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Hubiese sido fácil atacar con el tan seductor tema de tirarme a la madre de un amigo, pero he decidido completar algo la trama y añadirle algo más de gracia a la historia. Éste relato, tengo que decirlo, lo inspiró una señora a la que vi caminar mientras paseaba en bicicleta. Sí, le he dedicado un relato erótico a una desconocida. Gracias por leerlo.
Ocho años de soltera eran los que tenía mi madre encima cuando se echó de novio a Sergio. Que yo supiese desde que se había separado de mi padre sólo había tenido como novio a aquel señor delgado y con gafas que nos hacía las fotocopias en la tienda de fotografía, amén de una única cita con el conserje del edificio.
La primera vez que invitó a Sergio a cenar a casa se suponía que aún eran amigos, aunque sospechaba que él ya se la había tirado por como reía mi madre con cada estupidez que él decía. No es que fuese un mal tipo, pero es normal no querer hacerle la ola al hombre que se acuesta con tu madre por las noches, y menos si escuchas desde tu habitación como gime encima de ella.
Hacía relativamente poco que mi madre había dejado algunas excusas tales como decir que era muy tarde a fin de que él se quedase a dormir en casa y poder meterlo en su cama cuando me enteré de que la familia de Sergio tenía un bar instalado en alguna calle de Barcelona.
Mi madre acababa de llegar del supermercado y acomodaba la compra a la vez que yo entraba en la cocina ansioso por devorar la merienda. Me apetecía probar la leche condensada que con ilusión había visto hacía dos días en la nevera. Hacía mucho que no la probaba.
-Mamá, ¿dónde está la leche condensada? ¿Ya se ha acabado?
-No lo sé… ¿no queda?
La cara que mi madre trataba de esconder tras los platos blancos de losa era la de una mujer que sabía cómo se había acabado aquella leche condensada: a lametazos del cuerpo de Sergio. La imagen que me vino de ambos haciéndolo me animó a querer desaparecer de la tierra.
-¿Y nata tampoco queda?-dije mirando las fresas en la cesta de plástico transparente.
-Ai… no lo sé… busca, ahí debe estar…-me dijo algo indignada.
No la había acusado de nada, pero ella sabía cómo se había acabado aquellas dos cosas. Esta vez, por la media sonrisa que dibujaba en su cara, parecía que había sido Sergio quien le había limpiado la nata de sus pezones.
El timbre sonó y allí apareció el rey de Roma, Sergio en persona, como si le hubiesen llamado por megafonía.
-Te he traído una cosita-le dijo a mi madre tras saludarnos.
Yo seguía allí de pie, esperando que lo que hubiese traído no se encontrara dentro de sus pantalones.
-¿Cómo está tu madre?-preguntó ella para normalizar el ambiente.
-Bien, bien; he pasado por el bar antes de venir aquí. Parece que estos días está teniendo mucha faena.
-Le ha hablado mucho de ti-me dijo ella.
-Ah…
Era la primera vez que oía hablar de ése bar y de la madre de Sergio. Si él tenía treinta años, ¿cuántos debía tener ya su madre? ¿Sesenta?
-Oye… ahora que lo pienso… mi madre ha dicho algo de buscar algún camarero… ¿por qué no vas y le preguntas?
Era por eso por lo que Sergio no era un mal tío. Le gustaban las mujeres maduras y había elegido a mi madre, pero tenía un buen empleo y sabía tratar con la gente.
-Sí, a lo mejor te da trabajo-aclaró mi madre.
-Podrías consultárselo a ella y al menos lo habláis o algo.
La mano de Sergio ya empezaba a bajar peligrosamente hasta el culo de mi madre, y aunque sólo fuese una muestra de cariño todos sabíamos muy bien en qué podía desembocar.
-Esta es la dirección. Mi madre se llama Isabel, dile que vas de mi parte y seguro que no tendrá problemas. No te preocupes, es muy simpática-me dijo dándome una tarjeta del Valle-Inclán, el bar familiar.
-Sí, toma-me dijo mi madre dándome veinte euros.
