UNO
Sobre los campos agostados por el implacable sol de enero, la quietud de la siesta parecía haber fusilado a los habitantes del lugar. Sólo el zurrar monótono de las palomas torcazas ponía una nota melancólica sobre el paisaje. A unos quinientos metros de las casas, un derrame de verdor denunciaba la presencia de un arroyo. Como una cicatriz en la llanura, una serpenteante masa de árboles poblaba la cañada que excavaran las aguas.
Un grupo apretado de lacios sauces circundaba una pequeña depresión cubierta de tréboles que llegaba justo hasta la orilla y, a la sombra protectora de los árboles, acostados sobre una lona, se alcanzaba a divisar las figuras de un hombre y una mujer.
Si bien la definición del género los alcanzaba, sólo eran dos adolescentes. Miguel era un robusto muchachote de dieciocho años que, aficionado desde niño a los trabajos del campo, había desarrollado una musculatura fuera de lo común para su edad. Su estrecha relación con los rudos trabajadores de la estancia lo había madurado antes de tiempo y ya desde los catorce años frecuentaba el único burdel del pueblo, convirtiéndose en un aventajado alumno de las solícitas prostitutas, que no escatimaban esfuerzos para satisfacer al hijo del estanciero más poderoso de la zona.
A pesar de esa experiencia o tal vez incentivado por el hecho de que fuera un fruto prohibido, desde el mismo momento en que había comenzado a desarrollarse, la muchacha que yacía a su lado lo tenía loco. Casi con indiferencia había asistido a los abultamientos que iban rellenando sus vestidos de niña pero cuando aquellos fueron ocupando los lugares que les correspondían, contempló estupefacto el crecimiento de los pechos, el estrecho adelgazamiento de la cintura y la consiguiente prominencia contundente de sus nalgas.
Con sus quince años recién cumplidos, Mariana era una típica chica pueblerina. Educada como correspondía en el único colegio religioso del lugar, o tal vez a causa de ello, había desarrollado un suspicaz rechazo por las monjas. En realidad y sin ella saberlo, cumplía con el ritual obligado de todas las muchachas del pueblo, hastiadas de la severa disciplina de las religiosas y su hipocresía. Entre las alumnas, era un secreto a voces la relación de la superiora con el párroco y la homosexualidad manifiesta de algunas hermanas que, sin embargo, calificaban de pecaminoso a todo lo que tuviera que ver con el sexo, al que nunca se nombraba dirctamente. Las muchachas encontraban en aquello un motivo para fastidiarlas, haciendo gala de sus virtudes físicas descaradamente y escandalizándolas con rumores de supuestos romances que sostenían con muchachos de la zona.
Sin embargo, esos esfuerzos las condujeron por caminos extraños y en su afán de inventar historias, habían caído en la lectura de libros inapropiados para su edad que, si bien las proveían de temas y léxicos eróticos necesarios, incentivaban sus fantasías más allá de lo prudente. Con los ojos perdidos en los rayos de sol que filtraban entre el follaje, se preguntó con temeraria expectativa cuando su cuerpo conocería las delicias del sexo que sólo conocía a través de la literatura.
Rubios, altos, elegantes y hermosos, los dos seres que yacían lado a lado sobre la loneta semejaban a modernos dioses de un Olimpo rural que parecían hechos el uno para el otro. Poniéndose de lado, Miguel clavó sus ojos en la grácil figura de Mariana y se conmocionó al contemplar la belleza de sus rasgos todavía infantiles. Extendió su mano y el dorso de los dedos se deslizó sobre la leve vellosidad de los brazos atezados por el sol, consiguiendo que la muchacha se estremeciera ante ese simple contacto.
Sintiendo como aquel leve roce colocaba en su entrepierna el calor de algo desconocido que la rondaba desde hacía un tiempo, cerró los ojos mientras su pecho acezaba entrecortadamente y de su boca surgía un leve gemido de ansiedad. Miguel se aproximó a ella y sus manos comenzaron a acariciar lentamente y con infinita ternura el rostro de la joven, recorriendo todos y cada uno de sus rasgos, una y otra, y otra vez. Paralizada por la emoción o lo insólito de esa caricia que anhelaba pero que esquivaba desde hacía tiempo, Mariana respondía a esos estímulos cerrando los ojos, confundida por los desmayados suspiros que emanaban de su boca en vaharadas de un perfumado resuello.
