CINCO
La vida de Mabel no había sido fácil. Para nada. Y, sin embargo, esas dificultades parecían haberla potenciado, alcanzando cosas que, tal vez sin aquellos estímulos ni siquiera las hubiera intentado.
Los albores de una democracia recuperada para el país e inaugural para ella, la había insuflado, como a tantos estudiantes, de una especie de espíritu libertario que les hacía encarar las cosas con una decisión transgresora que espantaba. A favor de un destape casi irracional en el país, como cumpliendo con un rito de iniciación se dedicó a explorar el sexo con ahínco y una dedicación digna de mejor empeño. Y así le fue; a sus escasos dieciséis años y sin siquiera saber de quien, había quedado embarazada.
Sus padres superaron la brecha generacional con una comprensión que ni hubiera sospechado y, sin reproches ni alharacas, se hicieron cargo del “problema”, que terminó llamándose Susana. Ella pudo terminar sus estudios secundarios y tras recibirse, se dedicó a estudiar Leyes.
En lo personal, privado e íntimo, aquella experiencia sexual, profusa, breve pero traumática, parecía haberla marcado definitivamente y encaró el mundo como si los hombres no existieran. Sin resentimientos, odios o rechazos, conseguía establecer buenas relaciones laborales o de estudio con ellos pero una barrera invisible se alzaba cuando, circunstancialmente, alguno insinuaba alguna otra intención.
Naturalmente y aunque ella intentara ignorarlo, su cuerpo le reclamaba satisfacción a necesidades que, instintivamente, fue manejando con prudencia para obtener la plenitud en solitarias manipulaciones con lo que, ahondando aquel meterse hacia dentro, se hizo plenamente mujeril y una especie de misoginia femenina hizo carne en ella.
Con ese espíritu encaró su carrera y tras obtener el título, ingresó a un Estudio donde su contracción y perseverancia le valieron convertirse en uno de los pilares de la empresa. Susanita se convirtió en señorita y terminado el secundario, tras un lapso de incertidumbre, decidió estudiar arquitectura.
Tal vez hastiada por la obcecada soledad de su madre o porque estaba de moda, no tardó en establecer relaciones íntimas con un muchacho y poco después se fueron a vivir en pareja.
Mabel disfrutaba por primera vez de la paz de su departamento con cosas que cualquiera hubiera considerado nimias pero que le procuraban placer. Amante del buen cine pero no de la televisión, cedió a las recomendaciones de amigos y colegas y se inscribió al cable, descubriendo el mundo de imágenes que siempre había deseado conocer; cine, documentales e, inesperadamente, un canal dedicado exclusivamente a la cocina, de la que no era entusiasta ni hábil practicante pero sí amante de la buena comida. Imperceptiblemente, fue haciéndose asidua espectadora y sin proponérselo, comenzó a ensayar algunos platos.
Convertida en no mucho tiempo en una epicúrea sibarita, una de sus máximas satisfacciones era una velada en la que, luego de haber preparado alguno de los platos que la deleitaban, sentada en un cómodo sillón y acompañada por una botella de buen vino, disfrutaba de alguna de sus películas escogidas en los canales codificados. Los aromas y sabores de la comida, el bouquet de la bebida y su abundante ingesta, la predisponían a disfrutarlo de una manera tan bucólica que, casi generalmente, culminaba en una excitación a la que debía satisfacer con la experiencia que tantos años de abstinencia le habían proporcionado.
El cine erótico nunca la había atraído especialmente y, como sucede generalmente a las mujeres, despreciaba por sucias esas imágenes a las que consideraba dignas de mentes perversas pero que jamás había visto más que fugazmente. Normalmente, pasaba de largo por los canales condicionados de que disponía, pero cierta noche en que estaba especialmente excitada, alguna figura en particular atrajo su atención. Insólitamente, se descubrió mirando absorta por más de dos horas esas imágenes y bajo su influjo, sin proponérselo, se alivió con absoluta satisfacción.
El cine fue pasando a un segundo plano y las horas se le hacían largas para esperar la hora de la conexión y llenar sus ojos de imágenes sexuales que su imaginación ni siquiera había rozado. Hombres hercúleos, vergas impresionantes, mujeres hermosas y posiciones insólitamente acrobáticas practicadas por hombres y mujeres en relaciones de pareja, grupales u homosexuales, pasaron a ser de cotidiana costumbre para la mujer solitaria. Fascinada, replicaba sus ritmos y posturas enriqueciendo y acrecentando sus manipulaciones, recibiendo a cambio una sustancial mejora en sus alivios húmedos que pasaron a convertirse en verdaderos orgasmos de los que salía transida de dicha y goce.
A pesar de la profundidad que daba a sus estrujones mamarios y a la hondura con que los dedos exploraban su sexo, externa e internamente, nunca había recurrido a elementos extraños para alcanzar la consumación del orgasmo que no le era fácil obtener. Sin embargo, la visión cotidiana de los más diversos elementos sexuales utilizados especialmente por las mujeres en sus relaciones lésbicas, la hicieron desear acceder a ese nuevo mundo de sensaciones.
Siendo anónimas las compras por internet, se proveyó de varios vibradores y consoladores de plástica silicona, que progresivamente fueron incrementando su tamaño o grado de aspereza y con la utilización de los cuales creyó haber alcanzado la cima de la dicha, reprochándose por haber desperdiciado durante tanto años sus esfuerzos sin haber encontrado la recompensa que ahora esa colección le daba.
La abogada, reconocida y respetada en el fuero penal como la una de las más emprendedoras, defensora de grandes causas que tenían repercusión mediática en virtud de su alcance social, se había convertido en lo privado en una especie de maniática que sólo vivía para satisfacer su gula de gourmet y, extraviada por las generosas libaciones a los más finos vinos, terminaba sus noches con verdaderas orgías misántropicas de las que al otro día parecía renacer fortalecida.
En esa armonía que había construido, sólo había una nota discordante que la disgustaba pero en la que no podía intervenir, ya que eso hubiera sido traicionar toda su actitud de vida. Manteniendo una distancia que no las había convertido en amigas, había educado a su hija para que disfrutara de la más amplia independencia sin someterse jamás a influencia alguna, respetando y haciendo respetar a los demás su valor como mujer.
Claro; esa era una teoría, pero los sentimientos y la sinrazón obligan a los seres humanos a tomar actitudes ilógicas y Susana no había sido una excepción. Desde el mismo momento en que se fuera a vivir con Germán, su conducta había cambiado radicalmente.
Siendo él músico de una reconocida banda de rock, la alegre y dicharachera jovencita que había convivido con ella se había convertido en una lánguida y mustia reencarnación moderna de los viejos hippies. En gira casi continua por el país y el exterior, sus encuentros eran esporádicos y en cada uno, su hija se le manifestaba como una nueva mariposa saliendo de su crisálida, afectada por las distintas culturas y ambientes que frecuentaba.
En ocasiones explícita y en otras tácitamente, Susana dejaba traslucir con desfachatada soberbia y la extravagancia de su aspecto cambiante, el mundo disoluto en que se hallaba inmersa y que no trataba de ocultar; con la habitualidad del tabaco, fumaba marihuana delante suyo, admitía con naturalidad el uso de cocaína y no se avergonzaba cuando, casi con indiferencia, incluía en su conversación a distintos hombres y mujeres como parte de su promiscua vida sexual. Mabel se resentía por aquello pero en homenaje a lo que había enseñado a su hija con respecto a la vida y como vivirla, se callaba la boca.
Aquel sábado por la noche y cuando estaba acomodada en su cama para vivir otra de sus planificadas sesiones de comida, alcohol y un satisfactorio sexo solitario, sonó el timbre y desde el mismo momento en que su hija sollozante traspusiera la puerta, Mabel adoptó un hermético y prudente mutismo. Sin preguntarle nada, dejó que Susana buscara refugio en su habitación. Dos horas después y cansada de escuchar desde el living aquel gimoteo que la volvía loca, preparó dos té y los llevó al cuarto.
