SIETE
Estela estaba confundida y sorprendida. Confundida y dolorida por la muerte súbita de su madre que, aunque estaba distanciada de ella a causa de un polémico segundo matrimonio, no dejaba de ser su progenitora y, sorprendida, por la reaparición de su tía Beth - en realidad Isabel -, quien vivía desde hacía muchos años en Europa.
Esta hermana menor de su madre, quien le llevaba catorce años y a la que no había conocido jamás personalmente ya que había emigrado cuando ella tenía ocho años dejando de lado y de manera imprevista una promisoria carrera periodística, provocando en la familia un sombrío hueco al cual todos evitaban referirse como si su sola mención los avergonzara, ahora hacía su entrada en escena para reclamar después de tanto tiempo su cuota parte en la herencia de los padres que, ante su ausencia y domicilio desconocido, había recaído totalmente en su madre.
Como esta se negara sistemáticamente a hablar de su hermana y habiendo nacido en Córdoba cuando ya su tía era una figurita de los noticieros porteños, nunca la había tratado y en la familia sólo quedaban unas pocas fotos de su niñez. Siempre había tenido curiosidad por conocer a aquella mujer que parecía esconder un secreto infamante para el resto de la familia pero su madre se había encargado cuidadosamente de evitar que la conociera, a pesar de que su nombre figuraba en algunos de los más prestigiosos noticieros de Inglaterra y Europa.
En realidad, su tía no encajaba dentro de la imagen que su fantasía había construido. A pesar de que sólo era diez años mayor que ella, Estela la imaginaba como una mujer mayor y de imagen estereotipada por la frialdad con que los europeos encaran las noticias. Beth no sólo no se ajustaba a eso sino que se presentaba con la imagen glamorosa de una modelo de pasarela; bastante más alta de lo normal, su larga figura era estilizada pero la consistencia de sus anchos hombros y las estrechas caderas le otorgaban la sólida apariencia de una atleta.
Sin embargo, el conjunto era lo que refutaba esa primera impresión. La cara era la de una mujer que no sobrepasaría los treinta años y la marfileña transparencia de su piel parecía traslucir una luz interior que le daba una extraña diafanidad. Los grandes ojos de pupilas color amatista semejaban hundirse bajo el arco de largas pestañas negras que, junto una leve sombra en párpados y ojeras le otorgaban un aire misterioso. La nariz era tal vez un poco larga y recta pero su línea era perfecta y los membranosos hollares vibrátiles de las fosas nasales le daban un aire de perenne ansiedad. Redondeando el espectáculo, la boca era amplia, de labios generosos que se entreabrían en una semi sonrisa casi permanente.
Quizás el atractivo de su blanca piel era el que se veía destacado por la riqueza de la amplia melena color caoba que, en largos y ondulados mechones caía generosamente sobre los hombros y el conjunto todo se veía magnificado por el voluptuoso volumen de los pechos que abombaban la chaqueta del ajustado traje sastre y las largas y torneadas piernas de fuertes pantorrillas que asomaban bajo el ruedo de sus ceñidas polleras Chanel.
Todo eso lo meditaba Estela mientras la conducía a su departamento volviendo de las exequias de su madre. En realidad toda la ceremonia había sido una ficción en la que cada uno interpretó su rol hipócritamente. El marido de su madre era quien verdaderamente parecía más afectado y se había mantenido discretamente apartado de aquella hijastra que lo despreciaba y de esa desconocida que decía ser la hermana de su mujer.
Por su parte, Estela asistía a la consecuencia de una muerte anunciada, ya que hacía varios meses que esperaba el desenlace de aquel cáncer fulminante y Beth mantenía una indiferencia circunspecta por aquella hermana que hacía dieciséis años no veía. Ahora y mientras manejaba, Estela consideraba cómo la presencia de su tía incidiría en su vida, ya que, ni bien llegada la noche anterior, había copado el otro dormitorio del departamento y las numerosas valijas que aun estaban en el hall le indicaban que su estancia se prolongaría un tiempo.
Acostumbrada a vivir sola desde los dieciocho años, se sentía invadida. No le gustaba que nadie estuviera fisgoneando en sus cosas y menos en sus actos privados, a pesar de que su vida no era en absoluto disoluta.
Aunque no era virgen desde su misma adolescencia, nunca había sostenido una relación de noviazgo o pareja con ningún hombre. No obstante eso, no era una amargada ni una solterona impenitente; era divertida y le encantaba concurrir a fiestas o reuniones pero las malas experiencias de su madre la habían prevenido contra las relaciones formales y, como si fuera un hombre, propiciaba esas tan efímeras como asépticas relaciones cuando su cuerpo le exigía ser satisfecho, evitando luego cualquier ulterioridad. En dos o tres oportunidades casi paga triste tributo a esa indiferencia que manifestaba hacia los hombres con quienes se acostaba sin siquiera saber su nombre, ya que los embarazos habían rondado su vientre pero como buena médica que era, se había librado de aquellos fetos de innominados padres.
Hoy, a los veintisiete años, disfrutaba de esa actitud de compinche travesura que une a los médicos de hospital en donde las posiciones de género se borran y la camaradería burlona que los separa de la crueldad cotidiana es propicia para esa interrelación sexual que alivia las tensiones pero no compromete en lo social, salvo que alguien se enamore, el cual no era su caso. Llegadas al departamento y mientras su tía se dedicaba a llevar las maletas a su habitación, Estela le propuso ser la primera en usar el baño ya que esa noche tenía una cita ineludible que no había podido deshacer.