Observando como un irrefrenable temblor estremecía sus carnes, Miguel deslizó las manos por todo el cuerpo rozando apenas la liviana tela del vestido, consiguiendo que la niña se agitara como azogada, encogiendo sus piernas de manera instintiva y dejando que la amplia falda se arremolinara contra la grupa. Luego, con extrema delicadeza y como si fuera algo que debería de haber hecho hacía tiempo, desabotonó la larga hilera que cerraba la blusa para, despojándola parcialmente de ella, descubrir sus pechos temblorosos para comenzar a acariciarlos sobre la tersura del corpiño satinado.
Tan excitada como él pero con la naturalidad de lo cotidiano o inevitable, Mariana llevó las manos a la espalda y facilitándole las cosas, lo desabrochó. Entonces sus manos se apoderaron de los senos en una tierna caricia que paulatinamente fue convirtiéndose en un palpar y sobar que incrementaba su excitación. A pesar de eso, ella se mantenía semiparalizada por lo que consideraba la exhibición pública de su deseo y sólo el ardor que comenzaba a sentir en el bajo vientre le permitió relajarse.
El brillo dorado de la piel se le antojó a Miguel como el de una refinada escultura de carne sólida y los pechos tenían la apariencia de grandes peras. En su vértice, un cono más oscuro denotaba las abultadas aureolas exentas de todo tipo de gránulos y los casi inexistentes pezones apenas asomaban puntiagudos en su centro. Aquel cuerpo todavía aniñado lo turbó y sintiéndose culpable, extendió una mano que se deslizó en leve caricia sobre el torso de Mariana.
Aquella comenzó a manifestar en susurradas palabras ininteligibles la efectividad de la caricia y cuando se inclinó sobre su cara, abrió los ojos, expresando la expectativa cerval del animal acosado, hipnotizado por la presencia del predador. Miguel se consideraba experimentado pero ahora se daba cuenta que estaba tembloroso, tan excitado como nunca lo estuviera con mujer alguna y acercó su boca a la de Mariana con la garganta reseca por la emoción de ese primer beso. La lengua surgió entre los labios mojando con su saliva cálida los de la muchacha y luego los rozó tímidamente con el interior húmedo de los suyos.
Ambos jadeaban cada vez más hondo y los labios, como negándose el acceso al placer, comenzaron a unirse en pequeños besuqueos casi esbozados que ninguno de los dos se animaba a convertir en besos. Como si fueran imanes, la misma tensión que los separaba los compelió a unirlos y entonces sí, como si se hubiera gatillado un disparador, las bocas se convirtieron en ventosas que succionaban y sorbían las espesas salivas que transportaban las lenguas inquietas.
A Miguel lo excitaba la certeza de estar sometiendo a una boca virgen y al parecer, igual circunstancia vivía la muchacha, ya que su boca obedecía ciegamente al instinto y se hundía en la mareante danza del deseo. Aferrando la cara arrebolada entre sus manos, recorrió todo el rostro con menudos besos para volver a hundir la lengua en la boca gimiente. Se abrazaron tiernamente, extasiándose durante un rato en el besuqueo hasta que la boca de Miguel se escurrió por el cuello hacia los puntiagudos senos. Cubriéndolos de minúsculos chupones y, mientras la mano sobaba suavemente la carnosidad del otro, la lengua se lanzó tremolante sobre la elevación pulida de la aureola, fustigando con dulzura la insignificancia del pezón.
Mariana trataba inútilmente de sofocar con una mano los gemidos que el placer colocaba en su boca en tanto que con la otra acariciaba la cabeza de él, incitándolo a proseguir con la succión y los lambeteos. Miguel estaba extasiado, contemplando como ante la acción de sus dedos y boca el pecho de la joven se había cubierto de un granulado rubor y de los senos endurecidos, al influjo de su lengua, brotaba la carnosidad oscura de los pezones. Los labios reemplazaron a la lengua y encerrándola entre ellos, fue succionando la cada vez más dura y erecta mama.
