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-Tenía diez años -abre sus confidencias Paquita con voz casi inaudible, no cabe duda del gran esfuerzo que hace para vencer su comprensible pudor a tratar tema tan íntimo-, cuando descubro como en mi pecho crecen dos bultos redondos, muy duros y finos por la tersura de la piel. Ufana y orgullosa comento con las amigas ese escubrimiento. Al ducharme no dejo de admirarlos; y una y otra vez paso impaciente la mano por su contorno para cerciorarme de sus progresos. Complacida, compruebo como aumentan de volumen a ojos vista.
A medida que habla su voz adquiere firmeza, lo que prueba que sólo los recuerdos, con exclusión de cualquier otra idea, ocupan su mente.
-Tú conoces a mi familia, y que siempre han regentado el bar de su propiedad. Cuando éramos niños comíamos todos juntos en el bar y luego nuestros padres nos mandaban a casa para preparar los deberes escolares. Pero lo que en realidad hacíamos, era apoltronarnos en el sofá del comedor para ver la televisión. Mi hermano, que es cuatro años mayor que yo, se sentaba en medio, y mi hermana, con la que nos llevamos cinco años, se sentaba al otro lado.
"Al cumplir los doce años todo el mundo decía que aparentaba muchos más, a causa de que. aquellos granos, que dos años antes tanto me conturbaron, se transformaron en dos bultos de tamaño muy superior a los de una gran manzana, que a pesar de hacer lo indecible para disimularlos, destacaban retadores bajo el vestido. ¡La de burradas e inconveniencias que tuve que aguantar de los hombres, sobre todo de los maduros!
"Un día estabamos los tres hermanos sentados en el sofá, viendo en la televisión una película cuyo argumento trataba de unos amores juveniles, lo recuerdo bien, y mi hermano, tal vez para sentirse más cómodo, había pasado los brazos por detrás de nuestras espaldas.
Hemos llegado y aparco el coche en la misma orilla de uno de los meandros del Rhón, desde donde sentados y sin movernos se divisa el número incalculable de marismas que componen el paisaje; tantos son los brazos del río que es difícil confirmar el punto exacto por donde el Rhón desemboca en el mar. El reloj digital del tablier indica las diez, cincuenta y dos.
¿Acaso, Paquita, vuelve a sus vacilaciones? Está silenciosa, encerrada en sí misma, como si el cambio de situación que crea el estar aquí parados, rompa el sincronismo que la une al recuerdo de lo que cuenta. Ha debido ser tan solo un respiro, pues la oigo decir:
-De improviso me atenazó una extraña sensación. Al pronto no adiviné la causa. Recuerdo un calor insoportable y que mis mejillas quemaban como si ardieran. Debía estar roja como un tomate. Me sobrevino una tiritera ¡qué me alarmó! Me sentía como sobre ascuas. No adiviné el motivo, pero llegué a la conclusión que cuanto me ocurría no podía ser decente. Temía descubrirlo y me invadió una profunda angustia.
De nuevo reina el silencio entre nosotros, solo truncado por el rumor acompasado del agua deslizándose por el cauce del río. Paquita se revuelve nerviosa en el asiento. Para incitarla a seguir beso su mejilla y sobre el muslo deposito una mano sedante y cariñosa. Al fin se decide.
-Mi hermano, que tenía pasado el brazo por el entorno de mi cuello, sin darle, al parecer, mayor importancia, descansó la mano sobre mi pecho. Mentalmente debía seguir el compás de la música de la película, ya que los dedos de esa mano se empeñaban en marcar el ritmo, martilleando sobre mi pecho. ¡Estoy convencida de que mi hermano no era consciente del efecto que ese repicar constante me producía en todo mi ser! Advertí, de inmediato, una sensación que me trastornó, que por momentos aumentaba y se hacía más viva y pugnaz. ¡Era una mezcla de angustia y goce, al propio tiempo! Mi bisoñería no me permitía calibrar el motivo de que en otro punto concreto de mi ser, que tú puedes perfectamente imaginar, notase tal comezón y desasosiego que me entraron irrefrenables ansias de rascarme ahí... ¡cómo tú lo haces ahora!...
