MAÑANA DEL TERCER DIA
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No sé discernir si ha sido poco o mucho lo que he dormido, pero sin duda lo suficiente para que haya resultado reconfortante y de nuevo me halle dispuesto. Al abrir los ojos, en la posición en que estoy, descubro en el espejo indiscreto que la cama vecina con las sábanas revueltas está vacía. Escucho atento, y nada turba el silencio de la estancia. El radio reloj, que siempre me acompaña, indica son las ocho horas, veinticuatro minutos. Satisfecho al hallarme a mis anchas, salto de la cama y de inmediato procedo al rutinario aseo matinal. En el espejo del lavabo, escrito con barra de labios, se lee el siguiente mensaje: "Estamos en la peluquería. Volvemos en hora y media. Te amamos." Y en lugar de firma, el dibujo de dos corazones traspasados por sendas flechas. Río la ocurrencia y con papel higiénico empapado en agua procedo a limpiarlo. Para hacer tiempo y obviar la espera me entretengo y alargo la acicaladura. Listo para esta tercera jornada vacacional, bajo a conserjería, y al entregar las llaves de la habitación dejo el recado para la "señora", de que vuelvo enseguida.
Acudo a la joyería a recoger los encargos que hice ayer. Además del dependiente, despacha otro señor de unos cuarenta y tantos años, que por su aspecto barrunto es el dueño. Como los dos están ocupados, distraigo la espera en curiosear las vitrinas. No salgo de mi asombro al descubrir en una de ellas se exponen varios relojes Nowley, cuya marca me consta pertenece a una familia barcelonesa. El que aparenta ser dueño se acerca servicial. No puedo por menos de expresarle mi extrañeza de que una marca española de reloj se pueda comercializar en Francia, cuando el mercado mundial lo acaparan Suiza y países orientales. Amablemente me informa, que el tener estos relojes obedece a la amistad personal que le une con sus fabricantes, una empresa catalana compuesta por padre y tres hijos, con los que habitualmente coincide en las ferias del ramo a las que acude. Para obsequiar a mi mujer, y mejor diré, para acallar mi conciencia, le compro de esa marca reloj con pulsera de oro. Al pagar, el dueño, gentilmente, me hace una rebaja, y todas las adquisiciones me las entrega estuchadas para regalo. Excusa su ausencia unos momentos y vuelve con una tarjeta en la que ha escrito la dirección de esa familia catalana, que me entrega con el ruego, 'si no me causa mlestia', -según dice- pase a saludarles en su nombre. Al despedirme del amable joyero, prometo cumplir su encargo.
Para que las personitas que confiesan amarme no tengan que esperar, regreso raudo al hotel. En la confortabilidad de un diván llevo rato leyendo una revista, ilustrada al estilo francés con desenfadados desnudos femeninos. Sin apercibirme de su presencia, las amigas se han acercado sigilosamente, y una, después de la otra, me besa en la boca con alegre desparpajo. Tienen las manos ocupadas con unos paquetes. Excusan su tardanza y demandan un poquito más de paciencia. Risueñas se alejan luciendo sus esbeltas siluetas hasta perderse en la cabina del ascensor. Pretendo reanudar la lectura, pero no logro fijar la atención. La mente se distrae con muy distintos pensamientos que sugiere la fugaz presencia de mis amigas.
Sin venir a cuento, me pongo a elucubrar sobre los dos pecados capitales que distinguen al español: la soberbia y la envidia, por este orden. Si bien, se me ocurre colegir que ambos pecados son congénitos al ser humano. Me percato que en este momento no es tan descabellado pensar en esos vicios. Pues no puedo dejar de admitir que me he envanecido de soberbia el descubrir las patentes e indiscretas muestras de admiración que los que pululan pòr este hall no han podido disimular al paso de mis amigas, y la envidia que se traslució en sus semblantes cuando ellas tan cariñosamente me besaban. ¿A qué extremos no alcanzarían sus celos, si supieran de la promiscuidad de nuestra relación? Lo que a éstos, o a otros, pudiera colmar de felicidad, en estos momentos noto que en mí produce hastío y repudio. Por causa de que me noto ahíto de tanto sexo. Al meditar en ese remedo de bocas, voraces y turbulentas que nos dominan y enloquecen, contribuyendo a la acción natural de orinar y defecar, me acomete un asco irreprimible. Tanto más, al repara en las incursiones por ese orificio por donde el ser humano evacua el detritus, en que me he aventurado inducido por la pasión que ofusca el raciocinio y omite la aversión. Al pensar en ello, noto mi estómago se revuelve en arcadas que concitan al vómito. No cabe duda que la naturaleza, no obstante sabia, fue cicatera y frugal en sus creaciones. A órganos de transcendencia vital, que amalgamados dan cima al más espectacular de los milagros: el de perpetuar la especie, se les asignó también otro más vulgar cometido, consistente en ser el conducto excretor del líquido que rezuma la vejiga urinaria. Y las maravillosas caderas femeninas, carnosas y opíparas, que tan perniciosamente casan con nuestra zona pubiana, a tal punto que tan solo mirarlas despierta el deseo de yustaponerse en roce flamígero, las dotó de excitante capullo lascivo y procaz que promueve sueños lúbricos de introducción, y que no es otra cosa que albañal por donde se expele las inmundicias corporales.
Engarzado en el sortilegio de las ideas, inconscientemente entro en la dilucidación del valor inconmensurable, casi mítico, de los vocablos. La palabra, en sí, tiene fuerza tan viva y contundente que asemeja a un proyectil en cuanto transciende de nuestros labios. La historia de la humanidad gira, desenvuelve, forja, crea y destruye al socaire de esa fuerza inmanente que posee el vocablo. Y como si se tratase de un dios omnipotente le rendimos adoración en el ara en que se postra nuestra pequeñez y estulticia. El 'sí' y el 'no', para el mortal, adquiere igual contundencia que tiene el volcán para la corteza terrestre. Entraña el ser o el no ser, la vida o la muerte, la felicidad o la desgracia, el éxito o el fracaso... La distinta composición explosiva de que nos servimos para lanzar ese proyectil altera radicalmente los efectos que produce, según en la misma intervenga: duro diamante, maleable oro, pesado plomo, consistente hierro, corrosivo ácido, pegadiza goma, deslizadiza vaselina, aromático perfume, templado acero... La inflexión en la voz constituye el crisol donde funden esos materiales, que asume el privilegio de dotar al vocablo de distinto significado según cada caso. De ahí, el temor reverencial que inspira la palabra escrita, porque le falta acento vital, dejándola desnuda, constreñida a su acepción semántica. No es lo mismo espetar a una mujer: ¡eres una puta!, que en el fragor de la fornicación incentivarla con la expresión: ¡sigue, mi puta adorada!
¡Mira por donde, el cúmulo de vivas palabras, como detritus, inmundicias, etc., que al iniciar este soliloquio interferían en mis pensamientos, me arrastran a divagar sobre el valor intrínseco y extrínseco de la palabra y la transcendencia ecuménica que ésta adquiere en el caracterismo de la humanidad!
(Continuará)