PARÓ DE LLORAR
Por César du Saint-Simon.
I
C
uando la madre de mi esposa enviudó repentinamente, al día siguiente ella estaba viviendo en nuestra casa y mi vida cambió para siempre. Ella no vino a amargarme la vida, ni mucho menos a facilitármela, simplemente todo cambió para siempre.
Mi suegra es una mujer joven como para tener una hija ya casada conmigo, es decir, empezó temprano: mientras a mí me limpiaban los mocos de la cara, ella ya jugaba con su muñeca de carne y hueso. Al quedar sola prematuramente, solo contaba con su única hija y conmigo, que para lo que le estábamos sirviendo por ahora, era meramente para ver como su profunda tristeza, con sus diarios y continuos lamentos, la tenían tan ruinosa que aquella elegante, escultural e imponente mujer, con un cuerpo desarrollado en la práctica de la natación, alta y esbelta, casi de mi estatura gracias a sus largas y estilizadas piernas, y con un torso realzado por abundantes pechos, optó por vestir una gabardina negra con una pañoleta también negra que le cubría su largo cabello rojizo, y unos lentes con cristales color castaño claro que profundizaban sus enrojecidos párpados.
Como buena ama de casa al fin, no podía estar sin actividad alguna y emprendió, siempre llorando y lamentando la muerte de su marido, el cambio y la transformación de todos los ambientes del castillete en donde vivimos, según el Feng Shui. Empezó por el área social de esta fortaleza, la cual fue construida en el Siglo XI por el primero de los Saint-Simon que dominó en estas tierras, reorientando los muebles conforme a los puntos cardinales; Renovó la cocina, la biblioteca, la cochera y los jardines, haciendo contratos con los proveedores vía Internet; Las habitaciones principales y de huéspedes fueron redecoradas con su buen gusto y un acogedor, e incitador a la vez, toque de su sensualidad que quedó flotando en todos esos ambientes. Cuando terminó con el alcázar, pasó a la torre del faro, que formaba parte de la propiedad, y que desde hace trescientos años saluda y advierte a los navegantes de aquel frío mar, del peligroso acantilado desde el cual se erige. Al cumplirse exactamente un año y un día de haber llegado a nuestra casa, subió hasta la sala de oteo, en donde nunca antes ella había estado, por debajo de la sala de espejos en la cima del proyector, hace más de cien años transformada en estudio de los Saint-Simon. Desde allí hemos trabajado produciendo nuestras genialidades, que nos caracterizan y que dan fuerza y trascendencia a nuestro histórico apellido, contemplado las siempre inquietas aguas y las siempre apacibles y verdes lomas, salpicadas de muchos puntos blancos, que agrupados en rebaños, han pastoreado allí por siglos. Me encontró soplando una hirviente taza de café, con la mirada fija en un Trasatlántico que iba en pos de la bruma misteriosa de aquel océano. Su excelente condición física no acusaba que acababa de subir los sesenta escalones en caracol, para ponerse frente a mi como si nada y, por primera vez en un año y un día, se quitó los anteojos y paró de llorar. Se me acercó para saludarme, abrazándome apasionadamente por el cuello y besándome en la comisura de los labios. Exhaló un sensual suspiro cerca de mi oreja y lentamente me susurró:
- Mi hija siempre dice que tú la tienes muy feliz y me ha dado
algunos detalles de cómo le haces para causarle tales satisfacciones. ¡Trata de hacerme feliz a mí también y seré tuya eternamente! Prometiéndome con voz de súplica, al tiempo que, separando nuestros cuerpos, levantaba la cabeza y liberaba sus delicados cabellos de la oscura pañoleta, mirándome con fatal lujuria, apretándose las tetas por encima de la gabardina negra y empujándolas impúdicamente hacia arriba, mientras inhalaba aire ruidosamente por entre los dientes y movía la pelvis hacia adelante y hacia atrás.
Sentí una pulsación en mi sexo que pasó de inmediato a convertirse en una erección heroica y bizarra. Sin saber cómo, ya estaba recostado en mi diván y aquella fiera se me acomodó encima luego de que, con gran habilidad, liberó mi frenética méntula que ella misma se caló en sus entrañas con impaciencia de tiempo perdido y con la destreza de una Amazona comprobada. La indómita e impetuosa mujer estaba tan excitada, que cuando le agarré aquellos exuberantes pechos que me apuntaban, parecían de roca sólida, y sus rosados y sensibles pezones respondieron a mis manoseos haciéndole retorcerse. El movimiento de sus caderas, que ahora se contorsionaba en todas direcciones, hacia que los tersos cabellos rojos de su melena, ondulasen irascibles como el mar que teníamos enfrente. No modulaba ningún sonido, no resoplaba el aire que respiraba. Todo su esfuerzo lo concentró, apretando fuertemente sus labios, en arremeterme, para darse hasta lo más profundo de sus meollos.
