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Entramos en Marsella. Dejo la autopista y sigo recto por la rue de Roma y la avenida de Prado que conduce directamente a la playa. Con facilidad doy con el restaurante. Es una construcción exteriormente de aspecto provisional levantada en medio de la playa, dentro está enmoquetado y decorado con exquisito gusto y lujo. En las varias veces que lo he frecuentado me he percatado que apenas asisten mujeres, y los hombres que hay tienen el aspecto de ser ejecutivos que aprovechan la etapa gastronómica para solventar sus negocios.
El maitre sale a nuestro encuentro, sitúa en una mesa frente al mar, y anota nuestra comanda, consistente en aperitivo y la ansiada "bouillabesa", -que constituye el leitmotiv, excusa y justificación, todo en una pieza, de este trastrocado viaje-, y para acompañarla nos decidimos por un vino blanco de Alsacia.
Contemplamos el paisaje: al fondo, a la derecha, el puerto y la ciudad, en medio de la rada el castillo de If; a la izquierda, en el extremo de suave cala, Cap Croisetté.
-El castillo de If -le cuento a Paquita, indicándolo con el dedo- fue construido por Francisco I. En él estuvo preso Felipe Igualdad, sobre nombre que adoptó Luis Felipe José, Duque de Orleans, cuando abrazó la causa revolucionaria. Fue enemigo cerval de María Antonieta, y sufrió el macabro designio de ocupar su propia celda y ambos morir en el cadalso. Honorato Gabriel de Riqueti, duque de Mirabeau, amigo de Felipe Igualdad, que vino al mundo con un pie torcido y tres muelas y, para colmo de desgracias, quedó marcado por la viruela, y no obstante tanta calamidad gozó de gran predicamento y aceptación entre el elemento femenino, llegando alcanzar fama de ser un fornicador empedernido, también ocupó una celda de este castillo. Pero el que de verdad lo inmortalizó es Alejandro Dumas, al situar entre sus muros al Conde de Montecristo.
Subyuga la atención que presta Paquita, que premia con creces la verborrea seudo-histórica que acabo de propinarle. La contemplo extasiado, está radiante, un luminoso fulgor juvenil emana de todo su ser, su belleza natural se acrecienta con el halo que la envuelve y que se manifiesta en la encantadora sonrisa que alumbra su faz. Una sombra de temor viene a turbar, sin embargo, este sentimiento, me asalta miedo de que esta exaltación obedezca a un estado amoroso que puede nacer al socaire de un espejismo. ¡Cierto, que me gusta a rabiar! Lo admito. Admiro en ella virtudes y encantos incalculables: belleza, inteligencia, dulzura de carácter, docilidad, trato mimoso y, por encima de todo, la fogosidad y entrega absoluta y completa en los embates amorosos, que hace de su persona una compañía primorosa y encantadora.
Cuando digo que siento miedo de enamorarme, tiene su razón de ser. Al pervivir en mí los principios insobornables sobre la perennidad del matrimonio en que he sido educado, mi subconsciente fija una barrera imposible de transgredir, que impide me enzarce en cualquier clase de lazo sentimental que incida en la acción disolvente de esa unión. Sobre la base de no quebrar la unidad familiar me permito toda clase de licencias y veleidades, ¡claro está, con la mayor prudencia, sigilo y en secreto! Nunca, como dije en mis primeras confesiones al inicio de estas páginas, cupo en mi ánimo voluntad de separación, y mucho menos de rotura matrimonial.
Es, por tales razones, que pienso en lo poco que puedo ofrecer a Paquita, me refiero a amor, tal vez lo que ahora aporto: gran dosis de ilusión para disfrutar sin freno ni mesura de cada momento presente, y, para luego, un recuerdo más a atesorar en el archivo mayestático de la memoria, que brinda el don inefable de permitir, al sólo impulso de nuestra voluntad, el rememorar la felicidad de estos acontecimientos imborrables. ¡Pero, nada más!
(Continuará)