CUATRO
Desde que tenía tres años Isabel residía en Nueva York. Recién a los siete años y, obligada por la ley, había conocido a aquel hombre del que su madre y los documentos decían era su padre. Una semana por año y coincidiendo con sus vacaciones escolares y las fiestas navideñas, se reunía con Manuel en Buenos Aires.
El no era un mal hombre ni tampoco un mal padre. En realidad, sólo cumplía con corrección para sostener las apariencias, ya que había sido una actitud de caprichoso machismo la que lo indujo a reclamar sus derechos ante el abandono de su mujer pero la niña jamás le había provocado sentimientos paternales y soportaba aquel encuentro anual que lo distraía de su disipada vida nocturna como una especie de venganza hacia la mujer que lo había humillado.
Al principio, ella tomaba esa semana como una obligación ordenada por su madre y recorría la ciudad de la mano de aquel desconocido para frecuentar a otros desconocidos parientes. Sin embargo, y a medida en que crecía, comprendió que Manuel estaba intimidado por aquella responsabilidad.
Lentamente y acompañados en cada visita por distintas señoritas que ella deducía eran novias ocasionales de su padre, le hizo conocer la ciudad y lo que él suponía sus encantos, desconociendo lo paupérrimos que resultaban los jardines de Palermo, el zoológico o las calles céntricas, comparados con sus similares de Nueva York.
Era tal su grado de indiferencia, que no había tomado en cuenta o directamente desconoció por su inexperiencia paternal cuando por su edad ya la pituitaria y los estrógenos habían comenzado a revolucionar el cuerpo de su hija. Con cándida sorpresa repetida, en cada ocasión se asombraba de su crecimiento anual pero en el trato cotidiano aun seguía considerándola una pequeña y continuaba llevándola a sitios y paseos que eran propios de criaturas.
Luego de su última visita, las hormonas habían realizado en su cuerpo una explosión de características nucleares. En muy pocos meses había crecido aceleradamente, tanto en estatura como en la dimensión de sus pechos, caderas, glúteos y piernas. El rostro ya no lucía aniñado y sus rasgos habían adquirido una firmeza que los hacían definitivamente adultos. Desde los doce años, con el advenimiento de sus períodos y de la mano de compañeras del colegio, había ingresado al mundo de la sexualidad para comenzar a conocer con descarnada veracidad no sólo como se hacían los bebés sino también el placer que procuraba intentarlo.
Ese mismo conocimiento había incrementado su curiosidad y, considerando que los hombres a quienes su madre presentaba como amigos eran en realidad sus amantes, pudo verificarlo con sus propios ojos en las desenfrenadas cópulas que mantenían en el living de la casa y que ella espiaba desde el cobijo de la escalera. Deslumbrada por aquel descubrimiento y viviendo en un país en el cual se glorifica al puritanismo pero que al mismo tiempo es el mayor productor mundial de pornografía en todos sus aspectos, no le fue difícil acceder a revistas y videos. Con ellos había nutrido su inexperiencia, haciéndose ducha en la práctica de las más acrobáticas e insólitas posiciones en la soledad de su cuarto pero sin dejarse llevar por sus impulsos más allá de la masturbación superficial.
Segura de que aquel cambio físico tan drástico impactaría al hombre que esporádicamente trataba como su padre, llegaba a Buenos Aires con la idea fija de no regresar virgen a su casa consiguiéndolo de la manera más discreta posible para asegurar la confidencialidad de ese momento; convencida de lograrlo, planificó fríamente como provocar las circunstancias para que eso sucediera.
Si durante años la llegada anual de su hija le causara algunos inconvenientes obligándolo a morigerar su conducta, tanto en lo laboral cuanto en lo social y afectivo, ya que durante ese tiempo debía dejar de frecuentar a sus amigos de francachela y a sus distintas amantes, esta reciente llegada de la niña lo complicaba en distintos aspectos; el primero era su decisión de permanecer un mes para que él la llevara a conocer distintos balnearios de la costa atlántica y el segundo, que lo perturbaba y no lo había dejado dormir durante toda la noche, era su nueva apariencia; ya aquella niña con la que se comunicaba tan dificultosamente había dejado de serlo, transformándose en una extraña mujer que lo desasosegaba por su nuevo aspecto y costumbres liberadas.
