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Muchos kilómetros atrás me afano en imprimir a la mano que descansa sobre el muslo de Paquita un movimiento apenas perceptible. Uno de los dedos se entretiene dibujando círculos concéntricos sobre la firme y satinada piel de la cara interna. La pasividad de Paquita me hace vislumbrar que la caricia no le desagrada. Con la misma suavidad, dando a la acción un aire distendido, paso la palma de la mano por toda la pierna en la longitud que el brazo alcanza; al ascender, la dejo quieta sobre la liviana tela que cubre lo que constituye el pináculo de mis deseos: al simple tacto adivino el bosquecillo que voluptuoso crece en derredor de ese sacralizado reducto que es fuente de vida, y que, además, dispensa a quién obtiene el don de su beneficio el más excelso goce que nos brinda la naturaleza. El calor que en este instante despide ese paraje es, sin duda, el mejor termómetro para apercibirse del grado de voluptuosidad que por momentos se enseñorea de su dueña.
Sin hacer alusión a este nuevo estado de cosas, vuelvo a mi relato y continúo contando.
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-Dejo que Ella se tranquilice, y para facilitar la más rápida recuperación obligo al promotor de tan consuntivo desahogo cese en el buceo en que está empeñado. Al advertir que Ella ya se ha relajado, con mimo la cojo por debajo de los sobacos y ayudo a que se tienda de cubito supino sobre el lecho. Adoptando la postura precisa, obtengo que el incansable buceador vuelva a laborar en el primer receptáculo que le deparó tan acogedor recibimiento. Ella corresponde a esta nueva visita con manifiesta alegría, y pone a colación todo el arte de que es capaz para gratificar, a quién hace sólo un instante le deparó tanto goce, con besos, caricias, succiones, en lo que participan labios, lengua y paladar, que no dejan de emocionar al agasajado, que, incapaz de reprimir por más tiempo su estado de ánimo, acaba por soltar un chorro inaudito de lágrimas blancas y untuosas, que Ella ingiere con la unción con que se recibe el maná.
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Paquita, recostada en el asiento, tal vez sin apercibirse, está con las piernas separadas y la mirada perdida en la cinta lustrosa de la autopista. El lugar recóndito de Paquita, en donde desde hace rato reposa mi mano, arde, y, además, una humedad sintomática trasciende hasta propagarse por la liviana tela que lo cubre. Ladinamente imprimo a la mano un movimiento circular, y sus efectos en la recipiendaria de la caricia no se hacen esperar: cierra los ojos para mejor concentrarse y aquél lugar secreto en donde actúa mi mano adquiere un movimiento que me sorprende, es igual al que hacen los labios de la boca al abrir y cerrarse. Nunca, en mi larga experiencia, había notado algo semejante. Este descubrimiento y el saber que ella reacciona favorablemente a mis deseos me encalabrina de tal modo que sin pensarlo dos veces aparco el coche en el arcén, extraigo las prendas ociosas y me posesiono con ambas manos de su cara, a la que ofrezco incontinente la visita del encrespado embajador de mis apetencias dispuesto a presentar sus cartas credenciales; éste es acogido en una sala lujosamente engalanada con dos sartas de diminutas perlas de una blancura inmaculada, en la que un dúctil y acaramelado chambelán lo recibe, y con arrobada ternura lo acaricia con melosas lameduras.
Ilusión y placer adquieren tal grado de intensidad, que ¡no me puedo contener!: la vista se nubla, el mundo huye y la uretra se convierte en túnel por donde escapa un río de ardiente lava, al propio tiempo que irreprimibles quejidos escapan de mi garganta.
Al recobrar la serenidad obligo al flamante embajador, que por la hazaña en que se ha visto envuelto ha devenido en mustio y alicaído, a retirarse a sus cuarteles, para permitir solazar mi boca en ¡el primer beso desde que salimos de Barcelona! Introduzco la lengua en aquella sala tan acogedora, y con fruición degusto, mezclado a su baba, el sabor agridulce del compacto cremoso con que la obsequió el egregio visitante. Mi mano, mientras tanto, no resta inactiva. Prosigue en querer descubrir aquél misterio que tanto le intriga. Subrepticiamente la introduce por debajo de la tela para tocar al natural aquellos labios que se mueven independientes. Un dedo, impaciente por revelar el misterio, se separa de los demás y adentra por ese remedo de boca, hasta notarse envuelto por cálido y húmedo tegumento que le dispensa, con sus sincrónicas contracciones, el reconocimiento más explícito por el placer que la intrusión le depara.
La consciencia precavida me advierte del peligro que nos acecha, caso de que cualquier patrulla policial al observar el vehículo estacionado, acuda indagatoria y nos descubra de esta guisa. Esta sensación de peligro me incita a precipitar los acontecimientos. Quiero provocar en Paquita el merecido goce, pero es imprescindible acabar cuanto antes. Con harta dificultad logro situarme a sus pies. Acercando mi boca al punto en donde la mano hizo tan elocuentes descubrimientos, me entrego a las más enervantes caricias. El endiablado movimiento de las caderas y un ronroneo cadencioso que finaliza en estentóreo grito, ¡qué debe oírse a más de un kilómetro de distancia!, me apercibe que Paquita ha obtenido el clímax deseado. La intensidad de la convulsión es de tal magnitud que ella queda desmadeja en el asiento, lánguida y extenuada.
Compongo mi tocado, aposento frente al volante, y ¡partimos!
(Continuará)