Rato después, era Beth la que ocupaba la ducha en tanto ella se vestía cuidadosamente para su cita, aunque los mandatos sociales del luto habían enfriado sus ánimos. Sin embargo, se perfumó con la mejor de sus esencias, eligió cuidadosamente un juego de lencería negro exquisitamente bordado y se colocó un vestido corto de noche que dejaba sus hombros al descubierto. Estela estaba orgullosa de su figura, consolidada por los años de un sexo periódico pero permanente y mantenía la solidez del cuerpo, especialmente en pechos, abdomen y glúteos, con sesiones diarias de gimnasia que le otorgaban una musculatura fuera de lo común.
Preparada para la batalla, tras colocarse unos zapatos de alto tacón se envolvió en un delicado chal de seda, dirigiéndose al cuarto de Beth para anunciarle que probablemente no regresaría hasta la mañana y dejarle un juego de llaves del departamento. Su tía había salido de la ducha y, con la larga melena rojiza mojada en retorcidas guedejas, estaba acomodando su ropa en el placard y la cómoda. Cuando Estela le explicó los motivos de su salida, rió con sardónica complicidad; buscando entre las prendas de fina lencería que llenaban una valija que estaba a los pies de la cama, extrajo un delicado estuche forrado en terciopelo azul y se lo entregó.
Sorprendida por esa gentileza inesperada, abrió el estuche y apenas pudo contener una exclamación de asombrado desconcierto; sobre el mullido colchón de seda se extendía un maravilloso collar de pesados eslabones de oro finamente labrados. Diciéndole con su oscura voz de contralto que la pieza realzaría su belleza, Beth tomó la pieza en sus manos y haciéndola dar vuelta, rodeó su cuello abrochando con sus finos dedos el collar pero al mismo tiempo, su cálida respiración inundó la nuca de Estela y los labios rozaron tenuemente el cuello mientras murmuraba la maravillosa que se veía.
La joven no esperaba semejante caricia y un algo extraño la paralizó, mezcla de miedo, asco y sorpresa. Su tía dejaba que el vaho fragante del aliento saturara con su calor la piel de los hombros y, mientras sus dedos, delicadamente y con la punta de las yemas exploraban levemente los hombros, la afilada punta de su lengua serpenteante y vibrátil, trazaba un húmedo sendero de cosquillas inquietantes que hicieron vibrar un timbre de alarma en lo profundo de sus extrañas.
Conociendo como médica los secretos laberínticos que llevan a una mujer a mantener sexo con otra, siempre se había sentido tentada a abordar alguna experiencia de ese tipo pero, o las mujeres que lo habían intentado no le resultaban tan atractivas como para arriesgarse o, tal vez un miedo instintivo a una posible adicción la habían reprimido. Por otro lado y conociendo la pacatería familiar, esa manifestación osada pero sin tapujos de su tía la alucinaba como una revelación del por qué de aquel obstinado silencio sobre su emigración en la cumbre del éxito y la obcecación en evitar nombrarla.
Complacida con su inmovilidad, Beth dejaba deslizar su boca a lo largo de la columna vertebral hasta donde el vestido se lo permitía casi sin tocarla con un roce casi imperceptible de la lengua y labios en tanto que las manos, deslizándose en leves caricias sobre su ropa, levantaban verdaderos escándalos de fuego debajo de la piel. Eléctricas explosiones estallaban en las terminales nerviosas de Estela y su vientre se contraía de histérica ansiedad.
Aunque no era su especialidad, conocía sobradamente las manifestaciones de la excitación en el cuerpo femenino, comenzando con los conflictos mentales inconscientes que involucran impulsos animales instintivos y disparan el deseo hacia una extensa variedad de funciones corporales, especialmente en las zonas orales, anales o genitales activando la función de glándulas que producen hormonas, principalmente los estrógenos y la progesterona además de la adrenalina y dopamina. También era consciente de que, en lo físico, el rubor sexual que empieza en el abdomen y la parte superior del pecho con un intenso sarpullido, se asocia el incremento del pulso y el aumento de la presión sanguínea, provocando que los senos se agranden, el tercio más bajo de la vagina se hinche para crear la plataforma orgásmica y el útero se ensanche, mientras los labios mayores oscurecen ostensiblemente por la afluencia sanguínea.
No ignoraba que la vasocongestión de los tejidos que rodean la vulva, crean fluidos que rezuman a través de las paredes vaginales produciendo la lubricación necesaria para el tránsito del pene. El glande del clítoris se vuelve más grande y duro, las aureolas cobran un tono más oscuro y sus gránulos se convierten en mensajeros del placer para incrementar la producción hormonal; la expansión muscular alrededor de los pezones los pone erectos y también causa el agrandamiento de los labios mayores del sexo que, separándose, se dilatan y los menores se inflaman, hinchándose para expandirse hacia fuera en tanto se producen rítmicas contracciones musculares internas que llegan a ser aun más intensas que los hormigueos de las sensaciones placenteras del coito.
Todo eso junto y que ella analizaba inconscientemente en su mente científica, se estaba produciendo a un tiempo en su cuerpo pero con una virulencia como jamás experimentara con hombre alguno. La intensidad del deseo la llevó a cerrar los ojos e involuntariamente, dejar escapar un leve jadeo ansioso por la boca entreabierta.
Con levedad de pétalo y perversidad maligna, Beth dejaba que los dedos recorrieran la piel de su sobrina sin establecer un contacto real, deslizándose sobre la tierna e invisible vellosidad y estableciendo una separación minúscula que provocaba una corriente estática, incitando a los poros a erguirse como piel de gallina. Aparentemente, la lentitud exasperante que otorgaba a todos sus movimientos parecía ser parte de un mecanismo espeluznante de seducción que rendía, agotadas, a sus víctimas.
