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Paquita (4)

- 8 -
Presiento invade a Paquita la laxitud que hace mella en mi persona. El silencio más absoluto reina entre nosotros desde hace largo rato. Ahora vamos a mayor velocidad y, en prevención, conduzco con las dos manos puestas en el volante.
Cavilo, intrigado, en los pensamientos que pueden ocupar la mente de Paquita. Me sorprende oír el dulce sonido de su voz, que casi inaudible me increpa:
-Siempre lo tuve por persona seria y comedida. Para mí ha sido una sorpresa su comportamiento, sobre todo escucharle decir determinadas palabras, que nunca hubiera imaginado podían salir de su boca.
Lo dice sin acritud, aunque en su tono se advierte un atisbo de recriminación por la falta de respeto para su persona que pueda suponer el léxico empleado. Me trata de usted. Resulta cómico, después de los excesos en que mutuamente nos refocilamos, persista en mantener este tratamiento. Sin embargo, admito no me disgusta.
Cierto, que al explicar a Paquita la aventura con mi vecina, no fui tan comedido como lo soy ahora que la escribo. Tal vez porque su sólo sonido me excita, me valí del léxico más vulgar para rememorar aquella inolvidable aventura.
La reprimenda de Paquita despierta en mí el espíritu polemista que me caracteriza, y, aún a trueque de ser capaz de defender la posición contraria, le argumento:
-Como bien reconoces, en mi conversación normal jamás se me ocurre usar palabras malsonantes o soeces. Pero me pregunto, ¿qué cabe motejar de chabacano o soez? El premio Novel de Literatura, Camilo José Cela, poco después de recibir ese premio, al hablar en París ante un auditorio de literatos y gente selecta, dijo, que lo que de él opinara el presidente y ministro de cultura del gobierno español le importaba "tres cojones", -uno más de los habituales-, sin que nadie se rasgara las vestiduras por tal exabrupto. Por otra parte, al tratar en la intimidad con fines eróticos temas relacionados con el sexo, me excito tanto más, cuánto mayor procacidad, vulgaridad y obscenidad entraña los epítetos usados para jalonear la conversación. Y no podemos olvidar que esas palabras, que reconozco hieren el consustancial pudor y buen gusto, constituyen acervo idiomático que nos legaron los clásicos, sino, recuerda aquellos versos, precisamente recapitulados por el ínclito Cela:
Ese arranque, esas fuerza, ese poder,
y esa constante ansia de joder
que os hace alegres, listos y bribones,
reside en un santuario: los cojones.
Seducido por este raciocinio, aduzco:
-¿Acaso, Paquita, te atreves a negar que la procacidad de mi lenguaje no ha sido causa de que te haya puesto al rojo vivo?
Paquita calla. No sé si porque acepta mis razones, o porque le faltan argumentos para rebatirme, o bien, que puede ser lo más natural, exangüe como está no tiene arrestos para enfrascarse en una discusión. El dulce acatamiento que entraña su silencio despierta en mi interior tierna emoción, que me mueve a pasar el brazo por detrás de su cuello, y ella, accediendo a la invitación de mi gesto, reclina la cabeza sobre mi hombro.
Al conducir solo con una mano, aminoro la velocidad.
La posición de mi brazo que enmarca la cabeza de Paquita hace que antebrazo y mano descansen sobre su pecho. Mis dedos perciben al tacto su acelerado latir. El silencio que reina entre los dos, como en mí es habitual incita a elucubrar sobre los pensamientos que campean en la mente. Los que ahora la ocupan no cabe en puridad calificarlos de edificantes: se centran en los senos de Paquita. Siguiendo la acción al pensamiento, introduzco los dedos por el escote y tropiezo con el sujetador. Al citar esta palabra, de nuevo desbarro por los Cerros de Ubeda y pienso en que, hace tiempo, escribí: "La mujer ha dado un paso de gigante en el campo de las libertades: ha roto barreras y tabúes, ha desterrado del léxico de su vestuario la voz 'sostén' que preconiza caída, desprendimiento y ruina, y la ha sustituido por 'sujetador', que hace vislumbrar corceles desbocados, jocundos, pletóricos y bien alimentados.... aunque sea con silicona." Vuelvo a concentrarme en el embriagador hacer de mis dedos que persisten en abrirse camino entre la satinada carne y el sujetador, hasta lograr espacio suficiente para que la mano recoja la copa viva y palpitante de algo cálido, suave al tacto, pesado, con la consistencia del fruto maduro y sabroso.
-Recuerdo una niña, de apenas quince años, que tenía los senos tan duros que resultaban desagradables al tacto -le transmito mi pensamiento-; al acariciarlos producía la sensación de manosear el frío mármol de una estatua. Los tuyos son cálidos, acogedores, permiten la impronta de los dedos sobre la carne receptiva. ¡Me encanta toquetearlos!
En efecto; encuentro gusto en el toqueteo y no cejo de oprimir, pellizcar, repasar toda su esférica superficie con persistencia de un poseso. Paquita debe ser en esta parte de su cuerpo hipersensible al tacto, pues no hace más que revolverse en el asiento, pegándose a mi costado. Abre y cierra las piernas de forma espasmódica. Pone su mano sobre la mía y la oprime con fuerza sobre esa masa globular que se pliega dócil a la presión. Quiero conocer hasta donde es capaz de resistir, y me lanzo con fruición al enervante deleite de acariciar entre índice y pulgar el encrespado pedúnculo que pugnaz se hace notar en la concavidad de la mano.