La cama estaba revuelta como si en su rabia o desesperación su hija hubiera decidido cobrarse venganza con las ropas que estaban desparramadas por toda la habitación, mezcladas con sus prendas de vestir. Al entrar Mabel al cuarto, estaba recogida en posición fetal y sólo una mínima bombacha cubría su cuerpo desnudo. Colocando la bandeja sobre la mesa de noche, Mabel recogió una de las sábanas y cubrió pudorosamente a la muchacha que seguía estremecida por el violento hipar de su llanto contenido.
Apoyada en el respaldar de la cama y sentándose a su lado, la abrazó por los hombros para, con cariñosas y comprensivas palmadas calmar su llanto mientras hacía que bebiera el té a pequeños sorbos como cuando era una niñita y, poco a poco, fue tranquilizándose. Con la paciente sabiduría que le otorgaba su profesión, la dejó estar en silencio, propiciando con ello que la muchacha se distendiera y sólo cuando lo considerara necesario se abriera a la confesión con una sinceridad no inducida.
Sólo rato después, lentamente y con voz enronquecida por el llanto o tal vez el pudor, Susana volcó en ella las confidencias que retenía para sí desde hacía tres años. Aquello que a sus diecinueve años se le había ofrecido como maravilloso, en cierta manera lo había sido pero siempre llevando aparejado un trasfondo oscuro que nublaba su perfección.
Para su placer, Germán se había manifestado como un verdadero animal sexual y la había conducido por senderos esplendorosos en los que el disfrute era lo esencial. Prontamente, ella había perdido la noción entre lo bueno y lo malo, lo inmoral y lo perverso, lo sublime y lo espantoso. Aficionada desde el primer momento al alcohol, fue alternándolo con generosas fumattas cotidianas de marihuana y en ocasiones con aspiraciones de cocaína.
Prácticamente vivía flotando en una nube rosada en la que cualquier cosa le parecía fascinantemente mágica, con la sensibilidad exacerbada y se había acostumbrado a compartir sus días con monstruos, alucinaciones y luces difusas que nublaban su razón. De la misma manera y al momento de tener sexo, ponía tal incontinente frenesí en hacerlo que ya no le importaba compartir su cama con cualquier hombre o mujer que se le cruzara; lo importante era gozar del momento, fuera como fuera.
Por una casualidad excepcional, la noche anterior no estaba bajo la influencia de ninguna droga o bebida. Germán había llegado en compañía de dos músicos de otra banda y en tanto los demás se atiborraban de drogas y alcohol, aceptó con entusiasmo los avances sexuales de su marido porque su práctica en presencia de extraños no la cohibía y en cambio la excitaba que otras personas la vieran haciéndolo.
Una vez que aquel la sometiera sin consideraciones de ninguna especie a las más viles penetraciones y que ella las disfrutara con exaltado fervor, acompañó complaciente la invitación de Germán a los hombres que se sumaran al grupo ya que no era la primera vez que participaba de ese tipo de relaciones. De un juego erótico, consistente en sexo oral mutuo y masturbaciones, los hombres pasaron a la acción directa. Sin hacer caso de sus gritos y protestas, entre los tres la humillaron con los peores vejámenes y cuando luego de ser penetrada simultáneamente por los tres la abandonaron sobre la cama bañada en semen, alcanzó a percibir como su marido recibía droga en pago por sus servicios.
Nunca se había preocupado por lo que pensaran de ella los hombres y mujeres con los que había tenido sexo y de los que hacía mucho había perdido la cuenta. A la mayoría los había aceptado por el sólo hecho de disfrutar de un hombre especialmente dotado o de una mujer excepcionalmente lujuriosa y a otros, porque profesionalmente le convenían a Germán. Tampoco era la primera vez que tenía sexo con dos hombres a la vez, pero se negaba a esa nueva actitud de su marido, utilizándola como una mercadería barata y lucrando económicamente con su cuerpo. Eso era algo que no estaba dispuesta a soportar y había decidido volver a vivir con su madre.
Ya no era el llanto lo que estremecía a su hija sino la rabia y el resentimiento que ponían un tembloroso vibrar en sus carnes desnudas. Acomodándose mejor, Mabel la alzó sobre su falda y la sostuvo apretada contra su pecho, acunándola como si fuera aquella antigua beba sólo que ya no lo era. Aliviado su ánimo por la confidencia de aquello que había escondido por años, la muchacha se fue relajando y pronto se acurrucó flojamente como una gatita deseosa de caricias.
Canturreando quedamente nanas que jamás le cantara, recostó la cabeza de la muchacha sobre su pecho y mientras rozaba con los labios el rizado cabello que, curiosamente, olía con el mismo aroma de la niñez, su mano derecha se deslizó palmeando la pierna de su hija, acariciando la fuerte musculatura de los muslos. Gratamente conmovida, la joven cerró los ojos con un hondo suspiro complacido y se arrellanó mejor contra su cuerpo, restregando regalona la cara sobre la carnosidad de los senos.
A pesar de su afición por la pornografía y de sus fantasías desbocadas, Mabel nunca había ni siquiera pensado en acercarse físicamente a otra mujer, aunque a lo largo de su carrera no le habían faltado oportunidades ni insinuaciones. Conocía hasta el mínimo detalle lo que dos mujeres pueden realizar sexualmente pero aun una leve repulsa la habitaba cuando pensaba en eso. Ahora, el calor de ese cuerpo mórbido, la fragancia femenina mezcla de perfumes baratos y el almizcle natural que emana de la piel de toda mujer, instalaron en el fondo de su sexo un extraño cosquilleo que, haciéndole olvidar que quien yacía entre sus brazos era la niñita parida por ella, reconoció como la más profunda excitación que la llevaba irremediablemente a desesperarse por satisfacer su deseo.
Un borbollón caliente se agitó en su vientre junto a una profusa sudoración que la cubrió por entero, atenazando su garganta y, cortándole la respiración, colocaba un fuerte latido en la sangre que bullía hirviente en las venas mientras un hondo pulsar se instalaba en sus sienes. Dejando reposar su cabeza en el respaldar, cerró los ojos decidida a no ceder a aquel perverso deseo que la llevaba a imaginar tan aberrantes relaciones.
Los mandatos culturales le hacían rechazar la vileza de aquel contacto obsceno pero la naturaleza que se manifestaba con primaria y animal fortaleza en su cuerpo la encegueció. De su boca abierta surgían ardientes vaharadas que resecaban sus labios; en tanto que la lengua se agitaba mojándolos de espesa saliva y los dientes afilados mordían sañudamente la carne de los labios, su mano fue aventurándose con autónomo atrevimiento en dirección al vértice de las piernas de Susana.
Su inexperiencia sexual le impidió notar los síntomas de lo que esa caricia instalaba en su hija, quien había ido abriendo el escote de su camisón y, mientras la mano izquierda acariciaba al seno derecho con apremiante delicadeza, su lengua, sobradamente avezada en esas lides, tremolaba diestramente sobre las aureolas y fustigaba aviesa al pezón que comenzaba a cobrar volumen y endurecerse. Ese placer desconocido la obnubiló y mientras se relajaba disfrutándolo, su mano entró en contacto con la leve tela de la bombacha. Sintiendo en la yema de los dedos el cálido flujo que rezumaba el sexo, empapándola, sintió el mazazo de una necesidad imperiosa.
Curvando los dedos, la mano se adaptó a la sinuosidad gentil de la entrepierna; el dedo pulgar fue presionando la tela contra el clítoris y los otros, se deslizaron ahusados a lo largo de la raja hasta la hendedura de los glúteos. Impensadamente, la húmeda calidez de la tela pareció incitarla. Moviéndose pausadamente de arriba abajo, la mano incrementó la presión y la tela se hundió dentro del sexo, sabiendo instintivamente que ese áspero roce satisfaría a la muchacha.
La boca de Susana se había enseñoreado de sus pechos y ya no sólo la lengua jugaba en sus carnes. Los labios apretados en golosa trompa, succionaban la piel mojada por la transpiración y su propia saliva. Menudos chupones estremecían a Mabel al tiempo que estampaban cárdenos hematomas sobre las carnes casi vírgenes de esas circunstancias. Profusión de gránulos había cubierto las oscurecidas aureolas que aumentaron de tamaño y los largos pezones lucían erectos, como expectantes del goce que recibirían de los dedos índice y pulgar que, estrechándolos fuertemente entre ellos, los retorcían ruda y placenteramente. Un cosquilleo inaguantable se instalaba en los riñones de Mabel y cuando el filo de las uñas de su hija se clavó en la carne, el goce fue tan intenso que le susurró roncamente a la muchacha por más vigor.