Involuntariamente, Mariana había comenzado a tensar su cuerpo e imprimía a la pelvis un insinuado vaivén que recordó a Miguel la finalidad última de su voluntad. Mientras sus labios y lengua exploraban la tierna piel del torso, una de sus manos se escurrió debajo de la falda buscando la entrepierna. Hallando el obstáculo de la bombacha, se escurrió por debajo del elástico hacia la espesa pelambre y escarbando en ella, rozó los labios de aquella vulva prieta.
Aquello pareció aumentar la crispación de la muchacha que gemía una tímida negativa y Miguel, tras alzarle la falda hasta la cintura, se instaló entre sus piernas encogidas que abrió. Separando con los dedos el refuerzo de la prenda íntima, la abrió ampliamente acercando la cara al pubis y sus hollares se dilataron excitados por el recio aroma que exudaba el sexo, hundiendo la nariz sobre el vellón de retorcido pelo y olisqueándolo con ansias mientras lengua y labios lo recorrían ávidamente.
No era la primera vez que hacia aquello y acostumbrado a disfrutar de ese tipo de sexo, estaba dispuesto a practicarlo con toda su experiencia en la joven. La apretada rajita de la vulva comenzaba a dilatarse y en su interior entreveía la abundancia de rosados pliegues. Traspasada la maraña pilosa, los dedos recorrieron los oscurecidos labios mayores y, tras comprobar que rezumaban olorosos humores vaginales, fue separándolos para dejar al descubierto la rojiza filigrana de otros pliegues semejantes a retorcidas aletas.
Apartadas, estas dejaron ver la intensidad rosada del óvalo en el que se destacaba el meato que, en vez de ser un pequeño agujero, poseía una fuerte elevación con una generosa boca urinaria. Inmediatamente debajo, una delicada corona epidérmica rodeaba al apretado agujero de la vagina y en la parte superior campeaba el capuchón que protegía al clítoris.
Comenzó por cubrir toda la superficie interna y externa de diminutos besos que alternaba con furtivas lamidas tremolantes de la lengua y la sensación de que esas carnes se le ofrecían en una entrega total fue tan intensa, que la boca recorrió el sexo todo mientras lo chupeteaba denodadamente. Las manos de Mariana presionaban su cabeza contra el sexo y entonces la lengua, ágil y vibrátil como la de una serpiente se instaló sobre el triángulo carneo del clítoris azotándolo duramente mientras desde arriba lo excitaba con el dedo pulgar, viendo asomar su pequeña cabecita blancuzca.
En medio de los gemidos angustiados de la muchacha, la lengua se deslizó hacia el leve promontorio del meato y lo fustigó con saña ante los reclamos desesperados de Mariana. Abrazado a los muslos, dejó que la lengua se enfrascara flameante en los bordes de la vagina para luego penetrar con su punta afilada el agujero que ahora lucía dilatado. Las carnes se negaban a esa intrusión pero la lengua escarceó nerviosa sobre ellos, llevando los jugos a su boca y, muy lentamente, fue penetrando entre los tejidos.
Mariana había asido instintivamente entre sus manos las corvas de las piernas encogiéndolas casi hasta su cabeza y el sexo se alzaba casi horizontalmente, ofreciéndose palpitante a su boca mientras con voz acongojada le suplicaba que no cesara en tan maravillosa excitación.
Entonces Miguel unió sus dedos índice y mayor, introduciéndolos con cuidado en la vagina ante los ayes doloridos de la muchacha. Cuando la penetraron en toda su extensión, rascó suavemente todo el interior a la búsqueda de aquella prominencia que sabía enloquecería a Mariana. Encontrándola con facilidad en la cara anterior, fue estimulándola con las yemas de los dedos en lentos círculos y cuando Mariana dio evidencias de responder a la excitación por la forma en que su cuerpo iba arqueándose, aceleró el vaivén de la mano convirtiendo a los gemidos en broncos bramidos de deseo insatisfecho.