Al propinarle varias palmadas en sus perniles para animarla con la rotación de sus caderas, empezó a convulsionar, dejándose desfallecer sobre mi pecho. Unos espasmos vaginales, luego un largo y profundo “ya”, ronco y afectuoso anunciaron el primer orgasmo sin autoayuda de su vida. Le extraje mi inflamado palo, ardoroso y a punto de escupir lava, repleto de la penetrante y viscosa savia vaginal. La puse acurrucada de hinojos sobre la alfombra de lana Persa, lanzándome salvajemente hacia su inflamada vulva, castigándola sin piedad mientras mi sobrexcitación me llevaba al momento culminante. A lo lejos se escuchó el silbato de neblina que el Trasatlántico hizo sonar, mientras se adentraba en los mares turbulentos, como saludando aquel acto carnal. Le hice dar la vuelta y me puse sobre su cara, le presione con apremio los labios con mi glande y separó los dientes para que mis cálidos fluidos seminales llenaran su boca. Un chillido nasal con los ojos desorbitados denotando sorpresa, reveló que por primera vez paladeaba los jugos varoniles, y con un ronquido de goloso buen gusto y satisfacción engullía el semen.
Mi virilidad permanecía firme mientras me masturbaba con sus tetas, que ella mantenía ceñidas con sus manos, para aumentar el roce de mi verga.
- ¡Más... quiero ser más dichosa! ¡Hazme toda la felicidad! Le dijo a mi pene cuando ya pudo hablar, después de haber saboreado mis substancias como una exquisitez.
Eché mano de su gabardina que estaba tirada a un lado de nosotros y la enrollé haciendo una almohadita. La giré para ponerla boca abajo de tal forma que el rollo de cuero quedase bajo su vientre, quedando sus firmes y redondas nalgas elevadas sobre la alfombra. Ensalivé profusamente mi lanza dirigiéndola hacia la ruta escatológica y, con un vigoroso empuje desde mi trasero, le metí “medio palo”. Levantó la cabeza, clavó las uñas en el tapete e hizo una débil e inútil tracción con sus brazos como para escaparse de la consumación. Retraje un poco mi penetración sólo para que de inmediato quedase totalmente estacada. Jadeando profundamente, levantó más el culo mientras batía su frente contra el diseño Persa, pidiéndome que le diese más de duro; me juró –hablándome entrecortado debido al dolor y a mis embates- que jamás sería tan feliz, “porqué esto es lo más rico que he sentido”, “¡de lo que me he estado perdiendo!” Al momento que empezó a “culear” vigorosamente en círculos, gozosa, erótica, y ganada para cualquier práctica indecente de las que habría en nuestro futuro. El silbato del Trasatlántico volvió a sonar, aún más distante, desde la lejanía del horizonte borrascoso, desde aquel el navío que no volvería. Una emocionante corriente eléctrica bajó por mi espinazo hasta mis testículos, para llenar de roca fluida aquella cavidad. Permanecí desfallecido encima de aquella “nueva mujer” –según ella se autocalificó después de las experiencias en el faro- mientras apretaba el esfínter del sieso para mantenerme atrapado dentro de sí.
Nos tuvimos que separar para encender la calefacción. La noche pronto iba a llegar. La espesa y fría niebla que venía del mar, también traía los rayos, truenos y relámpagos que anunciaban una de esas fuertes tormentas, desde siempre temidas por todas las tripulaciones que han navegado por esta parte del mundo; y temidas también por los lugareños. Pero eso una historia tan tétrica, que no la podemos contar ahora, cuando ya es de noche.
Mientras nos tomábamos un gratificante coñac, recibí en mi dirección electrónica un correo de mi esposa, anunciándome que por razones climáticas, el helicóptero de la corporación para la cual ella trabaja no podría traerla hoy de vuelta a casa. Además, me pidió que fuese preparando el ambiente en la caballeriza para nuestro reencuentro, ya que quería que la cabalgase groseramente entre animales. Y me envió una lasciva foto de su congestionado mejillón, que mostrando, en alta resolución, sus tonalidades húmedas desde el rojo escarlata hasta el azul violáceo, denotaban apremiante excitación. Y otra foto en la que me mostraba la insignia del anagrama de los Saint-Simon, que yo le había marcado, con mi anillo de hierro forjado al rojo vivo, en su delicada piel, justo allí, al lado de la abertura a sus entrañas, haciéndola así de mi propiedad para siempre.
Cuando leyó el mensaje enviado por su hija, cerró los ojos y mordió su labio inferior, llevándose ambas manos a su Monte de Venus, apretándose allí y meneando el trasero con movimientos cadenciosos. Luego, mirándome indecentemente, se dio unas sonoras palmadas en las nalgas y me susurró: “Más tiempo para el placer... más felicidad”.
Decidimos que era momento de irnos para el Almodóvar ya que teníamos casi encima la tempestad. Mientras ella buscaba en el armario un abrigo más grueso para ponerse encima de la gabardina, puesto que debajo de ésta no había traído nada vestido, yo saqué de una gaveta mi “Kit de supervivencia masculino”, para buscar algo que obsequiarle y que le sirviese como recuerdo de este momento de iniciación. Encontré una pulserita que le vendría muy bien en el tobillo, puesto que esta tenía ensartada una perla negra, pescada en las límpidas y cálidas aguas de la caribeña isla de La Margarita en territorio de la tropical Venezuela, y llamada entre los joyeros “la Diva de Abenuz” ya que, vista con lente de aumento, era el torso y los senos perfectos de una mujer negra. Se acostó en el diván y levantó una pierna para permitir que la subyugase imponiéndola de mi dádiva en su maléolo. Mientras yo luchaba con el ensarte, levantó la otra pierna doblando la rodilla hasta que le llegó hasta el pecho, dejando expuesta su provocativa hendidura vaginal, separando sus venéreos labios con los dedos de una mano, mientras ella celebraba en tono voluptuoso y con una brillante mirada de entregada a su destino:
- Ahora soy tu esclava para siempre... y harás conmigo todo lo que quieras, cuando quieras y como lo quieras.
