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PAQUITA (25)

- 36 -

No puedo por menos de reconocer que los elogios que al acabar la narración me dispensa Paquita, me complacen, si bien reconozco son excesivos. Pero lo que colma mi agradecimiento es la devoción con que me escucha, al punto que da sensación de absorber mis palabras igual se tratase del maná divino. Esta adoración incondicional constituye, a todas luces, el acicate que me mueve a contarle sin rebozos ni tapujos pasajes íntimos de mi vida licenciosa.
El tiempo para la cena se ha dilatado en exceso y estimo no es hora para acudir a un espectáculo o sala de fiestas, a los que, en verdad, soy poco aficionado. No obstante, dejo que Paquita decida: alega está un poco fatigada y dice prefiere retirarse a la habitación. Si bien agradezco su decisión de no recluirnos en cualquier sala pública, también me duele lo hagamos entre las cuatro paredes de la habitación, de ahí que le proponga un corto paseo, ya que, según le explico, uno de los mayores placeres que encuentro al viajar es el de recorrer de noche las ciudades que visito, deambular por sus calles y callejuelas sin rumbo fijo, descubriendo trasparencias que brindan cristaleras iluminadas, los monumentos envueltos en el tegumento de la penumbra, fantasmagóricos rincones, las fachadas con relieves sombreados, todo un mundo diferente y sugestivo que desaparece a medida que la luz solar desvela la realidad y apaga el embrujo de su misterio nocturno.
Paquita acepta encantada el paseo, según asegura, y absortos y en silencio empezamos a caminar.
La calle, a esta hora libre de fárrago circulatorio y con escasos viandantes, en la semipenumbra callada y quieta de la noche tan sólo quebrada por la luminosidad que le suministra el alumbrado público, se muestra acogedora y confidencial. La atmósfera saturada de sales marinas y el cielo tachonado de refulgentes estrellas formando un sólo elemento, nos envuelve celoso en el deleite de su embrujo. Enlazados por la cintura nos embebemos del embriagador sentimiento de amor puro que emerge diáfano de la afinidad espiritual de nuestras almas. Cualquiera, al vernos aureolados por este nimbo de ventura, entenderá que somos: ¡la pareja más feliz del universo!
Bordeamos el Vieux Port, por el Quai du Port hasta llegar al Fort St. Jean. En la Avenida Veudoyer descubrimos la mole impresionante de las dos Catedrales la Major. Recorrido largo y agradable, sin que nada, ni tan siquiera nuestra voz, rompa el hechizo que impera.
De pronto, el cuerpo de Paquita se decanta sobre mi costado, dejándome sentir el peso cálido de su abandono. El brazo que ciñe su cintura estrecha más el cerco y así, firmemente enlazados, seguimos el paseo.
Ahora aprecio con nitidez el roce de su mórbido pecho que se cimbrea al ritmo de nuestros acompasados pasos; sexual relevancia adquiere su duro muslo al chocar con el mío en su cadencioso contoneo al andar.
Mi conciencia se despierta y lúcida y avizor entronca con este nuevo estado de cosas. Igual que si la sacudiera descarga eléctrica, Paquita se crispa cuando mi mano se posa sobre la exquisita curva que tensa la blusa. Su mirar profundo interroga sorprendido. Por toda contestación pego mi boca a la suya, en beso del que transciende la tierna pasión que nace, crece y propaga al consuno de esta fiebre que se fomenta del contacto de estas carnes adorables.
Estamos ante la mole inmensa de los dos edificios catedralicios, difuminados, insignificantes, perdidos en la lobreguez y silencio del entorno, fundidos en una sombra única. El beso se eterniza.
Al cabo de rato, con esfuerzo supremo, lo interrumpimos y sin que medien palabras reemprendemos el paseo,
Pocos pasos después, vuelvo a abrazarla, y acercando mi boca a su chiquita oreja, hurgo con la lengua en su interior, que según me ha explicado le estimula la libido, y con el tono de voz más sugestivo, le instigo:
-¿Por qué no acabas de contar tu iniciación en lo concerniente al sexo? Contaste que habías tenido tu primer orgasmo en brazos de tu hermano. Que reposaste la cabeza sobre su pecho, desde donde pudiste apercibir que a tu hermana la acariciaba igual que lo hacia contigo, y que tu hermana sé hacia la longuis, como si la cosa no fuese con ella. ¿Qué ocurrió, después?