Parecía que me estaba sobornando para que nunca abriese la boca y decir algo que ni siquiera sabía qué demonios era, aunque lo cierto es que seguramente no le importaba que yo desapareciese durante un par de horas, dejando la casa libre.
Me olvidé el móvil al salir, pero me dio miedo entrar por si veía ya a mi madre en una postura que no debía. Por algo Sergio me había dicho que fuese hasta allí y no que la llamara.
Llegué a aquel bar que parecía que estuviese completamente forrado de madera. Vi un cartel que confirmaba lo que Sergio me había dicho: su madre se había dado prisa y había colgado el anuncio de ‘‘Se busca camarero’’ en el cristal.
Al entrar me pareció que toda la gente que había allí era, en su mayoría, hombres con su típica barriga cervecera, para destruir tópicos, y ancianos jubilados que frecuentaban el local hacía tiempo. Una cosa que me llamó la atención fue que de entrada sentí como si hubiese buen ambiente allí, y el que la gente no se girara a mirar como entrabas por la puerta me hizo sospechar que era un buen sitio.
No había nadie detrás de la barra, así que decidí preguntarle al primer hombre que me pareció que tenía cara simpática.
-Perdone… ¿está Isabel aquí?
-Es ésa chica, la camarera tetona-me dijo con esa amabilidad extraña de una persona tímida que quiere sociabilizar pero que no exterioriza sus intenciones.
No me había fijado, pero había una mujer sirviendo en una mesa. Me acerqué a ella. Cuantos más pasos daba más pequeña me parecía. Cuando llegué ella había perdido casi toda su altura y a duras penas su cabeza podía estar al nivel de mi vientre.
-Perdone… ¿es usted Isabel?
Era una mujer tetona, no había duda. El problema era que lo había sido mucho, mucho… mucho tiempo. Me parecía increíble que ese señor se hubiese fijado en las longevas tetas de esa anciana.
-Sí, chato, dime.
-Verá…
-Ven chato, ven-me dijo mientras se desplazaba hasta la barra.
-Vengo de parte de su hijo. Me ha dicho que necesitaba un camarero…
-¿Quién?-me preguntó esforzándose por escucharme.
-Su hijo, Sergio…
Ella me miró de arriba abajo.
-¿Cuántos años tienes, chato?
-Dieciocho, señora.
-Debes haberte confundido, pero si vienes por el cartel puedes dejar currículum.
La última palabra la pronunció con cierta dificultad, como si la hubiese incorporado hacía poco a su vocabulario.
No me cuadraron las cosas hasta que un señor, oyente de toda la conversación, se giró hacia mí y me ayudó.
-Si buscas a la madre de Sergio es esa que está allí.
Isabel, la anciana, como si se hubiese desentendido del tema creyendo que estaría en buenas manos, separaba los tapones de plástico de las botellas.
Yo le hice un gesto con la mirada y él siguió indicándome a la mujer correcta.
-Esa de allí, la de blanco.
Vi como una mujer se levantaba de una silla, terminando una charla. No la había reconocido porque no estaba ejerciendo de camarera, la había tomado por una cliente más.
Ella me indicó desde lejos que la siguiese hasta la mesa de billar, donde se puso a limpiarla con un trapo.
-Hola. Dime cariño-me dijo despreocupada.
Bajo una luz artificial me di cuenta de su aspecto. Isabel, esta vez sí la madre de Sergio, era una mujer rubia de ojos marrones aunque cristalinos. El pelo le llegaba hasta los hombros y chocaba con su piel algo morena de sus desnudos hombros, una piel fruto de tomar el Sol en topless y no de haberse dado rayos uva.
Como bien había dicho el primer hombre, era una mujer tetona. Sus pechos se marcaban deliciosamente en su camiseta blanca y dibujaban unos inocentes pezones. Era una mujer gruesa, aunque no gorda ni mucho menos obesa. Llevaba con soltura la edad e incluso su piel apenas tenía unas arrugas permanentemente marcadas. Llevaba tacones, pero aun así seguía midiendo menos que mi metro setenta y tres.