Mi verga saltó casi que rompiendo el pantalón y la liberé de un manotazo para ir a caer encima de mi esclava que me ofrendaba la humedad de sus ingles. La irrupción fue total y de una sola vez. Recibiéndome con un fuerte quiebre de sus caderas, subió su dedo índice para marcarse el medio cuello y se quejó: “Lo tengo hasta aquí”, lanzando un bufido y metiendo luego todos sus dedos entre su encarnada cabellera para pedirme clemencia, con histriónica cara de ruego a punto de estallar en llanto. Con mis violentas embestidas le golpeaba desde el hueso pélvico hasta el alma, especialmente en el cuello del útero. En cada una de mis arremetidas, ella ponía el grito en el cielo, apasionado y desvergonzado, cada vez más y más fuerte, a sabiendas de que nadie la iba a escuchar, lo cual me animaba a aumentar mis ataques. Uno de sus gritos estuvo acompañado de una fuerte sacudida de sus ancas, que me desequilibró y mi rolo quedó en el aire. Paró de suplicar y abrió los ojos para ver a mi pervertida vara reorientarse hacia el recién estrenado sieso y recibir la segunda invasión del día por la vía anal. Un incalificable aullido entre la recompensa placentera y el suplicio martirizante quiso competir con los rugidos del temporal, solo para incrementar mi ímpetu, ampliando las dimensiones de mi hombría y la ira de mis embates. Me pedía piedad, compasión, misericordia pero no la quería escuchar ya que mi fiereza y la de la borrasca estaban en su máximo apogeo. La descarga seminal me vino como un violento chorro que rebosó su receptáculo, mojando con mis sustancias sus excrecencias y todo el vello púbico. Luego de que se lo restregué por las piernas y las rodillas, tomó mi mano y la lamió con sumisa fruición.
Cuando logré que se incorporará, aún desorientada y resoplando, nos dirigimos a la salida e iniciamos el descenso de los sesenta escalones, lo cual se convirtió en una acción arriesgada ya que sus temblorosas piernas le estaban fallando a pesar de su gimnástica condición. Al llegar al piso firme, mientras ella se disponía a salir a la intemperie, la tomé por un brazo y la reconduje hacia el centro de la base del faro, y levantando una y otra losa, le descubrí el pasadizo secreto que se construyó simultáneamente con el baluarte para mejorar las defensas de Civitas Orbi como se llamaba el castillete desde cuando fue construido en los tiempos del reinado de los Papas Sergio IV, Benedicto VIII y Juan XX. Al descender por otros diez escalones se abría un túnel en el que yo cabía parado, y de ancho tendría unos cuatro metros y con un recorrido de casi ochocientos metros, su otra punta está en el patio de armas. Durante los siglos se fue transformando el simple corredor oscuro y húmedo. Se amplió para esconder tropas de asalto, luego en el centro se cavó aún más en la roca sólida y en varias partes del recorrido, con el objeto de refugiar, en distintos momentos oscuros de la humanidad, a inocentes perseguidos por su raza, su religión o su nacionalidad; Hoy es un lujoso refugio anti-nuclear con piso de mármol blanco en todo el trayecto, con todos los parámetros de supervivencia controlados, y una cava con cinco mil botellas de vinos y otras vituallas. Ahora que ya no es tan secreto, damos fiestas temáticas. Todos vestidos con túnicas marrones y sandalias de monje, hacemos grandes degustaciones entregándonos a los designios del Dios Bacco del Dios Dionisio.
Mi esclava estaba maravillada con el descubrimiento. Se detenía a admirar las obras de arte; tocaba con sensualidad y delicadeza las esculturas de mármol y de bronce, las armaduras y las armas, y probaba los muelles de los asientos. Al ver un sofá de cuerpo ancho colocado en uno de los tantos nichos, apartó la sábana que protegía el mueble y quedó a la vista el terciopelo color bermellón que le revestía, adornado con escenas eróticas de la época victoriana. Luego de una exclamación de admiración y dando unos brinquitos de alegría, cual chiquilla frente a su nueva casa de muñecas, se quitó el impermeable y la gabardina negra, lanzándose gozosamente en su inmensidad. Maullaba y gemía invitándome a revolcarme con ella, para así convertirlo en un nuevo tálamo de desvergüenzas, y practicar allí todos nuestros descomedimientos y depravaciones.