Culturalmente, su mente rechazaba aquel contacto homosexual pero su cuerpo primitivo se rendía ansioso a la espera de un mayor disfrute. Casi con remisa delectación, su tía fue bajando los breteles del vestido y este se escurrió hasta la cintura, desde donde, con ayuda de las manos cayó a sus pies como la corola de una oscura flor marchita. En tanto que los dedos recorrían morosamente la piel de su espalda con toques insubstanciales, la boca golosa bajó a lo largo del surco que hendía la espalda para toparse con la frontera que le oponía la bombacha.
Irguiendo su cuerpo, Beth rodeó la figura estática, observando con lúbrico embeleso la figura de la muchacha que, aun cubierta por la ropa interior, era fascinantemente proporcionada. Tal como Estela lo sospechara, la parte superior de su pecho estaba enrojecida por el rubor y los senos levitaban gelatinosos por el movimiento de la entrecortada respiración mientras que el abdomen se hundía profundamente a su ritmo y los músculos del vientre se contraían espasmódicamente. Con meliflua sonrisa de impudicia, Beth extendió sus manos como una hechicera ejecutando pases mágicos y las cortas uñas afiladas rozaron el torso de su sobrina, cuya piel y músculos se contraían a su paso como si debajo se deslizaran espantadas sutiles serpientes de insaciable concupiscencia.
Como despertando de un sueño, Estela encontró que su cuerpo se sensibilizaba por las caricias de su tía y consciente de que, ninguna partícula de su ser rechazaba la relación que aquella le proponía sin expresarlo, alargó sus brazos para asir los de Beth, atrayéndola hacia sí. Renuentemente, la mujer mayor se dejó arrastrar por la joven hasta que los cuerpos estuvieron tan próximos que el calor que emanaban se confundía en uno solo. Las manos de la muchacha buscaron el cuerpo de su tía y se deslizaron sobre la sedosa superficie del satén de la bata con la misma morosidad que aquella imprimía a todo su accionar, palpando a través de la tela la sólida contundencia de los pechos y la suave curva de la cintura.
Con mínimos respingos, Beth llegó a rozarla con el cuerpo y una de sus manos acarició la cara convulsionada de Estela mientras la boca se acercaba a la suya y una lengua de inquisitiva gula rozó los labios entreabiertos. Ducha en el beso, la lengua de Estela salió al encuentro de la invasora y, sin dejar que los labios llegaran ni siquiera a tocarse, se enzarzaron en un perezoso estregar, intercambiando salivas y los alientos fragantes que el deseo colocaba en sus gargantas.
Ahora era ella quien sujetaba entre sus manos el rostro de Beth y la lengua, imperativamente, sometió a la otra para introducirse voraz en la boca. Así, los labios se rozaron y al conjuro de ese toque, comenzaron una mutua succión en la que se unían como ventosas en profundas succiones para luego separarse en busca de aire y retornar a sorber con fruición las carnes de la otra. El placer que le daba el besar a otra mujer y ser besada por aquella la llenaba de una ansiedad tan frenética que se ahogaba con su propia saliva al succionar duramente la boca de su tía
Sin tener conciencia de hacerlo, Estela fue desnudando a Beth y cuando sus manos tomaron contacto con la piel ardiente de aquella, buscaron los senos magnéticamente atraídas. Ese contacto inédito la enardeció y después de sobar un rato los voluminosos pechos, dejó a sus dedos la tarea de rascar las prominentes aureolas.
Exaltada por la caricia inexperta de la muchacha, Beth dejó deslizar su boca por el cuello, se detuvo unos momentos en las colinas turgentes de los senos y luego su boca se entregó a la tarea de succionar al pezón a través de la delicada tela bordada del corpiño. Complacida por el escozor gozoso que aquella boca colocaba en su vientre, Estela guió la cabeza de su tía y cuando aquella accedió a las chatas, oscuras y grandes aureolas, desprendió habilidosa el sostén con una sola mano.
Sorprendida tal vez por la profusión de gránulos que poblaban las aureolas y la contundencia de los gruesos pezones, Beth los lamió con tierna morosidad sintiendo la fuerte carnadura contra la lengua. Eso mismo fue lo que la enajenó y comenzó a succionar en todo el derredor de la oscura piel, sembrando una corona de pequeños hematomas, fruto de su apasionamiento. Alterada placenteramente por los chupones de su tía, Estela aferraba la espesa melena rojiza desde su nacimiento en la nuca y la estrechaba contra sus senos al tiempo que le susurraba suplicante para que no cesara en la succión.
Todo parecía suceder como en ralentti, una cámara lenta que envolvía a las dos mujeres en un estado de desesperación que las conduciría a reacciones de primitiva animalidad. Alejada de todo recato, Estela acezaba fuertemente y sus gemidos se convertían por momentos en sollozos de felicidad. Beth también parecía haber perdido la cordura y, mientras sus labios envolvían a los pezones y los dientes raían suavemente la dura excrecencia, sus dedos índice y pulgar rodearon a uno de ellos y tras estregarlo rudamente, fueron clavando en la carne el filo agudo de las fuertes uñas.
A pesar de que ese sexo le fuera impuesto, Estela había hecho suya la concupiscente lujuria de su tía y, reconociendo los síntomas que precedían al clímax, le pedía roncamente que incrementara el dulce martirio a sus carnes sintiendo las viejas y queridas garras que arañaban sus músculos arrastrándolos hacia el vientre. Aquella súbita sensación de vacío que se producía en sus entrañas precediendo a cada eyaculación, la sumió en una angustiosa inquietud que, no obstante sus esfuerzos, no se concretó en el orgasmo esperado, pero sí en una caudalosa segregación que sentía rompiendo los diques de los ríos internos y escurriendo a su sexo el raudal caldoso de su alivio. Viendo como su sobrina envaraba el cuerpo y luego se estremecía en una sucesión de fuertes convulsiones histéricas, Beth apartó la mano del seno y, bajando cautelosa por el vientre, acarició superficialmente la labrada tela de la bombacha, comprobando que la entrepierna estaba empapada por los jugos vaginales de la muchacha.