Escaso es el trecho que llevamos de camino por causa de la pequeña marcha a que circulamos.
Vuelvo el rostro hacia Paquita, y percibo está como traspuesta: párpados cerrados con firmeza, lengua que pasa incansable para humedecer los labios resecos de la boca que tiene entreabierta, como si le faltara el aire; espalda y cabeza reclinadas con fuerza sobre el respaldo; manos que ciñen los muslos, los que tiene obscenamente separados.
Dejo de pizcar la enhiesta y dura protuberancia, si bien insisto en su caricia, pero ahora con más suavidad, apenas rozando. El estremecimiento de todo su cuerpo y el grito peculiar que exhala su garganta constituye demostración suficiente del clímax en que logra desfogarse.
Al poco se vuelve y deposita un beso en mi mejilla. Sin duda constituye esa muestra de afecto el premio de mujer agradecida, al sentirse satisfecha.
Continúa en silencio, arrebujada a mi vera.
-¡Nunca, antes, fui testigo de la intensidad con que tú acabas de gozar! - le confieso con admiración, al tiempo que acaricio su rostro con ternura.
-¡Nunca, antes, había experimentado lo que ahora acabo de sentir...! - responde como un eco, lánguida y ensimismada.
- 9 -
Nos encerramos en un mutismo pletórico de remembranza. Concentro en la conducción del vehículo y los kilómetros pasan raudos.
-Si te parece, paramos en Nimes para pasar la noche, está cerca -le propongo.
En los pocos más de doscientos kilómetros que hay entre Perpiñán y Nimes invertimos casi tres horas de viaje. La causa de demora queda más que justificada ...
Son cerca de las siete de la tarde y en este país supone el final de jornada. Tenemos la suerte de encontrar hospedaje en el Hotel Cheval Blanc, en la Plaza Arenes, tocando al monumento que lleva este nombre. A mi requerimiento nos facilitan habitación con dos camas: De siempre, para dormir no aguanto compañía: me angustia y desvela el roce con cualquier cuerpo.
Estoy fatigado y también Paquita, según lo acusa su postración. Tan sólo hemos viajado apenas cuatrocientos kilómetros desde Barcelona, y además en dos etapas, que no justifican este cansancio; pero caigo en la cuenta que el estrago obedece a esos otros entretenimientos pecaminosos que jalonaron la ruta.
Invito a Paquita a dar un pequeño paseo para desentumecer las piernas. Lo hacemos por la rue de Victor Hugo hasta la Maison Carrée. Nos desenvolvemos con la apariencia de ser un matrimonio compenetrado y feliz. Presto atención al porte de mi acompañante, y constato, ilusionado, en que posee una bella figura, que viste modosamente y que de su persona fluye ese halo característico de la dama elegante y virtuosa, que sincroniza perfectamente con la mujer con que soñamos para el hogar. Sinceramente, ¡estoy orgulloso y satisfecho gozar de tan deliciosa compañía! Contra todo pronóstico, pues no entraba en mis propósitos, siento por Paquita dulce y pura ternura, ayuna de cualquier pensamiento impuro. Por asociación de ideas, a que tan propensa es mi imaginación, me sorprendo recitando los versos de "Orlando Furioso", de Ariosto:
"Que existencia más dulce y más alegre
que la de un corazón enamorado?"
En este tiempo que vamos juntos percato que Paquita es poco habladora, lo cual me complace en extremo. Recuerdo haber leído en "Gaya Ciencia", de Friederich Nietzsche, que "nunca tienen éxito esas pobres mujeres que se muestran ansiosas e inseguras, y hablan demasiado delante de aquél a quien aman: pues lo que seduce con mayor seguridad a los hombres es una ternura íntima y flemática." Por contra, es oyente atenta y aplicada, lo que me seduce mucho más. Escribió Herbert N. Casson que la razón de que muchos hombres se casen es la de tener siempre alguien que nos tribute honores y elogios; yo añadiría: y alguien que nos escuche. Confieso tengo el vicio de hablar, mejor diré, de monologar, y uno de mis placeres predilectos es el disfrutar de auditorio entregado y sumiso. Ello no constituye óbice para que en determinados momentos adore el silencio, sobre todo si lo comparto con persona a la que me ligan lazos afectivos: el silencio, en ese caso, se convierte en vínculo de comunión platónica al crear íntima y espiritual emoción que entronca las almas en un sentimiento único.
Paquita pertenece a la grey de mujeres tiernas y abnegadas, y por eso, en este instante, estoy inmerso en un cielo de ventura. Su mano, fuertemente enlazada a la mía, eleva mi espíritu a un quimérico paraíso de amor y ternura. ¡Soy feliz!
(Continuará)
Datos del Relato
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1316
  • Fecha: 07-02-2003
  • Categoría: Varios
  • Media: 6.37
  • Votos: 101
  • Envios: 0
  • Lecturas: 3431
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