombre jarioso que asiste a un burlesque: ¡Bésame! ¡Órale! No te va a morder , me decía, y yo sentía con claridad cómo me iba achicando en el asiento, convirtiéndome en una piltrafa humana, en una escoria incapaz de recibir semejante regalo. Entonces, tomando valor de no sé dónde y resignado a mi destino, cerré los ojos, paré la trompa y me encomendé al Señor.
 Los gritos que me injuriaban pararon abruptamente, pero yo no me había acercado aún a mi sensual tormento. Abrí los ojos un poco confundido sólo para ver que mi amigo fotógrafo se había abalanzado como niño héroe sobre el sexo perfumado de Jenny, bebiendo como un pequeño lechón los fluidos más íntimos de la veinteañera.
 Me había salvado, aunque el artista de la lente no parecía estar haciendo ningún sacrificio. Jenny me miró con desdén y continuó ofreciendo su chiclocentro al que lo solicitara. Eso es vocación , pensé. Lamentablemente, más allá de nuestro episodio el show de Jenny no pareció haber conmovido al público lo suficiente. Yo, sin embargo, fui señalado como un traidor, Jenny me acusó con las otras divas de mi actitud sacatona y no se me volvieron a acercar el resto de la velada.
 Ligeramente perturbados vimos a unos cómicos superchafas hacer algunos squetches en escena para luego cederle el paso a la exótica Wanda, anunciada como la Reina de los punks de la Lagunilla, quien salió del humo con aroma a tutti fruti vestida de cuero negro y armada con un látigo de castigo, con el que nos azotó a todos al ritmo de Pelo suelto .
 Wanda fue un éxito en la pasarela, subió a un infeliz al que encueró y acarició sin que pudiera levantar nada en absoluto, pero su actitud castigadora despertó el lado violento de algunos asistentes. Uno que, al parecer, le mordió los labios (inferiores), se llevó de cortesía un taconazo en el ojo y otro que quiso bajarla de la pasarela por la fuerza se llevó de su parte una patada en los huevos.
 El momento cumbre de la noche fue sin duda para Linda Mora. Cuando apareció en el escenario creí que se trataba de la mamá de algún amigo. Era gordita, de cabello corto y rizado y de sonrisa maternal. Esa imagen tan dulce y edípica hizo que el público cayera rendido a sus pies. Le gritaban: ¡Mamacitaaaaa! y ese mantra tradicional del burlesque que dice: ¡Peeeeelos, peeeeeelos, peeeeeelos! Ante sus piernas abiertas como un reloj a las 10 y 10 no hubo mortal que se resistiera, incluso mi amigo el fotógrafo, reincidió con ella y regresó extasiado de la pasarela con una sonrisa de oreja a oreja y un pelo púbico pegado en la nariz.
 Salimos de ahí, alegres y calenturientos, convencidos de que a partir de ese momento la vida no iba a ser igual, aunque a la larga he comprobado que tampoco ha sido muy distinta a como era antes. El asunto es que el Colonial ya no existe. El fuego se lo llevó completito. Sus estrellas tendrán que emigrar a algún table dance y sus clientes más asiduos acabarán metidos en las cabinas porno de las sex shops.
 Sin embargo, haber pasado por ahí antes de que el Infierno lo reclamara para sí, es un pequeño lujo que no olvidaré jamás.
 Autor: Fernando R. C.

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