E P I L O G O
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Salvo el momento para cenar en un restaurante de la autopista, viajamos sin parar hasta Barcelona. Al reintegrar al coche, sugerí a Paquita recostara en el asiento de atrás para ir más holgada y cómoda, y si le vencía el sueño podría tumbarse para dormir.
Llevo siempre conmigo, en el coche, cassettes de los genios de la música clásica El largo trayecto me brinda propicia ocasión para satisfacer mi megalomanía. Por reminiscencias de mi infancia, en primer lugar pongo la Gran Polonesa, de Chopin. Siempre que escucho esa pieza, siento como un nudo en la garganta, pues de niño la oía constantemente y mi alma se llena de añoranza.
Para no turbar el reposo de Paquita, oigo la música a través de un auricular. La quietud del ambiente, que armoniza perfectamente con el tenue sonido de la música, contribuye a dar alas al pensamiento.
Por la mente pasa, en visión calidoscópica: el momento en que inicié este viaje, pletórico de ilusión por la aventura en ciernes; el temor inicial a que entre Paquita y yo pudiese o no existir mutua compenetración y los esfuerzos para romper el hielo de la relación circunstancial entablada; el desenfreno de nuestra pasión, espoleado por una euforia plena de exultación; la aparición en escena de Crhistelle, a la que por comodidad de lenguaje denominamos Cristal, como contrapunto a un incipiente sentimiento amoroso, por mi parte no deseado; las confidencias escabrosas de la una y el relato pornográfico de la otra; el recuerdo de acontecimientos reales que jalonaron mi vida; el contacto directo con el lesbianismo; para acabar la aventura vencido por el pavoroso fantasma de los celos, cuya sola mención lacera el alma como fustigada por el fuego del averno.
Al recapitular mentalmente las enseñanzas obtenidas durante este viaje constato que el placer sexual, en su estructura y desarrollo, cumple los determinantes de cualquier otro placer que nace de los apetitos naturales: comer, beber, dormir, etc, que se manifiestan siguiendo una regularidad cíclica que inicia en la sencilla apetencia, va creciendo y culmina en el estado de necesidad 'en cuyo urgente remolino se excusa o disculpa la infracción de la ley', y que se sacia en cuanto es cumplida. La angustia que nace de ese estado de necesidad, se calma y queda recompensada con el placer que causa el satisfacerlo, sin que a nadie se le ocurra pensar, después de logrado, en el goce obtenido.
Mientras el varón cumple la necesidad sexual en la vulva de alquiler de una hembra mercenaria, la reacción psíquica que experimenta es igual a la que puede sentir por el hecho de beber un baso de agua cuando se halla sumamente sediento y, por tanto, ningún arrepentimiento le conturba por haber satisfecho ese imperioso deseo.
El problema, en lo relativo al varón, surge en función de determinadas circunstancias, que derivan de su estatus matrimonial. Si la esposa coadyuva lo suficiente a saciar su necesidad sexual, o de la relación extemporánea que él mantenga fuera del tálamo matrimonial se derivan compromisos y obligaciones que dañen la férula familiar en cualquiera de los aspectos: afectivo, moral o económico y caso de aportar enfermedades venéreas, es obvio establecer responsabilidad para el cabeza de familia que no asume sus obligaciones, tanto las que contrajo con el matrimonio, como aquellas otras que provienen de la paternidad, entre las que no deja de ser principal el mal ejemplo que su comportamiento puede ejercer sobre la familia.
El prolijo examen de esta cuestión, me mueve a pensar que lo motiva la vergüenza que me inspira el haber actuado como un memo, al lanzarme a la aventura con una mujer por la que no siento ningún tipo de afección, ni aun tan siquiera la que pudiera provenir de agradecimiento por concederme su compañía cuando se lo pedí. Además, el destinar un tiempo, que por principio básico es del patrimonio familiar, a saciar el instinto más bajo con un ser que no me une ningún vínculo ni tan siquiera el amoroso, considero, dentro de la frialdad del raciocinio, que he inferido grave afrenta a mi esposa. Tanto más grave, cuanto para justificar tan innoble comportamiento me prevalgo de una pretendida incompatibilidad de caracteres, a que aludía en el prólogo, y que ahora, en la solitud, descubro arrepentido es incierta, y que sólo pretendía con mis reproches hallar un efugio en que amparar mi insólita escapada.
Sería un obtuso si omitiese que velis nolis esta reacción tan negativa la promueve, en parte, el veleidoso comportamiento en la playa de Paquita con el italiano, y, por otra parte, el natural despego que el hombre siente por la hembra una vez la ha poseído.
Y como no hay mal que bien no traiga, de consuno con los compases de la Novena Sinfonía, de Beethoven, que suena deliciosa en mi oído, siento que la atrición por haber ofendido a mi esposa, acrecienta en mi alma el inmenso amor que de siempre le profeso. Y hasta jocoso, llego a meditar, que mi repudio a ultranza del divorcio, no sea otra cosa que el medio solapado de influir en el ánimo de mi mujer para que no se le ocurra la tontería de promoverlo, para abandonarme.
Como remate a esta crítica que discurseo en la mollera, me viene a las mientes el aburrimiento insufrible que siempre he padecido al contemplar el acto carnal, en sus distintas manifestaciones, y lo difícil que resulta explicarlo, por más literatura de que nos valgamos o de poesía que le tratemos de involucrar; pues el acto en sí, tanto en el coito, como en la felación o en la sodomía, es reiterativo y uniforme movimiento de los cuerpos, que acaba por cansar y adormecer... salvo se aplique el antídoto de la participación activa. ¡Pero eso, es otra copla!
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Hemos llegado.
Estamos frente a la casa en donde vive Paquita.
Fatigados, por tan largo viaje, ya que a lo largo del día casi hemos pasado diez horas en el interior del automóvil, los dos tenemos ganas de arribar al hogar para descansar.
Nuestra despedida es breve. Lo hago con un superficial beso en la mejilla, sin cruzarnos la mano.
-¡Te llamaré! -le digo sin convicción.
Ella hace un gesto de asentimiento con la cabeza, y se va hacia el portal. En el momento en que lo cruza, yo emprendo la ruta de casa. Y entretanto medito que esta experiencia me servirá de lección, para no reincidir jamás de lo jamases en una aventura de este jaez.
¡Y así acabó un dislate, que nunca debió ocurrir!
Como colofón, me pregunto:
¿Acaso este libro es trasunto de la fogosa realidad de un joven lanzado a la vorágine del placer, o responde al desvarío de un viejo, removiendo en las cenizas del pasado las lúbricas andanzas que pululan por su memoria? Con palabras de Shakespeare, cabría contestar:
"Tú no eres, ni joven, ni viejo,
sino que a través de una siesta sueñas con ser ambas cosas."
F I N
A fuer de persona sincera, que tengo que drte la razón, Arcadio. También yo me he tragado toda la novela y tambié4n a mí me ha encalabrinado su lectura. Decir erótico es decir nada, pues además de hacer vibrar, está magníficamente escrita. ANFETO, te felicito, porque de verdad te lo mereces