-Soy… soy Manu. Sergio me ha dicho que necesitaba un camarero y…
-¿Tú eres el hijo de Carmen?-preguntó con cierto interés.
-Sí… sí, soy yo.
Inmediatamente dejó el trapo amarillo y me dio dos besos que creí que habían resonado en todo el local. La observaba de cerca e intentaba adivinar su edad. Mi madre tenía cuarenta y cuatro años… ¿cuántos debía tener ella? No parecía mucho mayor.
-Nunca vienes a visitarme cariño, ya tenía ganas de ponerte cara.
Resultó que sí era verdad que Sergio le había hablado de mí.
-¿Quieres tomar algo?
A duras penas pude rechazarlo y pronto me vi sentado en la barra tomando aquella clara con poco afán.
Isabel andaba de allá para acá, pero se paraba a hablar conmigo mayormente. Cuando se agachó para coger las botellas de cristal puestas en la caja lo vi claro. Tenía un culo apretado y tenso que los pantalones se encargaban de catalogar como dos nalgas de oro.
Ni todos los tipos que estaban allí sentados procuraban disimular sus miradas hacia aquel culo ni ella se preocupaba de tapar el diminuto tanga blanco que vestía. Así éramos todos mucho más felices.
-He venido porque él me había dicho que buscabas un camarero.
-Sí cariño, me vendría bien alguien que viniese a partir de las tres y se pudiese quedar hasta la noche.
-A mí me vendría bien…
-Perfecto. ¿Cuándo puedes empezar?
Nunca había sido un aprovechado del llamado enchufismo, ni me imaginé en aquel momento que fuese a darme tan rápido el trabajo, pero tanto ella como mi sudor en el cuerpo al verla habían decidido.
-¿Puedes pasarte mañana a las tres, cariño?
-Sí, por supuesto.
-Aquí tengo el currículum…
-No lo necesito-me dijo en toda confianza-. Ya sé que eres un buen chico. Mañana te espero.
Aquella noche lo primero que vi al llegar a casa fue a mi madre envuelta en su albornoz blanco y a Sergio empapado con la toalla a la altura de la cintura. Tenía ganas de gritarle ‘‘¡Sergio, tío, deja ya de tirarte a mi madre! ¡Sé que quiere recuperar el tiempo perdido, pero es que luego por la noche volverás a tirártela, lo sé!’’…
Pero él me había conseguido un trabajo por las tardes y mi madre parecía contenta con él, así que… ¿Qué más daba?
El primer día como camarero del Valle-Inclán me di cuenta de cómo quería la gente a Isabel. Las señoras que se juntaban allí solían cotillear con ella, charlar de sus hijos y explicarle los problemas que solían tener. Isabel escuchaba, limpiaba y servía, todo a la misma vez. Desconocía cuanto tiempo hacía que habían montado ese bar, pero desde luego ella había sido muy bien recibida.
Para los hombres era distinto. Si iban con sus mujeres no podían pasar quizá de miradas y deseos internos, pero a partir de las nueve de la noche, cuando se juntaban todos en el bar, esas miradas se convertían en comentarios subidos de tono y los deseos internos en una ambición por conseguir una dulce caricia de Isabel.
Los señores solían hablar de ella, como en aquella ocasión en la que escuchaba lo que decían mientras lavaba los platos. Ocurrió un tiempo después de haber entrado a trabajar allí. Parecía que todos los veteranos se solían reunir en grupo y hablar libremente. Era su momento del día.
-Te digo, que con ese culo y esos melones podría levantar la polla a un muerto.
Oí eso desde donde estaba, afinando el oído para adivinar de quien estaban hablando. Al poder echar una mirada confirmé que era como si el líder de la pandilla estuviese hablando a los demás en el patio del colegio.
-Dónde esté una madurita…-parecía que apoyaba otro.
-Con el culo que tiene si pudiese la invitaría a cagar a mi casa, pero es que mañana viene por fin el fontanero.
