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Despierto sobresaltado. ¿Que ocurre, acaso es hora de levantarse? Levemente entreabro los párpados celados por el sueño. Cuanto tiempo he dormido: ¿una, dos horas? El brumoso intelecto se apercibe de la existencia en el techo de una imagen surrealista inmensamente larga, en cuya parte media crece tupida mata de pelo. El aturdimiento no me permite asimilar lo que ocurre. ¡Debo de estar soñando! Y ensimismado con esta idea, cierro de nuevo los ojos. ¡Sí, es un quejido! Un quejido sincopado y multiforme el que escuchan mis oídos. Y a medida que el sentido auditivo capta ávido ese lamento, se esfuman las brumas del sueño, y la curiosidad avizora la vista. Abro los ojos para desentrañar el misterio que antes fantaseó el ensueño. Lo primero que veo en el espejo cenital, es a dos mujeres completamente desnudas, la una con los brazos en cruz y las piernas separadas, y la otra de espaldas, con la cabeza escondida en el regazo de la amiga. Fácil me resula adivinar se trata: de Paquita, la que está en posición pasiva; y de Cristal, la que arrisca su rostro por húmeda cañada. El espectáculo aviva mi atención, y para no interrumpirlo simulo estar dormido. ¡Ahora me percato! Mi brusco despertar lo ha motivado ese quejumbroso respirar de Paquita que tan bien conozco y que, en este caso, lo fomenta la caricia voraz de la azafata, entregada al dulce deleite de degustar el goloso peterete que la otra le brinda. El remolino que Paquita imprime a las caderas, engrescadas en bullicioso ritmo de bayadera, la férrea presión de sus pulposas manos, que ahora someten la cabeza de la tríbada para obligarla a saborear la golosina, y el estentóreo alarido ritual, confirman la realidad del presagio: ¡la inefable, candorosa e inocente amiga goza como una posesa!
A través de los entornados párpados, descubro a las tortilleras me observan con atención, al parecer para cerciorarse si el grito me despertó. Sigo fingiendo que duermo. La estratagema debe convencerlas, por el modo en que concentran de nuevo en su lúbrico entretenimiento. ¡Me ignoran!
La francesita, en su papel de oficiante, con la puntita roja de su adminículo pultáceo, carnoso y húmedo, accionando en espátula, exculpe el bello rostro de la seducida víctima. Con reiteración magnética, una y otra vez modela el contorno de los labios de la amada, quién los abre ansiosa de catar la efervescente pasión de esa gubia que la martiriza y domeña. La victimaria no cede ni claudica; prosigue tenaz en la circunvalación de esa boca. Admira su contumacia en no apartarse un ápice del trazado labial, excluyendo cualquier otra parte. ¿Qué fruitivos y misteriosos estímulos afrodisíacos persigue? Lleva cerca de un cuarto de hora entregada a este entretenimiento y no ceja. ¡Es inaudito! ¡Maravilloso! La víctima tensa el cuerpo en arco con apoyo en nuca y talones. Impúdica exhibe las partes íntimas, a donde acuden presurosas las manos. Con pasión incontenible absorbe ese estilete que la enloquece y... ¡Un destello luminoso emerge con el eretismo que la caricia ha despertado en su interior, y que provoca un seísmo que cancanea su cuerpo en una danza lasciva y desesperada! Esta vez no suena el vibrante clarín, heraldo de su segunda hazaña saturnal. ¡Se lo priva una sarta de diminutas perlas correctamente engarzadas, que prenden engolosinadas en la pulpa ardorosa de su lengua, sujetándola!
Paquita languidece sobre el lecho, con los ojos cerrados. El adminículo lingual de la provocativa Cristal se resiste a abandonar la cárcel donde está cautiva. Sus manos adquieren vislumbre de rayos que electrizan cuanto tocan. Tenues y sugestivas aletean por campos y praderas, recorren montículos y vaguadas, se infiltran en cueva, aventuran en sima, discurren por cañadas y en todas los sitios por los que pasan despiertan irreprimible temblor y espasmódica convulsión, que se resuelve en vibrante orgasmo que eleva por los aires a Paquita con un brinco inaudito, al extremo de que desplaza a Cristal de su lado hasta casi lanzarla de la cama. Si debemos juzgar por las muestras, está vez Paquita ha gozado muchísimo más que en las dos ocasiones anteriores. Un sollozo de angustia escapa de su garganta. Como muñeco desarticulado queda derrengada, postrada en el lecho. El acelerado latir de su pecho induce a creer que es víctima del agotamiento y, por consiguiente, ha devenido en un ser imposibilitado para nuevos embates. Su recalcitrante amiga Cristal no debe pensar del mismo modo, pues no abandona su presa. Prescinde en absoluto de la manifiesta fatiga y abatimiento de Paquita, y se vale de su fuerza para voltear hasta ponerla de espaldas.