La amarré a la base del diván asiéndola por la cintura con varios metros de cadena, explicándole que mi intención era dejarla allí por un tiempo, para poner a prueba su lealtad de esclava. Ella aceptó con el silencio, bajando la cerviz y acostándose como se lo indiqué. Saqué de mi Kit de supervivencia masculino un falo mecánico de proporciones titánicas, de color oscuro, y con apariencia intimidante que, al insertárselo en la vagina ella aceptó, primero con recelo y luego con deleite, girando lentamente sus caderas, facilitando que se lo calara hasta “la raya amarilla” que estaba marcada en el aparato. Al activarlo por medio de unas baterías que tenía incorporadas, experimentó una vibración en sus intimidades desconocida para ella, y le hizo reaccionar abriendo la boca por el espanto y la turbación que aguantaba, mirando hacia su ombligo con los ojos desorbitados y empujándome el hombro con su piecito para tratar de liberarse del extraño objeto que le había encajado. La inutilidad de su esfuerzo, la convenció de que mejor era “dejarse trepidar” quedando inerme, con las piernas muy abiertas, las rodillas dobladas con la planta de los pies en el terciopelo, y los brazos extendidos, mientras el vibrador le revolvía toda su caverna. Empezó a subir y a bajar sus caderas y con ellas el Monte de Venus al compás de los movimientos que yo le daba al aparato, bien hacia adentro y hacia fuera, bien hurgándoselo en las entrañas. Agarró mi méntula con una mano y con la otra me señaló con apremio su boca. Me puse encima de mi prisionera haciéndole accesible mi vara, la cual engulló hasta más atrás de las amígdalas mientras masajeaba muy delicadamente mis criadillas. Empecé a sentir una lejana cosquilla en el glande, que se estaba deleitando con la garganta de mí sometida, el cual provenía de la resonancia que hacia el aparato en toda su interioridad, saliéndole por la boca, ahora taponada con mi hombría. Nuestros movimientos se aceleraban y empezamos a estremecernos al mismo tiempo. Mientras más me pasaba de la raya amarilla, introduciéndole otra porción del instrumento, más ella me apretaba los cojones. Levanté el culo retirándole mi pene de la boca y le desencajé el aparato de su cuerpo, para ir a cambiar de posición: la puse en cuatro patas y le metí el grosero falo mecánico por la abertura estercórea, aceptándolo sin prudencia y moviéndose en círculos para facilitar la penetración. Lanzaba grititos de complacencia y euforia y levantó una mano mostrando tres dedos para llevar la cuenta de sus experiencias anales. Luego me zambullí en su hirviente vagina vejándola tiránicamente, fustigándola sin contemplaciones, vapuleándola sin tregua, hasta que flaqueó y se desmayó.
II
Apenas mi esposa descendió del helicóptero, fue corriendo a la caballeriza, donde yo la estaba esperando para practicarle los actos impúdicos, escabrosos e indecentes que había puesto en nuestro menú erógeno de ese día. De entrada le chupé los deditos de sus pies, acariciándole sus provocativas y esculturalmente bien contorneadas piernazas, llegándole a los ribetes de sus entrepiernas, mientras ella me practicaba un felatio, batiendo su rojiza cabellera contra mi vientre, al ritmo de la mamada. Cuando ya estábamos enardecidos, frenéticos y delirantes, mi yeguota se puso de pie, y se dirigió a una talanquera del establo, agarrándose de la tabla intermedia con los brazos extendidos y las piernas abiertas en una extensa y grosera forma, de manera que su húmeda e inflamada vulva emergió de entre su hermosa, firme y provocativa grupa. La sangre me burbujeó en las venas, cuando clamó que la montase sin demora ni compasión, al tiempo que flexionaba las rodillas y hacía girar el depravado trasero. La galanteé primitivamente antes de accederla, lamiéndole la hendidura vaginal, las nalgas, el ano, el cóccix y la espalda. Manoseándole las tetas, la penetré de dos empellones y un bufido de aceptación marcó el inicio de un largo coito.
Le dije medias verdades a mi mujer acerca de su madre, mientras estábamos degustando una copa de buen vino, ya en lo conclusivo de nuestros placeres, entre las patas de los caballos.
- Subió al faro, y en mi estudio, frente a mí, se quitó la pañoleta de la
cabeza y paró de llorar. Dijo algo acerca de ser feliz. Luego nos tomamos un coñac mientras veíamos venir la tormenta. Apreció mucho la alfombra Persa de allá arriba y ¡hasta le regalé una pulserita como recuerdo!. Luego la ayudé a bajar hasta la roca. Estaba muy alegre, -le comenté con entusiasmo- parecía que se iba a desmayar del gusto.
Mi mujer se incorporó y fue hasta la canasta, en el otro extremo del establo, para llenar otra vez nuestras copas con vino tinto de la región. Mientras iba en pos de la bebida, la cadencia de sus caderas, a propósito exageradas por ella, me hicieron bajar instintivamente mi mano hasta la zona pélvica y manosear mis partes venéreas. Luego, cuando venía hacia mí, pude apreciar en todo su esplendor aquellos deliciosos y bamboleantes montículos, cuyos pezones describían un leve arco hacia arriba, y el gran promontorio de su pubis, que con la hiedra roja estéticamente recortada, alteraban mis instintos carnales. Se ahorcajó en mi vientre y extendiéndome el cáliz me preguntó con curiosidad:
- ¿Porqué me diste tan poca leche? ¿Es que te estuviste masturbando o
tuviste un sueño húmedo? Añadió mientras besaba mis tetillas acariciando los pelos de mi pecho.
- ¿¡Te parece poca!? Si te llené la boca que casi te ahogas. Pero si, las
fotos que me enviaste sirvieron de inspiración y acabé varias veces, afirmé con la verdad por delante.