En efecto, la mano que descansaba sobre el muslo se lanza a la conquista de otros tesoros, y con la palma abierta masajea cuanto cae a su alcance. Sin que la narradora demuestre mayor inquietud por la frotación que inflijo en sus rincones secretos, prosigue contando:
-Mi primera intención, que recuerde, fue la de pedir a mi hermano que cesara en su toqueteo. ¡Pero sentí pánico ante esta decisión! ¡Y también vergüenza! Pues, en el caso de que se le ocurriera preguntarme cuál era el motivo, ¡no hubiera sabido que razón darle! Pensé que no entendería, porque tampoco lo entendía yo, ¡qué debía acabar con su música porque me estaba dando un gusto de miedo! Era tan intenso, que tenía miedo de que si iba en aumento no podría aguantar por más tiempo sin manifestarlo. A pesar de que era una mocosa, como me apelaba mi hermano cariñosamente, volvía a asaltarme la idea de qué lo que me ocurría no era normal, ¡ni decente!, ¡y mucho menos para contarlo a nadie!, y de ningún modo, por el gran respeto que me inspiraba, ¡a mi hermano! Supe del origen de mi sofoco y del gusto que recibía en punto tan sensible de mi persona por la labor de mi hermano, sobre todo cuando sus dedos percutían en el pezón, y descubrí que a cada golpe que éste recibía se endurecía y aumentaba de grosor, a tal extremo que acabó por dolerme. Para calmar esa tortura no encontré mejor remedio que poner mi mano sobre la de mi hermano y oprimirla con toda mi fuerza sobre el montículo de carne que estaba martirizando con tan dulce melodía.
La cita de tan sobresaliente lugar, por mimetismo lleva a mí otra mano libre a recrearse en su caricia, y no debe ser casual que la mano de ella apriete la mía con fuerza sobre este duro promontorio.
-Mi hermano -prosigue- que estaba a punto de cumplir los dieciséis años y alardeaba de saber todo lo referente al sexo, se vuelve a mirarme sorprendido y me observa de frente. No sé lo que pudo haber leído en mis ojos, pero me di cuenta del cambio que experimentó su comportamiento: de ausente y distraído adoptó de inmediato una actitud recipiendaria y anhelante. El repique inconsciente de su mano se trocó en suave y dulce caricia. Con pertinaz insistencia me repasó todas las partes de mi anatomía, hasta las más ocultas y secretas. La dedicación con que actuaba y el interés que ponía en producirme placer, hicieron que concibiese la idea de que también él hallaba goce en acariciar a su hermanita pequeña, y que su deseo de mimarme como lo estaba haciendo obedecía, sin duda, al fraterno amor que me profesaba. Después de ese día, mi hermano afirmaba que mi carne es pulpa compacta y firme y mi piel terso terciopelo, satinado como pétalo de rosa y dulce como la miel. ¡Mi hermano es un poeta!
Paquita esboza al recuerdo una sonrisa de cariñosa y fraternal complacencia.
-Voy de sorpresa en sorpresa -continúa-. Ya no es solo el pecho el que despierta con la caricia, también donde... tú me tocas, que entonces pensaba que solo servía para que las niñas hiciéramos pipí, empezó a manifestarse con tal picor y desazón que para calmarlo no encontré mejor remedio que llevar ahí la mano. Por encima del vestido empecé a rascar y a hurgar en el punto donde se unían las entecas columnas que entonces eran mis muslos. Admirada, descubrí que el roce en esas partes ocultas, de las que con machaconería me habían inculcado era picado mirar y mucho más pecado llegar a tocarlas, ¡me producía un deleite profundo! Con ánimo de explorar con más holgura esos secretos rincones y sin que tuviera conciencia de la indecencia que cometía, introduje la mano por debajo del vestido hasta tocar en carne viva algo tan suave al tacto, que me descubrió maravillosas sensaciones que por momentos se hacían mas fogosas y enervantes, y unido a las caricias que me prodigaba mi hermano , me desvelaron tal cúmulo de emociones y una excitación tan irreprimible, que acabé por no saberme controlar.