No me costaba saber a qué se había dedicado ése hombre en su vida, ni era muy difícil distinguirlo como el macho de la manada. Los otros hombres reían sus gracias y contrastaban en que el culo de mi jefa era el mejor.
Mi jefa… esa palabra resultaba sumamente erótica.
Absorto en mis pensamientos y con el agua resbalando entre mis manos noté una mano que me pellizcaba casi sensualmente mis partes más íntimas. Sólo una persona podría haber adivinado al primer toque como estaba posicionado mi miembro: Isabel.
Me eché dos centímetros hacia atrás y tensé mi cuerpo al sentir aquello. Allí estaba ella, mirándome estrictamente. Noté el agua encharcando la pica y llegándome hasta los pies.
-Te estoy llamando hace media hora y no me contestas.
-Perdón…
-Limpia un poco el lavabo de caballeros-me ordenó.
Esperaba y deseaba que no se hubiese enfadado conmigo, pero fue un incidente que atribuí a la clientela abarrotada que en ese momento había en el bar. Al acabar la noche ya tenía a Isabel otra vez agarrada a mí mientras charlaba con los amigos de siempre, aquellos clientes fieles que se tomaban su café diario, su cerveza en los días de verano y que pasaban a saludar sólo para ver como estaba.
Isabel me pasaba su brazo por la espalda a la vez que hablaba con ellos. Me había presentado en sociedad hacía poco, quizá una escasa semana o algo más, y aquel era el único roce que habíamos tenido hasta el momento. Hacer que me sentara al lado de ellos a tomar algo y que luego ella misma se sentase encima de mí sin maldad fue su forma de pedir perdón.
Con cada comentario que le parecía gracioso, fuese mío o no, me acariciaba el cuello con sus calientes manos y separaba los dedos para cogerme cada mechón de mi pelo que se le antojara.
Tenía una cara bonita cuando lograba relajarse después del trabajo, y ni siquiera exigía que la mirara a la cara cuando se sentaba encima. Aunque me lo hubiese exigido, no habría podido. Esos pechos me miraban con sus pezones pidiendo guerra en la camiseta, pidiendo que los mordiese con los dientes.
Cuando todo el mundo se iba nos quedábamos a dejar todo listo para el día siguiente, tarea que se finalizaba en diez escasos minutos. Siempre me decía que cerraba ella, y siempre me dejaba salir antes para que, como ella decía, le rindiera en clase con mis ocho horas de sueño.
-No me vayas a fallar el próximo domingo.
-¿Que no qué?
Me extrañó y me puse rojo al pensar tontamente que había dicho ‘‘follar’’.
-El próximo sábado, que es el Barça-Madrid. No me vayas a fallar y cojas una gripe de estas tan malas.
Posiblemente ella notaba mi error, aunque es algo que no sabré nunca.
-No te preocupes. Aquí estaré.
-Vale, cariño-me dijo mientras me daba dos besos de despedida con sus dulces labios.
Y, en efecto, no me advertía en vano. Aquella noche hubo mucha gente en el bar, haciendo nuestro agosto al estar retransmitido por un canal de pago.
Una hora antes de que comenzara me fui a cambiar. Aquel día había llegado más tarde con su permiso. Lo que no esperaba en aquel momento era que ella entrase conmigo y se cambiase también en la trastienda.
-Esto es como los modelos, con tanto ajetreo ni te enteras de quien se está cambiando-me dijo sin que le dijera aún nada.
Le sonreí para dar el aprobado al comentario, echando un vistazo y esperando a ver si iba a ser mi día de suerte.
-Aunque yo ya no tengo cuerpo de modelo.
-Tienes un cuerpo espectacular, no te preocupes por eso.
No fui consciente de mis propias palabras hasta que las dije. Aun así, no me arrepentí.
-Gracias cariño, pero aunque me hagas la pelota no voy a subirte el sueldo-dijo bromeando.
-Aunque me lo bajaras seguiría diciendo que…
-¿Qué?
