~~Cuando
llegué del pueblo de jovencita vi un anuncio para dar clases
en una parroquia a unos niños necesitados. Tenía que
madrugar y desplazarme en metro cada día. No
estaba acostumbrada a utilizar el metro tan temprano, por lo que su
hacinamiento a esas horas me cogió totalmente por sorpresa.
Allí, apretujada entre la muchedumbre, me sentía fuera
de lugar, por lo que tardé bastante rato en darme cuenta de
que el avispado viejo que estaba detrás mía me estaba
sobando el trasero con escaso disimulo. Este
anciano, bajito y delgado, que apenas me llegaba al hombro, usaba
ambas manos para magrearme a conciencia, deslizándolas arriba
y abajo por mis posaderas para no dejar ni un solo centímetro
por palpar. Estaba tan sofocada por sus manejos que no sabía
como reaccionar, por lo que decidí ignorar sus manoseos con
la esperanza de llegar cuanto antes a mi destino. Al bajar me giré
y pude ver como el muy truhán me despedía amablemente
con una mano mientras me dedicaba una picara sonrisa. Durante
los días siguientes no importaba que me adelantara o retrasara
unos minutos, el pícaro vejete esperaba el tiempo que fuera
preciso para entrar conmigo en el metro. Allí,
en vista de mi pasividad me sobaba a placer las posaderas, hasta que
llegaba por fin a mi parada. Su osadía no conocía limites,
por lo que pronto tomó la costumbre de bajarme la cremallera
posterior de la falda, para meter sus manos bajo mis vestidos. Me
embargaban sensaciones muy raras mientras sentía sus dedos
hurgando a través de la áspera tela de mis castas braguitas,
deslizándose a un lado y a otro para magrear mis prietas carnes
a conciencia. y a mí pesar no todas eran desagradables. El
día que empezó a introducir sus dedazos por debajo de
ellas, alcanzando la sensible carne de mis nalgas inmaculadas creí
que me moría de vergüenza, no solo por lo que él
me hacia, sino por lo que yo sentía. A
la mañana siguiente iba tan cansada y confusa a la parroquia
que casi puedo decir que no era yo. O al menos no era consciente de
lo que hacia. La prueba de lo que digo esta en que no solo no me sentí
ofendida por los habituales manoseos del viejo en el metro, sino que
separé un poco mis piernas, lo justo para que sus hábiles
dedos recorrieran a placer el estrecho canal que separa mis blancas
medias lunas. A
la mañana siguiente, y como quiera que ese día iba a
dar una vuelta al parque con una amiga, me puse uno de mis trajes
mas veraniegos. Este, que apenas me cubría las rodillas, estaba
provisto de una larga cremallera posterior, de la que no me acordé
hasta que el avispado viejo empezó a bajármela en el
metro. Algo
extrañó me estaba ocurriendo pues a pesar de mi intenso
rubor, separé las piernas nada más sentir sus dedos
sobre mi piel desnuda. Supongo que le di demasiadas facilidades al
afortunado individuo, porque pronto pude notar como sus dos manos
hurgaban bajo mis castas bragas. Una
de ellas se apodero enseguida de mi intimidad, explorándola
como sólo éste sabia hacer, mientras la otra vagaba
ociosa por mi estrecho canal posterior, jugueteando con mi orificio
más oscuro. Sus hábiles caricias pronto me llevaron
al borde del orgasmo, obligándome a agachar la cabeza y morderme
los labios para que nadie se diera cuenta de lo que me pasaba. Mi
respiración se hizo entrecortada mientras me aproximaba al
final, aferrándome a la barra para que las piernas no me fallaran
en el ultimo momento. Y
cuando ya rozaba el clímax el pícaro viejo me sorprendió
de nuevo. Con un rápido y hábil movimiento saco uno
de sus dedos empapados en mis fluidos y lo sepultó de un solo
golpe en mi estrecho agujerito posterior. Sus hábiles caricias
y la inminencia del orgasmo me lo habían dilatado tanto que
penetró hasta el nudillo a la primera. Este
insospechado asalto me provocó un violento e inesperado orgasmo
que a duras penas pude disimular. Pues además de muy intenso
se hizo interminable, con su largo dedo nudoso meneándose alocadamente
en mi sensible cavidad. Fue todo tan inesperado que cuando salió
su dedo de mi interior aún no me había recuperado. Tardé
aún un par de paradas en salir de mi aturdimiento, y entonces
me di cuenta no solo de que me había pasado la mía,
sino de que varios hombres me miraban con inusitado interés.
El
bochorno y vergüenza que tenía me obligaron a bajarme
allí mismo, teniendo que recorrer varias calles antes de llegar
a la parroquia. Mi último apuro fue comprobar que el viejo
no se había molestado en subirme la cremallera, por lo que
hasta que no reparé en ello estuve mostrando a todo aquel que
se interesara la blancura de mis bragas. Ese
día fue el último que coincidí con el anciano
en el metro. Aún no sé el motivo por el que no volví
a verlo más, pues muchas veces lo he echado de menos. Soy
doloresxxx si alguna chica inocente ha tenido experiencia parecida
me interesa recibir sus mensajes
Autor: doloresxxx