Incitado por los estímulos libidinosos del relato, llevo la mano de Paquita al punto donde confluyen todas estas sensaciones, y aunque no ceja de hablar, no esquiva acariciarlo con exquisita delicadeza.
-¡Como hermanita buena que soy, recosté la cabeza sobre el pecho de mi hermano! - sigue contando Paquita.- Al inclinarme, descubrí que su otra mano actuaba de igual modo sobre mi hermana, sin que para nada ésta la recusara, aunque sí que simulaba no percatarse, como si no fuera con ella. Los besos que mi hermano depositaba sobre mi pelo hicieron surgir en mí el irreprimible deseo de devolvérselos. ¡Nunca fui tan feliz, ni el amor por mi hermano alcanzó cuotas de tan elevada intensidad! El ansia de sentir los besos en la cara se hacía por momentos más acuciante, al punto que giré hacia él la cabeza ofreciéndole mis labios. Al pronto, el atisbo de rechazo, como si le repugnara la incitación que le hacía, me sobresaltó, pero la vacilación fue cosa de segundos, porque enseguida sentí su boca pegarse a la mía. ¡Fue mi primer beso de amor! Maquinalmente, tal vez con ánimo de absorber mejor la sensación de amorosa pasión que me inflamaba, entreabrí la boca. El adminículo lingual de mi hermano encontró fácil camino para instalarse en el receptáculo que le brindé, y deseoso de conocer todos sus recovecos, no cejó de lamer y chupar cuanto descubría a su paso. ¡Tal fue el placer de este beso, que me afané en devolverle las propias caricias que recibía! ¡Así nos refocilamos en lo que entrañaba perfecta sincronización de nuestro amor fraterno!
Nada le digo a Paquita, pero estoy en trance de desaprovechar una emulsión que luego, tal vez, necesite para mejores embates. Ella, al parecer ajena a mi estado de ánimo, sigue la narración.
-El placer se hizo tan intenso, que una sensación rarísima, de angustia y dicha, al propio tiempo, se apoderó de todo mi ser, y de tal modo invadió los sentidos que sobresaltada presentí que iba a desmayarme, ¡igual que si el universo y la vida entera desapareciesen y, en su lugar, lo sustituyera un grito, un estremecimiento, un pálpito, un escalofrío que me atenazó los miembros y sumió mi espíritu en un paraíso de felicidad jamás imaginado!
Paquita calla, parece ha llegado al fin de su experiencia, pero no debe de ser así, porque vuelve a sus recuerdos.
-Mi cabeza, que estaba recostada sobre el pecho de mi hermano, quedó lacia y desmadejada, y la mente embebida en ese trascendental descubrimiento que acababa de vivir. No puedo soslayar el inefable recuerdo que conservo ¡del primer orgasmo de vida! A pesar de que era una niña sin experiencia, me entró temor a encararme con el uso que podía o debía hacer de esas partes de mi anatomía tan abominables y vituperadas por los prejuicios que me habían inculcado, y que, según acababa de constatar, es donde fragua el mayor goce terrenal que el ser humano puede obtener. Hasta el punto, como luego aprendí, que para lograrlo pueden suscitarse grandes pasiones y aun generar cruentas tragedias. Pero mi mayor temor provino al meditar que después de haberlo catado, nunca mas podría prescindir de las caricias de mi hermano. Acerqué mi boca a la suya y le di un tierno beso en el que concentraba el inmenso cariño y mi agradecimiento por darme a conocer el paraíso terrenal. Él debió sentir lo mismo, pues sus labios se mostraron cálidos y acogedores.
Absorta en la melancolía del recuerdo, Paquita se repliega en sí misma, como encierra el molusco entre las valvas de la concha.
(Continuará)