Durante la cena ella quiso saber más acerca de su madre y le averiguó al personal de servicio. Como bien instruí a mi eternamente fiel Ama de Llaves, ella contó todo como yo le enseñe que dijese, ratificando mi versión: “Su señora madre se fue para la gran ciudad ha, según dijo, vivir la vida de viuda y acostumbrarse a ser una “nueva mujer”, ya que se había cumplido el año de luto cerrado. ¡Fíjese que paró de llorar!. Y dejó un recado para usted: que suba al faro más frecuentemente, en especial si viene una tormenta”. Yo ratifiqué todo lo dicho y le expliqué que lo de la subida faro era porqué, además, de que cuando ella subió a despedirse de mí, y le gustó mucho estar allá arriba viendo el mar tumultuoso, y las suaves colinas, y las ovejitas... etcétera, me prometió que volvería para “hacerme el Feng Shui en mi estudio. Digo: para hacerle los cambios a mi estudio”, le expliqué corrigiendo rápidamente el lapsus mentis. Aún así, mi esposa quedó extrañada y preocupada por la actitud de la madre: “Habíamos quedado en que estaría contigo durante mi ausencia, que eso la beneficiaría mucho” comentó. ¡Claro que la benefició y le fue de mucho provecho!, dije para mis adentros.
III
Todas las mañanas, en cuanto el helicóptero despegaba llevándose a mi mujer para el trabajo, yo me iba a mi estudio por la vía del pasadizo secreto para saludar a mi esclava y darme unos placeres con su cuerpo. Siempre me recibía con inmensa alegría, y luego de besarme y darme caricias libidinosas, adoptaba alguna posición sensual y lujuriosa para seducirme o ejecutaba algún acto carnal solitario y depravado para sorprenderme. Como aquella vez a media mañana, que impregnó todo su cuerpo con aceite para bebé y se masturbó con la empuñadura de una hermosa espada de brillante acero Toledano, haciendo que la ornamentada y filosa hoja, que despachó a muchos Moros del siglo XV, blandiese cual si poseyera un amenazador falo; después que le sobrevino el orgasmo, hizo una demostración de experticia y precisión en el manejo del arma blanca, partiendo limpiamente en dos mitades una bella manzana, una jugosa naranja y una pequeña y provocativa fresa. En otra oportunidad me esperaba vestida, acicalada y perfumada ¡colgada por el pescuezo!, con la cara morada y la lengua afuera. Tenía la intención de orinarme cuando me le acercase a bajarla de la horca. Casi que lo lograba, gracias a la complicidad con mi fiel Ama de Llaves, quien le proporcionó los implementos y le enseñó a hacer el nudo y otros efectos especiales. Esa vez fue tanta la adrenalina que me corría por la sangre que la gocé durante todo el día. Además, aproveché la oportunidad para ponerle mi marca en el mismo sitio en que lo llevaba su hija. Cuando vio mi anillo al rojo vivo en la punta de aquel humeante hierro, sabía lo que le iba pasar. Valiente y sumisamente se dejó sujetar en la posición idónea y mientras el olor a carne quemada inundaba el ambiente, elevó y glorificó un sublime y exquisito juramento de fidelidad y devoción hacia su amo, ofrendando su suplicio a la estirpe de los Saint-Simon.
Siempre estaba aprovisionada con suficientes alimentos y bebidas para varios días. No le faltaba el buen vino, los panes, los embutidos ni las frutas frescas; tampoco carecía de distracción, ya que le proporcioné un televisor con suficiente dotación de videos pornográficos y también revistas del mismo tema. Además tenía el monstruoso falo mecánico a su total disposición. Aún así me suplicó que quería salir de aquel túnel para seguir teniendo nuevas experiencias en otras localidades.
Saltaba de regocijo el día que le puse aquel collar de cuero, el cual fue diseñado por mí y realizado por un joyero de estos parajes especialmente para ella, con incrustaciones de centenares de piedrecillas semi-preciosas que exaltaba la delicadeza de su cuello, la sensualidad de su cabello, y la ternura y devoción de su mirada. La enganché a una cadena portátil, llevándomela para el faro, cual si llevase mi mascota al parque. Antes de llegar al estudio le vendé los ojos anunciándole que habría una sorpresa y un premio para ella. Se dejó llevar de mi mano, su hermosa sonrisa, pura y blanca, se veía aún más realzada entre aquellos naturales labios rojos, escoltados por la venda y el collar. Al entrar, le quité la cadena y la dejé sola para que con sus otros sentidos fuese buscando las novedades del recinto. Pero mis deseos de poseerla carnalmente dejaron que toda mi libido se fuese hacia ella. La atraje hacia mí asiéndola por el collar y la desnudé lentamente. Empezando por sus delicados pies, mientras le quitaba una zapatilla, puso sus manos en mi cabeza para no perder el equilibrio y yo se la clavé en la ingle, escuchándola exhalar su lujurioso aliento mientras empujaba hacia delante su vientre; le bajé el ceñido pantalón de cuero azul y la pantaleta también, para luego desecharlos a un lado pasándolos por sus pies ambos al mismo tiempo, quedando el Monte de Venus frente a mi cara la cual restregué en las encarnadas briznas púbicas mientras mi dedo medio hurgaba en sus jugosas oscuridades; le desabroché la blusa hecha del mismo material que el pantalón y aquellos firmes túmulos de mujer madura quedaron desplegados para mí mientras subían y bajaban acompasando la excitada respiración. Quedó luciendo únicamente aquella cinta de cuero y el tapaojos negro. ¡Se veía tan de mi propiedad! Me puse por detrás de ella y me cimbré presionando mi verga entre sus posaderas al tiempo que contenía a aquellas endurecidas tetas en mis impacientes manos. Lanzó hacia atrás su popa para inmediatamente apretar las nalgas, quedando mi virilidad firmemente atrapada en esas complacientes hondonadas. Su cuerpo liberaba el dulce y cautivador aroma de mujer apasionada y deleitable. Le quité la venda que le cubría los ojos para dejarle ver el regalo que tenía frente a ella. Paró de respirar y apretó aún más las nalgas, llevándose las manos a las mejillas. El regalo le había gustado.