La muchacha sacudía frenéticamente su pelvis en un imaginario e instintivo coito y entonces Miguel empujó sus nalgas hacia arriba. Cuando el torso estuvo casi vertical con las rodillas junto a las orejas, comenzó a intercalar el vaivén de la penetración de tres dedos ahusados con un movimiento giratorio y la punta de la lengua excitó tremolante al ano, entrando decididamente en él.
Junto con grititos de jubilosa satisfacción, la muchacha estiró bruscamente las piernas para encerrar entre sus fuertes muslos la cabeza del muchacho, quien recibió en los dedos la descarga líquida de su alivio. Mientras Mariana se relajaba luego del orgasmo tan anhelado como desconocido, la lengua de Miguel realizó un goloso periplo desde el ano hasta el clítoris, recogiendo el agridulce contento de sus entrañas.
Calmando los jadeos que sacudían sus flancos, se estrecharon en un apretado abrazo, las piernas enredadas en las piernas y Mariana sintió en los besos húmedos de Miguel el sabor de sus propios jugos vaginales. Mimosamente se acurrucó entre sus brazos y mientras él bajaba la boca y lambeteaba sus pezones, ella dejó que su mano se deslizara instintivamente hacia la entrepierna. Abriendo el pantalón, la introdujo hasta tomar contacto con el miembro que, aun húmedo y fláccido, se escurría entre sus dedos.
La lengua había sido reemplazada por los labios que ceñían al pezón mientras él lo succionaba apretadamente en tanto que los dedos de la mano se apoderaban del otro y estregándolo suavemente entre los dedos, lo retorcían tiernamente. El pene había devenido en un rígido falo de regulares dimensiones que mediante la lenta masturbación a que ella lo sometía, engrosaba ostensiblemente.
Un leve escozor comenzaba a martirizar el fondo de su vagina y acelerando el vaivén de la mano se revolvió en la loneta. Sabia de toda la atávica sabiduría femenina, con ese conocimiento innato que nadie enseña a los seres humanos pero que llevan grabado atávicamente en sus mentes, comenzó a lamer con angurria el tronco de la verga subiendo a lo largo de ella hasta que su lengua tremolante se introdujo debajo del recogido prepucio y fustigó al surco del grande.
Mientras él acariciaba sus pechos, Mariana introdujo la punta de la cabeza ovalada entre sus labios, sorbiéndola lentamente en un suave vaivén que preparaba a la boca para su dilatación total. En tanto los músculos de su quijada se acostumbraban a la insólita expansión a que la obligaba el pene, fue metiéndolo hasta que los labios rozaron su vello púbico y un atisbo de arcada la asustó.
Retirándolo lentamente mientras lo succionaba con las mejillas hundidas, volvió a masturbarlo rudamente con la mano y finalmente, su boca se adaptó al grosor que los pequeños dedos no alcanzaban a abarcar, comenzando con un vaivén que los enloqueció a los dos. Fuera de sí, chupaba con unas ansias locas mientras lo masturbaba velozmente resbalando en la saliva que se deslizaba de su boca hasta que, sintiendo en la lengua el sabor a almendras dulces del esperma, lo aferró prietamente mientras la lechosa cremosidad se derramaba en su boca.
Con los ojos y la boca entrecerrados, jadeaba quedamente con el cuerpo arqueado por la angustia del deseo insatisfecho cuando él posó levemente sus labios sobre los suyos que aun lucían restos del pringue seminal. Un gran suspiro de alivio y el relajamiento total de su cuerpo fue la respuesta a tan maravilloso toque y, cuando la lengua de él de deslizó tremolante dentro de la boca, la suya acudió presurosa a su encuentro.
Mezclando las salivas, se sumieron en una sesión interminable de besos, quejidos, murmullos de aceptación y jadeos hasta que él posó una de sus manos sobre los pechos, sobando primero y estrujando después. Sus dedos se cerraron alrededor del ahora erguido pezón y comenzó un leve restregar que se intensificó al tiempo que el cuerpo de ella respondía voluntariamente endureciendo las carnes.