No me di cuenta de que se había quitado la camiseta hasta que tuve que pensar aquella frase. Su sujetador negro con formas de flores acogía sus pechos firmemente y los realzaba sobre esa preciosa barriga de mujer madurita. Fue la primera vez que se me coló esa definición en la cabeza.
El tanga azul cielo sobresalía de sus pantalones y dejaba ver aquellas dos tiras laterales que quería arrancar con los dientes. Era del mismo estilo, lo único que cambiaba era el color.
-Que sigues estando muy buena…
Salí de allí sin esperar una respuesta, sin saber si era porque no quería que me despidiese o porque quizá las cosas iban a cambiar y a volverse más profesionales a raíz de aquel comentario.
Ella no mencionó nada sobre ese asunto y los dos nos vimos sumidos en el trabajo, llevando copas, trayéndolas, y cultivando el buen ambiente en todos los rincones.
Aquella noche la gente no desapareció hasta después de las doce, casi dos horas después de que el partido se hubiese acabado.
-Estarás contento, ha ganado tu equipo-me dijo mientras limpiaba mesas.
-Sí, bueno… también es tu equipo. Tú también debes estar contenta…
-Yo prefiero ver a otros chicos contentos…
-¿A sí? ¿A quiénes?
-A los que son importantes para mí… y a los que están más cerca en mi vida…
Isabel se había parado a mirarme y sonreía, no dejaba de sonreír. Dejó el trapo en aquella mesa y fue a buscarme un sobre marrón mientras yo seguía limpiando.
-Esto es para ti cariño.
Me entregó el sobre con la nómina de aquel mes. Me había olvidado de mirarlo y de qué día era, pero por lo visto el día antes, aquel viernes, había sido ya día de cobro.
-Creo que es mi primer sueldo serio en toda mi vida…
Como antes, Isabel no paraba de sonreír a la vez que le sacaba brillo a la mesa de madera.
-Y ha sido gracias a ti… Quiero… quiero invitarte a algo Isabel.
-¿A mí?
-Sí… ¿te parecería muy raro salir a tomar algo conmigo?
-No, cariño, pero déjame que primero te invite yo a algo.
Isabel sacó una botella de vino que seguramente guardaba bajo llave, porque yo me había memorizado todo lo que había en el bar y nunca la había visto. Me sirvió un vaso y pude apreciar que era un vino excelente.
-Éste vino tiene más años que yo, que ya es decir… Es muy bueno.
-Pero… ¿pero tú te sientes vieja? Porque los demás no te vemos así…para nada, vamos…
Y así fue como me enteré de la historia que tenía ese bar, de cuantos años llevaba abierto y de qué cosas curiosas habían pasado allí. Isabel, resultó tener cuarenta y cinco años, sólo uno más que mi madre. Había tenido a Sergio a los quince años y llevaba casi toda la vida metida allí trabajando, una cosa que le vino muy bien por la época en la que estaban. El padre de Sergio, contaba entre sorbo y sorbo, había desaparecido hacía mucho tiempo de su vida.
Por eso mismo, ella hablaba sobre su padre, el que había criado a Sergio realmente. Notaba como decaía un poco su ánimo, diciéndome que había muerto hacía ya tres años.
-Ven-le pedí de pie alargando la mano.
Ella se levantó y se acercó a mí sin preguntar siquiera por qué tenía que levantarse.
-Baila conmigo.
-Pero si no hay música…
-No importa. Baila conmigo.
Isabel se abrazaba a mí oprimiendo sus grandes pechos contra mi cuerpo, una sensación que me hacía sentir como si me estuviese abrazando con ellos. Sentí la necesidad de bajar mis manos hasta su cintura, aquella cintura bastante amplia que se escondía debajo de una camiseta amarilla.
Observaba los tacones de sus zapatos negros, esos que permitían que su cabeza llegara hasta mi cuello y me matara por el cosquilleo de su respiración.