Tomó con gran cuidado y delicadeza el pomo de oro que contenía aquel exuberante perfume. La fragancia que fue creada en el Alto Nilo del antiguo Egipto, antes de la construcción de las pirámides, con secretos e irrepetibles ingredientes. Llegó hasta nuestros días arrastrando una larga tradición sicalíptica y hedonísticos cuentos, mitos y leyendas. Se dice que su aroma exacerba la concupiscencia del más casto, beato y pudibundo de los seres. Cuenta la leyenda que un frasco de este perfume llegó a América en la Nao del descubridor, el cual le fue entregado, en secreto, por la mismísima Reina Isabel La Católica, para que lo llevase como objeto de negociación y trueque cuando llegase a la isla de Cipango, a la vez que se deshacía de “esa cosa perturbadora y maligna capturada a Los Moros”, siendo esta (dice la leyenda) la verdadera razón por la cual La Reina hizo tan grande esfuerzo económico para financiar aquella descabellada idea expedicionaria, la cual, o bien tendría éxito, o bien desaparecería en las profundidades de La Mar Océano. Pero hubo un error de cálculo: había un continente atravesado en el camino y al utilizar el perfume en el Nuevo Mundo y entrar en contacto con la población autóctona, se aceleró el proceso de mestizaje. Se dice que a lo largo de la historia grandes batallas se dieron, grandes matanzas se efectuaron y grandes civilizaciones desaparecieron por un aroma que aturdía la razón, nublaba la mente y enloquecía los sentidos.
Pocas mujeres en la historia han tenido la suerte de usar “Reina de Diosas”, como llaman en la actualidad a tal mezcla. Lo levantó a la altura de sus ojos y, mirándolo con sublime alegría, olfateo el frasco sin destaparlo para luego colocarlo nuevamente en su estuche con mucha sutileza. Se vino hacia mí, cual carga de caballería y, asiéndose a mi palo me lo sacudió delirantemente mientras me lamía la cara y el pecho y la otra mano se enredaba en mis cabellos. La agarré por la grupa levantándola del suelo para que sus piernas rodeasen mi cintura y camine con ella hasta la mesa del escritorio; recostándola contra la tabla dejé sus muslos en el aire para meterle solamente el glande, advirtiéndole que si quería más, tendría que buscárselo. Los movimientos acompasados de sus caderas engulleron mi miembro, hasta que lo tuvo todo dentro de sí y el frenesí estaba en lo máximo. Con mis enérgicos enviones se estremeció, se tenso y aulló, al tiempo que sentía la llegada de mis cálidos fluidos que llenaban sus intimidades.
Estaba recostada en el catre esparciendo ociosamente por sus entrepiernas los residuos húmedos que le salían de la vagina mientras oteaba el horizonte, dio un suspiro melancólico, nada sexual, y me miró como a punto de pedirme algo. Entonces me le adelante:
- Creo que debes llamar tú mi hija anunciándole que ya regresaste, le dije, adivinándole la idea y extendiéndole mi teléfono celular.
Una franca sonrisa iluminó su rostro. Habló con su hija divinamente de las nuevas experiencias que tuvo como mujer, explicándole sucintamente sus nuevas prácticas sexuales y las sensaciones que recorrieron su cuerpo y su mente. Hizo también un resumen de sus días en cautiverio, ubicándolos en un sótano abovedado en la ciudad, en donde, además de los placeres que vivió, tuvo la oportunidad de reflexionar acerca de la importancia de pertenecerle a un hombre, entregándose sin condiciones: eso era la felicidad. Le habló del perfume que le regalaron y del poder que tiene con solo acercársele.