Por un momento, los dedos se entretuvieron restregando suavemente la tela y, lentamente incrementaron la presión de la misma sobre la vulva penetrando al óvalo, frotándolo con la aspereza del refuerzo. En vilo por el orgasmo no concretado, Estela se aferraba al cuerpo de su tía y ante la caricia de la mano al sexo se estrechó más contra ella e inició un tardo ondular de la pelvis a la búsqueda de mayor placer.
La boca de Beth volvió a buscar la suya que, sedienta de ese contacto húmedo y caliente, se abrió complacida al beso. La mano abandonó por unos instantes la entrepierna y los dedos, mojados por el caldoso humor vaginal se introdujeron en la boca de Estela que sorbió con fruición su propia eyaculación. La mano descendió nuevamente, aferrando fuertemente entre los dedos la tela de la bombacha y, tirando vigorosa de ella, consiguieron que se introdujera entre los labios de la vulva, estregándola fuertemente contra los delicados tejidos interiores. Adaptándose al ritmo que Estela imprimiera al empuje de la pelvis, aflojaba o tiraba de la tela rugosa, provocando en su sobrina el mismo efecto de una masturbación e irritando sobremanera al endurecido clítoris.
En su desesperación Estela, que había asido fuertemente la cabeza de su tía mientras le suplicaba que la satisficiera, fue empujando la cabeza de Beth hacia el sexo. Demostrando el vigor de su cuerpo poderoso, la mujer mayor colocó ambas manos en sus nalgas y alzándola, caminó los dos pasos que las separaban del lecho. Cuidadosa y delicadamente, la depositó sobre la cama pero dejando que sus pies permanecieran apoyados en la alfombra. Con reluctante parsimonia la despojó de la húmeda prenda y entonces su sexo se le ofreció en toda su magnificencia.
Separando aun más las piernas para hacerle lugar a la cabeza, deslizó con gula la lengua a lo largo de los transpirados muslos interiores en movimientos que la acercaban cada vez más al sexo pero sin concretar nada. Lamía y chuponeaba las carnes estremecidas mientras observaba como los labios mayores de la vulva, ennegrecidos y húmedos, se dilataban como una boca siniestra convidándola a un banquete obsceno.
Olisqueando profundamente, percibió la fragancia que emanaba la vagina en silenciosas flatulencias y aquel olor pareció conminarla a acercarse aun más. Conmovida por la expectativa, dejó que la punta de la lengua recorriera el oscuro cordón epidérmico hasta encontrar la voluminosa erección del clítoris y rastrillar la húmeda mata de recortado vello del Monte de Venus. Aquel contacto fue para Estela como la consumación final de un rito largamente esperado; a todas las sensaciones que colmaban su cuerpo, se agregaban ahora las de minúsculas explosiones que partiendo desde la nuca se alojaban en el cerebro y desde allí se manifestaban en luces multicolores que nublaban su entendimiento pero incrementaban la sensibilidad de la excitación.
Separando con los dedos los bordes de la hinchada vulva, Beth encontró frente a sus ojos un panorama que para ella era celestial; el dilatado fondo nacarado del óvalo destacaba aun más la casi grosera hinchazón de los labios menores que semejando carnosas crestas, se abrían dos aletas lábiles al tacto. En la parte superior, entreveía la blancuzca punta del glande femenino, oculta debajo de una arrugada capucha de tejidos y, en la parte inferior, la boca dilatada de la vagina que latía con una famélica sístole-diástole dejando entrever la rugosidad rosada de sus carnes.
Vibrante como la de un áspid, su lengua tremoló a lo largo de todo esa enloquecedora región haciendo trepidar las aletas carnosas, excitando el hundido agujero de la uretra y fustigando con rudeza al clítoris que, respondiendo a ese llamado, incrementaba cada vez más su volumen y erección. Incapaz de detenerse, envolvió al capuchón entre los labios y lo chupó con vigor mientras sacudía la cabeza de lado a lado. A Estela aquello se le hacía sublime y alzando las piernas, las sostuvo encogidas con sus manos para facilitar aun más el accionar de su tía. Aquella alcanzó una lánguida cadencia en la succión y mientras Estela sacudía la pelvis al compás fue introduciendo dos dedos en la palpitante vagina.
El sexo oral que los hombres practicaban en ella casi como una especie de aperitivo para el coito, era una de las cosas que más la satisfacían, pero desde el mismo inicio conllevaba una urgencia violenta que llegaba a molestarla. En cambio, Beth le otorgaba un ritmo y una suavidad que le hacían disfrutar de cada uno de aquellos contactos y descubrir la extremada sensibilidad que poseían ciertos tejidos que había ignorado desde siempre.
La presencia de los finos dedos en la vagina no revestían la contundencia de un pene, pero en cambio, la tersura de las yemas y los filos romos de las uñas trazaban surcos de indecible deleite deslizándose morosas por las mucosas vaginales. Esperaba con ansiedad el momento en que tomarían contacto con aquel bultito que forman en la cara anterior los tejidos inflamados por la excitación de la uretra y, cuando lo hicieron, exhaló un complacido ronquido al tiempo que contraía fuertemente los músculos interiores para comprimir los dedos con las carnes.