La fricción se le hacía insoportablemente deliciosa y sus piernas se abrían y cerraban sin poderlas controlar. Miguel bajó un fragmento de la falda sobre el mojado sexo, envolviendo dos dedos con la tela para restregar vigorosamente las carnes de la vulva y aumentar con su aspereza el ardor de la irritación.
Entretanto, su boca picoteaba sobre las aureolas hasta que bramando como un toro, ciñó con los labios un pezón succionándolo con tanto fervor que la hizo prorrumpir en doloridos lamentos y entonces, acelerando el estregar de los dedos enfundados sobre el clítoris, encerró entre los dientes la carnosidad de la mama. Tirando de ella como si quisiera arrancarla, fue elevando su excitación hasta niveles indescriptibles mientras ella le pedía a los gritos que no cesara de hacérselo y, sintiendo el río de los jugos arrastrando en avalancha sus entrañas, una nueva eyaculación la invadió.
Como si la expulsión de esos líquidos hubiera incrementado su sensibilidad sexual, revolviéndose debajo de Miguel se abalanzó sobre su cuerpo. Nunca había estado con un hombre y arrancándole la camisa, la sola vista de su poderoso torso desnudo la alucinó. Sus manos no daban abasto acariciando las prominencias de sus músculos y la boca golosa acudió a chupar sus tetillas mientras una mano descendía hacia las espesuras del vello púbico buscando la fuerte rigidez de la verga. Aventurándose aun más allá, acarició cuidadosamente la rugosa textura de los testículos y subiendo otra vez por el falo, lo masturbó lentamente en procura de la erección total.
Su boca fue recorriendo los meandros que las venas dibujaban en el músculo y así, lamiendo y succionando la piel del tronco, llegó hasta la fragante selva de su pelambre enmarañada y, después de un momento, hundirse en ella para succionar la base del pene. Luego bajó hasta los testículos y, atrapándolos entre los labios, fue chupeteando y sorbiendo el acre sabor de la piel en tanto que la mano estregaba la monda cabeza deslizándose por el tronco con sañuda presión.
Al comprobar que había alcanzado el máximo de su rigidez y volumen, labios y lengua recorrieron lentamente el camino que los llevaría hasta el glande, lamiendo y chupeteando la venosa superficie. Corrió con los dedos el frágil prepucio y la lengua socavó el surco con aviesa premura para luego trepar, ágil y vibrante por la tersa superficie y mojándola con su saliva, fue metiéndola entre los labios que la sorbieron con delicadeza e introduciéndola en la boca, ciñó entre ellos al surco.
Sus mejillas se hundían por la fuerza de la succión y, mientras la lengua acariciaba la testa, ambas manos rodearon al falo e iniciaron un movimiento giratorio encontrado, masturbándolo fuertemente. Como si el hecho de estar con un hombre hubiera sublimado todas sus necesidades sexuales reprimidas, se sentía capaz de encarar las situaciones más críticas para satisfacerlas. Metiendo poco a poco la rígida verga entre sus labios que se dilataban complacientes a la desmesura del tronco, la sintió rozando el fondo de la garganta y, cuando el ahogo se insinuaba, fue retirándola en tanto que los dedos clavaban sus uñas en la carne acompañando el vaivén.
Miguel no había permanecido ocioso y al ver el denodado entusiasmo de la núbil muchacha, fue acomodando su cuerpo y giró hasta quedar debajo de ella en forma invertida. Lamiendo la suave piel de sus muslos interiores, fue haciéndola abrir de piernas y luego su lengua tremolante recorrió la hendedura profunda que formaban las nalgas poderosas: Separándolas con sus manos, dejó al descubierto el fruncido y oscuro ano e inmediatamente debajo la apertura de la vagina levemente dilatada, dejando entrever el interior rosado entre los hinchados labios de la vulva por los cuales escurrían abundantes fluidos glandulares. El sexo de la muchacha era realmente grande y toda la zona adyacente a la vulva estaba oscuramente inflamada, destacando los oscurecidos labios y la presencia de tiernas carnosidades que como arabescos carnosos, pugnaban por salir al exterior.