Ella no había cesado en el duro restregar de sus dedos sobre la bombacha, martirizando casi frenéticamente el sexo de su hija. Cuando sintió como aquella rozaba con el filo romo de los dientes al pezón, mordisqueándolo delicadamente en un trepidante golpetear al tiempo que incrementaba la cantidad y calidad de los rasguños que se hundían en la carne, dejó que los dedos penetraran por debajo de la tela, ensañándose en el clítoris ya abultado de la muchacha. Esta había vuelto a acomodar su cuerpo y, abandonado sus senos, aprisionó sus labios entre los suyos, introduciendo una lengua ávida en su boca para provocar la respuesta instintiva de la suya, huérfana de besos.
Rugiendo en un tono bajo y trémulo y mientras su boca se prodigaba en su boca, la muchacha le suplicaba que por favor la penetrara con los dedos. Uniendo dos de ellos y como viera hacerlo en cientos de videos, los dedos penetraron profundamente el canal vaginal que, no obstante los declamados excesos la muchacha, se presentaba húmedo pero prietamente estrecho como si aun fuera una adolescente. La novedad de sentir en sus dedos el enfebrecido calor del interior de otro cuerpo puso en alerta sus conocimientos teóricos y mientras penetraba, escarbando y rasguñando las mucosas, buscó con la yema de los dedos ese bulto que, en la cara anterior de la vagina, le procuraba a ella los orgasmos más intensos.
Su hija gemía intensamente y mientras hundía la lengua vibrátil en su boca, imprimió a la pelvis un leve movimiento ondulatorio que satisfizo a ambas. Luego de unos momentos de esa alienante actividad, Susana se desprendió de sus brazos acostándose boca arriba mientras restregaba las manos sobre su sexo con lúbrica urgencia y encogiendo las piernas abiertas, le pidió con angustiosa insistencia que la sometiera a sexo oral.
Mabel y a pesar de la obnubilación en que el sexo la había sumido, tenía plena conciencia de que lo que hacían era monstruoso y estaba segura de que, en otro contexto, hubiera rechazado asqueada la sola posibilidad de aquella relación homosexual. Sin embargo, ahora le era imposible sustraerse al influjo magnético que ejercía la muchacha sobre ella y sintiéndolo casi como una necesidad visceral, se abalanzó sobre la entrepierna provocativamente oferente de su hija.
Corrió la mínima bombacha a lo largo de las piernas hasta sacarla por los pies e, inclinándose, tuvo por primera vez un sexo femenino ante sus ojos. Ciertamente, en todo esos años había conocido a través de los videos la más extensa variedad de vulvas, vaginas y clítoris, pero habían sido sólo eso; imágenes.
Ver un sexo a tan corta distancia la mareaba y hacía estremecer de ansiedad. La vulva lucía hinchada y estando monda de vello alguno, dejaba ver una coloración rojiza que se acentuaba en los labios engrosados por la calentura para darle el aspecto de un carneo alfajor. En la parte superior asomaba la capucha semi erecta del clítoris, grueso hasta la grosería y, asomando por los labios entreabiertos, se veía la filigrana de retorcidos pliegues que ostentaban un tono violeta casi negro en tanto que, en la parte inferior, la abertura de la vagina pulsaba insinuantemente dilatada.
Extraños movimientos que ella relacionó con los mentados “aleteos de mariposas” de los novelistas alborotaban su vientre, provocándole una rara sensación convulsiva, quizás de repugnancia, que se manifestó en pequeños regüeldos líquidos invadiendo su garganta y obligándola a abrir la boca a la búsqueda de aire. Toda ella temblaba como una hoja y conforme su cabeza se acercaba a la entrepierna de Susana, un profundo jadeo abombó su pecho.
A sólo centímetros del sexo, su nariz captó las tufaradas intensamente femeninas que emanaban de la vagina y sus ojos vieron como las carnes se abrillantaban por la exudación de los jugos íntimos. Esa visión y la ofensa a su olfato la conmovieron tan profundamente que, sin poderlo evitar, su mano derecha se deslizó hasta las ingles recorriéndolas con amorosa y exasperante lentitud para recalar finalmente sobre las carnes hinchadas de la vulva.
Alejada de toda coquetería, Mabel mantenía sus uñas cuidadosamente recortadas y limadas hasta el extremo de aparecer casi escondidas entre la carnosidad de los dedos. Ya había comprobado que esa exposición los hacía más perceptivos y en sus caricias íntimas se prodigaban con la movilidad de sensibles tentáculos. Ahora, impulsados por la avidez del deseo, se escurrieron sobre la hinchazón rojiza de la vulva acariciando con deleite su mórbida lisura hasta que, casi remisamente, índice y mayor entreabrieron los labios y un espectáculo maravilloso se ofreció a sus ojos.
Los pliegues que divisara escondidos entre ellos, se desplegaron en toda su extensión y dos crestas carnosas enmarcaron el esplendor del óvalo iridiscente. Como el interior de una caracola húmeda, albergaba la síntesis de la sexualidad femenina; la caperuza que cobijaba al clítoris se manifestaba dilatada y alzada por la erección del órgano femenino que abultaba realmente como un pequeño pene. Más abajo y justo encima de la entrada a la vagina, aparecía el agujero de la uretra como orientando sus ojos hacia aquella caverna orlada de pliegues que latía dilatada para dejar ver la oscuridad interior de la que fluían diminutas gotas de fragantes jugos.
Con la boca reseca por la emoción, acercó la boca hasta el sexo y la lengua, sapiente por instinto, se extendió endurecida, rozando con su punta los labios externos que mantenían separados los dedos. El sabor inédito llevó un estremecimiento de excitación a su propio sexo y entonces sí, se prodigó tremolante a lo largo de la carne, azotando los festones retorcidos y recalando finalmente en la lisura vítrea del fondo nacarado.
Su hija se agitaba conmovida por la caricia y en un sordo gemido, expresaba groseramente su goce mientras le suplicaba que la chupara. La lengua vibrátil fustigó dentro de la caperuza y, encontrando la recia consistencia del clítoris, lo aferró entre los labios, succionándolo fuerte y repetidamente entre las exclamaciones gozosas de la muchacha. La boca entera pareció querer devorar al sexo y, abierta, se aferró como una ventosa a las carnes inflamadas para succionarlas con alternada violencia.
Por los hollares dilatados olisqueaba con angurria los olores agresivos del sexo y su boca degustaba con fruición aquellos jugos que, entre salados y dulces deleitaban sus papilas. Como si fuera la culminación de algún acto sagrado, su boca escurrió a lo largo del sexo y se instaló sobre la oscura cavidad vaginal. La lengua empalada penetró su interior, extrayendo de las carnes una indefiniblemente cremosa pero gustosa mucosidad que la excitó aun más.
Con las dos manos apoyadas en los muslos de la muchacha para separar aun más las piernas, imprimió a su cabeza un lento oscilar y la lengua envarada se introdujo repetida y rítmicamente en la vagina como si fuera un pene. De vez en cuando y atendiendo a las gozosas exclamaciones de su hija, volvía a hacer ventosa sobre los pliegues y, mordisqueando al clítoris, sacudía su cabeza de lado a lado al tiempo que tironeaba del capuchón haciendo que Susana asintiera entusiasta en desesperados reclamos de mayor satisfacción.
Jamás había imaginado que el practicar sexo oral a otra mujer consiguiera excitarla de tal manera, sintiendo como en su vientre se gestaba una revolución de espasmos que iban llevando a su sexo satisfactorias oleadas de líquidos que parecían confluir desde todo su ser, rezumando en lentos arroyos de espesas mucosas por el interior de los muslos. Presintiendo que su hija se encontraba en parecida situación, concentró el accionar de la boca sobre el clítoris e introdujo dos dedos en la vagina buscando nuevamente aquella callosidad mientras con la otra mano presionaba fuertemente hacia abajo el Monte de Venus, haciendo que el frotar interno se hiciera más áspero y preciso.