Manteniendo alzadas las piernas encogidas, asió sus propios senos y, estrujándolos sañudamente entre sus dedos, clavó la cabeza en el cobertor al tiempo que la sacudía con frenética vehemencia, estallando en hondos gemidos de desesperación. Los dedos la penetraron en toda su extensión durante un rato y cuando ya sus gritos y sacudimientos tomaban características de escándalo, Beth abandonó la entrepierna y revolviendo entre las prendas de la valija casi junto a la cabeza de Estela, sacó un extraño símil de un pene.
De más de cuarenta centímetros, el falo artificial de doble cabeza estaba construido de una traslúcida silicona que dejaba adivinar en su interior un alma articulada que permitía tomar al miembro las más extrañas formas y conservarlas.
Volviendo junto a su sobrina, la que aun se estremecía conmovida por la intensidad del cunni lingus, se colocó en forma invertida sobre ella y en tanto que la boca tornaba a excitar al clítoris con intensas chupadas, restregó la tersa cabeza de la verga sobre los negros labios inflamados, extendiendo el roce hasta la hendedura que separaba las nalgas y retornando hasta su propia boca que la mojaba con abundante saliva. Aquello despertaba verdaderos demonios en las entrañas de Estela, quien la suplicaba en medio de entrecortados sollozos que la penetrara.
Demorando el momento con crueldad, sometió al sexo con el traqueteo conjunto de labios, lengua y pene hasta que, compadecida de la histérica angustia de la muchacha, comenzó a meter la verga en la vagina pero aun así, retaceaba la introducción; la ovalada cabeza entraba unos centímetros y cuando Estela comenzaba a expresar su contento por la esperada penetración, la retiraba e incrementaba el accionar de la boca sobre el clítoris y así, una y otra y otra vez hasta que el meneo impetuoso de la pelvis la decidió y, con lentitud de caracol, el falo fue penetrando sin pausa las carnes.
Sin llegar a ser promiscua, en los años que llevaba practicando el sexo había conocido miembros de las más diversas características y creía haberlo soportado todo, pero el grosor creciente del tronco que no dejaba adivinar lo agudo del glande, se le iba haciendo insoportable hasta que los gemidos y sollozos de plácida ansiedad se convirtieron en expresión cierta del sufrimiento que la penetración le producía. Sentía como sus tejidos, a pesar de la espesa lubricación de las mucosas eran desgarrados y lacerados en hondas excoriaciones que la martirizaban dolorosamente pero ese mismo sufrimiento parecía conducirla por una senda de sádica complacencia y su cuerpo ondulaba para inmolarse en nombre del deseo insaciable.
Beth se hallaba ahorcajada encima de ella con las piernas ampliamente abiertas y estando ella misma excitada por la manera en que flagelaba el sexo de su sobrina, mecía su pelvis con inquieta lujuria. Asida al cobertor con ambas manos, Estela dejaba escapar verdaderos bramidos de satisfacción y entreviendo a través de las lágrimas en sexo ondulante de su tía, se sintió compelida por un deseo desconocido y asiéndola por los muslos, la acercó a su cara. Conociendo anatómicamente como era una vulva, jamás había tenido una tan cerca de sus ojos y, lo que médicamente la dejaba indiferente, se convertía en algo que la atraía por lo ignorado.
Totalmente depilada, la suave piel se elevaba abultada entre las piernas mostrando una fuerte rubicundez que se oscurecía llegando a los bordes de los labios que dilatados, dejaban escapar la gruesa carnosidad retorcida de los labios internos, verdadera maraña de pliegues que iban desde el rosado casi blanco del interior hasta la negritud violeta de los bordes inflamados, brillantemente barnizados por los jugos vaginales. Compelida por el goce de la verga que, sabiamente manejada por su tía traspasaba las rosadas puertas cervicales rozando gratamente las paredes del útero y por unas ansias desconocidas, acercó su boca con avidez y la lengua descubrió el sabor entre acre y dulzón de los fluidos genitales de otra mujer.
Contrariamente a lo esperado, lo degustó con fruición y, cerrando los ojos, aspiró las tufaradas flatulentas que emanaban de la vagina. Abriendo la boca, encerró entre sus labios los tiernos tejidos y, como si tratara de devorarlos, los succionó con inusitado vigor. El sabor la enajenó y abriendo los ojos, contempló fascinada el rosado interior del óvalo que apareció cuando sus dedos separaron las carnes, contrastando con la siniestra oscuridad externa.
Con primitiva sapiencia, la lengua salió de su escondite para lamer todos y cada uno de aquellos pliegues, Exasperada por la fricción que ahora le hacía sufrir el vaivén del falo, abrió aun más la boca y, atrapándolas, succionó con gula cruel las aletas carnosas buscando con la lengua el bulto del clítoris, tan grueso como un dedo pulgar. Jamás había imaginado el volumen que podía adquirir un miembro femenino y, subyugada por la vista de la cabeza que excedía el capuchón de piel como el glande de un pene emergiendo de un prepucio, lo atrapó entre los labios e introduciéndolo totalmente en la boca fue sorbiéndolo con fuerza mientras la lengua lo restregaba duramente contra el paladar y el interior de los dientes.
La sensación de la verga resbalando sobre las mucosas vaginales era inefable y sus sentidos, trastocados por esa mezcla indefinible de dolor-goce, experimentan emociones encontradas; en tanto que su cuerpo se crispaba ante el sufrimiento, su mente deseaba que aquel martirio no cesara por las inéditas sensaciones placenteras que la invadían. Histéricamente fuera de control, sus dedos se clavaban en las nalgas de prieta consistencia y, a pesar de ahogarse con su propia saliva y los jugos que inundaban el sexo de su tía, continuaba succionando las carnes con voracidad animal.