IV
Atendiendo a una invitación de mi hermano, hecha en atención a las mejorías de mi suegra, acordamos ir a pasar nuestras vacaciones de invierno a su coto de caza. Éste nos facilitó las comodidades de la cabaña de huéspedes que está muy bien ubicada allá arriba, entre las más altas colinas, en el centro del bosque principal cerca del sereno arroyo que, visto desde lo alto, fluye placida e ineluctablemente al lago por entre una sinuosa y exuberante galería de centenaria floresta. El acceso solo es permitido a caballo o caminando. Ningún tipo de sonido mecánico o electrónico puede ser traído a estas tierras. Ningún agente contaminante o que cause desechos sólidos puede ser introducido, evitando así alterar el milenario equilibrio. Nos trasladamos en recuas de mulas dirigidas por un supersticioso cabrestero, quien nos narró durante el trayecto, la historia “verdadera” de “La Llorona”, la cual se refiere a la aparición de la enjuta ánima de una desgraciada mujer que, viendo a su pequeño hijo ser devorado por las fieras de este bosque, se lanzó a perseguirlas en arras de la venganza, desapareciendo para siempre entre lo salvaje e intrincado de lo que nos rodeaba. Desde lo lejos provienen los llantos perpetuos e inconsolables, fríos y siniestros de aquel espíritu desesperado y hostil; quienes la oyen enloquecen, y quienes la ven son atraídos hacía ella para acompañarla imperecederamente en la expiación de su desgracia. Se pueden salvar del encuentro solamente aquellos que posean “éste talismán”, dijo mostrándolo con lacónica solemnidad, el cual, tallado en místico y faraónico lapislázuli, él lo llevaba siempre colgado del cuello, razón por la cual estuvimos, según él, siempre protegidos. Al llegar descargamos nuestro sencillo equipaje ayudados nerviosamente por el arriero, el cual resultó ser un buen narrador de fábulas, y quien inició inmediatamente el regreso, apenas despidiéndose, y sin dar descanso a las bestias
La cabaña esta construida de resistente madera que el mismo bosque proporcionó, con gruesas paredes, fuertes y seguras puertas y ventanas, con un techo de auténtica e indestructible pizarra, coronado por una chimenea de piedras negras. En su interior tiene todos los primitivos servicios: además del calor del hogar, tiene la calefacción a leña que se irradia hacia todos los ambientes desde la estufa a través de ductos; lámparas de aceite en todas las estancias; una bomba de agua en el centro de la cocina; una letrina muy cómoda e ingeniosamente diseñada para que, estando afuera, nadie cruce a la intemperie el trecho que la separa de las habitaciones. La alacena estaba muy bien equipada con varios kilos de carnes, pescados y frutas secas; embutidos, quesos maduros y tocino ahumado; diversos tipos de tubérculos y granos dispuestos en prácticos toneles; hogazas de pan campesino; ristras de ajos y frascos de aceitunas, tomates y mermeladas entre otros; sacos de harina de trigo y de cebada; sal y azúcar, miel, té, café y especies de todo tipo; aceite de oliva, cebo de ovejo y mantequilla; muchas garrafas de vino, güisqui, licores de frutas, aguardiente y otras bebidas exóticas, entre ellas, el Ron venezolano. Para la cacería había hondas, arcos y ballestas, ya que ningún tipo de arma de fuego estaba permitido en estos andurriales; cañas, atarrayas y cestas de cáñamo entre otras artes de pesca ocupaban un armario completo. Instrumentos de cuerda y viento para realizar nuestra propia música. Cuadros al óleo pintados por distinguidos invitados de los Saint-Simon de otrora, inspirados en estos parajes, decoran las paredes en todos los ambientes de la cabaña, y un hermoso cervatillo que protegido por la imponente venada madre, tallados exquisitamente, quien sabe durante cuantas jornadas, en fina madera de nogal, forman un conjunto artístico que nos da la sosegada percepción de que la naturaleza es inmutable y eterna.
Ahora estábamos solos. Solos mi mujer, mi suegra y yo.
Nos instalamos en nuestras habitaciones, las cuales estaban contiguas y unidas por una puerta interior que las comunicaba, la que dejamos sin cerrojo ya que mi suegra había sido impresionada con la leyenda de “La Llorona” y de aquel otro relato que nos contó el práctico acerca de “El Silbón”, el cual reseña que un agudo, intermitente y atropellado silbido fantasmal proveniente de todas partes del oscuro bosque, acompañado de una gélida y nauseabunda brisa que eriza los pelos y trastorna el estómago, persigue al que salga antes del alba para rendir la jornada, obligándole a acelerar el paso mientras siente el crujido de las ramas que se rompen a sus lados y el chasquido de los guijarros que ruedan muy cerca del incauto viajero. El que se detuviere recibirá unos invisibles azotes en las piernas, obligándolo a continuar desatinadamente el trayecto, y aquel que perdiere el camino, perderá su alma.
Encendimos la calefacción y las lámparas de aceite, cenamos frugalmente e hicimos bromas con las narraciones del asustado baquiano que nos había traído, poniendo cada vez más atemorizada e inestable a mi suegra, quien, casi llorando, nos suplicó que abandonásemos el escabroso tema. Entonces nos
fuimos todos a acostar y una serena lluvia empezó a caer para arrullarnos en la conciliación del reparador sueño.
Cuando me levanté a media mañana, mi mujer estaba llegando del lago con la pesca del amanecer, mostrándome sus trofeos, tres enormes Tilápias, dos Truchas salmonadas y cuatro estupendos Cangrejos de río. Se dispuso a limpiarlos para preparar nuestro desayuno, consistente en lonjas de Pan campesino tostado sobre un budare, aromático café venezolano, queso de cabra curado en aceite de oliva y los pescados fritos en hirviente mantequilla de oveja, aderezados con sal, ajo, y pimienta. Los cangrejos fueron escaldados y esperarían su turno en otra refección.
Mi suegra ya estaba más animada, durante la comida metió su pie entre mis piernas, por debajo de la mesa, y flexionó sus dedos sobre mi méntula, haciéndome toser “debido a una migaja de pan”. Cuando se puso a lavar los platos mientras mi esposa se iba a reposar el desayuno, le agarré el culo y le lamí el lóbulo de la oreja, con lo cual se retorció, resoplando erotismo.