Advierto que Cristal es persona propensa a buscar el goce ajeno más que el propio. Debe de ser en este diabólico juego de encrespar a la víctima hasta el súmmum sin reparar se halle o no en lastimoso estado, donde busca, y por las muestras encuentra, respuesta a su tortuoso afán de placer. Se ha arrodillado al lado de la desvalida. Humilla la cerviz hasta que su boca se posa sobre la nuca, al parecer punto de partida de este recorrido lingual. A medida que avanza la cabeza, se imprime sobre la piel suave y compacta de Paquita surcos húmedos que marcan el sendero por donde discurre la untuosa lengua. El músculo embelecador, después de premioso deambular trazando arabescos, arriba al cóccix. Las manos de la ladina, que como se ha visto se muestran expertas en el arte de encalabrinar, se deslizan insinuantes por los sitios y rincones salaces, aledaños al punto de arribo del pultáceo puntero. ¡Subyuga el fluido sexual que emana de este sáfico preludio. ¡Sobre todo a partir del momento en que Paquita participa, sin duda repuesta del letargo!
Descubro, con sorpresa y cierto rubor, el arregosto con que contemplo a estas lesbianas en acción. Ambas se debaten en torbellino de sensaciones que preconiza la inminente consecución del clímax. Poco es lo que tarda en oírse fuerte suspiro. Esta vez surge al unísono de ambas amantes, lo que refrenda que Paquita y Cristal gozan parejo. ¡Dudo que Safo, la poetisa amante de Faón, pudiera en Lesbos brindar espectáculo más excitante que éste!
Algo ocurre, sin embargo, que se me hace imposible comprender: mientras una parte de mi ser encuentra placer en el afrodisíaco espectáculo de las dos tortilleras lanzadas a la boruca de sus lúbricas y antinaturales lagoterías, la otra parte sufre el martirio de unos celos lacerantes y desaforados, provocados por la dolorosa sensación de sentirme ignorado. ¡Como si no existiera! ¡En deleznable abandonado! Esta vejación me espolea a la venganza. Brinco al ponerme en pie. Arrimo a las nalgas de Cristal. Y aquél limaco, que avergonzó al acostarme y que ahora se manifiesta orgullosamente enhiesto, busca en el canal que separa los gemelos hemisferios una guarida en donde aposentar. Por la primera puerta que halla al paso se cuela con cruel embestida, como si pretendiera soterrar la rabia que le tortura. El aberrante concúbito exaspera a la ultrajada víctima, que emite estentóreo y amenazador grito de dolor y cólera
-¡Bête...! ¡Sale...! ¡Cochon...! ¡Fils de putain! -encrespada y dolida increpa en su lengua vernácula.
Pero yo, con el ansia de venganza que me reconcome, crezco ante los insultos y el daño que evidencia su resistencia, y con mayor ímpetu barreno con ardor y sin miramiento en ese pozo seco y desabrido que se solivianta contra la afrenta que le inflijo. Es una posesión sin amor. Por ambas partes el odio convierte el embate en lucha cruenta, inmisericorde. En el fragor de la brega, el cariz que adquieren los acontecimientos me confirma en la idea de que la propia violencia acrecienta en el hombre, ardiente frenesí sexual. Al mirar las partes en lid, descubro están empapadas en sangre y que una substancia negruzca e inconfesable las mácula. Basta este estigma, producto del ensañamiento, para que la lava, que se fragua en el volcán de la pasión, impetuosa precipite por la sima de esa estéril oquedad.
Desde una esquina de la cama, Paquita, en cuclillas, nos contempla. No hace falta suelte palabra para no entender su explícito repudio al comportamiento que he tendido con su amiga del alma... Esta insidiosa crítica aviva el rencor hasta hacerme encorajinar. ¡Me siento preterido! Además, ¡estoy decepcionado! Su presentido amor no fue más que una quimera. Deploro este fracaso, no porque no haya sido, si no por causa de mi vanidad, que de sentirse halagada, ahora sufre la desilusión del desengaño. Desabridamente la cojo y obligo a situarse de espaldas. Inducido por el enojo que despierta su desvío, mi comportamiento tiende a inferirle vejamen y castigarla. Sin requilorios, el aguerrido caballero, que sigue gloriosamente orondo y pendenciero, la acomete por el mismo camino que momentos antes transitó en su amiga. Contra todo pronóstico, aquí entra sin violencia, dulcemente, como si lo estuviera esperando. ¡Qué distinto al otro! Algo inoportuno me ocurre. ¿Acaso esta pasiva complacencia de Paquita, donde creí encontrar ostensible rechazo, merma la potencia eréctil de mi vasallo? ¡Me siento amilanado! Expulsado del habitáculo por su flacidez, nada valen mis esfuerzos para retornar su pujanza. ¡Está hecho un guiñapito ridículo e inoperante!