Ni bien llegada a la casa y mientras acomodaba sus cosas, la jovencita había paseado descaradamente los nuevos esplendores de su cuerpo delante de sus narices vestida solamente con ajustadas camisetas que oficiaban como escuetos camisones. Parecía olvidar que su padre era en definitiva un hombre y que en toda su vida infantil lo había visto solamente durante siete semanas. Aparte de llevar su apellido y de esas ocasionales visitas, la niña había sido una perfecta desconocida para este hombre que ahora se enfrentaba con la circunstancia de tener que refrenar sus impulsos naturales ante la presencia de aquella mujer que, voluptuosamente apetecible, se paseaba ante sus ojos prácticamente desnuda.
Cuando por la mañana se encontraba en la cocina aplicado a la ceremonia diaria de leer el diario y tomar el primer café del día, sorpresivamente apareció su hija. Vistiendo un holgado camisón de satén azul que escasamente tapaba sus nalgas, con una manifestación de alegría dichosa a la que no estaba acostumbrado lo besó cariñosamente y le preguntó qué quería desayunar. Un poco desorientado por la falta de hábito y ese súbito vaho femenino que hirió su olfato, le dijo que lo que ella quisiera hacer estaba bien.
Y ahí comenzó la tortura. Mientras la muchachita se afanaba en buscar los elementos necesarios en los distintos muebles y alacenas, escudado en la protección que le otorgaba el diario, él no podía dejar de advertir la desnudez absoluta que cubría la sedosa prenda. Las puntas de sus pezones, se erguían desafiantes empujando los pliegues de la tela que con su brillo acentuaba la provocadora agudeza y cuando la jovencita se estiraba para alcanzar algún objeto en las alacenas o se agachaba para rebuscar entre los utensilios, la grupa poderosa sobresalía por debajo del camisón dejando entrever el mórbido abultamiento del sexo desnudo.
Dificultosamente trataba de concentrarse en la lectura del diario, pero de manera instintiva, sus ojos seguían ávidamente los movimientos de la muchacha, encandilados por lo que alcanzaban a divisar y por lo que la imaginación le hacía suponer. En un momento dado, Isabel colocó un plato repleto de tostadas sobre la mesa y, acodándose frente a él, le preguntó como prefería los huevos, si fritos o revueltos.
El vaho fragante en el que se entremezclaban sutiles perfumes con el de una salvajina femenina volvió a su olfato sin poderlo distraer de la vista de sus pechos. Redondos y firmes, oscilaban casi obscenamente y la profundidad del amplio escote le dejaba ver parte del vientre y el nacimiento velloso del pubis. Tragando saliva con dificultad, le dijo que revueltos pero ya su mente lo traicionaba.
Como justificándose a sí mismo, se dijo que aquella extraña no era la caprichosa pequeña gordezuela a la que durante siete años y haciéndole dudosos honores de padre, había recibido casi más como un compromiso que como un placer. Algo en la muchacha le decía que aquella actitud provocativa respondía a alguna intención desconocida o plan que a él se le hacía sospechosamente inmoral y, levantándose de la silla dispuesto a increparla, se colocó detrás de ella que estaba revolviendo los huevos en la sartén.
Segura de que su manera de exhibirse había golpeado fuertemente los instintos de aquel hombre acostumbrado a valerse de las mujeres como de un objeto y excitada ella misma con ese jueguito en el que comprometía su inexperiencia como mujer y su virginidad, presintió la presencia de su padre a sus espaldas. El se había acercado hasta casi tocarla y ella sintió el anheloso jadear de su excitación. Haciendo más lento el movimiento de las manos y, fingiendo que acomodaba la sartén, se inclinó para dejar que su grupa rozara la pelvis del hombre y a través de la delgada tela corroboró el volumen de su vigorosa masculinidad.
Manuel dejaba escapar el aliento cálido de su boca sobre su nuca desnuda y los dedos que tocaron leves la carne en un movimiento que no pudo reprimir, fueron deslizando los finos cordoncillos que hacían las veces de breteles para que la breve prenda se deslizara en forma acuosa por el cuerpo cayendo sobre sus pies. Conseguido su objetivo primario y, como no sabía que hacer a continuación, dejó que fuera su padre quien tomara la iniciativa mientras permanecía estática como si aquello la paralizara por la sorpresa.