-Isabel… No es por el alcohol, pero creo que quiero hacerte el amor…
-Es por el vino, cariño…
-Yo sólo sé que la respiración que siento en el cuello me está derritiendo de placer…
Ella siguió bailando conmigo, sin apartar la boca de mi cuello. El aire que desprendía chocaba contra mi piel y me deshacía el cuerpo entero.
Me atreví a bajar mis manos hasta su culo sin que oyera ningún rechiste ni protesta. Podía amasarlo, palparlo, magrearlo a mi gusto sin que ella me dijera nada. Todo lo que tenía como señal era su respiración, que no cesaba de deleitarme aun sabiendo ella lo que pasaba.
-Es que… es que estás muy buena…
Ella miró la persiana totalmente bajada y luego me miró a los ojos. En ese momento comprendí por qué le gustaban a Sergio las mujeres maduras.
-Te… te toco el culo porque… mirándotelo cada día quería comprobar si era tan duro como parece.
La besé. Sentí sus pequeños labios tocando los míos. Fue un simple pico, uno rápido como el que le da cualquier hombre a una mujer. No sabía si era un beso de amistad, porque seguimos bailando, y me atreví a besarla otra vez, a saborear sus labios de nuevo.
No podría decir si fue bailando o casi corriendo, pero me llevé a Isabel hasta la trastienda, aquella que estaba llena de trastos y cosas inútiles pero que al menos tenía una mesa donde me pudo estirar a sus anchas.
Mi cuerpo ya se había calentado y se prestaba a que sus manos bajaran mis pantalones. Mi pene ya se marcaba ligeramente a través de la ropa interior, gris y suave, y daba testimonio de lo mucho que me gustaba mirar y tocar a Isabel.
Su mano subió hasta mi miembro sin intención de quitarme la ropa interior, pero con el claro objetivo de estimularme a tal grado que el hormigueo se convirtió en una sensibilidad completa. La palma de su mano me frotaba en círculos por encima de la ropa interior, una cosa que nunca había hecho, ni siquiera yo mismo masturbándome.
Tocaba mi pene y hacía esos movimientos circulares que lo iban poniendo duro rápidamente. Era el mejor viaje de mi vida, ella me prestaba todo el estímulo a mí sin pedir nada a cambio.
Sentía la polla dura, mi mente se iba nublando y hacía mi vocabulario más grosero. Me encantaba sentir esos círculos viciosos de masturbación, pero sabía que si seguía así iba a terminar en el primer minuto.
-Ah…Joder…Isabel, espera…espera…
Ella no era tonta. Era como si conociese mi propio cuerpo desde siempre y supiese cuando parar. Allí estirado y con mi miembro tieso, me agarraba las manos y me chupaba la piel de mi vientre, me lo besaba y jugueteaba a recorrer la barriga con su lengua.
Era una dulce tregua que me daba antes de que empezara la acción de verdad. Había observado tantas veces esas tetas que no tardé nada en deshacerme de su camiseta y dejar al aire, de nuevo, ese sujetador negro que me volvía loco.
Su cuello nunca me había parecido tan apetecible, pero no fue nada comparado con oír como nacían sus gemidos a la vez que su mano trataba de no perder el trabajo conseguido con caricias sutiles en mi zona íntima.
No hubiese esperado ni un segundo más para desatarle aquella presión y besarle los pechos, chuparlos, jugar con ellos, hacerlos míos. Podía mover mi boca libremente y atrapar cada centímetro de piel que quisiese, y a eso era a lo que me dedicaba mientras la miraba a los ojos y sentía su mano acariciando mi pelo.
Con un empujón juguetón me clavó la espalda contra la mesa, esa fría mesa que me tensaba el cuerpo. Posiblemente fuese yo quien estaba caliente y notase la temperatura tan alta de modo que todo me pareciese frío en comparación, pero desde luego ver resbalar mi ropa interior hacia abajo no ayudó nada a calmar el ardor.
La mano de Isabel lo sostenía; nunca me lo había visto así. Mi pene se erguía como si quisiese explotar, prensado entre sus dedos. No podría haber tenido mejor tutora.
