Con esfuerzo rompo la fascinación de este hechizo etéreo que transporta a un lejano pasado. Para no incurrir en otra ausencia mental, pido a Cristal que prosiga contando sus inicios eróticos. Con acritud inconveniente se niega en redondo a complacer mi solicitud, aduciendo:
-¡Eres un fisgón obseso e insoportable! Ahora no tengo ganas de hablar de mis cosas. -Y soltándose de mi brazo se pasa al otro costado de Paquita.
Estamos frente a la torre del vigía enclavada en la arena de la playa. El mador de mi cuerpo impregna de humedad la satinada piel de Paquita que está en contacto con la mía. Esta promiscuidad me angustia y unido a que estoy dolido por el sorpresivo ex abrupto de la azafata, opto por separarme del grupo. Mientras extraigo el niqui y las sandalias que deposito en la arena, corro por la playa en busca del mar. Sin arredrar por previsible corte de digestión, zambullo de golpe en el agua. Con ímpetu nado hacia el piélago. Al poco me noto relajado y optimista. En posición supina me abandono al suave mecer de las olas, que sin esfuerzo arrastran a su capricho. Me invade un dulce torpor: es como una bruma que amorosamente me arropa y aísla del mundo exterior y sumerge en la plácida y sosegada paz del silencio. Pierdo la noción del tiempo. Arrullado por la deleitosa caricia del agua que me envuelve y el onomatopéyico ronroneo de las olas, creo alcanzar la telúrica bienaventuranza. Hace mucho rato, tal vez más de una hora, que las proteicas mareas me llevan a su antojo. Y de pronto, sin percatarme, hallo zambullido en el bullicio de los bañistas, que en gran número nadan y se divierten en la divisoria donde rompen las olas. El impensado contacto físico con alguno de ellos me devuelve a la cruda realidad presente.
Salgo del agua. Por lo alejado que estoy de la torre del vigía, a cuyo pie deposité la ropa, juzgo que las olas me han transportado a gran distancia del punto de partida. A paso rápido acudo a recoger mis pertenencias, al propio tiempo que miro por todas partes buscando a las amigas. Recojo el ato, en el que compruebo satisfecho que nada falta, y de inmediato emprendo la búsqueda. Recorro toda la playa hasta el embarcadero para Port-Cros. ¡Nada, como si la tierra o el mar se las hubiera tragado! Siento me atosigan los nervios y el desasosiego empieza a mortificar. Me sorprendo que de tal modo me afecte esta desaparición. Con el alma en vilo, corriendo de un lado para otro, llevo casi media hora en este rastreo infructuoso. Me paro a pensar que tal vez hayan abandonado la playa y esperen junto al coche. Una vez me decido, con paso rápido encamino hacia allí.Apenas cincuenta pasos me separan del coche....
¡Lo que veo se me hace de tal punto inverosímil y penoso que me retiene quieto, perplejo, anonadado, sin saber que talante adoptar! Apenas soy capaz de reprimir el punzante ataque de rabia que hace encorajinar. ¡No es para menos, por lo que estoy descubriendo! A escasos metros del vehículo, ellas abrazadas a sendos muchachos, están los cuatro tumbados sobre la arena. Los cuerpos desnudos entrelazados a pleno contacto, da constancia del grado de intimidad a que han llegado. Los besos sin escatimar los prodigan con mutua complacencia. Me falla el aliento y la vista se me nubla; un temblor nervioso me hace zangolotear; crispo los puños y bajo la piel se manifiestan venas azuladas que engruesan a ojos vista. ¡Atosiga unos celos irreprimibles y se me corta el resuello!
Confieso, a fuer de sincero, que los celos me inspiran insufrible pavor y congoja. ¡No los aguanto! En el seno familiar sufrí durante la infancia el suplicio de este martirio, que me ha hecho hipersensible ante cualquier manifestación de este ominoso sentimiento de desconfianza. Soy plenamente consciente que los celos hacen perder el raciocinio y acaban por embrutecer hasta enfoscar en la locura al atacado por esta dolencia. De ahí que ponga todos los medios para eludir y, en cualquier forma disimular, caso de no vencerlo, este nefasto y corrosivo tormento.
Aspiro con fuerza y procuro, valiéndome del adecuado proceso mental, acompasar la respiración a su ritmo normal. A medida que me sereno, el sentido común rechaza con decidido tesón las drásticas soluciones que me sugiere el enfado: desde escapar, hasta enfrentar violentamente contra los profanadores de la confianza, que ingenuo de mí, creí que presidía nuestra amistad. Establecida la cordura, juzgo los hechos con analítica frialdad: la unión de los tres no responde a otra cosa que al deseo de pasar ratos agradables, sin ulteriores consecuencias. Precisamente, en el tiempo que estamos juntos, no he hecho otra cosa que recusar el amor que infundadamente imaginé que Paquita sentía por mí. Entonces, ¿de qué, el enfado? 'Ya recobrados la quietud y el seso' -parodiando a Campoamor en el 'Tren Expreso'- voy directo a donde están Paquita y Cristal.
(Continuará)