En tanto que la joven se afanaba con su miembro y tras despojarla de la inútil bombacha, él fue deslizando la lengua tremolante a todo lo largo de la hendedura, escarbando en la entrada al recto y escurriendo sobre los labios ennegrecidos por la afluencia de sangre hasta donde comenzaba a hacerse evidente la hinchazón del delicado clítoris. Los dedos separaron los labios y el sexo se le ofreció en todo su esplendor. Las aletas abiertas, dejaban libre el camino hacía el delicioso óvalo nacarado donde se destacaban las crestas carnosas que orlaban la entrada a la vagina, el agujero de la uretra y la naciente cabeza del clítoris asomando debajo de la caperuza de pliegues que lo protegía.
Labios y lengua iniciaron un lento recorrido por todo aquel ámbito excitando las carnes y sorbiendo los jugos que exudaba el sexo. En un redundante movimiento ascendente y descendente, se fueron ensañando en la succión conforme la niña lo hacía con el falo. Ambos bramaban y rugían ante la inminencia de ese algo que los elevaría a la gloria del goce, ondulando los cuerpos unidos por la fortaleza de sus manos. Mientras él introducía la larga punta de su lengua envarada en la vagina incorrupta, ella le hacía sentir el roce del filo de sus dientes que acompañaban el vaivén enloquecido de la cabeza alternándolo con los hondos gemidos que la proximidad de una tercera eyaculación le hacía proferir.
El tomó entre sus labios la carnosidad erecta del clítoris y mientras lo chupaba y mordisqueaba apretadamente, dejó que la punta de su dedo pulgar llevara hasta el ano los jugos que rezumaba la vagina y excitándolo suavemente, fue introduciéndola suave y profundamente en él en tanto que su boca sorbía las mucosas que expulsara el útero. Ella meneaba con desesperación sus caderas y entonces, cuando Miguel presintió que estaba cercana a su satisfacción, presionó fuertemente su boca como una ventosa contra el sexo de Mariana que descargó en ella la abundancia de su alivio. Los dos estaban tan conmovidos que siguieron por algunos momentos prodigándose al otro, degustando con deleite los líquidos genitales entre amorosas caricias y rumorosas exclamaciones de placer.
Transcurrido un tiempo son tiempo, Mariana aun seguía estremecida por los espasmos y contracciones de su vientre cuando percibió como Miguel se incorporaba. Quitándole la falda arrollada en la cintura, se colocó entre sus piernas, las abrió y encogiéndolas contra su pecho, estregó la punta de la verga contra el sexo saturado de líquidos. Mariana todavía espiraba afanosamente tratando de recuperar el aliento y poder inhalar libremente a través de su boca abierta. Esa punta no del todo dura escarbando la vulva le hizo recuperar parte de su cordura e insinuó un brusco movimiento de rechazo pero la profundidad de la excitación le hizo comprender que el momento por el que había estado esperando todos esos años había llegado.
Sabia de todo instinto y hembra primigenia al fin, aferrando sus muslos, abrió aun más las piernas encogiéndolas enganchadas debajo de sus brazos hasta que las rodillas rozaron sus orejas, ofreciéndose voluntariamente a la penetración mientras él continuaba por un momento más hasta que consideró que la verga tenía la rigidez y el tamaño adecuado.
Apoyando la cabeza ovalada sobre la húmeda entrada a la vagina, fue presionando lenta e inexorablemente, introduciéndola centímetro a centímetro. Tal vez por su delicada tersura, la entrada del glande no la molestó y, como ella no sabía dónde se encontraba el ubicuo símbolo de su virginidad, esperó tensa el momento de su desgarro pero; o nunca había existido y si era así lo había perdido de manera casual en la práctica de algún deporte o era tan débil que ni había notado su ruptura.