-Es gordita, como me gusta a mí…
No dijo nada más, era educada y tenía la boca llena. No se molestaba en bajar su mirada ni en cerrar sus ojos, me miraba fijamente y observaba cada detalle de mi rostro. Sus ojos eran tan fijos y penetrantes que no sabía qué hacer.
Sus labios me apretaban, me transmitían su calor para hacer brotar mi miembro. Me gustaba tenerlo así, lo sentía más grande que nunca dentro de su cálida y sensual boca, recorriéndolo de arriba abajo.
Lo sabía. Sabía lo que hacía. El glande era la cúspide de la pirámide, esa cima tan sensible que ella se dedicaba a poner rojiza, a hacer que se mojara y dejarla seca en un mismo segundo.
La húmeda punta de su lengua se metía en mi pequeño agujero y lo limpiaba, hasta ahí llegaban sus ganas de dejarme seco por dentro.
-Está muy rellenita…-me afirmó.
Su mirada se perdió, al fin, cuando los finos labios acariciaban los testículos, estirando aquella piel sin pudor y sin dificultad, dejando que el trabajo hecho hasta entonces no sirviese para que yo no me excitase.
-Los tienes muy cargados, cariño-dijo antes de volver a estirar la piel con su boca.
Me liberé como pude de sus garras, no porque no me dejara escapar sino porque yo me hubiese quedado toda la vida allí, y la volví a besar en la boca, esta vez con un beso lleno de gratitud y pasión.
Aun con el pene desnudo, quise bajarle los pantalones hasta descubrir el precioso culo rodeado del tanga azul que tapaba su coño y realzaba sus nalgas.
Era un culo muy firme, hecho a medida. No le habían puesto más de lo que correspondía de anchura, e incluso me indigné porque el esculpidor que había tallado esas nalgas no me había avisado.
Tenía su culo en mi poder, podía notar lo duro y libre de grasa que era, pero aunque podía abarcarlo quise bajarle el tanga y dejarla como yo, con su intimidad al aire.
Instintivamente mis dedos resbalaban hasta su vagina, aquella raja humedecida que me parecía oler a kilómetros. Su olor me emborrachaba con una sensación deliciosa.
-Mete un dedo, cariño-me pidió antes de besarme el cuello.
No esperó a que lo hiciera. Me besaba el cuello segura de que yo le iba a meter ese dedo, lenta y profundamente como lo hice. Sentía como se enterraba entre los labios vaginales de esa mujer, podía moverlo a mis anchas sin obtener más respuesta que sus dulces gemidos.
-Eso es cariño, sigue moviéndolo.
Se agarraba de mi cuello e intentaba agarra mi oreja, jugueteando a que se resbalara entre sus labios y hacer como que no podía poseerla.
Mi mano se posó en su culo desnudo, no podía parar de tocarlo. Quería darle una palmada y ver su reacción, pero no me atrevía. Tenía miedo de estropearlo o miedo de que ella pensara que me había emocionado demasiado por ser un crío.
-Ven, cariño-me dijo llevándome torpemente hasta la pared.
Apoyó sus manos en la pared pintada de un color suave y me ofreció su cuerpo, su ser medio desnudo. Los pantalones salieron con mi ayuda y la dejé en tacones, unos zapatos negros que no quería quitarle. Tan sólo quería recorrer sus piernas con mis labios, besarla hasta dejarle moratones en la piel.
La abracé de pie al oír sus gemidos y quise rodearle la cintura.
-¿Aún quieres hacerme el amor, cariño?
Estrujé mi pene contra su culo al oír aquello, intentando alcanzar su boca. Me miré hacia abajo y allí estaba mi pene duro. Quería penetrar a mi jefa, y más teniéndola así.
Me hizo gracia tener aquel culo para mí, aunque de momento sólo pudiese tocarlo y no penetrarlo.
Sin vergüenza intenté levantarlo con mi miembro. Mi mojado glande apenas aguantaba el tener que sujetar nada, y se deslizaba moviendo la carne bajo mi atenta mirada.
