.
Sí... Ya no le cave ninguna duda. Silvestre, su marido, la engaña. En la tarde de ayer pudo comprobarlo. Días antes, Lola, la esposa, se había agenciado un duplicado de la llave de su despacho. Silvestre, al llegar a casa, tiene la costumbre de ponerse cómodo en pijama, ella, alegando que faltaba café, se fue a la habitación, cogió las llaves del pantalón de su marido, y se fue al cercano super-rápido en donde en breve tiempo le hicieron la copia.
Silvestre, en día fijo de la semana tiene la costumbre de salir de su casa dos horas antes de lo habitual. Esto le ha hecho sospechar a Lola, pues, por más que se lo pide, nunca le aclara el motivo de ese anticipo de horario.
Esta tarde, no bien Silvestre salió de casa, Lola se ha compuesto y, decidida, ha seguido sus pasos.
Ha esperado pacientemente y cuando había transcurrido media hora, con la llave subrepticiamente obtenida y con el mayor sigilo se ha introducido en el piso que el marido tiene para despacho. El recibidor está en penumbra, lo que le facilita el moverse con cierta libertad. Siguiendo la ruta que le marca unos quejidos sincopados, se acerca a una puerta mal cerrada, que le permite, sin ser descubierta, entreabrirla para contemplar a lo vivo a su esposo desnudo cabalgando con todo ímpetu a una hermosa mujer que impúdicamente desvestida se aviene con alborozo y con indescriptibles expresiones de placer carnal al galopar delirante del más desenfrenado coito.
Lola, aunque preveía algo así, al chocar con la cruda realidad siente un sobresalto tan acusado que le impide reaccionar. Y con el mismo sigilo con que ha entrado, llorosa traspone la puerta de salida del piso hacia la calle, y se aleja a paso ligero del escenario en el que se ultraja de forma tan inicua el juramento de fidelidad que ambos esposos han jurado respetar y cumplir.
La mente de Lola está en plena ebullición. Piensa en lo que debe hacer. Y después de mil cábalas, juicios, soluciones..., se decide por la sentencia bíblica: diente por diente...
Directamente se dirige a un establecimiento de modas. Adquiere un conjunto de blusa casi transparente y minifalda, zapatos de tacón alto y medias caladas; un tanga insignificante que apenas cubre el bello púbico. En el vestidor se compone con su nuevo atuendo y hace un paquete con la ropa que se ha extraído y la entrega a la dependienta para que se la haga llegar a su casa. De inmediato traslada a un centro de belleza del que sale convertida en una vamp.
Ya en la calle, su casi desnudo cuerpo atrae la mirada libidinosa de los hombres que la observan con todo descaro. Ella, retadora, mantiene impasible las miradas. Un mozo de apenas veinte años se acerca un tanto temeroso, y con voz apenas audible, pide le diga que le cobrará. Lola le lanza una mirada flamígera que deja al pobre zagal desconcertado, el cual se aleja con el rabo entre piernas (y nunca mejor dicho lo del rabo). Apenas ha cruzado la calle, que un elegante señor se le acerca, y sin preámbulos le pregunta si le hará una mamada, ya qué, le explica, él con meretrices no fornica, solo practica la felación. Lola le mira horrorizada y acelera el paso. En la esquina tropieza de bruces con un atractivo joven. Ella, al disculparse, al propio tiempo que él intenta lo propio, lo hace con una sonrisa oferente, que él la interpreta de aviesa manera, pues enseguida la pregunta si le molestará que la encule. Lola se pone roja como la grana, al punto que el maquillaje que lleva no llega a encubrir, y dándole un fuerte empellón sale huyendo despavorida. Aprovecha la oportunidad de que pasa un taxis, lo para y le da al taxista la dirección de su casa.
No bien ha cerrado la puerta de su domicilio, con inaudita rabia extrae la blusa con tal fuerza que la rompe. Mientras camina hacia el baño deja por el camino la falda y los zapatos, y cuando llega al cuarto de aseo se desposee de la tanga y las medias y se lanza ávida hacia la ducha. Bajo el chorro de agua restriega con furia el maquillaje y el resto del cuerpo como si el más impuro lodazal lo hubiese enlodado.
Jamás de los jamases, como en esta tarde, la habían insultado de un modo tan ultrajante, tomándola todos como una vulgar puta. No era ese el camino que intentaba seguir para vengarse de Silvestre. Esperaba encontrar una persona que le hablase de amor, y después, embebidos en ese sentimiento, gozar de una placentera y feliz entrega mutua. Y en ese punto hallaba en su pensamiento cumplida venganza a la traición de Silvestre.
Al ver fracasado su intento, llegó a la convicción de que lo mejor era separarse definitivamente de su marido, pues a contar de este momento nunca más podría confiar en su lealtad.
¡Pobre Lola!. ¿Acaso esperaba que otro hombre cualquiera cumpliría con ese inalcanzable requisito de fidelidad...?