Lo que sí la estaba preocupando era el enorme tamaño de la verga que iba separando las carnes inexploradas de la vagina. Aquello que la socavaba se le antojaba monstruoso pero eso se modificaba ante la gozosa sensación de plenitud que la embargaba y la dicha de sentirse mujer, superaba el dolor de las excoriaciones.
Entre lágrimas de sufrimiento y dicha, miraba el torso poderoso de Miguel y se le antojaba un dios mitológico que la estaba introduciendo en el elíseo del amor. Entre ayes y maldiciones, clavaba sus dientes en el labio inferior respirando afanosamente por sus hollares dilatados y, hundiendo la cabeza sobre el muelle trebolar, se dio impulso para proyectar su cuerpo hacia el príapo que la penetraba.
Al sentir como la cabeza de la verga penetraba imprudentemente hasta el fondo de la vagina estremeciendo dolorosamente a la muchachita, Miguel retiró el miembro y reinició todo con una cierta mesura cadenciosa. Cada vez era como la primera y Mariana sentía como el falo iba destrozando los delicados tejidos pero simultáneamente descubría que cada una de aquellas penetraciones le procuraba un disfrute como ni siquiera hubiera imaginado experimentar. De manera instintiva, su cuerpo se amoldó al ritmo con que él la penetraba y comenzó a ondular en forma cada vez más violenta.
Comprendiendo su angustiosa necesidad, Miguel salió de ella y acostándose boca arriba, la instruyó para que, en cuclillas, se ahorcajara sobre él, guiándola para que fuera descendiendo lentamente su cuerpo mientras embocaba la verga en su sexo. Conseguido un buen equilibrio, Mariana comenzó a bajar su cuerpo y pronto sintió al falo penetrándola con la contundencia de la primera vez pero ahora la posición facilitaba la intrusión total del pene, ya que Miguel había dilatado sus nalgas hacia los costados con las manos y la vulva se estrelló, finalmente, contra el velludo pubis masculino.
Apoyando las manos en las rodillas, inició un suave galopar, ayudada por la presión de él separando los glúteos y pronto se encontró en un rítmico jinetear a la verga mientras con uno de sus brazos trataba de aminorar el dolor que le provocaban sus pechos saltarines golpeando contra el torso. Eso mismo la llevó a estrujarlos entre sus dedos y clavar las uñas en los pezones. Ya el galopar se había hecho frenético y ella sentía como la saliva acumulada en su boca se deslizaba en delgados hilos a través de las comisuras de la boca entreabierta, escurriendo en leves gotas sobre sus senos.
Una tormenta de sensaciones se gestaba en su interior y le era dable discernir como olas de una fantástica materia se deslizaban por los intersticios de los músculos y en su vientre una macabra bandada de pájaros espantados la destrozaban con sus garras y espolones. Jadeando con los broncos estertores de una enloquecedora pasión, le suplicaba a Miguel que no dejara de penetrarla y que la hiciera gozar aun más. Aquel no dudó en complacerla y, apartándola, la hizo colocar arrodillada con todo el peso de su cuerpo descansando en los brazos cruzados apoyados en el suelo.
La verga se deslizó a lo largo del sexo hasta la separación de las nalgas y utilizándola como un pincel, Miguel fue desparramando los jugos que rezumaba la vagina cubriéndolo de un espeso barniz brillante y finalmente, la embocó en el ahora dilatado agujero con tanta violencia que sus carnes chasquearon en el brutal entrechocar. La cabeza del enorme falo se estrelló contra en fondo del útero y Mariana sentía como si golpeara directamente en su estómago. Gimiendo por el sufrimiento, clavó su frente sobre la lona y elevó el trasero en un vano intento de alivio a tanto martirio pero, tomándola por las caderas, él la hizo hamacarse y en tanto que proyectaba su cuerpo hacia delante, inició un vaivén que la hizo olvidar el sufrimiento y comenzar a disfrutar la penetración.