Agregando otro dedo, poco a poco incrementó el ritmo de la penetración hasta que sintió como el cuerpo de la muchacha iba crispándose y con fuertes sacudimientos de la pelvis alcanzaba el orgasmo que, en verdaderas escupidas, casi como la eyaculación de un hombre, escurrió entre los dedos y ella se apresuró a sorber con fruición aquellos jugos íntimos de Susana.
Durante un rato permaneció reposando entre las piernas de la muchacha, succionando y lamiendo al sexo hasta sentir agotado el líquido. Las manos de la muchacha acariciaban con ternura la cabeza y el suave susurro de su agradecimiento sonó a sus oídos como una música melodiosa que contribuía a aumentar su excitación, toda vez que habiendo alcanzado la cúspide sensorial, anhelaba poder dar expansión a la histérica necesidad de una forma más contundente y grata.
Tal vez por su experiencia, Susana reaccionó rápidamente del estado de bucólica beatitud en que se hallaba sumida e incorporándose, la ayudó a acomodarse sobre las almohadas. Respondiendo al reclamo con que sus ojos le pedían ayuda, la muchacha abrevó durante un momento en los labios enjugando los acres sabores que llenaban la boca de su madre. Luego de una lánguida lucha de las lenguas en la que intercambiaron salivas y el vaho ardiente de las gargantas, descendió a los pechos estremecidos de la mujer mayor para sobar duramente con los dedos las carnes endurecidas y la lengua fustigó vigorosamente a los pezones alternando con los labios que ejercían fuertes chupones sobre ellos.
Echando las manos hacia atrás, Mabel se asía con desesperación al respaldar de la cama y, mientras ondulaba las caderas descontroladamente, le exigió imperiosamente a su hija que la chupara. Obedientemente, Susana descendió a lo largo del vientre e instaló su boca sobre el sexo dilatado y brillantemente barnizado por los jugos glandulares de su madre. En sus épocas lejanas de sexo, Mabel nunca había permitido que hombre alguno le hiciera aquello y, a pesar de toda su experiencia visual, ni siquiera suponía que tipo de placer le proporcionaría.
El áspid vibrátil y elástico de la lengua tremoló sobre los pliegues retorcidos que poblaban el interior de la vulva y eso le produjo un instantáneo relámpago de dulce placer, una cosquilleante descarga eléctrica que trepó desde los riñones a lo largo de la columna vertebral y estalló en su nuca, haciéndole abrir la boca en una espontánea sonrisa de felicidad. Mientras su hija incrementaba el azote a las carnes, sus labios succionaban rudamente al clítoris y aquello la llevó a un estado de enajenación que le hizo sacudir frenéticamente sus caderas yendo al encuentro de esa boca que le procuraba tanta dicha.
Inconscientemente, extendió su mano y abriendo el cajón superior de la mesa de noche extrajo a tientas uno de los varios consoladores que allí guardaba. Colocándolo sobre su vientre, le pidió a la joven que la poseyera con él haciéndole alcanzar el ansiado orgasmo. Un tanto sorprendida porque su madre poseyera semejante artefacto, Susana lo examinó atentamente antes de penetrarla.
La verga era ciertamente impresionante. Su exactitud en los detalles era portentosa, plagada de arrugas, pliegues y venas pero lo que excedía la semejanza con la realidad era el tamaño. Desde la ovalada cabeza de tamaño normal, el tronco se ensanchaba progresivamente a lo largo de unos veinticinco centímetros y su grosor era tal que pulgar y mayor extendidos no alcanzaban a rodearlo. Su consistencia era elástica, seguramente de siliconas, pero tenía un alma flexible en su interior que le permitía sostener la rigidez de un miembro verdadero.
Reconfortada por el conocimiento de que su madre no era la agria solterona gazmoña que aparentaba ser, mojó abundantemente con saliva la tersa cabeza y restregó duramente el sexo de Mabel en un alienante periplo desde el Monte de Venus hasta la hendedura de las nalgas. Lentamente, esta había ido arqueando el cuerpo y apoyada en sus pies, ondulaba fuertemente.
Aquel falo tremendo pertenecía a una nueva compra que había recibido pocos días atrás y fue precisamente su aspecto temible lo que la impresionara, demorando el momento de probarlo. El restregar de la cabeza contra el sexo, le preanunciaba que sería su hija quien finalmente le haría verificar el espanto o la maravilla de aquel engendro. La boca había tornado a instalarse sobre el clítoris y la monda cabeza iba introduciéndose lentamente en la vagina, haciendo que a ese contacto fuera contrayendo los esfínteres vaginales que cedían remisos a la penetración.
Efectivamente, aunque desusado, el tamaño de la verga la ponía frenética. A pesar de la espesa lubricación, su vigoroso empuje iba provocando excoriaciones, destrozando los tiernos tejidos y el duro roce contra aquel punto estratégico, la hacía ansiar con desesperación la penetración total meneando las caderas para facilitar su paso.
Con cuidado de obstetra, Susana introducía la verga mientras se deleitaba observando la dilatación e inflamación del sexo de Mabel, cuyo tamaño había aumentado notoriamente, presentándose hinchado y rojizo, con los gruesos labios oscurecidos hasta la negritud que destacaban aun más las rosadas ternezas del interior. En medio de las exclamaciones gozosas de su madre, empujó el falo siniestro al tiempo que lo hacía girar hasta que sintió en la mano y por los estremecimientos conmovidos de Mabel que el miembro había traspasado el cuello uterino y su cabeza escarbaba la delicadeza del endometrio.
Por experiencia propia imaginaba lo que estaría pasando su madre y cuando aquella, cerrando con fuerza inusitada sus manos a las sábanas exhalaba un fuerte ronquido satisfecho, sacó lentamente al falo por completo, contemplando con diabólica sonrisa como la vagina permanecía dilatada por unos momentos mostrando el rosado esplendor de los tejidos mojados.
Sus labios sorbieron los jugos íntimos de Mabel que chorreaban a lo largo de la verga y luego la lengua se introdujo en la vagina antes de que volviera a adquirir su aspecto natural, excitando salvajemente los plieguecillos que orlaban la entrada. Su madre meneaba levemente la pelvis mientras con susurros lloriqueantes le suplicaba que la penetrara definitivamente. Susana restregó el miembro con una de las sábanas para contribuir a su aspereza al quitarle todo resto de fluidos y esta vez, sin contemplación alguna, lo hundió fieramente en el sexo.
Del tierno murmullo, Mabel pasó al grito estridente que, cuando ella comenzó la cópula en un rítmico vaivén se convirtió en un ruidoso jadeo de dicha y goce. Sañudamente y como un ariete, la verga se hundió en toda su monstruosa dimensión. Aunque sentía que las anfractuosidades la destrozaban, experimentó una sensación tal de gloriosa plenitud que las lágrimas de agradecimiento escaparon involuntarias de sus ojos en tanto que su cuerpo se veía compelido instintivamente a amoldarse al ritmo del coito y así iniciaron una danza ondulante que las hacía prorrumpir en irrefrenables exclamaciones de satisfacción.
Casi imperceptiblemente y sin que su madre lo advirtiera, Susana comenzó a hacer girar el cuerpo hasta que finalmente quedó invertida, ahorcajada sobre Mabel. Desde esa posición accedía mejor al sexo y, conforme su excitación se incrementaba, la boca lamía y chupeteaba las carnes inflamadas casi con crueldad en tanto que la mano adquiría mayor arco para impulsar la verga enteramente dentro del sexo. Mabel sentía como la carne macerada por el falo respondía positivamente al roce y los músculos vaginales se comprimían contra el tronco con la misma sensibilidad de una mano.
Al abrir los ojos, contempló sobre su cara la abrillantada superficie del sexo dilatado de la muchacha y respondiendo atávicamente al reclamo visceral con un sollozo angustioso, encogió las piernas enganchándolas en el cuello de su hija. Aferrando con las manos las nalgas, su boca se hundió en aquella maravilla de fragantes aromas y cálidos sabores, lamiendo y succionándolos con desesperación.