La lengua de él tremoló nerviosamente en el nacimiento de sus cortos rizos y, mientras la boca se deslizaba a lo largo de la columna vertebral, besando, chupeteando y lamiendo sus músculos, las manos se deslizaron hacia su pecho. Tomando los sólidos senos entre ellas, comenzaron a acariciarlos con extrema dulzura y cuidado como si respetaran su inexperiencia, rozando apenas los largos pezones que habían cobrado notable dureza.
Ansiosa hasta la indecencia, había permanecido quieta y, mansamente, dejó que él la corriera suavemente a un lado del artefacto y así, con sus piernas abiertas y las manos apoyadas en la mesada, sintió como Manuel terminaba de recorrer su espalda y la lengua se introducía dentro de la hendedura que dividía sus nalgas prominentes. Sumisamente inclinó su cuerpo, apoyándose en los codos y facilitando con ese ángulo que su padre separara los glúteos para que la lengua viboreante se deslizara a la búsqueda de los fruncidos pliegues del ano que excitó dulcemente con la punta humedecida.
Consciente de que con su actitud había provocado que su padre transgrediera los límites de lo que ya no tendría regreso, iba sufriendo en su vientre nuevas sensaciones que la llevarían, irremisiblemente, a rendirse a la experimentación de otras aun inexploradas y ni siquiera presentidas. Entregada al goce, sintió su lengua recorriendo el breve espacio del perineo que separaba al ano del sexo y allí, agitarse con tierna premura sobre la apertura todavía cerrada de la vagina.
La actitud complaciente de la muchacha terminó por convencer a Manuel de que, así como él no podía dejar de considerarla una mujer, su hija también le demostraba estar persuadida de que su paternidad había sido sólo un accidente. Sin prejuicios, se manifestaba abiertamente como una mujer deseosa por ser sometida sexualmente, dejando de lado todos aquellos falsos pruritos de ética y moral que imponía la sociedad; solamente eran un macho y una hembra excitados y como tales se comportaban para la consumación satisfactoria de un sexo animal y primitivamente gozoso.
Poniéndose de pie, la dio vuelta y asiendo su cara entre las manos, se enfrentó a aquellos ojos que, cargados de una velada lujuria, le suplicaban por la concreción de aquel sexo, loco, desquiciado y antinatural pero del cual ninguno deseaba renegar. Dulcemente, sus manos fueron acariciando los mechones del corto cabello y sintiendo como la muchacha calmaba un poco el jadear ansioso de su pecho, los dedos recorrieron con tímidas caricias los rasgos bellamente cincelados de aquella que había dejado de ser una niña para transformarse en una voluptuosa mujer que lo incitaba a las mayores locuras.
Mientras las bocas se acercaban inexorablemente, las manos de la muchacha fueron desabotonando la camisa del hombre para despojarlo finalmente de ella. El calor de sus bocas quemaba entre los labios y los alientos se confundieron en uno solo cuando, con los ojos inmensamente abiertos por la complacencia de aquel deseo convertido en realidad, los labios de la muchacha rozaron golosos los de Manuel y sus lenguas se buscaron mutuamente como si un algo inaudito las compeliera.
Como atraídos por un imán, los labios se juntaron y mientras la muchacha se aferraba desesperadamente a la nuca del hombre su cuerpo ardiente se aplastó contra él. El roce de sus senos sobre la piel desnuda la conmovió en tal forma que, con un movimiento copulatorio involuntario, restregó su pelvis contra la dureza del sexo masculino aun cubierto por el pantalón.
Las manos de él abandonaron la caricia a sus espaldas y comenzaron a sobar los pechos de la joven, cubiertos de un intenso rubor. Erguidos y duros como dos medios pomelos, los senos recibían con agrado ese lento manoseo que con el transcurrir de los minutos y mientras se enfrascaban con las bocas en un mutuo intercambio de salivas, fue convirtiéndose en un inefable estrujamiento que ponía en el pecho de la muchacha un leve ronquido de indudable satisfacción.
Manuel despegó su boca del angurriento succionar de la joven e inclinando su cabeza, dejó que la lengua azotara la carnosidad del pezón y la superficie de la aureola, pequeña pero abundantemente granulada por esas diminutas terminales que llevarían la excitación a sus glándulas. Isabel acezaba fuertemente por la boca entreabierta. Echando la cabeza hacia atrás, aferró con sus manos el borde de la mesada, dándose impulso para estrellar su sexo contra la bragueta del hombre.