Imprimiendo mayor fuerza al abrazo, Paquita procura hurtar el rostro a mi atención, y muy quedo, con su voz melodiosa, susurra al oído:
-¡Te lo dije! : me da mucho apuro hablar de este tema, y mucho más ahora que percato que tú lo recuerdas con tanta precisión. De siempre ha sido mi secreto más preservado y no puedo vencer el sonrojo me causa el que cualquiera, y más tú, conozca estas interioridades de mi familia. Tanto más, cuando la sociedad en que vivimos, vitupera y persigue con tanta saña este tipo de cosas.
-¡Eso era antes! -le animo-. Ahora nadie por estas cosas se llega a arredrar, por escabrosos que sean los hechos. Existe una razón fundamental para este cambio de comportamiento de la sociedad. Antes, la unión de los sexos se establecía limpiamente, sin acudir a medios profilácticos, que a causa de la moral que entonces imperaba, eran desconocidos para la mayor parte de gentes, y el resultado del apareamiento de la pareja era obvio: parto o aborto. Por otro parte, fruto de la experiencia, era proverbial que los hijos de parientes consanguíneos normalmente nacen deformes y tarados. La masa social, velando por la pureza de sus estructuras, no pretendía otra cosa al recusar este tipo de relaciones incestuosas, que defenderse de esas lacra. De ahí su intransigencia y persecución contra aquellos que descuidaban esta recusación.
"Sin embargo, este modo de pensar y actuar está en completo desacuerdo con lo que nos ilustra la Biblia, el libro sagrado por excelencia, según el cual se viene en conocimiento que la especie humana en sus albores se reprodujo con el incesto de Eva con su hijo Caín, de cuya unión nació Henoch. Lo cual prueba que ése debió ser el designio de Dios, creador de todo lo divino y humano, y, en consecuencia, nadie con razón y en buena lógica puede negar y mucho menos rebelarse, contra lo que Dios estableció para poblar el planeta, ya que si nuestros ancestros fueron una sola pareja: Adán y Eva, al nacer de su unión solo dos varones, Caín y Abel, y ser muerto éste por aquél, tuvo necesariamente que existir con Eva el incesto de su hijo y sucesivos descendientes, pues de otro modo la especie humana no hubiera podido reproducirse.
"A estas alturas, en que el descubrimiento de nuevas técnicas anticonceptivas concede a las mujeres una libertad sexual de la que antes carecían, ya no es restrictivo el grado de afinidad de parentesco que los una, pues el apareamiento ya no está vinculado a la procreación, sino que se puede perfectamente relacionar la pareja para buscar el goce físico que se obtiene del ayuntamiento de ambos. Y no existiendo el riesgo de embarazo si se adoptan las prevenciones oportunas, el porcentaje de seres deformes o anormales que nacen de estas relaciones entre familiares es tan exiguo que no cuentan en el parámetro que determina su precio social. Como antes no ocurría así, por eso, como te digo, el sentir del pueblo y los códigos que regían sus costumbres fijaron graves y severas penas morales a los que cometían incesto, y hasta legales según la edad que tuvieran.
-Tal vez lo que dices es verdad, pero aún así no deja de abochornarme lo que te conté y el recuerdo de lo que ocurrió después -me replica.
-Anda, Paquita, no seas tan melindrosa ¡y cuenta ya de una vez! -le insto con acento persuasivo y perentorio.
-Bueno; si tanto lo deseas... -se pliega a mi requerimiento.
-Te confesaré, que aquél día fue tan importante en mi vida, que me marcó para siempre, y todo lo que ocurrió lo tengo siempre tan presente como losa que pesara sobre mi conciencia.
De este modo abre Paquita el relato de sus primicias.
Datos del Relato
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1419
  • Fecha: 17-02-2003
  • Categoría: Varios
  • Media: 4.74
  • Votos: 77
  • Envios: 0
  • Lecturas: 2365
  • Valoración:
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