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Cristal lo ha hecho aposta, y no deja de tener su mérito, que el relato acabe precisamente en el instante en que paramos frente al hotel. No puedo evitar el agradecer mentalmente esta liberación con un expresivo: ¡gracias a Dios! Sin apenas tiempo de parar el coche, ya abre la portezuela y se lanza rauda al exterior. Con igual ímpetu avanza el cuerpo hacia Paquita, a la que atrae su rostro con las manos y en plena boca le suelta un beso de campeonato. Luego viene hacia mí, y también pretende besar en la boca pero la esquivo, ofreciéndole por cortesía la mejilla. La repulsión ya no es sólo moral, sino que constato ha pasado a ser física.
Nerviosa, no sé si por la prisa, o por mi manifiesta repulsa, se despide:
-¡Gracias por todo! He pasado un día delicioso. Tenemos que repetirlo. Voy corriendo porque hago tarde... ¡Adiós a los dos! ¡Hasta pronto! -y se va corriendo hacia el hotel.
Me giro desde el asiento para hablar a Paquita, cuando oigo la voz de Cristal, que según veo ha vuelto corriendo.
-No quiero quedar con el mal sabor de boca de haberos mentido -se expresa afligida y con cierto desasosiego.- La verdad es que nací en Valladolid y a mis padres no los conozco de nada. Procedo de un orfanato, del que huí a los catorce años con una compañera, viniendo a recalar a Francia. Es cierto que soy azafata, y por mi compañera de tripulación, que se llama Hilda, es por lo que conozco Etampes y el colegio Jeanne d'Arc donde ella se educó. ¡Esa es la realidad! ¡Y perdonarme la historia, que solo lo he hecho para distraeros! ¡Os quiero! ¡Adiós!
Estaba tan seguro de esta realidad, que no se me ocurre hacer el más simple comentario.
Inicio la frase que interrumpió la viciosilla arrepentida:
-¿Qué te parece, Paquita, si nos volvemos a Barcelona, y de esa forma evitamos el madrugón de mañana? -Es la primera vez que le dirijo la palabra desde el malhadado incidente de la playa. Mi tono es distante e indiferente. Aún, sin pretenderlo, se ha esfumado la afectuosidad que por ella sentía.
-Bueno -concede sumisa-, como a ti te parezca.
-De acuerdo, pues; pago, recogemos el equipaje y nos vamos.
Encargo al portero tenga el vehículo a mano, porque partimos enseguida. Al conserje le pido la nota y se ocupe del equipaje.
Al llegar a la habitación, recojo toda la impedimenta, que introduzco en el saco de viaje, el cual dejo cerca de la puerta para que lo baje el mozo.
Le digo a Paquita que la espero en el vestíbulo.
Abstraído en las operaciones de la marcha, actúo como un autómata. Pago la nota y voy a la entrada, a esperar a Paquita para partir.
Despierto del marasmo en que estoy sumido, al constatar que llevo de pie cerca de un cuarto de hora esperando. El tiempo se eterniza, y me impaciento. Dirijo constantes miradas al ascensor.
¡Por fin!
Aparece en la puerta del ascensor una Paquita de aspecto desconocido para mí: el semblante, contrito y desvaído con inequívocas muestras de haber llorado; el porte, alicaído y falto de lozanía; y su prestancia, antes tan grácil y deportiva, se ve ahora empañada por la desolación que emerge de su desvalido talante.
¡En verdad, que causa profunda pena! Pero, tanto ese desvalimiento obedezca al hecho de dejar a su adorada amiga, como si responde al repudio, que yo inconscientemente le manifiesto, no deseo ahondar en él, y me muestro indiferente, como si en realidad no lo advirtiera.
Al acercarse, le ofrezco amablemente:
-¿Quieres comer o tomar algo, antes de partir? -y como niega con la cabeza, le digo:- Pues entonces, nos vamos enseguida.
Subimos al coche, estacionado frente a la puerta, y emprendemos el regreso a casa.
(Continuará)