Aquella manifestaba su contento emitiendo sonoros bramidos de placer y su cuerpo ondulaba lentamente, sacudiendo la pelvis para facilitar el trabajo de la boca en su sexo. Acomodando las piernas de Estela encogidas bajo sus axilas, consiguió elevar sus caderas de manera que el sexo quedara expuesto casi verticalmente con lo que la boca se hizo dueña de él en su totalidad, sumando a la penetración del falo sus labios y dientes torturando los pliegues de la entrada a la vagina. Durante un tiempo sin tiempo, ensambladas como dos máquinas de sexo, ambas mujeres se debatieron en una cadenciosa danza cuya música eran sus gemidos y ronquidos acompañados por los sonoros chasquidos de los chupones y las carnes húmedas entrechocándose.
Su experiencia no había permitido a Beth la perdida de control y entonces, considerando que su sobrina se encontraba en el punto exacto del clímax, extrajo totalmente la verga del sexo y sin vacilar, mojada pos los jugos vaginales, la apoyó contra los esfínteres de ano que, tal vez condicionados por la intensidad de la excitación, no pusieron oposición alguna cuando la monda cabeza comenzó a dilatarlos.
Acobardada por la expectativa de un dolor insoportable, Estela se había negado sistemáticamente a ser penetrada por el ano en cuanta oportunidad se lo habían pedido y sólo en los últimos tiempos, en las pocas oportunidades que se masturbara dentro de la bañera, había dejado que la excitación la llevara a introducir un dedo enjabonado unos pocos centímetros en la tripa, encontrando que ese tránsito no le resultaba doloroso y sí, conseguía mejorar su goce.
Aunque su cuerpo hubiera respondido complaciente tras la dilatación inicial, instintivamente trató de intentar alguna resistencia pero el formidable empuje con que su tía introducía la verga se lo impidió y mientras un dolor jamás experimentado la atravesaba como el filo de una espada para clavarse en su cerebro, cegándola por un instante, sus uñas se hincaron en las nalgas y los dientes hirieron profundamente la gruesa carnosidad del clítoris. Ambas mujeres reaccionaban en una secuencia de causa-efecto que parecía interminable y, dolida por lo que hacía su sobrina en su sexo, Beth asió con las dos manos el elástico miembro y el tremendo tronco penetró profundamente al recto.
El grito larvado en la garganta de Estela, sonó horrísono cuando aquella abrió su boca desmesuradamente y, todavía no se habían apagado sus ecos cuando, al transformarse el sufrimiento inicial en violentas oleadas de placer se convirtió en un gorgoteo que ponía en evidencia la hondura de su placer. Murmurando incoherencias, se asió con mayor vigor al cuerpo de su tía y ella misma imprimió con sus embates el ritmo de la penetración. Su boca volvió a satisfacerse en las empapadas carnes del sexo y por un rato se congratuló por la sodomización de Beth, hasta que esta, doblando el falo en forma de U la penetró nuevamente por el sexo.
La doble penetración más el magnífico trabajo de la boca de su tía sobre el clítoris terminaron por enajenarla y, sintiendo que en su vientre peleaban jaurías de crueles colmillos que amenazaban con destrozar sus entrañas, clavó los dientes sobre el muslo de Beth hasta que esa muerte fugaz que acompañaba a sus orgasmos la invadió. Por unos instantes se sintió flotando en una dimensión lejana, cálida y brumosa y su hundió en un profundo desmayo.
La intensidad de la sesión y tal vez el hecho de que tan placentero sexo lo tuviera con su sobrina, lejos de apaciguar el ánimo de Beth, lo habían incrementado. Todavía respiraba afanosamente y mientras observaba a Estela que yacía boca abajo sobre el arrugado cobertor desmadejada como una muñeca de trapo, sus manos se dirigieron al sexo que todavía lucía inflamado y oscurecido por la afluencia de sangre, ya que la entusiasta succión a que la muchacha lo había sometido no había bastado para hacerle alcanzar el orgasmo y sí para encaramarla a un deseo loco e irrefrenable.
Los dedos juguetearon unos momentos en las gruesas y groseras crestas carnosas, restregando en forma circular al enorme clítoris cuya tumescencia no había cedido. Su excitación no le hacía dejar de lado su objetivo y mientras jadeaba ostensiblemente, tomó el largo consolador, doblándolo exactamente por la mitad en un ángulo de noventa grados. Pacientemente fue plegando cada una de las partes en dos ondulaciones notables, tras lo cual y con la habilidad que dan años de práctica, introdujo en su vagina una de las mitades hasta que la otra quedó expuesta con la misma apariencia de un sinuoso pene erecto.
Estela volvía lentamente de su ensoñación y esa sensación de bienestar que epiloga al orgasmo la hacía disfrutar de la nubosa oscuridad rojiza en que descansaba mientras aun sentía los últimos movimientos espasmódicos de sus entrañas y cómo sus fluidos uterinos todavía rezumaban por la vagina. Descansaba de costado, con un brazo debajo del cuerpo y el otro aferrando con su mano el suave plumón de la almohada. La prominencia de sus nalgas se ofrecía invitadora y sus largas piernas permanecían separadas pero encogidas en diferentes ángulos.
Con los ojos cerrados, era consciente que de su boca entreabierta se deslizaban hilos de saliva que rodaban hasta el mentón y luego goteaban sobre su hombro pero la pesadez de la satisfacción no la dejaba reaccionar. Presintió la presencia de su tía a sus espaldas y, cuando aquella se acostó a su lado acariciando levemente su hombro, se estremeció complacida y gruñó mimosamente. El calor intenso del cuerpo de Beth se anticipó al roce y cuando aquella la estrechó asiendo los senos entre sus manos, el contacto físico de sus carnes rotundas estregándose contra ella la hizo volver totalmente a la realidad.