Susana acompasó el suave oscilar del cuerpo al ondular de su madre y se convirtieron en un espectáculo singular; la mujer madura, sólida y generosa en sus formas parecía mimetizarse con ese cuerpo delgado pero de carnes mórbidas que se estremecían gelatinosamente por la conmoción de aquel sexo moralmente impropio. Por su parte, alucinada por el tamaño portentoso de la verga, Mabel admiraba la inmensidad del goce que estaba disfrutando y la facilidad con que su sexo se había adaptado a ese despropósito, superando con creces a todo cuanto experimentara en su vida.
Su boca se adhirió como una lapa a la entrada de la vagina, sorbiendo con fruición los jugos espesos que manaban de ella hasta que la lengua tremolante se alojó sobre la erecta carnosidad del clítoris. Dos de sus dedos se hundieron profundamente en la vagina buscando con denuedo aquel bulto formado por los tejidos esponjosos que recubrían la uretra excitada y que gatillarían el goce de la muchacha.
Ese había sido el propósito de Susana al adquirir tal posición; sintiendo próximos los síntomas del orgasmo, extrajo el consolador y alojó su boca a la dilatada entrada de la vagina succionándola con fuerza. Colocando las piernas de Mabel de tal manera que quedaran encogidas debajo de sus axilas, mientras con una mano separaba las nalgas, dejaba expedito el camino para que la otra apoyara la tersura oval del falo contra los mojados frunces del ano. Jamás Mabel había permitido que penetración alguna sometiera a su ano e instintivamente, los esfínteres se cerraron con fuerza a la par que ensayaba una rabiosa y gimoteante protesta.
Ante la crispación de Mabel y la resistencia anal, Susana deslizó su boca hasta él. Lengüeteándolo con ternura y cálida saliva, logró que su madre se distendiera plácidamente cuando la afilada punta instaló en su nuca un cosquilleo desconocido e inefable que la obligó clavar la cabeza entre las sábanas, con el cuello tensionado por la intensidad del goce disfrutar de la caricia inédita. La lengua tremolante arrastró desde la vagina los espesos jugos que escurrían de ella y, sumándolos a la abundante saliva, fustigó con alevosía la apertura del recto y en el momento que el círculo se distendió, fue penetrando en él.
Mabel no lograba concebir como aquella caricia a la que se había negado con asqueada prevención hasta en sus más frenéticas masturbaciones solitarias, podía llevarla a tal grado del placer. A la lengua vibrátil se había sumado la yema de un discreto dedo que incrementaba la caricia y, ocasionalmente, penetraba los esfínteres, ya totalmente dilatados. Ante el rítmico ondular de su pelvis, el dedo suplantó a la lengua y lenta, muy lentamente, fue penetrando la tripa, cada vez un poco más adentro hasta perderse por entero en las profundidades con un cadencioso ir y venir.
Aquella sodomía gozosa había enronquecido el acezar de su pecho y, con los dientes apretados, disfrutaba de esa intrusión. Arrebatada por el frenesí del goce, engarfió sus dedos en los muslos de Susana y atraída por la flor impúdicamente abierta de su sexo inflamado, volvió a hundir su boca en él succionándolo con gula.
Advertida de cuanto estaba disfrutando su madre, Susana sumó otro dedo a la penetración. Cuando aquella respondió clavando las uñas en sus ingles al tiempo que con roncos bramidos incrementaba la succión al sexo para luego imitarla aventurando la boca hasta su ano, definitivamente seducida por la intensidad de esa cópula rectal, fue introduciendo, milímetro a milímetro, la oblonga cabeza del falo. Mabel conocía de la desmesurada dimensión de la verga y eso instalaba en su mente un medroso rechazo pero al mismo tiempo, deseaba saber como la sentiría arañando su intestino.
Cuando la tersura de la cabeza cedió paso el grosor monstruoso del tronco y sus anfractuosidades dibujaron estrías dolorosas en el recto, clavó sus dientes en el muslo de la muchacha sosteniendo histéricamente la mordedura al tiempo que un chillido angustioso escapaba de la garganta inflamada. El suave movimiento oscilatorio que su hija le imprimió, la hizo estallar en gozosas exclamaciones de placer y de su boca salió una chorrera de groseras maldiciones con las que manifestaba su congratulación ante la violación de Susana.
Jamás en su vida había experimentado las sensaciones que ahora la inundaban. El perezoso deambular del falo por la tripa generaba encontrados efectos en su cuerpo; una extraña mezcla de dolor y dulce complacencia hería las regiones más sensibles de su humanidad y su mente extraviada por la intensidad del goce enviaba señales inequívocas del lujurioso contento que la invadía. Cegándola, explotaban pequeños flashes de singular luminosidad e intensos espasmos sacudían su vientre, elevando en líquidas arcadas la abundante y sabrosa saliva que inundaba su garganta provocando un sonoro gorgoteo al paso del profundo jadeo que expulsaban los pulmones.
Fogoneada por la boca de Mabel en su sexo, lo que incrementaba su propia excitación, Susana hundía la verga en el ano con verdadero deleite y la boca tornó a recorrer angurrienta las húmedas cavidades de la vulva, enseñoreándose tercamente sobre el hinchado capuchón del clítoris. Su madre replicaba idéntica maniobra en ella y así, fusionadas en apretados remezones de los cuerpos que se estregaban en lenta refriega, se entregaron una a la otra con salvaje dedicación.
Obnubilada por el placer que, colmándola, parecía excederla, Mabel encontró un ritmo en la succión del sexo, que alternó con vibrátiles excursiones de la lengua a sitios donde los labios no alcanzaban a ingresar. Su dedo pulgar, inconsciente explorador de los glúteos, se perdió en la hendedura que los separaba y entrando en contacto con el ano dilatado de Susana lo penetró con decisión.
El hecho de que su madre la estuviera satisfaciendo como pocas de sus muchas amantes lo habían conseguido y el sentir la proximidad del orgasmo, exacerbó a la muchacha quien, sacando el consolador del ano de Mabel volvió a penetrarla por la vagina al tiempo que incrementaba la fortaleza de sus chupeteos y mordidas al clítoris. El entusiasmo con que Mabel parecía haber acogido esa última elección la incitó aun más y, sacando el falo del sexo, lo hundió nuevamente en el ano. Alternando el sometimiento una y otra, y otra vez en una enloquecedora cadencia que las alienó, sus rugidos y bramidos llenaron la intimidad del cuarto hasta que, en medio de gritos, suspiros, gemidos, jadeos e imprecaciones, ambas alcanzaron el orgasmo, tras lo cual se desplomaron exhaustas en la cama.
Tiempo después, acostumbrada a ese sexo desaforado y animal, Susana salió del torpor en que se hallaba sumida y levantándose de la cama se encaminó al baño en el cual se dio una rápida y vivificante ducha. Nunca se había preguntado como satisfacía Mabel sus necesidades sexuales, dando por sentado que, con discreción, tendría uno o varios amantes. Dada su circunspección, no hubiera apostado jamás a que fuera adicta a la masturbación y menos que propiciara aquella unión homosexual que las había enloquecido. Personalmente, había pasado por tantas cosas aberrantes, que aquella relación lésbica le parecía sublime y el hecho de que la hubiera encontrado en su madre, no sólo no invalidaba su complacencia sino que parecía acicatearla.
Tras secarse cuidadosamente, volvió al cuarto y revolviendo en el bolso que había traído consigo, extrajo un arnés de correas y charol negro que sostenía un miembro de tamaño respetable pero no monstruoso, exhibiendo debajo una ranura generosa que dejaba al descubierto tanto al sexo como el ano pero sin perder la fortaleza con que se ajustaba al cuerpo. También buscó un pote de una crema afrodisíaca y un extraño consolador de siliconas, formado por una sucesión de esferas que iban desde un centímetro en la punta hasta cinco en la base.
Tras colocarse el apretado arnés se acercó a la cama contemplando con atención a su madre. Como todos los hijos, nunca la había mirado como a una mujer, pretendiendo que tal vez fuera asexuada y mucho menos la había incluido como protagonista de sus fantasías eróticas. Ahora, al mirarla con detenimiento, se daba cuenta de su belleza, de la generosidad de sus formas y de lo atractiva que le resultaba.
