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La noche se estaba portando bien con él. Tras la caída del plan inicial por la indisposición de su amigo, Sergio había optado por acercarse solo al local. Un tanto aturdido al principio, por faltarle el apoyo que dan los compañeros, y sin saber muy bien a dónde mirar y qué actitud adoptar, decidió acercarse con cierto temor a la barra y pedir una bebida.
En un local como ese, con el ruido atronador de la música, las risas, los chirridos de los vasos, pedir una copa no es asunto siempre sencillo. De talante tímido, pusilánime y un poco dado a la introspección, Sergio sentía que todas las miradas de los allí presentes se fijaban en él; en su disimulada torpeza con las manos, en su falta de iniciativa para hacerse oír ante el barman, en su estar de puntillas frente a la barra para compensar su falta de altura… Todas las miradas, salvo la del camarero…
Una chica resuelta que acababa de colocarse detrás de él pidió tres “martinis”, y un tipo con aires de haber reconquistado, él solito, Troya, le pasó por delante y pidió una bebida. Finalmente, la mirada piadosa y un tanto resignada del camarero se posó un instante en Sergio que, titubeante, solicitó algo de beber, mientras rebuscaba, torpemente, en el bolsillo del tejano, el vale de la consumición. Una vez con la bebida en la mano, dudó entre qué hacer, si buscar asiento entre alguno de los pocos butacones que quedaban vacíos en el local o acodarse en la barra, si aparentar ser por unos instantes Rick, el dueño del local de Casablanca, o James Bond en Casino Royale. Un fuerte empujón le sacó de estas ensoñaciones y le devolvió a la realidad.
–Perdona, no es fácil verte. Eres más bien chiquito, ¿lo sabías?
Allí estaba ella, con su moreno pelo corto, sus tejanos muy ajustados, sus ojos color almendra y sus, al menos, dos cuartas más que Sergio, que hacía que lo mirara de arriba abajo, como hacen los chopos con la grama.
–Me parece, chiquitín, que aquí estás más perdido que un pulpo en un garaje… Ven, vamos a mi piso, a ver si allí te desenvuelves algo mejor –le dijo en un tono que Sergio, por más que lo hubiera querido, no hubiera ni tan siquiera sabido decir que no.
La noche se estaba portando bien con él, pues allí estaba, junto a una hermosa chica y frente a la puerta de su apartamento.
En el momento en que ella introdujo la llave en la cerradura, Sergio oyó, al otro lado de la puerta, el trotar de algo que podía ser un búfalo en estampida acompañado de jadeos y sonidos varios, que le daban a entender que se estaban abriendo las puertas del infierno. Se quedó por un instante petrificado, algo que ella apreció.
–No te preocupes, es Otto, mi bebé.
Cuando la puerta se abrió, una inmensa mole de carne se acercó corriendo por el pasillo, de tal manera que, aunque le hubieran puesto delante la puerta blindada de Fort Knox, no le hubiera detenido. Intentando tragar saliva y con el culo pegado a la puerta, Sergio se atrevió a preguntar:
–¿Es un dogo argentino, no?
La mirada del perro se clavó en sus ojos, mientras la boca le quedaba a apenas tres centímetros de algún lugar entre los genitales de Sergio y el ombligo. Sergio intentó, inútil e involuntariamente, retroceder, al tiempo que las comisuras de la boca del coloso empezaban a desprender algunos hilos de baba. Ahora, un ligero gruñido, que no anunciaba nada bueno, emergía de su garganta. Y allí estaba Sergio, con un perro de sesenta kilos que le mantenía la mirada fija, mientras le apuntaba donde más duele con su boca. Ella, sin prestar demasiada atención a Sergio, se dirigió por el pasillo hacia la habitación, levantándose la camiseta de forma que su infinita espalda quedaba al descubierto y sus apretados glúteos dibujaban en el aire el movimiento más sexi que Sergio hubiera podido soñar jamás. Entre tanto, el perro babeaba cada vez más y no parecía dispuesto a dejarle hacer un solo movimiento.
–Otto –dijo ella en un tono suavemente imperativo, antes de entrar en la habitación–. Deja al chiquitín y vente con mamá.
Inmediatamente, el perro, que podría perfectamente haber guardado las puertas del Hades, perdió interés por Sergio y se apresuró por llegar junto a su ama. Sergio avanzó despacito por el pasillo, temiendo que, en cualquier momento, el moloso se diera la vuelta. Cuando alcanzó la habitación, lamentó no haber sido un pintor del Renacimiento, pues frente a él se encontraba, junto a la cama, el cuerpo desnudo más escultural y bello, que ningún pintor de diosas hubiera visto jamás. Y junto a ese cuerpo, Otto, sentado sobre las patas de atrás, atento, jadeante, volvía a mirarlo fijamente. Ella se tumbó sensualmente sobre la cama, entreabrió sus piernas y empezó a acariciarse la vulva con lentitud y maestría.
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