Tengo 32 años y estoy recién casado, pero hay una becaria en la oficina que no logro quitarme de la cabeza.
Ella se llama S. y tiene 26 añitos. Es rubia, con carita de niña buena, ojos marrones, labios carnosos y sonrisa fácil y alegre. Suele vestir pantalones apretados que marcan unos muslos fuertes y sensuales y un culo bien formado de mujer. Sus pechos son pequeños y ahora en verano las camisetas muestran la forma exacta de cada uno de ellos.
Pero tengo que empezar por el principio: antes de casado llevé con ella una relación excitante y juguetona de maestro - lolita.
Jugábamos a que yo le enseñaba a meterse mi sexo hasta el fondo de su garganta, o a tragarse toda mi leche, o a relajar su ano para entrar en él, prieto y caliente, poco a poco. Algunas de estas cosas ella ya las sabía bien, aunque ella me excitaba aparentando ignorancia, pero otras las aprendió de verdad conmigo.
Más de una vez ella entró en mi despacho, estando la oficina repleta de gente y la puerta abierta con sus bragas en la mano, cerrada en un puño que abría sobre mi mesa para mostrármelas mientras yo nervioso nos sabía si mirar esas tanguitas maravillosas o levartar la vista para comprobar que nadie entraba por la puerta. Era una Lolita perfecta: obediente y sumisa cuando tenía que serlo, con iniciativa y fantasías otras veces, pero siempre con ganas de sexo, mimos y juegos.
A pocas cosas me dijo que no y mis peticiones (que en el juego tenían forma de órdenes) fueron subiendo de nivel: me lamía el ano con calma, casi con devoción, durante todo el tiempo que yo fuera capaz de soportar sin darme la vuelta y meterle mi sexo en la boca. Le costó aceptar que la lluvia dorada era una muestra de sometimiento por la que tendría que pasar, pero terminó transigiendo entre resignada y sumisa, y tragando, sin placer pero coqueteando con el asco, mis ocasiones chorritos cuando me la chupaba. Los sopapos en la cara o en el culo eran parte del juego, alguna vez puse a prueba sus límitesdando fuerte, pero nunca se quejó. Los insultos y la sensación de humillación y sometimiento la ponían -nos ponían- a cien.
Ella era puro sexo. Siempre estaba dispuesta y nunca se cansaba. Sus orgasmos eran sentidos, y tan salvajes que terminaba siempre temblando de pies a cabeza, sin poder muchas veces sotenerse de pie.
Era todo lo que un hombre puede pedir y comprenderéis que ahora que estoy casado le escriba estos cuentos de recuerdo para evitar sus labios que aún buscan mi sexo. Cuentos que tendrán continuación si ella -o vosotros/as- me lo pedís.
Muxisimas gracias maestro por incluir nuestra aventura;ha estado bien la descripcion.Espero sigas escribiendome mas cuentos aqui y yo tb podria completar alguno si te parece. besos, Lolita.