Como las de toda mujer adulta y a pesar de las sesiones de gimnasia, sus carnes ya no tenían la magra solidez de la juventud pero tampoco eran adiposas. El cuerpo no presentaba rollos y los senos, maduros y plenos, colgaban laxos pero con una muelle morbidez que los hacía deseables. La dura musculatura del abdomen lo mismo que la firmeza consistente de los glúteos y la sólida musculatura de los torneados muslos evidenciaban su cuidado. La posición despatarrada que mantenía, dejaba al descubierto la deliciosa curva del vientre que se hundía hasta la colina huesuda del Monte de Venus y, debajo, el bulto pronunciado de la vulva.
De facciones regulares, el rostro no era hermoso pero sí lo suficientemente atractivo como para no hacer sospechar los treinta y nueve años de su madre. Dormía con los ojos libres de tensión alguna y su boca dibujaba una plácida sonrisa de beatitud, con los labios entreabiertos por los que escapaba un casi inaudible ronquido.
Tendiéndose a su lado, Susana aspiró profundamente y de su madre surgió aquel aroma exclusivamente femenino que las mujeres exudan luego de haber tenido sexo. Acercó su cara a la boca y percibió un hálito tibiamente perfumado que, a ella, se le antojó olía a violetas. La fuerza del impacto que aquello le produjo, le hizo concebir como cierta la posibilidad de que viviendo juntas en pareja ambas dieran una dirección cierta y concreta a su vida.
Mientras más lo pensaba, más lógico le parecía; ella había llegado a la más profunda sima de la degradación a manos de su marido y por su parte aunque no lo hubiera sospechado nunca, su madre se había convertido en una solitaria solterona sin otro auxilio o afecto que su consolador. Juntas, podrían canalizar y dar rienda suelta a sus necesidades y emociones sin siquiera tener que justificar la convivencia. ¿Quién podría imaginar que madre e hija fueran amantes?
Decidida a convertir en certidumbre aquello que se le antojaba como un sueño y enternecida por la idea de haber encontrado en aquella mujer de la que había formado parte durante nueve meses como su alter-ego, se acurrucó a su lado y acercándose, rozó levemente la frente de su madre con los labios. Con pequeños besos fue cubriendo los ojos cerrados y, tras deslizarse por sus mejillas, abrevó en los gordezuelos labios entreabiertos. Al escurrir su lengua entre ellos y acariciar levemente las rosadas encías, un profundo suspiro surgió del pecho de Mabel quien, sin despertar por entero se arrellanó en la cama al tiempo que susurraba palabras ininteligibles de evidente satisfacción.
Susana asió el rostro de su madre entre ambas manos y la boca se aplicó a besarla con infinita ternura. Elásticos como tentáculos, sus labios rodeaban y sorbían los de la mujer mayor y la lengua se perdía atrevidamente en el interior, socavando cada recoveco. Aunque Mabel no había abierto los ojos y parecía no querer despertar, de su pecho surgían hondos suspiros de placer y su lengua comenzó a responder a los requerimientos de la suya. Pronto, ambas mujeres se hallaban sumidas en una delirante refriega bucal, una batalla en la que los combatientes no sólo no resultaban heridos sino que se congratulaban por librarla.
Con lo hollares dilatados por la excitación y la falta de aire, la muchacha se encontraba sobrepasada por las emociones. Mientras lágrimas de felicidad se deslizaban por las mejillas, su mano derecha se escurrió hacia los senos de su madre que, conmovidos por el suave roce, respondieron con una creciente dureza a la caricia que, de suave deambular por los globosos pechos se convirtió en un sobar que lentamente fue derivando en duro apretón. El cuerpo de Mabel se estremecía y lentamente comenzó un leve ondular que elevaba ansiosamente la pelvis.
La boca abandonó sus labios y deslizándose a lo largo del cuello, arribó a las temblorosas laderas que la conducirían a la cúspide de esas colinas mórbidas. Con el ímpetu salvaje de un áspid mortal, la lengua engarfiada tremoló sobre las dilatadas aureolas, azuzó duramente los tiernos gránulos y finalmente fustigó a los pezones que ya se erguían, largos y sólidos. Succionarlos excitaba cada vez más a la joven y finalmente se concentró en una de ellos, sumando al chupón el suave mordisqueo de sus dientes romos que, de vez en cuando, tironeaban del pezón como si pretendiera probar su elasticidad.
Obviamente, Mabel hacía rato que había reaccionado pero disfrutaba dejándose estar mansamente mientras su cuerpo era sometido a la más dulce tortura que jamás había imaginado experimentar. Su hija había sumado a la acción de la boca en el pezón la de sus dedos índice y pulgar en el otro. Comenzando con un leve pellizcar, fueron incrementando la presión para luego envolverlo entre ellos y, mediante una suave rotación, retorcerlo apretadamente hasta que ya casi en el paroxismo, las uñas se sumaron a la acción y el dolor provocado por los mordiscos y los rasguños la hicieron empujar la cabeza de la muchacha con sus manos hacia la entrepierna.
Congratulada por haber encontrado en su madre la respuesta esperada y dispuesta a llevar a cabo la seducción más satisfactoria que pudiera, abandonó por unos momentos el cuerpo de la mujer y tomando el pote de crema, cargó una cantidad considerable en sus dedos. Mientras la boca se solazaba sorbiendo las gotas del incipiente sudor que iba humedeciendo el casi inexistente vello del surco que atravesaba longitudinalmente su torso y que, inevitablemente, la conduciría a concretar uno de los mayores placeres que concibiera, los dedos fueron extendiendo la crema por el sexo.
A pesar de su edad, Mabel no era ni había sido jamás la experimentada mujer que la mayoría de la gente suponía. Cuando en su adolescencia se había dedicado a practicar el sexo sin frenos morales ni éticos, lo había hecho como formando parte de una práctica iniciática que la llevaba a competir consigo misma por la mayor cantidad posible de coitos que sostuviera con tantos desconocidos como le fuera posible. Ninguno de aquellos acoples habían sido fruto de un enamoramiento ni de una relación firme y se desarrollaron, casi siempre, sin quitarse la ropa, en recónditos rincones de colegios, lugares bailables y sólo en tres oportunidades, en la relativa comodidad de un automóvil.
Nunca había disfrutado de una cópula formal a la que antecedieran los juegos eróticos previos al coito ni el desfallecer posterior de goce y satisfacción en brazos del hombre deseado. Ningún hombre la había desnudado totalmente ni ella había gozado al tener la fortaleza de un cuerpo masculino contra su piel. Tampoco era conocedora del disfrute de esos momentos de paz y excitada complacencia que epilogan a un orgasmo y marcan el comienzo de una nueva escalada del deseo. Sus solitarias manipulaciones, incluido el auxilio de los varios consoladores de que disponía, si bien calmaban circunstancialmente sus fogosos ardores no conseguían elevarla a los niveles de enloquecido goce que veía y envidiaba en los crudamente reales videos.
Sin el menor asomo de remordimiento, culpa o vergüenza, había descubierto que aquel sexo antinatural con su hija, al que algún secreto deseo animal la condujera, no sólo la había satisfecho como nunca esperara serlo sino que la compelía a realizar con ella los mayores desatinos, gozándolos con la intensidad de una jovencita. La boca de la muchacha en su vientre llenaba sus entrañas de nuevas, emocionantes y desconocidas sensaciones que iban desde la tersa caricia de cientos de alas plumosas hasta las de garras afiladas que la sacudían con violentos espasmos o contracciones.
La frescura de la crema que ella distribuía a lo largo de todo su sexo sobando suavemente la vulva le procuraba una nueva satisfacción y abriendo todo cuanto pudo las piernas, propició que los labios se separaran, dejando ver el oferente interior del óvalo humedecido. Como aviesos mensajeros del placer, los dedos lo recorrieron en toda su extensión, untándola con la aceitosa cremosidad del afrodisíaco. Por unos momentos friccionaron activamente el arrugado capuchón del clítoris y finalmente, sobaron el interior de la vagina.