Añeja experiencia, hace tema con pavor la vuelta al estado de inapetencia sexual que duró un período de mi vida. Fue en tiempo en que gozaba de la amistad íntima de muchísimas mujeres, a las cuales pretendía dar satisfacción, sin conceder oportunidad a las glándulas testiculares para reabastecerse. La escasez de esperma convertía el acto en algo anodino e intrascendente, y, lamentablemente, sin atisbo de placer. Pasé miedo cerval a que de por vida se hubiese esfumado en mí los estímulos que mueven el complejo artilugio sexual, ¡Lo más odioso, era al pensar, que para suplir esa falta de incitación, pudiera caer en la pederastia!
Arrebujada al pie de la cama, la francesita no ceja de hipar en desconsolado llanto. Desazonado por el estado en que acabó mi arma de combate y molesto por lo que la expresión de tristeza de Cristal entraña de rechazo a mi persona, abusando de mi fuerza la arrastro por los tobillos a la cabecera de la cama y violentamente separo sus muslos, en cuya confluencia hundo mi cabeza para morder. La acongojada azafata, enfurecida, se defiende con tesón y acre virulencia para zafarse, sin conseguirlo, del cepo que forman mis brazos y dientes. Las fuertes puñadas y la furia con que me zarandea tirando del pelo, apenas duele, lo que me irrita y solivianta es verme rechazado como un apestoso al excluirme de su juego erótico. De nuevo me atosiga la sensación de alejamiento y desvío que patentiza el esquivo comportamiento de estas viciosas tortilleras. Mientras, sorprendido, noto despierta el guerrero, cuyo milagro achaco al hecho de gravitar en el ambiente este estado de violencia. Sin abandonar el eximio maná que saborea mi golosa boca, el ya erguido caminante retoma la ruta en la que antes sufrió afrenta al ser expelido. Mis manos, accionando como zarpas, atosigan inmisericordes las partes tiernas y delicadas más sobresalientes, abstractivas de a cual de las dos pertenecen. Mis acciones, regidas por el soterrado machismo que anida en el subconsciente, responden al animo de venganza que suscita el abandono de que he sido objeto, contra quienes son capaces de omitir, hasta de olvidar, mi presencia como amante.
Exacerbación, quejumbrosas quejidos, lastimosos llantos, denuestos recriminatorios, y todo cuanto irrita, exaspera o enfada que forma el legamoso vínculo que enlaza a este desquiciado concúbito de tres en discordancia, poquito a poco, a la chita callando, tenue y silenciosamente se esfuma y desaparece de la escena. A medida que se doblegan al desenfreno de mis acometidas, mi adalid, en rotativa peregrinación, honra los tres cobijos de cada una, y ellas, receptivas y asequibles, se supeditan a esta intromisión. Nuestras manos se tornan dulces y suaves. Cada beso fomenta el fuego de apasionados abrazos que nos funden en escultórico conjunto, en el que brazos, piernas, cuerpos entrecruzan, amalgaman y confunden con la incógnita de a quién pertenecen. Un susurro, cada vez in crescendo, esparce su eco por la habitación. Precursor al estallido, lo origina el ronroneo que emiten tres gargantas al unísono. El embate a que estamos lanzados, desencadena un torbellino huracanado de pasiones en fusión. El zurriburri que organizamos con nuestros turbulentos y descompasados movimientos hace crujir la espaciosa cama. Presiento que el holocausto en el altar de Anteros es inminente. ¡Nadie aguanta más! De las dos, le toca en suerte a Cristal ser crisálida del insecto que aletea zumbador a la espera de catar el elixir, que se elabora con néctares que fluxionan los órganos del amor. Paquita, abierta como un libro, está unida labialmente a su amiga del alma, mientras anuente recibe en su parte íntima la caricia que le brinda mi ávido estilete lingual. Tres espasmódicos lamentos funden armónicos en un solo aullido, que vehemente anuncia el clímax glorioso.
Sin preferir palabra me levanto y en dos saltos acudo al cuarto de baño. Con esmero paso el chorro de la ducha por todas partes, especialmente por la que ha sido mancillada con turbidez inconfesable. Una vez seco, retorno a la cámara, y sin tan siquiera despedir de las dos amigas, que siguen tiernamente abrazadas, cobijo en mi cama, donde de inmediato acoge el hado que dispensa empíreo refugio, al vedar se involucre en su dominio la entrometida e implacable realidad.
(Continuará)