Perdiendo parte de la compostura que lo llevaba a tratar a su hija con dulzura, Manuel se inclinó y, asiéndola por los muslos, la levantó para conducirla hasta la mesa en el centro de la cocina. Acostándola con cuidado sobre ella y luego de quitarse los pantalones, encogió sus piernas abiertas para inclinarse y que la boca volviera a aposentarse sobre los pechos estremecidos de la chica. Instintivamente, las piernas de Isabel rodearon la zona lumbar del hombre, presionando para acercar el cuerpo al suyo.
La boca y las manos de Manuel comenzaron un trabajo conjunto sobre los senos, lamiendo y succionando la una a la vez que los dedos restregaban duramente las carnosidades de los pezones. Las exclamaciones de agradable complacencia de la muchacha enardecieron al hombre, el cual descendió rápidamente a lo largo del vientre convulso de su hija para dejar que labios y lengua abrevaran en la alfombra recortada que cubría el Monte de Venus.
El olor acre y primigenio de las hembras hirió el olfato del hombre y entonces, su lengua rebuscó en lo piloso para tratar de entrar el contacto con ese apretado tajo que surcaba la entrepierna de su hija. La certeza de su virginidad le concedió la virtud de la prudencia y la lengua tremolante fue deslizándose suavemente sobre la periferia de la vulva que ya presentaba una leve hinchazón. La piel abultada estaba cubierta por un fuerte enrojecimiento que se acentuaba en tanto se aproximaba a los labios y, cuando él los separó cuidadosamente con dos dedos, dejaron ver las ennegrecidas crestas de los labios interiores.
En los videos que tenía en su casa, Isabel había visto repetidamente y con detenimiento gran variedad de cunni lingus, extrañándose por las reacciones salvajes de las mujeres a ese estímulo pero ahora se veía subyugada por el sublime éxtasis en que el mero contacto de la lengua la sumía. En el regodeo del deleite, asió sus muslos y encogiendo las piernas, se brindó oferente a la boca del hombre.
La lengua que viboreaba externamente sobre el sexo hurgó en los bordes que se retorcían como una rojiza puntilla, colaborando con los dedos en su separación para dejar al descubierto un óvalo de iridiscentes tonalidades rosadas que albergaba al diminuto agujero del meato, la prieta entrada a la vagina y por encima de todo, aquel tubito mágico de arrugados pliegues que protegían la tierna carnosidad del clítoris.
La suavidad húmeda de la lengua fustigando sus tejidos, colocó una histérica picazón en el fondo de la vagina que se expandió placenteramente a todo el cuerpo, instalando en la joven una sensación extraña en la que se mezclaban la más dulce satisfacción junto a una nerviosa excitación que conmovía su vejiga con unas ganas de orinar insatisfechas. Sin quererlo y a medida que la lengua concentraba sus esfuerzos sobre el húmedo manojo del clítoris, dejaba escapar profundos y mimosos quejidos en los que expresaba el deleite que el hombre le estaba proporcionando.
Ya la boca de Manuel no se contentaba con la actividad de la lengua y los labios encerraban la carnosidad que iba cobrando volumen y rigidez. Lentamente, los dientes aprisionaron la excrecencia y muy suavemente, sin lastimarla, la mordisquearon y tiraron de ella como si, sin herirla, pretendieran arrancarla.
La muchacha había comenzado a ondular su cuerpo levemente y entonces la boca inició un tránsito incesante entre el clítoris y el agujero de la vagina que ahora se encontraba dilatado, exudando fragantes humores vaginales. Allí se detenía por unos instantes excitando las carnosidades de la entrada y penetrando suavemente al interior para retirarse cubierta de mucosas aromáticas que luego esparcía por los tejidos de los labios hasta el mismo clítoris. Esto se prolongó durante un rato, durante el cual la muchachita fue alzando su cuerpo hasta mantenerlo semi erguido y apoyada en sus antebrazos, echando la cabeza hacia atrás, la sacudía con desesperación mientras que roncos gruñidos escapaban de su boca abierta.