Ni la fragancia ni la consistencia podían haberle hecho esperar lo que aquel gel le provocaría. Ella estaba acostumbrada a los familiares cosquilleos de la excitación pero ya no eran sus riñones ni su nuca las regiones que los alojaban sino que una especie de calor quemante parecía brotar de los mismos tejidos poniéndolos en carne viva y dejaban a su epidermis tan sensible como si una fantasmagórica y profunda carga eléctrica la habitara.
De manera totalmente inconsciente, sus piernas se abrían y cerraban descontroladas en convulsos sacudimientos similares a las alas de una mariposa mientras sus dedos se convertían en garras aferrando con frenesí las arrugadas sábanas. Susana disfrutaba del padecimiento de su madre y, sin dejar de frotar con intensidad el interior de la vagina, dejó que, con esquiva crueldad, la boca se deslizara juguetona por las canaletas transpiradas de la ingle.
La lengua empaló la apertura de los pliegues que cobijaban al clítoris y allí se extasió, flagelando tremolante al pequeño pene que volvía a cobrar volumen. Luego de un momento, los labios se sumaron a ella y, envolviendo los tejidos entre ellos, los succionaron fuertemente, sacudiendo la cabeza de lado mientras estiraba la capucha como si pretendiera arrancarla.
Mabel sentía fluir por su sexo una riada de humores lubricantes que se sumaban a la cremosidad del ungüento cuando su hija la acomodó mejor sobre las almohadas y, colocándose arrodillada entre sus piernas, le dejó ver la verga que ostentaba en la entrepierna. La muchacha tomó las piernas abiertas y, encogiéndolas, las colocó contra sus hombros con las rodillas rozando las orejas. Instintivamente las asió con las manos para impedir que se enderezaran y con la pelvis así elevada, recibió la penetración de su hija.
Susana parecía haberse transformado. Con una lúbrica sonrisa perversa, la aferró por las caderas con la misma fuerza bestial de un hombre y hundió el falo en su interior hasta que la bruñida y negra superficie del látex charolado se estrelló contra la hinchazón de la vulva. Asiendo la verga con la mano, la muchacha la extraía totalmente de la vagina y, observando con sádica satisfacción como aquella permanecía dilatada por un momento dejando ver el rosado profundo de su interior, volvía a penetrarla con vigor hasta que Mabel sentía como la punta del consolador raspaba duramente la cervix.
Aquello le provocaba un intenso sufrimiento pero, irónicamente, la excitaba y en su angustiosa ansiedad, impulsaba su cuerpo para ir al encuentro del falo. Susana se había inclinado sobre su cuerpo y asía férreamente los senos al tiempo que la boca abrevada en los endurecidos pezones. Al cabo de un rato de esa cópula infernal, Mabel sintió que en su interior se gestaba la tormenta que precedía al orgasmo y, en medio de quejumbrosos gemidos, le anunció a su hija que ya llegaba al final. Elevándole el torso, la muchacha le hizo abrir las piernas encogidas e iniciando un frenético coito, la penetró hasta que con los ayes y gritos satisfechos, su madre le indicó que ya había acabado.
Mabel sabía que, por supuesto, su hija no desmayaría en la eyaculación como un hombre pero ignoraba que estuviera dotada de tal fortaleza, ya que, sin dejarla descansar y cuando de su interior continuaban manando los jugos del orgasmo la hizo darse vuelta y, colocándola de rodillas, volvió a penetrarla. Esa posición favorecía aun más la intrusión del falo en toda su extensión y pronto, ya recuperada, apoyaba su cuerpo sobre el brazo derecho doblado mientras su mano izquierda buscaba el propio sexo para someter al clítoris a la pausada acción de los dedos.
Para darle mayor vigor al impulso de su pelvis, Susana se había acuclillado y pronto, entre las dos encontraron el ritmo ideal que les permitía disfrutar como nunca de la cópula. Mabel hamacaba su cuerpo hacia delante y atrás mientras los dedos no se limitaban a fustigar al clítoris sino que iban más allá y colaboraban con la verga introduciéndose en la vagina. Su histérica necesidad iba en aumento y se preguntaba en qué momento su hija alcanzaría el orgasmo, cuando la muchacha emitió un sordo bramido y hundiendo un dedo pulgar en el ano de su madre, inició una serie de fuertes remezones hasta que, envarándose, se derrumbó sobre las espaldas de Mabel murmurando ininteligibles palabras de amor.
Estremeciéndose como azogada, se abrazó fuertemente a su madre y, aprovechando la posición de las piernas acuclilladas, sin sacar el falo de su interior fue dejándose caer hacia atrás arrastrándola con ella. Cuando quedó tendida sobre las espaldas y todavía asida a Mabel, sus manos comenzaron a acariciar los pechos en sobamientos cada vez más intensos mientras que sus caderas tomaban un rítmico movimiento, haciendo que el miembro se agitara en su interior desde un ángulo inédito.
A Mabel se le hacía mentira tal demostración de fortaleza física e incontinencia sexual, evidenciando la desenfrenada promiscuidad en que deberían de haber transcurrido los años de casada de su hija. Sin embargo, a ella que estaba ayuna de sexo desde hacía mucho más de veinte años, el hecho la parecía inesperadamente afortunado y no estaba dispuesta a desaprovecharlo. Con las manos, guió y acompañó las de la muchacha en la exploración de sus senos y vientre, mientras que con las piernas encogidas meneaba las caderas adelante y atrás, acompasándose al vaivén de la verga.
A pesar suyo, la excitación y un deseo salvaje como nunca había experimentado la dominaban. Lentamente, fue irguiendo el torso hasta quedar ahorcajada sobre la verga. Acuclillando las piernas y afirmándose con sus manos en las rodillas de Susana, inició un lento galope que se le hizo maravilloso. Lubricado por sus propios jugos, el miembro se deslizaba a lo largo del canal vaginal, traspasaba al cuello uterino y rascaba fuertemente al endometrio pero a su paso las carnes no se mostraban complacientemente dilatadas sino que sus músculos se comprimían aferrando al intruso y aquello incrementaba el placer de la penetración.
Era la primera vez que tenía sexo de esa forma y hacerlo la llenaba de felicidad. La cadencia de la jineteada hacía que sus pechos subieran y bajaran al compás, golpeando fuertemente contra el torso. Extraviada por las emociones y la dicha, permitió a sus manos deslizarse hasta el sexo y mientras una sometía con movimientos circulares al clítoris, la otra se hundió en la vagina acompañando al falo en sus arremetidas.
Feliz por la simpleza y naturalidad con que su madre había asumido la relación y dispuesta a satisfacerla y satisfacerse sin medida ni límites, Susana comenzó a acariciar las nalgas de Mabel, separándolas con suave ternura. Después de haber humedecido la hendedura con los fluidos que su mano arrastraba desde el sexo, excitó tenuemente los fruncidos esfínteres del ano. Nuevamente, aquellos le ofrecieron una obstinada resistencia y esta vez, no recurrió a ningún dedo. Tomando el raro consolador de flexible consistencia, aplicó la pequeña esfera de la punta y presionó consistentemente hasta que esta se perdió en el interior del recto.
Mabel había disfrutado plenamente de la penetración anal anterior y, a pesar del dolor, la consideraba como la más gozosa sensación de placer jamás experimentada. Sin embargo, y a pesar de su loca excitación, el cuerpo desacostumbrado se negaba a ser invadido de esa manera. Una vez que la pequeña bola traspasó sus límites, los esfínteres volvieron a cerrarse apretadamente sobre el delgado eje de plástica consistencia. No obstante, esa presencia en la tripa azuzó su excitación y aumentando el ritmo de la montada, inclinó un poco más el torso, dando lugar para que las manos de su hija trabajaran libremente.
El mensaje que su madre le estaba enviando era claro y, apoyando su torso en las almohadas para acceder mejor a la grupa de Mabel, con una mano asió el muslo de aquella para obtener el mismo ritmo y la otra comenzó a presionar con firmeza el consolador dentro del ano. Cada vez que una esfera traspasaba los esfínteres, su madre respingaba mientras exhalaba sonoros ayes de dolor pero cuando los músculos volvían a ceñirse sobre el eje, un hondo suspiro gozoso escapaba de su boca.