Quizá Isabel se extrañó, pero eso era algo que me excitaba. Mover su culo con mi pene… eso aumentaba mi sensibilidad hasta el grado de que empezaran a temblarme las piernas.
Repetí mis movimientos pero esta vez besándola por su cuello, por su boca, su perfecta espalda… Mis caderas se movían tanteando el terreno.
Me paré en seco. Quería penetrar a Isabel. Lo deseaba con todas mis fuerzas e intuía que ella sentía lo mismo por sus calurosos suspiros, por la agradable melancolía que plasmaba en cada gemido, por como acercaba su culo a mi pene y me decía con ello que estaba lista…
Ayudándome de mi propia mano se la metí, lenta y gustosamente. Me costó, pero no porque fuese muy estrecho o porque se me dificultara, más bien era por todo lo contrario, por lo que me producía esa penetración. A cada centímetro sentía más gusto, hasta que ella supo que se la había metido lo máximo que podía abarcar.
-Eso… eso es cariño-decía sintiéndola dentro.
Ella tiraba su culo ligeramente hacia atrás, acomodándose en lo que iba a ser la postura definitiva. No era tonto, y sabía que tenía que moverme. Le puse las manos en las caderas y empecé. Empecé a follármela, a metérsela por el coño, a alimentarla con mis ganas de masculinidad.
-Sigue cariño…-gemía ella.
La sensibilidad recorría mi cuerpo, lo llenaba casi por completo. Sabía que si llegaba a abrumarme me correría.
-Sí…jefa…
-Fóllame, cariño…
-Sí…sí…
La fricción de nuestros cuerpos, el leve choque de su piel con la mía... todo detalle me animaba a jugar dentro de ella, a follarme a esa madurita.
Sentía los genitales moviéndose, todo mi cuerpo me acompañaba en el mismo vaivén. Isabel luchaba por mantenerse de pie, lo veía en su cara. Por eso quise derrotarla, acariciarle las tetas con mis dedos, comprobando su permanente tamaño, y pasarle otra vez mi dedo por su acaramelado clítoris.
-Cariño…car…
-Dime…dime que te gusta, jefa….
-Ah…sí…sí…
Dos golpes fuertes y contundentes marcaron una agresividad que nunca había tenido. Aquellos dos arranques fueron fruto de mi impotencia por no poder seguir, fruto de mis ganas por no correrme.
Pero eso no lo supe en aquel momento. Puede que lo pensase en una milésima de segundo, pero no fui consciente.
Solté un gemido junto a mi semen, mi líquido caliente y abundante. Seguí penetrándola mientras seguía soltando mi flujo, y ella lo sabía. Gemía junto a mí.
Agarré tan fuerte sus caderas que le dejé una marca roja en cada costado. Luché hasta el último momento, penetrándola con fuerza, hasta que tuve que parar y dejarla allí de pie.
-Gracias…-fue todo lo que acerté a decir un minuto después.
-¿Estás bien, cariño?
-Estoy… estoy perfecto… Digo… perfectamente…-le dije aún nervioso.
Me besó con sus manos en mis mejillas. Aquel fue el momento en el que se lo confesé. Le confesé que no sólo era la primera vez que lo hacía en esa postura sino que era la primera vez que hacía el amor en mi vida. Isabel me dijo que ése hecho únicamente hacía que aumentar su morbo por mí…
Aún sigo trabajando en el Valle-Inclán. Mi momento preferido del día es cuando todo el mundo se ha ido y puedo estar a solas con ésa hembra, mi jefa, Isabel. A veces sólo hablamos y nos contamos nuestra vida, nuestros problemas y reímos juntos. Otras, acabamos haciendo el amor en la mesa de billar, apoyados en una mesa o donde la pasión nos mande.
Estar con ella nunca ha sido una venganza, ni llegué a pensar nunca que pudiese ser así. Sergio, por cierto, sigue saliendo con mi madre y sigue gimiendo encima de ella por las noches. No te preocupes Sergio, eso ya no me importa demasiado. Sigue tirándote a mi madre que yo me tiraré a la tuya.
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