Sin dejar que la boca abandonara el sexo, él concentró sus esfuerzos en macerar al clítoris mientras un dedo, cautamente, fue intrusando la inundada vagina y, sin encontrar otro obstáculo que las carnes apretadas, la penetró en toda su longitud. Los reclamos descontrolados de su hija lo convencieron de la dimensión del goce que le estaba proporcionado y entonces, uniendo el índice con el mayor, la penetró con vigor, sintiendo como los músculos interiores cedían complacidos al roce.
Isabel no podía dar crédito a la soberbia y arrebatadora sensación de éxtasis en que aquella penetración la sumergía. Los dedos, que se le antojaban enormes, abrían sus carnes y adentrándose en ellas, hurgaban, rascaban y acariciaban en todas direcciones a la búsqueda de algo que la niña ignoraba. Súbitamente y como de casualidad, ubicaron un punto, un leve bulto en la parte anterior de la vagina y en ella se produjo como una descarga eléctrica. La yema del dedo mayor fue presionando en círculos ese punto y mientras más fuerte lo hacía en su nuca iba clavándose la espina profunda de una angustia que tensionaba todos sus músculos y en su pecho se producía una sensación de vacío que parecía privarla hasta del aire mínimo para respirar. La boca iba llenándosele de una espesa saliva que, sin poderlo evitar, excedía las comisuras de su boca derramándose en finos hilos de baba sobre su cuello.
Le era imposible reprimir los gemidos que gorgoteaban en su garganta ni el envaramiento del cuerpo, que se arqueaba como a la búsqueda del alivio a unos ardores que amenazaban con ahogarla cuando sintió como si algo explotara en su cuerpo. Un estallido de caudalosos ríos de humores internos colmó su vientre y luego se derramó impetuoso a través del sexo, empapando los dedos y mano del hombre que le proporcionaba tan deslumbradora satisfacción. Estupefacta y trémula, en medio de los espasmos y contracciones que su primera eyaculación le producía, se derrumbó sobre el tablero, hipando conmocionada por la intensidad del goce que la invadía por entero.
Para Manuel aquella había sido también una experiencia inédita y, aunque se hizo cargo de que su hija había acabado, le fue imposible dejar de poseerla con dedos y boca hasta que, ahíto de aquellos jugos que rezumaba el sexo, se incorporó. Agitado él mismo por la intensidad de aquel sexo inmoral, contempló embelesado la belleza de la muchacha que permanecía relajada y con los ojos inmensamente abiertos clavados en el cielo raso mientras una sonrisa de beatífica plenitud distendía su boca, aunque un leve jadear dejaba adivinar la profundidad de la conmoción que la aun la sacudía.
Manuel acarició la tersa piel de los muslos transpirados y alzando las piernas que pendían flojamente, las colocó contra el pecho con los pies enganchados en sus hombros. Tomando al pene entre sus dedos, se masturbó ligeramente para acentuar la rigidez del miembro al tiempo que lo guiaba para que se deslizara sobre el sexo dilatado de la muchacha que, ante ese estímulo, murmuró incoherencias mientras se removía inquieta. El nítido contraste entre el rosado intenso del óvalo con los ennegrecidos pliegues que habían devenido en dos grandes aletas carnosas, brillantemente barnizadas por la saliva y sus humores, lo incitó a detener la ovalada cabeza del falo frente al agujero de la vagina y, lentamente, tratar de penetrarlo.
Isabel supo que el esperado momento de convertirse definitivamente en mujer había llegado, pero cuando la suave cabeza de la verga presionó contra su sexo, los esfínteres vaginales respondieron instintivamente y sus músculos se comprimieron apretadamente. Anhelante, alzó el torso y miró azorada el tamaño del miembro con el que su padre pretendía penetrarla. La desmesura de algunos penes que había visto en los videos no se comparaba con la realidad de aquel que removía su carne; la monda cabeza no era demasiado grande pero como la punta de un iceberg, permitía que el curvado tronco del falo fuera engrosando hasta un tamaño al que los dedos de su padre rodeaban escasamente.
Eso la espantaba y, sin embargo, esperaba ansiosa el momento de sentirlo en su interior. Cuando Manuel comenzó a empujar lentamente esa barra de carne contra su vagina, un dolor desconocido la invadió. Con una mezcla de sufrimiento y placer, sintió como, sin violencia alguna, la verga iba separando los músculos generosamente lubricados por sus jugos. Aunque sentía el desgarro a sus tejidos, el goce la hizo apretar las mandíbulas hasta hacerle rechinar las muelas mientras remordía los labios y, en tanto su cuerpo se arqueaba iniciando un involuntario ondular de la pelvis, sus manos se asieron al borde del tablero para darse impulso.