Mabel conocía las dobles penetraciones sólo a través de los videos y nunca hubiera imaginado que le serían tan placenteras, ya que había aprendido a disfrutar con el sufrimiento que el aumento paulatino de cada esfera le infligía. El falo que invadía pausadamente su vagina chasqueaba sonoramente a causa de las abundantes mucosas que rezumaban por él y escurrían a lo largo de los muslos. En el ano, el delicioso martirio se sucedía con cada una de las esferas y, a medida en que aumentaban de tamaño, los esfínteres se adaptaban a él, cediendo elásticamente y volviendo a ceñirse en cuanto aquellas los excedían.
Tan pronto la última hubo transpuesto los músculos y en tanto su hija iniciaba un perezoso y alucinante vaivén que hacía repetidos sus ayes de asentimiento, dolor y complacencia, apoyada en los brazos extendidos, como inmolándose al placer, ella misma inició un cadencioso hamacar que multiplicaba la flagelación a sus entrañas. De su boca abierta en un grito mudo de histérico goce, fluían largos hilos de una baba espesa producto de la regurgitación que subía por la garganta mientras su vientre se contraía en violentas contracciones involuntarias.
Transida por el sufrimiento y el placer, apenas alcanzó a percibir las sensaciones que le anunciaban la llegada del alivio y sacudiendo la cabeza alocadamente, sintió la avalancha líquida que parecía arrastrar consigo los músculos del pecho. Gimiendo roncamente y mientras las esferas traqueteaban en el recto, escuchó el chasquido de los jugos que, escurriendo a lo largo del falo, empapaban la charolada superficie del arnés. Abrazada a las piernas de Susana, su cuerpo tuvo aun fuerzas para impulsarse en dos o tres violentos espasmos y, cuando su hija retiró la elástica verga del ano, se desplomó agradecida hundiéndose en un marasmo de encontradas sensaciones.
En algún momento recobró la conciencia y en la medida que los músculos y órganos recuperaban lentamente la calma, su mente recobró la frialdad que la caracterizaba en su profesión. Estaba conmovida por la facilidad con la que había aceptado el hecho de, no sólo sentirse atraída hacia otra mujer, sino entregarse al sexo más desaforado con ella, haciendo caso omiso del hecho de que fuera su propia hija. Relajándose sobre la cama y mientras aun sentía los ardores y el latir de sus esfínteres por la frenética fricción de los falos en sus carnes, fijó la vista en el cielo raso y analizó su vida.
Cuando sus padres descubrieron que la dulce muchachita que ellos rodearan de comodidades y bienestar había devenido en una viciosa sexual que se acostaba con cuanto hombre se lo pidiera y que, como resultado de esa promiscuidad incontinente había resultado embarazada vaya Dios a saber de quien, removieron cielo y tierra para deshacerse del feto pero lo avanzado del descubrimiento imposibilitó cualquier intento de aborto.
Resignados, la ayudaron en el transcurrir del embarazo, hasta que diera a luz. Su inconsciencia juvenil no le permitía evaluar la situación y su resentimiento se extendió a todos; a los hombres, de los que decidió renunciar para siempre; a sus padres, porque no habían sabido comprender el mensaje que le trataba de enviar con su comportamiento alocado y, finalmente, a la misma criatura, ya que su presencia eterna la condicionaría definitivamente, tanto en los estudios, como en el trabajo y la vida de relación.
Encerrada en su propia burbuja de egoísmo, nunca tuvo en cuenta de que ella también había condenado a la criatura a una bastardía que esta no le había pedido. Pasado el duro trance del parto que fue espantosamente doloroso y que contribuyó a su negación definitiva del sexo, vio espantada como lo que fuera su orgullo, se convertía en dos grandes ubres de las que el monstruito rubio se prendía golosamente.
Por suerte, las clases no tardaron en comenzar y, con ella inscripta en un nuevo colegio, su madre se hizo cargo de Susana. Los cursos eran de doble turno y la emancipación ya se había convertido en una obsesión para ella. Estaba dispuesta a conseguir su independencia de la forma más rápida y expeditiva, concluyendo que eso sucedería con su esfuerzo y tesón.
Además de las diez horas que permanecía en el colegio, y tan pronto terminaba de cenar, se encerraba en su cuarto para sumergirse en los estudios. Por eso había conseguido sortear con facilidad los dos años que aun le quedaban por cursar y entrar sin inconvenientes a la Facultad de Derecho. En ese tiempo y obligada por las circunstancias físicas, los fines de semana debía de ocuparse de su hija, cosa que no hacía con placer ni disgusto, sino con indiferencia.
Tan sólo verla le recordaba la miserable actitud de los hombres y de ella misma, que había aceptado gustosa e irresponsablemente cargar con el estigma de ser madre soltera, especialmente si había sido tan impúdicamente promiscua como para ignorar la identidad del padre. En esa relación distante, transcurrieron los primeros años de su hija y el avance de sus estudios.
Su vocación para el Derecho era realmente fuerte y, dotada de una capacidad de comprensión inusual, se le allanó el camino. En tan sólo cuatro años terminó la carrera y, por sus brillantes antecedentes encontró fácilmente su lugar en un prestigioso Estudio de abogados. Si en la secundaria los estudios la habían separado de su hija, la Facultad potenció aquella brecha y ya, muy de cuando en cuando, se cruzaba con ella. Recibirse y ser admitida en el Estudio, le posibilitó alquilar un departamento en el centro cerca de los Tribunales y de esa manera, el vínculo con su hija se redujo a esporádicas visitas a la casa de sus padres.
De manera natural y aunque sabía que era su hija, Susana trataba a la abuela como si aquella fuera su verdadera madre y a ella con la familiaridad distante de una hermana menor. En la medida que el trabajo la absorbía y su prestigio aumentaba las visitas a la casa paterna disminuían y, como ella se negara a admitir que Susana viviera en su departamento, sólo se encontraban en ocasiones en la que su presencia era ineludible. Aun así, se dio cuenta de lo que la niña esperaba de ella y cuando entró en la pubertad, hizo un esfuerzo por acercarse e instruirla en cosas de la vida. A pesar de que la adolescente no la rechazó y pareció poner buena voluntad, no conseguía obtener más atención que la que merecería cualquier pariente cercano y sus modales, acostumbrados al lenguaje docto y severo de los juzgados, no contribuyeron a acercarlas.
Nunca tocaron temas relativos a sus respectivas sexualidades ya que en ese punto las dos parecían coincidir; ella, que por su conducta vergonzante no se consideraba quien para dar consejos y su hija, por ese mismo origen espurio que la convertía en una bastarda. Casi sin asombro se enteró que su hija mantenía relaciones sexuales con Germán y, cuando aquella decidiera irse a vivir con él, lo aceptó como el aliviador corte de un cordón umbilical al que nunca había querido estar amarrada.
Extrañamente y luego de un tiempo, fue su hija la que buscó ocasionalmente restablecer la relación pero esta vez parecía manifestarse como la de dos mujeres a las que unía la soledad. Aunque ella jamás dejó deslizar ni una sola palabra de su vida íntima y la muchacha pareció aceptarlo como un absoluto, Susana sí la tomó como confidente y así fue como accedió a aquel mundo de promiscuidad sexual, drogas y alcohol en el que se movía su hija, aparentemente con soberbia complacencia. Debía de admitir que el desapego y la falta total de instinto maternal le permitían no sólo no escandalizarse sino comprender y hasta envidiar la disoluta vida sexual de la muchacha.
Particularmente, nunca se cuestionó esa aversión que desarrollara para con los hombres, habida cuenta de lo que aquellas efímeras relaciones le habían dejado. Lo que no había ni siquiera imaginado, era a lo que el hábito a la masturbación y esas enloquecedoras imágenes sexuales del cable la condicionarían. Tal vez fuera producto solamente de la prolongada abstinencia que la volviera a su estado juvenil de virginidad, por lo menos con respecto a los hombres o quizás fuera una inclinación natural que estuviera latente en ella y que habí