El cuerpo de su tía calcaba cada una de sus formas y las manos voraces recorrían cada rincón, cada recoveco, se extasiaban rasguñando tenuemente el vientre y se perdían en la hondura de las ingles hasta recalar sobre el sexo. Habitualmente, Estela era de reacciones tardías luego de un orgasmo pero las caricias de Beth habían vuelto a encender la caldera que fogoneaba sus entrañas y con las llamaradas del deseo ardiendo en el fondo del sexo, acompañó con todo el cuerpo las ondulaciones de su tía, quien no cesaba de besarla en la nuca y cuello.
Comprobando el grado de excitación que había alcanzado la muchacha, Beth le hizo encoger contra el pecho la pierna que mantenía estirada y la mano se dedicó a restregar las carnes de la vulva que ya estaban nuevamente humedecidas. Estela misma sostuvo erguida la pierna para permitir a su tía mayor libertad en sus caricias que ya excedían la categoría de tales y los dedos se aventuraron hasta el hueco de la vagina, excitando deliciosamente al ano. Torciendo el torso y aferrándola por la nuca, ofreció su boca a la de Beth, al tiempo que sentía como la entrada a la vagina era traspuesta por la cabeza del falo.
Otra vez el sufrimiento de soportar el paso de aquella verga monstruosa la conmovió y mientras dejaba escapar un dolorido gemido, la sintió penetrarla sin prisa ni pausa hasta que su punta excedió largamente al cuello uterino. Si antes su transito le había resultado penoso ahora se le hacía insoportable, toda vez que las ondulaciones que su tía le había dado al tronco distendían sus músculos dolorosamente e incrementaban las laceraciones de los tejidos que todavía sensibilizados por la anterior penetración, ardían terriblemente.
Asiéndola fuertemente por los senos, Beth, proyectaba su cuerpo con un ímpetu formidable y el falo entraba y salía placenteramente agresivo del sexo en un coito como nunca sostuviera con hombre alguno. Gradualmente, el martirio se fue convirtiendo en gratas y gozosas sensaciones que colocaron una espléndida sonrisa en su boca y su cuerpo acompasó las violentas embestidas de su tía. Al poco rato, Beth fue ladeando su cuerpo para que quedara acostada boca arriba y entonces, instalándose entre sus piernas como si fuera un hombre, volvió a penetrarla por el sexo, pero esta vez se acomodó sobre ella de forma que su boca pudiera alcanzar los senos.
Las manos sobaban y estrujaban apretadamente los pechos, dejando a la lengua la tarea de refrescar las aureolas con sus lambetazos y los labios succionaron rudamente los endurecidos pezones. Estela había alzado las piernas envolviendo los riñones de su tía y colaboraba en la fortaleza de la embestida con que aquella la penetraba. Por primera vez, las dos estaban frente a frente en el goce maravilloso de la cópula y entonces, mirándose profundamente a los ojos, estallaron en murmullos ininteligibles de amor y goce, felices por estar gozando juntas.
Mordiéndose los labios, se aferró con ambas manos al cuerpo de su tía y acompasando el menear de sus caderas y el flexionar de las piernas con los remezones en los que la verga se hundía profundamente en su sexo, alcanzaron un ritmo cadencioso en el que se mantuvieron un rato, solazándose por la intensidad del goce que ese sublime hamacar les hacía alcanzar. El tamaño y volumen del falo ya no la hundía en la desesperación por las excoriaciones sino que como nunca antes miembro alguno, la transportaba a una región de infinitas sensaciones bucólicas y experimentaba escozores desconocidos en regiones antes ignaras de placer.
Cuidadosa y paulatinamente, Beth fue dejándose caer hacia atrás hasta quedar apoyada de espaldas. Comprendiendo cual era su intención, Estela fue acompañando ese descenso para quedar finalmente ahorcajada sobre su tía con las rodillas firmemente apoyadas a los lados. El órgano viril ocupaba todo el interior de la vagina pero desde ese ángulo rozaba con mayor intensidad los tejidos de la cara anterior y especialmente ese abultamiento que, a esas alturas, estaba totalmente inflamado. Subyugada, contemplo con gula los grandes pechos de su tía que se mecían gelatinosamente. Aferrándolos entre sus manos, se dio impulso e inició un movimiento de las caderas en todo similar al baile de las odaliscas, manteniendo erguido el tronco y agitando solamente la pelvis en forma giratoria, adelante y atrás.
La sensación era maravillosa y la mujer mayor bramaba y roncaba de placer, ya que la parte del falo que ocupaba su vagina se veía sometida a ese movimiento y socavaba sus entrañas desde ángulos dispares. Complacida por la actitud desprejuiciada de su sobrina, la instó a acuclillar las piernas y fue guiándola para que, sin dejar de jinetear a la verga, girara hasta permanecer de espaldas a ella. Asiéndola por los hombros, la hizo reclinar sobre su pecho y al quedar Estela con sus pies apoyados firmemente a cada lado, imprimió a su cuerpo fuertes sacudidas para penetrar vigorosamente al sexo inclinado.
Más de veinte años de lesbianismo habían dado a Beth una práctica tal que era capaz de realizar los actos más vilmente inverosímiles. Los poderosos músculos de su vagina tenían el entrenamiento necesario como para poder manejarlos a su gusto, distendiéndose para admitir cualquier cosa que quisiera penetrarlos o contrayéndose para ceñir apretadamente hasta la delgadez de un lápiz, llegando en ciertas oportunidades especialmente orgiásticas, a cortar un plátano en dos. Los casi veinte centímetros del ondulado falo que se hallaba en su interior estaban firmemente sujetos y, cualquiera fuera el movimiento a que lo sometiera, sólo contribuía a incrementar el goce de la mujer. Luego de un tiempo de ese coito que las estremecía a las dos, ayudó a su sobrina a enderezar su cuerpo y sujetándola por las caderas, lo condujo para que iniciara un lento galope.