Despaciosamente y sin apuro alguno, centímetro a centímetro, la verga iba llenando el hueco inhabitado de su sexo y, cuando la pelvis de Manuel estuvo contra sus nalgas, una satisfactoria sensación de plenitud la sobrepasó. Sus fantasías más audaces no le había permitido calibrar lo que era sentir un falo de ese porte dentro suyo, pareciendo exceder la capacidad de dilatación como un ariete carneo de descomunal dimensión y, cuando su padre inició un suave vaivén, creyó enloquecer de placer. Clavando los dedos a los brazos con que él la sostenía por la cintura, imprimió a su cuerpo un balanceo que lo hizo acompasar el ritmo de la penetración.
Con el filo de los dientes hundido sobre el labio inferior y mientras de su pecho brotaba un sordo ronquido de satisfacción, Isabel sintió la verga deslizándose deliciosamente dentro de la vagina, tan ajustadamente como si fueran piezas de un mecanismo especialmente diseñado para el disfrute demencial del placer y, así, con sus cuerpos cubiertos de sudor, se agitaron en una cópula perfecta.
Manuel no había supuesto que la violación a su hija, consentida, pero violación al fin, le procurara sentimientos tan encontrados; por un lado sentía la culpa de estar seduciendo y forzando a una niña virgen que era sangre de su propia sangre, pero por el otro, era el comportamiento de ella el que lo fascinaba. No sólo lo había provocado con su desfachatada exhibición sino que había consentido al sexo desquiciado con verdadero placer y ahora le manifestaba voluptuosamente su satisfacción en un acople tan vigoroso como explosivo.
Descansando por un instante, la bajó de la mesa y, colocándola parada frente a aquella, alzó su pierna derecha para colocarla sobre el borde y así, volvió a penetrarla desde atrás. Lejana ya la delicadeza del primer momento y respondiendo a la licenciosa conducta de la muchacha, la penetraba hondamente hasta que la testa de la verga se estrellaba contra el fondo del sexo para luego salir de ella y volver a someterla.
Isabel gemía con agónicos lamentos pero no dudaba en apoyarse en un codo para permitir que la otra mano separara sus nalgas facilitando la penetración brutal de la verga. Aferrado a su cintura, él se daba envión en un arco perfecto de vigor insuperable, haciendo que la cabeza del falo se estrellara en el fondo del sexo y la pelvis golpeara sonoramente contra las pulposidades de sus nalgas.
Tomando una de las sillas que estaban a su lado, Manuel se sentó y guiando a la muchacha, la hizo acuclillarse parada encima de él. Perpleja y estupefacta por la dicha que aquel sexo brutal le daba, Isabel asió el cuello de su padre; siguiendo sus indicaciones, fue flexionando las piernas hasta sentir que sus glúteos se apoyaban en los muslos del hombre y el falo llenaba totalmente la vagina. Poniendo sus manos en las nalgas de Isabel, el hombre separó los glúteos para permitir la mayor dilatación del sexo y la incitó a iniciar un lento galope a la verga e, instintivamente, sin que nadie la hubiera aconsejado, al tiempo que subía y bajaba flexionando las piernas, su pelvis hacía un movimiento adelante y atrás que se complementaba perfectamente con el vaivén y el colosal miembro raspaba en ángulos insólitos sus carnes.
Aunque no eran demasiado grandes, sus senos oscilaban al ritmo de la cópula y Manuel no tardó en asirlos entre sus dedos, no sólo sobándolos con energía sino también aprisionando sus pezones entre ellos y retorciéndolos con verdadera saña. Por su inexperiencia, Isabel no podía determinar la llegada de sus múltiples eyaculaciones pero las sensaciones que bullían en su vientre y los líquidos que manaban desde la vagina deslizándose en diminutos arroyos por los muslos, le aseguraban que el cuerpo respondía satisfactoriamente a los reclamos del hombre y a sus esfuerzos por complacerlos.