En la tarde salí con mi suegra para adentrarnos en el bosque en búsqueda de cacería para nuestra cena. ¿De donde obtuvo tales habilidades de cazadora experta? Lo desconozco. Aquella sola tarde tomó con la ballesta seis perdices y dos liebres. Después de un felatio caníbal, simultaneo con un húmedo cunningulis sobre el fresco musgo a la entrada de una cueva, quería acercarse hasta el lago para cazar un par de gansos con el arco, pero aquel rato sobre el musgo, hizo inminente la puesta del sol y sé desconcentró, alterándosele los nervios y apurando el retorno a nuestro refugio.
Con el paso de los días se fue haciendo asiduo el que mi esposa pescase el desayuno y mi suegra cazase la cena, quedando así armónicamente distribuidas mis relaciones carnales con ambas mujeres: En la mañana follaba y practicaba algunas indecencias descarriadas con mi suegra, mientras mi mujer traía el desayuno fresco del lago; en la siesta me revolcaba con mi esposa en silenciosa lujuria escabrosa, mientras mi suegra dormía recuperándose de la tanda matinal; en la tarde fornicábamos mi suegra y yo entre la arboleda, mientras esperábamos la llegada de alguna pieza, para lo cual llevábamos vestimenta y cobijo adecuados, al tiempo que mi consorte horneaba el pan; y en la noche recibía un masaje y me gratificaba encima de mi mujer para luego conciliar un tranquilo sueño. Sucediendo, además, que en varias oportunidades durante el sopor de la madrugada, con su cuerpo tibio respirando pegado a mí, me sobrevenía una erección que para apaciguarme la montaba sin estimularla, despertándose con una sonrisa ya cuando la penetración estaba totalmente consumada y llamándome “mi dulce violador”.
Cayeron las primeras nevadas y con ellas las tormentas se hicieron más frecuentes, ocurriendo a veces el no poder salir debido a la fuerte e irrespirable ventisca que agitaba los árboles y empezaba a congelar el lago. A pesar de nuestro encierro, me las arreglaba para fornicar a ambas. Mi suegra inteligentemente se adaptó a la situación y siempre estaba preparada, vistiendo ropas que me facilitasen acceder a sus intimidades y percatándose de cualquier momento oportuno para adoptar una posición de entrega a los placeres, colocándose de cuclillas en el sofá, con el trasero al aire esperando mi asalto o sentándose en el brazo de una poltrona para dejarse caer hacia atrás, entregándome tanto su vulva como el ano a la discreción de mis instintos y ofreciéndome sus regios pechos que masajeaba con sugestiva pasión.
Una vez, bien entrada la noche, se desató una borrasca que hacía crepitar la maciza cabaña. Estaba recibiendo una formidable mamada que mi mujer me estaba dando, metida por debajo de las colchas, mientras yo le masajeaba el erguido e inflamado clítoris con una mano, y simultáneamente con los dedos de la otra le hurgaba el acceso anal, relajándole el esfínter para que ella luego se estacase, entonces estalló encima de nuestras cabezas un poderoso trueno y un relámpago iluminó todo el interior de la cabaña que hasta mi esposa lo vio aún estando cubierta de mantas. Mi suegra golpeó la puerta abriéndola de par en par, entró en la habitación y, sin más, se metió en la cama temblando del miedo, empujándome para el centro del colchón y acurrucándose a mi lado. Mi esposa, después que se recuperó de la sorpresa, se rió de la actitud de su madre y acarició el pelo de la temerosa mujer, pasando un brazo por encima de mí, procurando tranquilizarla, mientras que con la otra mano me masturbaba al ritmo de su entrecortada respiración. La suegra empezó, lenta y cautelosa, a acariciar mis pies con los suyos; luego chupaba, besaba y lamía en forma traviesa y erótica mi hombro que estaba en su lado y, con su mano rasguñaba ligera pero apasionadamente mi brazo. Por mi otro lado me estaban resoplando apasionada y sigilosamente en la oreja, dándome intermitentes manotazos en mi caliente hierro, mientras me restregaba su pubis en la cadera. Yo estaba enardecido, a punto de estallar, y la efervescencia me aumentaba cada vez más al estar entre ambas, y me arrebataba de los sentidos. Apenas sí podía respirar, ¡necesitaba respirar!. Le correspondí a mi suegra las caricias que le daba a mis pies, restregándole los míos también y, primero palpando impúdicamente su carnoso Monte de Venus, luego halándole tiernamente algunos de sus vellos púbicos y después masajeándole el clítoris con fervor y entusiasmo, dispuesto a sacarle un orgasmo, liberó en mi suegra todo su frenesí y lanzó su mano hacía mi palo, encontrándolo asido por su hija.
Las manos de ambas mujeres se encontraron en uno de mis sitios más preciados y las cabezas de las dos se levantaron sobre mis hombros, buscándose en la oscuridad. Estallaron en una sonora carcajada y la hija puso la mano de su madre en mi rígida y erguida lanza...
- Está bien mamá, si quieres lo compartiremos por esta noche. ¡Pero solo por esta noche! Luego seguimos como lo teníamos acordado desde que te quitaste el luto: una vez tú, una vez yo...otra vez tú, otra vez yo...
FIN
Simplemente magnifico