El tronco del miembro era grueso, tal vez demasiado, de manera que cuando se abría paso entre las carnes, rozaba duramente aquel sitio de la cara anterior que enviaba un fuerte escozor a sus riñones y derivaba en una sensación de vacío angustiosa en el vientre. Sus carnes desgarradas y laceradas recibían con beneplácito esa refriega e instintivamente se ceñían a su alrededor como una mano, procurándole tales sensaciones de placer que oscurecían su vista.
Los cuerpos parecían haber alcanzado un ritmo natural que los hacía moverse y complementarse al unísono. Los gritos gozosos de la muchacha manifestaban el placer con que acogía la desmesura del sexo y cuando Miguel retiró la verga de la vagina, le suplicó enardecida que volviera a penetrarla porque aun no había obtenido satisfacción.
Miguel tomó entre sus dedos al falo chorreante de los jugos vaginales y apoyándolo sobre el apretado haz de frunces del ano, presionó con todo el peso de su cuerpo. En medio de los estridentes ayes de Mariana, fue penetrándola por el recto hasta que la verga desapareció por entero dentro de la tripa y sus testículos golpearon contra el inflamado sexo.
Algo parecido a un vómito se gestó en el fondo del pecho de Mariana y en su boca se acumuló una cantidad impresionante de baba que sofocó en parte la potencia de sus roncas exclamaciones de dolor mientras sus uñas se clavaban arañando la loneta. El dolor de los esfínteres destrozados la golpeó en la nuca con la consistencia de una masa e, instintivamente, estiró los brazos para alzar el torso en la búsqueda de alivio y ese movimiento coincidió con el de Miguel retirando el miembro.
Extasiado con el espectáculo que le ofrecía ese ano virgen hasta hacía instantes y que ahora se abría dilatado dejando entrever lo rosado del recto, Miguel volvió a penetrarlo para tornar a retirarlo y observar como ese enorme agujero recuperaba lentamente su estrechez. Y así, una y otra vez entre los sollozantes gritos de Mariana hasta que esta dejó de percibir el dolor y comenzó a disfrutarlo, imprimiendo a su cuerpo un balanceo que la llevaba a sentir cada vez con mayor placer como la verga la socavaba.
El calor abrumador de la tarde parecía haberse condensado en sus pieles y los dos exudaban verdaderos ríos de transpiración. Miguel había tomado sus cabellos como si fueran riendas y sostenía ahora la continuidad del coito tirando fuertemente de la cabeza y el golpetear de los testículos contra el clítoris añadía un nuevo elemento de excitación para la joven. Como si fuera un caballo, Mariana equilibraba el peso empujando con la cabeza hacia delante y sus manos asían los senos para estrujarlos con verdadera saña mientras sentía gestarse en su vientre una nueva concentración de jugos que la hacía ansiar la satisfacción.
Abrazándose a su torso, Miguel fue dejándose caer hacia atrás y ella quedó ahorcajada sobre él. Acuclillando sus piernas y aferrándose a las rodillas de las piernas encogidas, inició una nueva cabalgata que, conforme Miguel clavaba sus dedos en las nalgas e incrementaba el movimiento copulatorio de su pelvis, se hacía más oscilante y profunda. Lentamente, la fue recostando sobre su pecho y el ángulo de la verga penetrando el ano se le hizo insoportablemente dichoso. Mientras gemía broncamente de placer, sintió como las manos de él excitaban al sexo, una restregando al clítoris y la otra penetrando con tres dedos la vagina.
Mariana nunca había ni siquiera imaginado que el sexo podría practicarse de esa manera y muchos menos que aquel dolor pudiera desencadenar en una dicha tan inmensa. Meneando fuertemente sus caderas acompañó con todas las fibras de su ser esa sensación inefable. El retiró el miembro del ano y, volviendo a penetrarla por el sexo, se prodigó en un vehemente golpetear de la pelvis que los enardeció y los rugidos de ambos llenaron el silencio de la ribera. Los diques que contenían sus líquidos se rompieron y con gozosas exclamaciones de felicidad, fue hundiéndose en una bruma rojiza que la acogió con un maternal abrazo mientras sentía por primera vez el derrame espermático de su hermano en las entrañas.
excelente relato muy excitante