Atemperando la cabalgata de su hija, Manuel la hizo descansar por un momento contra su pecho y cuando aquella fue calmando los estremecimientos en que el goce la había sumido, la hizo descender a lo largo del cuerpo, invitándola a tomar entre sus dedos la magnífica verga. Isabel siempre había deseado saber que se sentía al practicar sexo oral y hasta había experimentado con algunos objetos fálicos, pero su misma artificialidad le provocó rechazo y ninguna sensación mínimamente erótica. Ahora, al sentir entre sus dedos aquella verga mojada que, palpitante, apenas conseguía abarcar con los dedos, un escozor intenso se instaló en el fondo de su vientre y, acercándola a la boca comenzó a lamer la tersa cabeza ovalada.
Presumiendo que aquel gusto agridulce era los restos de sus propias mucosas, abrió la boca y sus labios encerraron la testa colorada, sorbiendo con fruición esa mezcla de sabores femeninos y masculinos. Guiando sus manos, Manuel la indujo a masturbarlo mientras su boca se dedicaba a explorar en la arrugada superficie de los testículos, chupando con deleite los acres sabores. Aquello la introdujo a una nueva excitación; como viera hacerlo a tantas mujeres en los videos, retrepó a lo largo del tronco, chupeteando y lamiendo su textura venosa y, cuando llegó al profundo surco que albergaba al prepucio, dejó a la lengua en libertad para que lo azotara impiadosamente.
Las manos se habían unido para abrazar fuertemente al falo y mientras ella hacía un esfuerzo dilatando sus mandíbulas para que la boca alojara enteramente la cabeza, lubricadas por la baba que fluía de la boca iniciaron una ruda masturbación con movimientos giratorios encontrados. Parecía que una cosa generaba a la otra y, lentamente, a medida en que los exigía, los labios se hicieron maleables y dúctiles. A impulsos de sus chupadas, la verga fue entrando en toda su monstruosa dimensión a la boca hasta que allá, casi en contacto con la glotis, se insinuó una pequeña arcada. Eso le dio la medida de su aguante y lentamente, el falo entró y salió de la boca en un alucinante bamboleo de su cabeza.
Manuel estaba maravillado por la excelente predisposición de la muchacha para el sexo y mientras acompañaba con sus manos la oscilación de la cabeza, fue sintiendo que su eyaculación estaba aproximándose. Incorporándose, hizo arrodillar a Isabel sobre la silla sosteniéndose con sus manos del respaldo. Tomando con su mano la verga chorreante de saliva, volvió a penetrarla por el sexo hasta que la calidez del canal vaginal le otorgó su máxima rigidez. Sacándola por completo, la apoyó en la oscura apertura del ano y presionando sobre los fruncidos esfínteres fue penetrándola sin prisa y sin pausa.
Isabel ni había supuesto aquello y la intrusión del falo la tomó tan de sorpresa que ni atinó a intentar la menor defensa. El simple y natural paso de sus deyecciones más sólidas siempre le habían producido dolores en la tripa, pero ahora, un dolor jamás experimentado la atravesó como un arma letal para golpear en su nuca y provocar que su boca se abriera en un alarido estridente. La verga la penetró en toda su dimensión y cuando los testículos del hombre golpearon contra su sexo, aquel inició un balanceo que, de insufrible, fue convirtiéndose en gloriosa sensación de plenitud.
Asido a sus caderas, él le daba y se daba el impulso necesario para que la penetración se le hiciera deliciosa y el miembro se deslizara placenteramente por el recto. Aferrada al respaldo de la silla, enjugaba con la lengua la mezcla de lágrimas y mocos pero, flexionando las rodillas casi obsesivamente, se daba envión para facilitar el trabajo del hombre que, deslumbrado por la dilatación de aquel ano herméticamente virgen, sacaba la verga para contemplar su blancuzco interior y cuando los esfínteres recobraban su contracción, volver a penetrarlos.
Aquello desquiciaba a Isabel, quien sacudía lascivamente sus caderas al ritmo que su padre le imprimía a la sodomía, hasta que sintió como aquel volvía a penetrarla por la vagina. Tras varios remezones violentos y en medio de roncos bramidos de satisfacción, derramó en sus entrañas el estallido de su descarga espermática que se difundió a toda ella con una calidez beatífica, sumiéndola en la embelesada sensación de sentirse plenamente mujer.