Cada nueva posición introducía en Estela toda una batería de nuevas sensaciones, dolorosas las unas y enormemente placenteras las más. Beth había acomodado el ritmo de sus remezones para que fueran opuestos a los de la muchacha y cuando aquella elevaba su cuerpo, ella retiraba el falo del sexo para volver a introducirlo junto con su descenso. Los músculos, los tejidos y la carne de Estela parecían haberse adaptado y la sensación de aquel monstruoso falo ondulado socavando sus extrañas se le hacía alucinante. Gozaba como nunca lo había hecho y en medio de los estallidos y cortocircuitos placenteros, imprimió más fuerza a la flexión de las piernas. Sus manos descendieron para complementar la tarea de la verga, una introduciendo dos dedos en la vagina junto al falo y la otra, frotando vigorosamente al clítoris y los pliegues circundantes.
Ya sus piernas experimentaban dolores semejantes a calambres, cuando su tía salió de debajo de ella y empujándola con suavidad, la hizo poner arrodillada. Colocándose detrás, abrió y flexionó las poderosas piernas para queda a la altura de las nalgas e introdujo al falo nuevamente en la vagina. Rápidamente, las dos encontraron una cadencia en la cópula y, mientras Estela, apoyada en sus brazos hamacaba adelante y atrás el cuerpo, Beth, asiéndola fuertemente por las caderas introducía el miembro profundamente.
La joven médica no desconocía el sexo lésbico pero jamás había ni siquiera imaginado que una mujer pudiera llegar a realizar tal acto y que este, además, pudiera serle tan placentero. Emitiendo mimosos gemidos ronroneantes de complacencia, incitó a su tía a que la penetrara con mayor vigor y velocidad. Cuando sus gemidos comenzaron a convertirse en sordos bramidos de satisfacción, Beth sacó el miembro de la vagina y, apoyándolo firmemente sobre los fruncidos esfínteres del ano, fue penetrándola hasta que su propio sexo se estrelló contra los glúteos que había separado con las manos.
La anterior penetración no había modificada en absoluto la resistencia del ano y, cuando la cabeza traspuso los esfínteres adentrándose en la tripa, no pudo contener un chillido de dolor y angustia. Afianzándose aun más con las manos en sus caderas, Beth empujó la verga con una fuerza tal que pronto su propia vulva dilatada golpeó contra las paredes de la hendedura. Cual si fuera una guerrera nórdica, Beth exhibía el espectáculo de su cuerpo magnífico cubierto por la transpiración que ponía en evidencia la contextura masculinizada de sus músculos.
Empujándola contra la cama, tomó sus brazos y elevándolos juntos sobre sus espaldas, los alzó de forma que el dolor la obligó a levantar más la grupa y estregar los pechos contra el cobertor. De esa manera la penetró hasta que comprobó que la joven aullante estaba cercana a la eyaculación y entonces se retiró del ano.
Sentándose con las piernas cruzadas en la posición del loto, invitó a su sobrina a acuclillarse sobre ella e ir penetrándose con la reciedumbre de la verga. Con las entrañas todavía palpitantes por la dureza de la penetración del enorme príapo a su ano, Estela apoyó las manos sobre los hombros de su tía y, lentamente, fue descendiendo el cuerpo hasta que la punta de la verga rozó las carnes inflamadas de la vulva y, respondiendo a su propia necesidad, se impulsó hacia abajo hasta sentir como los labios hinchados y congestionados rozaban contra los similares de Beth.
Con las piernas de la muchacha rodeando los glúteos de su tía y todavía jadeantes por el esfuerzo anterior, las dos se estrecharon una en brazos de la otra, mientras las bocas se buscaban golosas e intercambiaban salivas por la premura de sus lengüetazos, restregando los senos endurecidos iniciaron un cadencioso ondular. Ya la verga no se movía con aquel vaivén enloquecido pero ahora su roce contra los tejidos vaginales adoptaba ángulos inéditos y Estela sentía crecer en su interior aquellos escozores y esa necesidad de orinar insatisfecha que torturaba a sus riñones y vejiga, precediendo a la manifestación líquida del orgasmo.
Entre chupones y lengüetazos, las mujeres suplicaban, rogaban y maldecían a la otra, reclamándose mutuamente la obtención del alivio. Separando su cuerpo, Beth la asió por los brazos estirados y sugiriéndole a su sobrina que la imitara, inició un lento vaivén, adelante y atrás, que se fue incrementando en tanto las mujeres sentían como la verga destrozaba las delicadas carnes inflamadas de las vaginas.
Lo perverso de la brutal intrusión, lejos de aplacar sus ánimos parecía exacerbarlos y, sumidas en un éxtasis glorioso de sublime placer, se hamacaron en un escalofriante coito. Al sentir como los cuerpos dejaban escapar al unísono las riadas de sus jugos internos que rezumaron en efluvios de fragantes vahos, volvieron a abrazarse y, estremecidas por las contracciones espasmódicas de sus vientres dejaron escapar hondos suspiros de satisfacción entremezclados con sollozos y frases de grosero agradecimiento, comprendiendo que, finalmente, la muerte de su madre había servido para unirlas en esa relación antinatural en la que transcurriría el resto de sus vidas disfrutando los bienes heredados.